EL TIGRE DE MALASIA










Llevaba tres días allá arriba en la jungla cubriendo la noticia. El caso no avanzaba y me temía que la estancia en aquella cabaña sería más larga de lo previsto. Pasaba gran parte de la noche tumbado en un camastro cubierto con una mosquitera. A la luz de una vela repasaba mis notas y las leía.


Aquella noche el calor era sofocante y dormir se convertía en una utopía. Decidí salir a fumar al patio. La cabaña estaba rodeada de otras muchas. La mayoría de la gente estaba en el exterior debido al insufrible bochorno. Todos anhelábamos el estallido de una tormenta pasajera para refrescarnos.


El poblado estaba situado en una altiplanicie cuya vista dominaba gran parte de la jungla. En la parte más alta estaba la gran cabaña. Era una edificación construida con la misma técnica que el resto de las cabañas, pero la diferenciaba su gran tamaño. Pertenecía a la comunidad y su uso estaba destinado a reuniones y festejos. Pero ahora estaba ocupada por el doctor Majari y el inspector de policía Taburu acompañado de cuatro de sus hombres.


Los hombres de Taburu custodiaban los dos cadáveres; un matrimonio había sido brutalmente apaleado hasta causarles la muerte. El caso estaba claro: los asesinaron sus familiares. El matrimonio profanó el día sagrado dedicado a los árboles. Esta festividad sólo la celebraban unos pocos poblados aislados de la jungla. El pecado mortal que cometieron fue fumar delante de sus familiares antes de la comida sagrada. Aquel hábito al tabaco lo adoptaron de un empresario maderero para el que estuvieron trabajando como servicio doméstico. El empresario quebró y ellos regresaron al poblado con dos hijos pequeños además de su vicio.


El insomnio propiciado por el calor me producía ansiedad. Me acostaba en el camastro y al cabo de cinco o diez minutos me volvía a levantar. Encendía otro cigarro. Salí del patio y me dirigí a dar un paseo nocturno por el camino que rodeaba las cabañas. Me acerqué al punto más alto y observé la frondosa oscuridad imaginando los focos del vehículo que por fin trajera al juez.


Agotado por la falta de sueño decidí volver a la cabaña. No me apetecía hablar con el doctor y mucho menos con el inspector. Ambos eran tertulianos a los que había que darles la razón en todas sus opiniones para poder conversar sin discutir.


Pasé por delante de la cabaña dónde estaban retenidos los familiares de los asesinados. Permanecían en el exterior como la inmensa mayoría de aquel poblado, pero custodiados por dos agente de Taburu. Algunos todavía conservaban manchas de sangre en sus vestimentas. La oscuridad disparaba mi imaginación y tuve la impresión de estar delante de una tribu macabra en reposo después de una orgía de sangre y violencia. Pero en realidad eran pobres campesinos que se habían dejado llevar por el fervor fanático de unas creencias religiosas y ahora no entendían lo que había ocurrido. Cuando llegara el juez seguramente encarcelaría a un par de ellos y a los otros los dejaría en libertad.


Una brisa liviana recorrió por un instante entre las hojas de los frondosos árboles. Los sonidos de los animales nocturnos de la selva rompían el denso silencio. Retomé el camino más corto para llegar a mi cabaña. Entre algunos claros de las copas de los árboles se podía distinguir la luna llena. Visión poco esperanzadora porque obviaba la ausencia de nubes y por lo tanto las escasas posibilidades de disfrutar de un chaparrón pasajero.


Me dirigía a la cabaña con la intención de ordenar mis notas para después publicar la noticia en el Kuala Lumpur News cuando en el centro del camino observé un bulto que avanzaba hacia a mí a cuatro patas. Por un momento pensé que se trataba de un perro de presa que utilizaban los nativos para cazar elefantes, pero al acercarse y escuchar el ronroneo me di cuenta que era un tigre. Mi sangre se paralizó. Las gotas de sudor se congelaron. En un instante recordé todas las cosas que debería haber hecho y las que había dejado a medias. El tigre se acercaba a paso lento moviendo con elegancia su majestuoso cuerpo. Mis pies parecían enraizados y mis brazos dos vigas de hierro inamovibles. El tigre me había sorprendido en una curva del camino. Si lo hubiera avistado a lo lejos habría aprovechado la oportunidad y me habría escondido en el interior de una cabaña. Pero allí estaba yo a menos de cinco metros del insaciable devorador de la jungla. Oí voces que provenían de una cabaña. Lo extraño es que estaba en el recorrido por donde el tigre había pasado y no se escucharon voces de alarma. Ya lo tenía a menos de dos metros. Cerré los ojos y me concentré para no sentir el dolor de las dentelladas que iba a recibir. Cuando más tenso estaba escuché una voz.


-¿Qué hace?


Abrí los ojos y vi que el tigre estaba junto a mí y seguía su camino. Al otro lado del camino había un anciano vestido sólo con un paño que le cubría sus partes púdicas y un turbante blanco en la cabeza. Era extremadamente delgado y su boca sólo estaba poblada por un diente inferior y una barba de chivo canosa decoraba su cara.


-¿Qué hace?


-Pues, ¿no lo ve?


-Ah, el tigre.


Yo casi me había hecho encima mis necesidades y aquel hombre se tomaba la presencia del tigre con toda naturalidad.


-No se preocupe, señor. El tigre es sonámbulo.


-¿Sonámbulo?


-Sí, señor. Así es.


Y el hombre continuó su camino.


Cuando llegué a la cabaña todavía estaba aturdido. Aquel suceso fue el susto más grande que me había recibido en mi vida. Y la extraña resolución no me dejó indiferente. Me senté en la mesa y retiré todas las notas que había redactado sobre el asesinato del matrimonio fumador. Preparé unas hojas en blanco, acerqué la vela y me puse a escribir la historia del tigre sonámbulo de Malasia.

EL GENIO DE LA OLLA EXPRÉS

A Josefina cada vez le costaba más subir las estrechas escaleras. Apenas cabía entre la baranda y la pared y el recorrido se hacía más penoso cuando volvía del mercado con el carro de la compra cargado en una mano y la bolsa del pan en la otra. Paso a paso iba subiendo con aquellas pantorrillas purpúreas por las eternas varices. Vestía con una blusa y una falda hasta las rodillas. Siempre de riguroso luto. Su apartamento estaba en la cuarta planta y una bombilla amarillenta iluminaba su pelo canoso cada vez que alcanzaba un nuevo rellano. El paso del tiempo había mermado su antaño precioso cuerpo. Después de parir a sus cinco hijos las caderas se expandieron y unos kilos no deseados se añadieron creando así la forma redonda con la que tuvo que convivir hasta el final de su vida.
Cuando llegó a casa dejó el carro y el pan en la cocina. Encendió la radio. Emitían canciones de otra época. Para ella era fácil dejarse caer en el recuerdo olvidando el presente. Anduvo preparando la poca ropa que tenía que lavar y recogió la que tenía planchada. Luego entro en la cocina y peló una patata y limpió unas judías. Cuando tuvo los ingredientes preparados sacó la olla exprés del armario. Añadió la cantidad de agua necesaria. Tan sólo tenía que encender el fuego cuando sonó el teléfono. Apagó la cerilla que sostenía con los dedos y se dirigió al pasillo. Descolgó y las ilusiones de recibir una llamada de alguien conocido se desvanecieron al escuchar a un comercial que quería venderle los mejores alimentos congelados del mercado. El comercial acabó la empalagosa exposición con una frase que la dejó perpleja: “Y recuerde que nuestros productos congelados son frescos como una rosa, señora”. Colgó y volvió a la cocina. Encendió el fuego y la olla empezó a concentrar el vapor para cocer la patata y las judías.
Josefina ojeaba una revista en la salita cuando le sorprendió el estallido del vapor. Se levantó para reducir la fuerza del fuego. Al entrar en la cocina se asombró al ver el extraño color azulino del vapor y de lo condensado que salía de la olla. Corrió a abrir la ventana que daba al patio interior. Pero al salir de la cocina la ventana se cerró bruscamente. Josefina no comprendía lo que estaba pasando. En la cocina cada vez había más vapor. Intentó salir de casa, pero Josefina no pudo abrir la puerta. De repente una voz irrumpió desde la cocina: “No se preocupe señora. Tan solo es por discreción.”
Josefina se acercó con sigilo a la cocina. Asomó la cabeza vacilante.
-¡Acérquese, señora, acérquese!-
Del espeso vapor sólo quedaba una ligera neblina y un espeso fluido azul impregnaba toda la cocina. De los armarios goteaba a los azulejos blancos. Josefina vio aquello y casi se desmayó. Tardaría un día, por lo menos, en limpiarlo todo. Se dio la vuelta. Se dirigió al cuarto de baño, dónde guardaba los enseres de limpieza. Caminaba cabizbaja. Al encontrarse con una tarea fatigosa se convertía en un muñeco mecánico. De nada servía lamentarse.
-Pero… Oiga, señora, ¿Adónde va?
Aquella voz la sacó de su enfrascamiento. Volvió sobre sus pasos, pero esta vez entró sin reparos en el interior de la cocina.
Incrédula observó a aquel ser extraño. Estaba sentado en el mármol con las piernas cruzadas y saludando con una mano.
-Hola.
Tenía el tamaño de un bebé. Su piel fina, carente de vello, mostraba un tono azul turquesa. Su cara no poseía ningún rasgo humano. Sus párpados rasgados dejaban entrever matices ocres y verdosos en los ojos. Los orificios de sus fosas nasales eran desproporcionados con el tamaño de la nariz achatada. Su boca también era enorme y unos colmillos cariados asomaban apuntando hacia arriba en la mandíbula inferior. Tres prominentes arrugas marcaban la frente y una pelusa cerdosa coronaba su redonda mollera. Josefina pensó que ya lo había visto todo en esta vida.
-Déjeme que me presente, señora. Me llamo Bogar, también conocido como el genio de la olla exprés. Sí señora, igualito que el genio de la lámpara de Aladino. Aunque cuentan por ahí que eso fue un rumor porque no está claro si Aladino existió.
Josefina escuchaba con atención al genio. Hacía tiempo que nadie conversaba con ella en casa.
-Sepa usted, señora que como genio le puedo ofrecer tres deseos. Sí, como en los cuentos. Pero tiene que entender que los deseos que yo le ofrezco sólo tienen un día de duración. Y no me pida que le limpie la cocina porque eso me llevaría por lo menos dos.
Josefina se apartó de la puerta. Se había apoyado sin querer y la blusa se impregnó de baba azul. Intentó sacudirla con la mano, pero se le quedó enganchada. Mientras se dirigía al lavabo le dijo al genio:
-Bien, déjame que lo piense.
Después de lavarse se sentó en su butaca y estiró las piernas. El genio apareció a su lado.
-Recuerde, señora, que no tengo todo el día.-Josefina se giró y lo miró. Al ver el rastro viscoso de sus pisadas le dijo:
-Oye majo, vete a la cocina y no te muevas que me lo vas a ensuciar todo.
El genio volvió sobre sus pasos y Josefina fue a buscar la fregona y unos trapos.
Josefina entró en la cocina y encontró al genio sentado en el mármol. Sus pies amorfos, antes desnudos, ahora estaban enfundados en unos calzos de tela con suela antideslizante. Josefina lo miró.
-Primer deseo concedido, señora.
-¿Cómo?
-Me ha dicho que vuelva a la cocina y que no ensucie nada más.
-Hombre, pero tampoco lo estaba deseando.
-Ya, ya. Pero soy un genio. No entiendo el sentido coloquial de las palabras. Sólo atiendo a la voluntad de la persona agraciada con los deseos. Es así de simple, señora. Ahora mismo le quedan dos. Piense antes de decidir el próximo y cuidado con lo que me dice, que ya veo que es usted muy espontánea.
-La verdad es que no me he enterado de nada. Voy a limpiar un poco esto y mientras pensaré. No tengo ni idea de lo que quiero. A mi edad…
-De acuerdo, señora. Usted vaya haciendo. Yo continuaré aquí sentado, pero recuerde que sólo tiene de plazo hasta esta noche.
Josefina asintió en silencio y empezó a retirar la baba azul empezando por el fondo de la cocina. En el otro extremo la nevera zumbaba rabiosa. Cada hora resonaba un ronroneo inaguantable causado por el movimiento vibratorio del motor aunque sólo duraba unos minutos. Josefina se acercó hacia ella. Cuando estuvo en frente apoyó una mano en la puerta y con la otra le dio un golpe. El ruido cesó. El genio, que la observaba, sonrió al ver el gesto que hizo Josefina. A través de la comisura de los labios enseñó una fila de diminutos dientes afilados.
-¿Siempre la hace callar así?
-Sí, si estoy en la cocina.
-¿Y por la noche también hace este ruido?
-Sí
-¿Y qué hace?, ¿se levanta a darle el estacazo?
-No, cierro la puerta antes de acostarme.
-Muy práctico, señora.
Josefina tarareaba la canción que sonaba por la radio, que a pesar de todo no había dejado de sonar, mientras metía en una bolsa de plástico un puñado de emplasto azul. Campanera, trinaba el pequeño ruiseñor. Al terminar la canción sonaron las señales horarias. Eran las dos. Josefina dejó caer la bolsa al suelo. El genio la observaba; no había dejado de hacerlo. Josefina se lanzó hacia la nevera y abrió la puerta.
-Pués… no sé qué vamos a comer.
-No se preocupe por mí, señora. No me toca comer hasta que pasen unos doscientos cincuenta años.
-Madre mía.- Josefina busco entre los pocos alimentos que poblaban la nevera.-Lo único que tengo se ha de cocinar y mira como está todo.- Se quedó mirando fijamente al genio y de repente sus ojos se iluminaron.
-¿Por qué me mira así, señora? No habrá pensado en comerme.
-No, hombre, no. Además no creo que tengas buen sabor. Sólo hay que verte.
-Pues dígame que significa esa mirada.-Dijo el genio molesto.
-Estaba pensando que quizás puedas otorgarme un deseo.
-Para eso estamos, señora.
Josefina se apoyó con las dos manos en el palo de la escoba.
-Me acuerdo de aquella vez que hice un viaje con mi Manolo a Cáceres. Por el camino nos paramos a comer en una venta de la carretera. Me acuerdo que era la carretera porque el coche se recalentó y tuvimos que pararnos. Imagínate si hace años de esto que todavía no había nacido ninguno de mis hijos.
-Mucho ha llovido, señora, mucho.
-Sólo bajar del coche recuerdo que aquel olor a comida nos abrió el estómago. Olía a gloria. Entramos y nos sentamos en una mesa. No recuerdo exactamente lo que pidió mi Manolo, hace muchos años ya. Pero nunca olvidaré lo que pedí yo.
Josefina volvió a mirar fijamente al genio. En sus ojos nació un brillo que hacía mucho tiempo se había apagado. El genio se asustó al ver aquella mirada tan viva. Tanto que reculó un poco sobre el mármol.
-¿Qué…qué pidió, señora?
-Algo que sólo comí en aquella ocasión y que he pasado toda mi vida esperando repetir.
-Sería algo exquisito para causar tanto entusiasmo.
-Imagínate. Tanto que te lo voy a pedir.
-Adelante, señora. No se corte.
-Deseo comerme un plato de criadillas de cordero, cortadas en medallones finos y rebozados. Que estén bien doraditos y crujientes. Adornados con un poco de perejil picado y con unas bolitas de patata rellenas de arándanos y me lo sirves en la salita acompañado de una buena botella de vino tinto.
El genio, que por instinto se tapó con una mano sus genitales desnudos, levantó el brazo derecho hasta ponerlo en posición vertical. Entonces movió el brazo dibujando círculos en el aire. Cerró los ojos y susurró unas palabras. El trance duró un par de minutos. En el momento que acabó se dirigió a Josefina.
-La comida está servida, señora.
Cuando Josefina entró en la salita pudo oler el aroma que desprendían las criadillas de cordero. El genio permanecía de pie a su lado. Josefina lo miró y con lágrimas en los ojos le agradeció haber hecho realidad su voluntad. El genio la instó a que se sentase.
-Ande, señora, coma no sea que se enfríe. Y no se preocupe; tengo preparado el café para cuando termine.
Josefina asintió mientras saboreaba las criadillas. La salita perdía la poca la luz del sol que entraba por la estrecha puerta del diminuto balcón.
Después del apetitoso banquete Josefina se quedó adormilada en la butaca mientras escuchaba la radionovela. Se introdujo en aquel terreno entre el sueño y la vigilia y por un momento retrocedió varias décadas de su vida. Tiempos antiguos que disfrutaba con su marido y que se fueron llenando con la aparición de los hijos. Habían pasado años desde la última vez que fue al cine o al baile. Sus hijos eran todo para ella. Josefina era demasiado humilde para quejarse de la falta que le hacía un poco de desahogo. Tampoco se había parado en pensar en ello. A partir de los quince años ya se hacía cargo de sus seis hermanos y el padre viudo. Durante su noviazgo también tuvo que cuidar a la familia de su Manolo, ya que los padres estaban enfermos y los hermanos eran demasiado menores y gandules para cuidarse ellos mismos. Luego llegaron un par de años de felicidad hasta que nació el primer hijo. El piso se iba llenando de críos. Les dieron la mejor educación posible y luego volaron cada uno a formar su nido. Los padres se quedaron solos. Ya no estaba el cuerpo para bailes y el cine que se hacía en aquel momento ya no les interesaba. Era más fácil pasar las horas delante de la televisión. En el caso de Manolo, en el bar. Y ese era el motivo de que las pensiones de los dos se esfumaran antes del día quince. Aún así Josefina lo quería con devoción. Aunque al atardecer llegara el hombre doblado por el peso del vino y la pusiera de vuelta y media. Los hijos como mucho aparecían por navidad, si tenían la ocasión. La última vez que se reunieron fue en el entierro de su padre. Anecdótico por la cantidad de maquillaje que tuvieron que utilizar los embalsamadores para disimular el color tinto de su cara. Josefina se sentía como un pollo agridulce; tenía el espíritu agrio por la perdida de su marido, pero por el contrario dulce al ver a todos sus hijos reunidos junto a ella dándole calor.
Aquellos hijos se habían olvidado de ella. Aún así los quería con fervor. Aunque no estuvieran allí ella los sentía. Era su madre y en su imaginación había sitio para todos.
La tarde había caído y la oscuridad se adueñó del interior de la salita. Josefina se levantó despacio de la butaca y apoyando una mano en el respaldo cojeó un poco. Sus extremidades se agarrotaron después de permanecer tanto tiempo estáticas. Soltó un bufido pesaroso y encendió la lámpara de pie que reinaba solitaria en un rincón. La luz que desprendía la envejecida pantalla amarillenta aún cosechaba más dudas para la vista con las sombras que proyectaba.
En aquel instante empezó a sonar por la radio “Corazón loco” interpretada por Bambino. Josefina seguía el ritmo con la mano alzando el dedo índice. La otra la mantenía apoyada en la cadera. El genio que de música ni fu ni fa la miraba y sonreía ante aquel extravagante baile. Cuando terminó la canción la aplaudió y una ristra interminable de cuñas publicitarias la siguieron. Josefina bajó el volumen del aparato.
-Son los anuncios de las siete. Duran hasta las ocho.-Le aclaró al genio.
-Me parece muy bien, señora. Escúchelos, igual se le ocurre algo para el tercer deseo. No pasó mucho tiempo cuando Josefina volvió a clavar en el genio aquella mirada vivaz sin pestañear.
-¿Tercer deseo, señora?
-Exactamente, majete.
-Usted dirá.
-He pensado que lo que más deseo ahora mismo es…
-Píenselo bien, señora, que luego vienen los malentendidos.
-Es reunir a mis cinco hijos.
-¿Dónde?
-Pues aquí, conmigo.
-Eso no va a poder ser, señora.
-¿Cómo?
-Es imposible que salga a buscarlos y los traiga a todos antes de medianoche.
-Pero antes has hecho aparecer las criadillas.
-Sí, pero con humanos es diferente. Tendría que ir a buscarlos personalmente y traerlos. Puedo hacer realidad cualquier deseo material porque mi magia lo transporta hasta aquí, pero con los humanos no funciona.
-Pues vaya.-Josefina estaba decepcionada. Por un momento pensó que acabaría el día reunida con su familia.
-Aunque… hay una manera.-dejó entrever el genio.
-¿Qué manera?-preguntó Josefina
-Usted se quiere reunir con sus hijos, ¿no? Pues venga.
Y el genio levantó el brazo y empezó a hacer el movimiento circular invocando el tercer deseo.

*************

El fuerte olor a gas hizo que Ramona llamara a los bomberos. Cuando éstos llegaron les señaló la puerta de Josefina.
-Gracias, señora. Ahora baje a la calle.
En la calle había un camión de bomberos, dos ambulancias, un coche patrulla y un centenar de curiosos que se colgaban de la cinta que marcaba el perímetro de seguridad.
Un bombero derribó la puerta con un ariete. Al entrar vieron tendido el cuerpo de Josefina en el pasillo junto al teléfono. Otro bombero se introdujo presuroso en la cocina y cerró el gas. Los servicios de emergencia comprobaron que Josefina estaba muerta y la dejaron allí a la espera de la llegada del juez para el levantamiento del cadáver.
Cuando el piso ya estuvo bien ventilado entraron dos inspectores de policía.
-¿Crees que es un suicidio?
-No. Si te fijas aún lleva la cerilla apagada en la mano y está cerca del teléfono. Seguramente iba a poner esa olla exprés que hay en la cocina. Abrió el gas, encendió la cerilla y alguien la llamó.
-Pobre mujer, tan mayor y viendo sola. ¿Tiene algún hijo o familiar?
-La señora que dio la alarma dice que de vez en cuando venían a visitarla dos hijos.
-De vez en cuando. Que poca consideración con una madre.
-Estás muy sentimental últimamente.
-Es que estos casos me sacan de quicio.

Pablo le enseñó a Juan la página del periódico dónde salía la noticia de la muerte de su madre. “Otra muerte dulce de una anciana”. Luego la fueron leyendo el resto de los hermanos. El tanatorio cerraba a las diez y cada uno iba poniendo excusas para largarse de allí. Lo que no sabían es que al posar todos juntos al lado del féretro habían hecho realidad el deseo de su madre.


FIN

EL VIAJE

Todo ocurrió el día que celebramos las bodas de plata. Aquel año también cumplimos cincuenta años y seguíamos queriéndonos igual o más que el primer día. A lo largo de todos estos años hemos criado a tres hijos; dos varones y una mujer. De ellos fue la idea de regalarnos aquel fin de semana en el balneario.
El viaje de ida fue plácido y se nos hizo corto. El balneario estaba construido en la falda de una montaña de casi dos mil metros de altura. Lo que más me llamó la atención era lo distante que se encontraba mi mujer cada vez que nos acercábamos al balneario. Los últimos kilómetros tuvimos que recorrerlos por una sinuosa carretera poblada de cipreses en el arcén. Aquello me dio mala espina ya que suele ser el camino de los cementerios el que alberga estos árboles. Aparqué donde estaba señalizado. Bajé y le abrí la puerta a mi mujer. Seguía ensimismada y miraba melancólicamente hacia uno de los torreones que se erigían en cada esquina del edificio.
El edificio era monumental. Las paredes levantadas con ladrillo cocido rojo se imponían mezclándose con la belleza de cada marco de madera, lacado en blanco, de las ventanas. Fue construido por un aristócrata en siglo diecisiete y afortunadamente se conservó en buenas condiciones hasta nuestros días. Ahora lo habían habilitado como balneario ya que en interior fluían unas termas naturales y el agua poseía propiedades curativas.
Me llamó la atención que al bajar los dos del coche nadie vino a atendernos. Mi mujer no se dio cuenta. Parecía que era presa de un encantamiento ya que hacía rato que no decía nada y solo se movía cuando yo le ayudaba, como cuando la hice salir del coche. Allí en el aparcamiento se quedó plantada mientras yo buscaba la recepción.
El balneario tenía una visión impresionante. Al mirar hacia el tejado, desde abajo, se veía la cima de la montaña coronada por nubes bajas. En el aire se podía respirar la humedad de aquel sombrío valle. Por mis cálculos de orientación a través del sol deduje que, como mucho, sólo habría un par de horas en el que el edificio estuviera acariciado por los rayos solares. Siempre y cuando las nubes no lo evitaran.
Seguí un camino empedrado que supuse me llevaría hasta la entrada. El jardín era una obra de arte. Me impactó con la exactitud con que los setos estaban recortados representando varias formas de animales. Me acordé de aquella famosa película del chico aquel que tenía tijeras en las manos. Sin darme cuenta llegué absorto por la belleza del jardín a la puerta de la entrada. Estaba cerrada. Pero se distinguía el fulgor de una luz interior a través de los cristales ahumados. Llamé. Pasaron unos segundos y nadie me contestó. Acerqué la cabeza al cristal. Pude distinguir unas figuras que se movían por el interior. También escuché sonido de música y unas risas. Al parecer estaban montando una fiesta. Miré hacia el aparcamiento para ver a mi mujer. Tenía las manos a las espaldas y con un pie movía los guijarros. Agité los brazos, pero no levantó la cabeza. De repente me di cuenta al verla hacer aquel monótono movimiento de cuan bella era y sentí que la quería.

LA RUINA

Llegó la mañana y sonó el despertador en la habitación de Carlos. Se levantó de la cama y subió la persiana. En pocos segundos los cristales se cubrieron de hollín. Bajó a la cocina y se preparó un café con leche. Recogió la mochila con la ropa y el almuerzo, preparados la noche anterior, y se marchó a la trabajar.
El aire de la calle era irrespirable y una especie de pasta negra se pegaba en la suela de las botas. La gente caminaba por la calle con la cara tapada con telas. Las ropas también quedaban impregnadas del sucio hollín. El negro era el color que predominaba en el paisaje.
El autobús de Carlos hacía un recorrido por el pueblo recogiendo a los obreros de la fábrica. El conductor del autobús aprovechaba cada parada para limpiar los parabrisas cubiertos de cenizas.
La jornada laboral era corta. Cuatro horas. Si un obrero permanecía una hora más dentro de la fábrica corría un riesgo inminente de muerte por asfixia. Los patronos lo descubrieron tras analizar varios casos de infartos cerebrales.
Antes de terminar el recorrido el autobús pasaba por delante de un salón con grandes cristaleras que permitía ver su interior. Era un local limpio y bien iluminado con las paredes forradas de una moqueta roja. El centro de las mesas estaba adornado con jarros de cristal impolutos que albergaban coloridos ramos de flores. Las sillas estaban delicadamente tapizadas y unos cuadros expresionistas decoraban las paredes. Los camareros vestían de etiqueta y servía a la distinguida clientela del pueblo que acudía a almorzar a diario. Los clientes habituales eran los propietarios de las fábricas y sus familias y asistían cada día porque no había otro lugar en el pueblo a donde pudieran ir. Todo estaba cubierto de la porquería que sus fábricas desprendían. Todo se destruía mientras ellos se enriquecían.

LA ESPERA

Estaba empezando a ponerme nervioso. El autobús no aparecía. Llevaba una hora de retraso. Estaba sólo en aquella destartalada parada de autobús en medio del desierto. Era de noche y el cielo cubierto de nubes producía una oscuridad sepulcral. Sólo la escuálida luz de una farola alumbraba el banco techado dónde la gente se sentaba a esperar el autobús. Allí estaba yo, en la salida de aquel solitario pueblo construido linealmente junto la carretera. No había ninguna casa de más de un piso de altura, excepto el hotel que tenía dos. Las casas estaban construidas con materiales baratos. Tableros de madera y planchas de metal. Tenía el mismo aspecto tétrico por el día que por la noche.
No dejaba de mirar el reloj nervioso. Quería abandonar aquel lugar cuanto antes. Un perro vagabundo pasó lentamente por delante de mí. Me escudriñó levantando la cabeza y olfateándome. Era una especie de galgo con la piel de las patas comidas por la sarna. Hice un ligero ademán con la mano y salió corriendo perdiéndose en la oscuridad.
Faltaba poco para el amanecer, pero parecía que también llevaba retraso. De repente observé que se acercaba una sombra lentamente. Metí las manos dentro de mi cazadora y apreté la pistola que tenía en bolsillo izquierdo. A medida que se iba acercando apareció la triste figura de un campesino que llevaba una maleta. El hombre era regordete y un amplio bigote cubría su tostada cara. Llevaba un sombrero calado hasta las cejas y cuando abrió la boca descubrí que le faltaban varias piezas dentales.
-Buenos días-. Me dijo en un tono de tanta amabilidad que asqueaba.
-Buenos días-. Respondí.
-Parece que el autobús llega tarde. ¡Oh, no!, olvidé que hoy cambiaban los horarios.
“Mierda”, pensé. Siempre me pasa lo mismo.

LOS MINEROS ENANOS

Los enanos llevaban unos días rebeldes. la extracción de carbón había disminuido de manera espectacular. Hacía tiempo que habían solicitado unas pequeñas mejoras en el interior de la mina. Pero desde el castillo les hacían caso omiso.

CENICERO

La mujer del tiempo estaba casada con un productor de películas para televisión. Iban a tener un hijo. Medio país seguía la evolución del embarazo. Cada mañana a partir de las seis y cada media hora hacía su aparición delante de las cámaras y ofrecía la predicción que el servicio de meteorología le redactaba. Después era cuestión de imaginarme su vida.

JOSEMARÍA Y MARIAJOSÉ

Aquella mañana gris Josemaría saltaba de alegría. No le afectaba ni lo más mínimo aquel clima; al contrario que al resto de la población que permanecía sumergida en una profunda depresión. Josemaría tenía motivos para ello ya que se había salvado de la quema. Sólo uno de los tres comerciales que trabajaban en su departamento conservaría su puesto de trabajo. Y él había sido el elegido.
Recorría el pasillo exterior de las oficinas en busca de un espacio más íntimo para telefonear a Mariajosé, su esposa e hija de su jefe. Como si el parentesco con el dueño de la empresa no tuviera nada que ver, Josemaría le comunicó la noticia a Mariajosé, que también se agarraba al teléfono dando saltitos de alegría en la otra punta de la ciudad. La punta donde incluso cuando el día está gris parece que el ambiente es soleado. Todo era perfecto y quedaron para comer en Avelino’s, el restaurante de moda del momento, en el que por unas patatas fritas y un escuálido bistec te cobran la cantidad que le cuesta a una familia de cuatro miembros llenar el frigorífico durante un mes.
Mariajosé recorría la casa envuelta en una especie de aura que parecía iluminarlo todo. Entró en el comedor. Allí se encontraba la asistenta que acababa de pasar la aspiradora por el comedor. No se acordaba de su nombre, porque tenía la costumbre de cambiar de asistenta cada tres meses. Era una manía producida por el miedo a encariñarse con alguna de ellas y que luego la abandonase o falleciera o algo por el estilo. Todo esto le sobrevino a raíz de un perrito que tuvo de pequeña y que murió atropellado por el cochecito del campo de golf dónde jugaba su padre. A partir de entonces rechazó la idea de amar cualquier cosa, excepto a su marido ya que estaba convencida de que ella moriría antes. Renunciando incluso a la idea de tener hijos. Mariajosé amaba únicamente una cosa: el chocolate, o hachís y tenía por toda la casa lujosos aparatos para el consumo de esta droga.
Josemaría montó exultante en su precioso todoterreno. Arrancó el motor y aceleró. Cuando abandonó el edificio por la salida del aparcamiento hizo una última ojeada a través del retrovisor. Al ver el majestuoso edificio de oficinas respiró aliviado por haber conseguido mantener el trabajo. También pensó en regalarle una buena botella de güisqui a su suegro.
Manchas de humedad adornaban las paredes de la habitación de aislamiento. Estaba situada en el subsuelo, dos plantas más abajo del nivel cero. En el exterior el viento soplaba con violencia. Esa era la causa de que la mujer tuviera el pelo revuelto. El celador que se ocupaba de autorizar el acceso a los visitantes la dejó entrar. La mujer no necesitaba dar explicaciones ya que era una habitual de los jueves. Un médico la esperaba antes de entrar al pabellón. Se saludaron entrechocándose las manos. Unos pelos grasientos cubrían la calvicie del doctor. La mujer se mantenía firme. Cada jueves, durante los últimos tres años, acudía a la misma cita.
En el interior de la habitación la esperaba su hijo. Estaba ingresado en el hospital desde los veinte años. Habían pasado tres años y continuaba igual. No dormía nunca. Tampoco comía ni bebía. Simplemente permanecía sentado con las manos cruzadas sobre la mesa, que era el único mobiliario en el interior de la habitación. Tan solo levantaba la cabeza y mostraba las terroríficas cuencas de sus ojos cuando hablaba con su madre. El doctor sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta de la habitación. El médico le proporcionó una silla para que se sentara frente a su hijo.
-Hola, Andrés, ¿cómo te encuentras?
-Bien, dentro de poco llegaré a casa a celebrarlo con Mariajosé.

EL CASO JENKINS

Cuando entré en aquel oscuro establecimiento nunca imaginé la historia que Jenkins se preparaba para contar. Pedí dos cañas que el camarero sirvió espumeantes. Jenkins seguía dando rodeos antes de empezar. No lo hizo hasta repetir el ritual de pedir varias rondas más que, cómo no, corrían a mi cuenta. Jenkins más bien balbuceaba a causa del efecto del alcohol, pero sus palabras aún sonaban inteligibles.
El motivo de mi visita a Jenkins fue el ultimátum lanzado por el director de la revista de prensa local para la que trabajaba. Si no le conseguía alguna historia decente para su publicación ya podía ir haciendome las maletas. Por eso pensé que la que me ofrecía Jenkins podría evitarlo.
Mi paciencia estaba al límite, pero accedía a pedir dos cervezas más. Después de engullirlas el rubicundo Jenkins me miró fijamente. Tenía la cabeza enorme. Cerró los ojos concentrándose en la historia que yo deseaba que empezara a contar:“Todo sucedió de golpe, mi buen amigo. Una cosa curiosa. Por la noche Jack Stroels se acostó sin notar ningún síntoma extraño. Enseguida concilió el sueño y pasó una plácida noche. Pero al despertar fue cuando notó el cambio. Al principio dudó al observar aquella transformación. Poco a poco fue bajando la mano temeroso de su reciente descubrimiento. Palpó y notó que no había signos de nada traumático. Se relajó y miró tumbado hacia el techo. Una turba de pensamientos se apoderó de su razón. Sonrió. Era el primer de su vida con veinte centímetros más de pene.”

OBSESIÓN

A medianoche llegó a casa y se acostó. Estaba cansado. A los cinco minutos sonó el timbre de la puerta. Se puso la bata y abrió. El vecino, buenas noches, ¿ya está usted durmiendo? Asintió y preguntó que quería. Nada, desearle buenas noches. Portazo. De nuevo en la cama. Los párpados pesan. Colocó el libro en la mesita y puso el despertador. Apagó la lamparilla y se durmió. El vecino apoyó las manos y la cara en la puerta cerrada. Acariciándola se fue deslizando hacia el suelo hasta quedarse sentado con la espalda apoyada en ella. Dejó caer la cabeza entre las rodillas y extendió los brazos hacia delante. Estaba desesperado. Lo amaba.

EL PASEO DE PACO

Rodaba por la cama. Hacía un par de horas que no podía conciliar el sueño. El recuerdo de los últimos actos de la noche le bombardeaban. Consiguió avistar la hora en el despertador a pesar del fuerte dolor de cabeza que le producía abrir los ojos. La luz natural de la calle se colaba por los diminutos agujeros de una persiana mal ajustada. Antes de acostarse preparó una botella de agua cerca de la cama para el doloroso despertar. Tenía la garganta reseca; las encías a punto de sangrar. La lengua se resquebrajaba al moverse. Como pudo estiró el brazo y alcanzó la botella de agua. El trago le calmó el padecer de la boca y la garganta, pero cayó como un obús en el estómago. Entre mareos y nauseas decidió levantarse. Los pantalones y la camisa que llevaba la noche anterior estaban arrebujados en el suelo. Eran las tres de la tarde. La habitación estaba sumida en una insana penumbra. El mal estado en el que se encontraba no influyó para que tuviese una erección. Encendió la luz del lavabo y se sentó sobre la taza para orinar. Le costó trabajo ya que su pene continuaba erecto. En un par de minutos consiguió orinar. Entre penumbras se dirigió a la ventana y estiró con determinación de la correa que izaba la ventana. Cuando entró el torrente de luz tuvo que cerrar los ojos con fuerza para no sufrir una ceguera temporal. El aspecto de la habitación era horrible. El único mobiliario lo componía la cama, una mesita con un flexo llena de botellas de güisqui a medias y un armario dónde guardar la ropa y que estaba repleto de diversa revistas y publicaciones alternativas. Miró el reloj y se dio cuenta que una vez más no había abandonado la habitación antes de las doce, con lo cual debía un día más de alquiler.
La casera era una mujer que rondaba la tercera edad. Muy amable. Parecía hacerse cargo de los problemas que acarreaban sus inquilinos ya que era permisiva con los retrasos en los pagos del alquiler. Avelina heredó la pensión de sus padres y la regentó con su marido hasta que a éste se lo llevó una cirrosis. Los inquilinos eran personas anónimas y más bien perdedores que la sociedad iba desplazando poco a poco hacia la marginalidad. Situada en una zona deprimida de la ciudad albergaba un foco de esperanza para los pobres diablos que se podían refugiar en ella.
Protegido tras sus gafas de sol avanzaba por la avenida. Bajo el brazo portaba el sobre que contenía su último relato. Cuando llegó enfrente del buzón de forma fálica lo introdujo por la abertura. Cada semana el mismo ritual. Cada semana ninguna respuesta. Siguió paseando en dirección a la taberna de Horacio. A esas horas la avenida estaba vacía. Algún coche circulaba de manera esporádica. Hacía calor y la humedad era insoportable. De vez en cuando una leve brisa transportaba el olor del agua estancada del puerto. Depende de donde soplara el aire la peste variaba. Si era del norte el tufo se desplazaba arroyando todo el ambiente procedente de la fábrica de conservas de pescado. Si soplaba del sur infestaba la ciudad con su aroma pernicioso a sentina desde el puerto. La ciudad era insoportable, pero cada año crecía en población.
Paco seguía bajando por la avenida buscando el preciado trago que le recompusiera el cuerpo. En el bolsillo sólo llevaba unas monedas. Las suficientes para arrancar el día. Cundo llegó la taberna estaba vacía. Horacio estaba leyendo el periódico. Paco pidió y dejó las monedas sobre la barra. Horacio dejó el vaso de güisqui y recogió las monedas que se quedaron enganchadas en la barra mugrienta. Entonces las contó y se dio cuenta de que faltaba dinero. Cuando levantó la cabeza el vaso estaba vacío y Paco ya salía por la puerta.
Ahora el paseo por la desierta avenida ya era más reconfortante. El güisqui ya corría por sus venas y tenía el corazón contento. Entonces vio a lo lejos una mujer. Las mujeres que merodeaban solas a aquellas horas de la tarde por la avenida solían dedicarse a una sola cosa: el oficio más antiguo del mundo. Paco conocía a muchas de ellas. Afiló la vista par ver si la reconocía. No la pudo identificar. Cuando llevaban la ropa de trabajo era imposible reconocerlas. Vio que sacaba algo reluciente del bolsillo de la rebeca. Era una pistola. La quería introducir en el bolso para que no le ocupara tanto sitio. Paco la observaba sin ser visto desde la sombra de una marquesina al otro lado de la calle. La mujer llegó a un portal y salió un hombre que portaba un puñal en la mano. Era corriente ver a sicarios trabajando a cualquier hora en aquella parte de la ciudad. Pero el hombre al ver a la mujer con la pistola en la mano se asustó y le asestó una puñalada mortal en el corazón. La mujer aún tuvo fuerzas para realizar un disparo certero que tumbó al hombre. Paco seguía escondido y vio toda la escena. El incidente parecía que había ocurrido sólo para él porque nadie salió a la calle ni se acercó. Entonces cruzó la calle. Observó a la pareja. La mujer le lanzó una última mirada antes de morir. El hombre había quedado frito al recibir el balazo. Como vio que nadie aparecía se le ocurrió coger la pistola, el puñal y el dinero que llevaban en sus carteras. Paco recordó una situación parecida que había escuchado en una canción. Desapareció por la avenida y sin cantar se dijo: la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.

LOS ANIMALES

El león se paseaba por el jardín. A unos pocos metros tras unos setos jugaba la pequeña de la casa. Los restos de la criada estaban esparcidos alrededor de la fuente. El jardinero se encerró en la casa y telefoneó desesperado a la policía.
El sol reinaba majestuoso en lo alto de la cúpula celestial y una suave brisa anunciaba la inminente llegada del verano. En la ciudad todo el mundo estaba asustado por el atentado sufrido en el zoológico y que había dejado en libertad a las fieras salvajes. El último boletín informativo detallaba un número bastante elevado de víctimas mortales. Tres leones, quince leonas, cuatro tigres, seis tigresas y ocho panteras eran los animales más peligrosos que andaban sueltos. Los elefantes, cinco en total, también crearon estragos en las vías de circulación, provocando centenas de accidentes automovilísticos. También campaban a sus anchas una gran variedad de serpientes venenosas y animales inofensivos, como gacelas, avestruces y koalas.
Un equipo especial de la policía se preparó para la captura de todos los animales. Se cercó la ciudad y a la población se le ordenó permanecer en sus casas hasta nuevo aviso. Unos de los animales que más fácil resultaron de capturar fueron los seis hipopótamos, ya que corrían desorientados por la gran avenida en busca de algún charco donde refrescar sus acaloradas patas. Así que les montaron una rampa que desembocaba en una gran piscina portátil. Allí se quedaron quietos con sus panzas remojadas. Pero aunque la proporción de animales salvajes por habitantes era muy baja, el peligro era constante. Localizaron el grupo de las panteras en el gran parque de la ciudad, escondido entre los frondosos árboles. El gran problema eran los tigres ya que al encontrarse en libertad habían recuperado el instinto adormecido y el grupo se había dispersado.
El cerco se montaba a raíz de las noticias de las apariciones de cadáveres descuartizados. Las fieras al probar la carne humana se habían vuelto el doble de feroces.
Nadie reivindicó el atentado, pero todo el mundo suponía que había sido obra del Grupo de Salvación Animal. La policía sabía que la situación estaba descontrolada. Eran decenas de muertos los provocados por los animales. Se pensó en recurrir a los circos en busca de los domadores, pero todos se negaban ya que aquellos animales ahora eran salvajes. En todas las azoteas cercanas a los parques habían apostados francotiradores. Muchas de las víctimas de las fieras tenían un balazo en la cabeza. Algunas lo recibieron para que no sufrieran el desgarro entre las fauces; otras no. La ciudad era un caos. Reinaba la ley de la selva.
Sentado en el sofá, Mutombo, observaba las noticias. Recordó las incursiones de los tigres en su aldea, allá en África, y le invadió la melancolía. De una de las paredes del comedor colgaban una lanza y un escudo, enseñas de su familia. En el fondo del armario aún guardaba la piel de leopardo con la que se vestía a los guerreros de su pueblo. Mutombo pertenecía al clan de los cazadores, pero la crisis en la región le hizo emigrar a Europa para conseguir el sustento de los suyos. Pronto se dio cuenta que una vaca flaca a causa de la sequía disfrutaba de más respeto que él en cualquier metro cuadrado de Europa. Pero su espíritu guerrero no le dejaba desfallecer y consiguió tirar hacía adelante. Al cabo de unos años se ganó el respeto de sus vecinos de color blanco y fundó una asociación cultural que recogía diversas costumbres y danzas africanas gozando de mucho éxito.
Sonó el teléfono y Mutombo se levantó. Tuvo una conversación con Bamba, un antiguo amigo que en su día fue enemigo porque pertenecía a la aldea de al lado. Por culpa de la escasez de caza y agua las aldeas cercanas siempre eran enemigas. Bamba pertenecía al grupo de danza guerrera de la asociación cultural. Como otros tantos que se comunicaron entre sí la noticia de que había leones y tigres sueltos por la ciudad.
Al conocerse la noticia las calles quedaron desiertas. La gente permanecía encerrada en casa a la espera de noticias esperanzadoras. Pero la situación era muy grave. Muchos cazadores que solían ir detrás de conejos y perdices se envalentonaron. Hicieron grupos e intentaron perseguir a las fieras. La mayoría de ellos fueron devorados antes de realizar un disparo.
La medida de cercar a los animales salvajes fue tomada por el concejal de seguridad ciudadana. Consistía en introducir en jaulas, para estar protegidos, a policías armados. Pero se daba la circunstancia de que los animales no se acercaban y paseaban libres por cualquier rincón de la ciudad. En una ocasión una leona se aproximó a una jaula en la que había dos policías. Se acercó tanto que incluso introdujo el morro por entre los barrotes. Los agentes pudieron sentir su aliento. Por el auricular que llevaban instalado en la oreja recibieron la orden de disparar, pero el pánico se apoderó de ellos y mientras estaban abrazados sollozando se orinaron encima.
Iban pasando las horas y las calles estaban desiertas. Nadie se atrevía a salir. El número de victimas disparó el temor entre los habitantes de la ciudad. Los reporteros que emitían en directo la noticia también estaban enjaulados. Las únicas imágenes disponibles de las calles eran las tomadas desde el aire en helicóptero. Aún no habían emitido ninguna de los animales salvajes. Pero la gente seguía pegada al televisor a la espera de verlos. Se sentían amenazados y necesitaban tener una imagen del gran peligro que les acechaba.
Mutombo estaba sentado en el sofá viendo la televisión cuando llamaron a la puerta. Eran Bamba y Samu, el mejor amigo de Bamba. Mutombo les dio la más cordial bienvenida y entrelazaron sus manos. Todos sonreían. Bamba y Samu portaban una gran bolsa de deporte cada uno. Las dejaron caer en el suelo y Mutombo les invitó a sentarse mientras les preparaba unas cervezas y algo para picar. Bamba y Samu provenían de la misma aldea y cuando conversaban los dos solos utilizaban su dialecto. Cuando entró Mutombo con el aperitivo todos volvieron a sonreír. Mutombo señaló la lanza y el escudo que había colgados en la pared y les dijo: “Nos vamos a divertir”.
Primero Bamba y después Samu abrieron las grandes bolsas de deporte. En el interior había armas de caza; una lanza corta, un escudo y un traje confeccionado con piel de pantera negra. Al contrario que la aldea de Mutombo, que usaban lanzas largas, los de la aldea de Bamba y Samu las utilizaban cortas, siendo virtuosos en su manejo. Tanto que un guerrero bien instruido podía derribar a un elefante. Los tres africanos apuraron sus cervezas y se vistieron con las pieles. Cada uno cogió su lanza y su escudo y se lanzaron a la calle a cazar leones y demás fieras que se les pusieran por delante.
En poco tiempo la policía tuvo que enfrentarse a dos problemas: los animales y los saqueadores que proliferaban por la ciudad ya que todo el mundo estaba refugiado en el interior de las casas, garajes, sótanos y otros escondites, a priori, inalcanzables y que garantizaban su seguridad. El cerco se fue ensanchando. Cada vez aparecían nuevos cadáveres devorados. El viento mecía las bolsas de plástico vacías por las desoladas calles. Nadie había reivindicado el atentado, pero los sospechosos que encontraron en el centro de acogida de animales abandonados fueron detenidos. Eran cinco hombres y seis mujeres. Los agentes que los detuvieron no entendían de donde venía la orden, pues el aspecto de los trabajadores del centro e, incluso, su educación no cuadraban con el perfil del tipo que pone una bomba. Eran los sospechosos o, al menos, podían saber algo. Toda la investigación iba a palos de ciego.
Los representantes de la ciudad y todas las instituciones que regían su destino se reunieron en una especie de bunker acorazado. Lo curioso es que disponían de terraza y como hacía buen tiempo discutían las cuestiones de la crisis al aire libre. El semblante de los reunidos se ensombreció al ver en cielo siete buitres negros volando en círculo. También pertenecían al zoológico. El debate ya estaba finiquitado, pero seguían reunidos. Tampoco tenían a dónde ir. La televisión presidía el centro de atención, ya que un canal de noticias emitía en directo, las veinticuatro horas desde un helicóptero. Era difícil tomar un plano de un león o un tigre así que mostraban los restos humanos a su paso. Una de las imágenes más divertidas que emitieron fue el baño torpe de los hipopótamos en la piscina prefabricada. Los francotiradores aún no habían abatido a ningún animal, cosas que preocupaba, pero no era de extrañar ya que su oficio se trataba de cazar a otro tipo de presa. Los parques eran el sitio más peligroso de la ciudad. En sus estanques se habían instalado los diez cocodrilos y de sus árboles pendían una gran variedad de serpientes venenosas. Un alcohólico sin techo que estaba dormido en un banco, cerca de mediodía, fue devorado por una anaconda. La ciudad se transformó en un peligro animal para el hombre que tan seguro habitaba en ella. La huída de los animales del zoológico trajo el caos y el miedo.
El león se paseaba por el jardín. A unos pocos metros tras unos setos jugaba la pequeña de la casa. Los restos de la criada estaban esparcidos alrededor de la fuente. El león avanzaba con las fauces ensangrentadas. La niña había preparado en un parterre un bonito jardín con flores de colores. Canturreaba una canción que le habían enseñado en el colegio: “Soy jardinero porque me gusta el verde, bonitas flores cultivo en el parterre”, ajena al peligro que le acechaba. El león la olfateo. Dicen que la música amansa a las fieras, pero se relamía ante tan tierno manjar. Antes de que saltase sobre la niña una lanza lo atravesó.
Mutombo con su cuchillo de caza comenzó a extraer el corazón. Lo sostuvo en la palma de su mano y lo elevó haciéndole una ofrenda al sol. Después lo devoró.
Al atardecer se reunieron en casa de Mutombo. Los africanos explicaban con pelos y señales todo los detalles de la caza. Samu se había cobrado tres tigres y dos leonas. Extendió las pieles de los tigres en el parque después de desollarlos para curtirlas. Bamba también tuvo un buen día, pero perdió la espada. Un león enorme escapó con ella clavada en el lomo. Estaba malherido y no le resultaría difícil seguirle el rastro a la mañana siguiente. Mutombo sacó de la nevera tres cervezas frescas y los tres brindaron por seguir triunfando con la caza.
Después de la charla Mutombo encendió el televisor. Estaban a punto de comenzar las noticias de la noche. Después de asearse se sentaron a escucharlas. La primera noticia estaba relacionada con la masacre que los animales salvajes estaban produciendo en la ciudad. Todos eran planos aéreos después de que un periodista con gran reputación como corresponsal de guerra fuera decapitado por una pantera negra. Emitieron imágenes de los tigres y leones cazados por los africanos, pero desde el aire no habían visto a los cazadores. Así que le atribuyeron el éxito a los francotiradores. Los tres africanos relajados en el sofá mientras tomaban cerveza decidieron que al día siguiente harían algo para que todo el mundo supiera que eran ellos los cazadores.
Las autoridades de la ciudad seguían sentados en torno a la mesa de las reuniones. Sólo se levantaban para ir al lavabo o para llamar por teléfono a sus familiares y amantes. Estaban en el tercer día de la crisis y el único resultado eran unas cuantas piezas muertas por los francotiradores y una pieles de tigre extendidas en el parque para las que nadie tenía una explicación. La televisión que emitía en directo en diversos canales desde los helicópteros era el único medio que los comunicaba con el exterior. De vez en cuando algún personaje influyente intervenía para que los helicópteros sobrevolaran las inmediaciones de su casa. Entonces llamaba a la familia y ésta se subía a la terraza o a una zona segura a saludar.
La noticia saltó cerca de las tres de la tarde. Mutombo, Bamba y Samu alinearon los animales muertos en el centro de la plaza del parque y empezaron a danzar alrededor de ellos. Cada uno de los africanos portaba un corazón en cada mano y al completar la vuelta asestaban un mordisco. Primero el de la mano izquierda, después el de la derecha. El helicóptero sobrevolaba encima de ellos. El primer plano de la danza del cazador llegaba con total nitidez a todos los hogares. Eran los últimos animales que quedaban. Ahora todo el mundo sabía quienes los habían matado. Las autoridades reunidas por fin pudieron respirar tranquilos. Las calles poco a poco fueron tomadas por una multitud cansada de estar encerrada en casa. Muchos se fueron a la plaza a festejarlo con los africanos. La gente estaba tan contenta que incluso se envalentonó y si veían alguna serpiente merodeando se atrevían a matarla en vez salir corriendo. El júbilo llegó a la ciudad gracias a los tres africanos.
Pasaron los días y después de las celebraciones y el nombramiento de Mutombo, Samu y Bamba como hijos predilectos de la ciudad, llegó la normalidad y la rutina.
En una taberna de los bajos fondos estaban reunidos dos de los francotiradores de los que al principio se les atribuyó el éxito. Francis y Víctor tomaban güisqui desde hacía un par de horas. Eran dos buenos profesionales y habían participado en diversas guerras. La bebida les calentaba el espíritu y cada vez razonaban cosas más ilógicas. No les sentó bien que todo el mérito fuera para los africanos y nadie mencionara la labor de ellos y sus compañeros. El más retorcido era Francis que consideraba haber salvado a una persona pegándole un tiro en la cabeza mientras llevaba la compra hacia casa. “Por si acaso le ataca un león…” , se justificaba. Víctor disfrutó más dejando que los animales atacaran a los transeúntes y pegándoles un balazo en el cráneo. “Para que no sufran…”
Desde que habían entronizado a los tres africanos vivían juntos en una casa a las afueras. Era un regalo que la ciudad les había hecho. Francis y Víctor se montaron en el coche. El dueño de la taberna salió tras ellos demandando el pago de las bebidas. Víctor se bajó del coche y le clavó un gran cuchillo de caza que lo desgarró por dentro. Luego se sentó al volante y condujo como pudo a causa del efecto del güisqui. En el asiento del acompañante Francis empuñaba una pistola. La noche ya había caído sobre el barrio residencial. Cuando llegaron frente a la casa de los africanos, Víctor apretó el acelerador y lo estampó contra la puerta haciéndola volar por los aires. Los tres africanos, que estaban tumbados en el sofá bebiendo cerveza y viendo la televisión, se sobresaltaron y salieron corriendo al exterior para ver qué pasaba. Francis y Víctor se bajaron del coche. Víctor miró a Mutombo, Bamba y Samu, mientras se estiraba la cintura de los pantalones. Los tres africanos miraban sorprendidos la extraña pareja desde el porche. Francis caminaba deprisa hacia ellos. Levantó la pistola. Sonaron tres tiros. A pesar de la borrachera que llevaba asestó un disparo certero en la frente de cada africano, quedando sus cuerpos desplomados y sin vida sobre el suelo del porche.
Francis y Víctor habían tumbado los cuerpos encima de la gran mesa de la cocina. Víctor desenfundó el gran cuchillo de caza y abrió en canal los tres cuerpos. Cuando llegó la policía los encontraron devorando los corazones de los africanos.

EL DÍA DE MARÍA

María le dijo a su padre que ya estaba harta y no aguantaba más. Cada semana acababa igual. El lunes era el único día que podía descansar ya que los servicios sociales le ofrecieron una persona. Mientras tanto debía reprimirse ante la enfermedad que había enajenado a su padre. Pero en momentos críticos le hablaba como si él pudiera comprender el significado de las palabras; enfado e insultos, por norma general.
Aquel día el padre la perseguía con un papel arrugado por todo el piso. Ella no hacía nada más que rechazarlo. Mientras intentaba telefonear al colmado para hacer la comanda semanal, el padre seguía refregándole el papel arrugado por el culo e intentaba besarle el cuello. María lo empujaba, pero como si de un amante fogoso se tratara no paraba de tocarla.
María era soltera. A sus cincuenta y dos años no había conocido a ningún hombre con el que compartir su vida. Siempre había vivido con sus padres. Trabajó solamente unos años como dependienta en la mercería de su tía. Era hija única. Tuvo que abandonar los estudios por una grave afección de hígado. Después tuvo que dejar de trabajar porque su madre cayó gravemente enferma. Una de las enfermedades más extrañas del mundo se la llevó. Acto seguido tuvo que ocuparse de su padre que cayó en una profunda depresión que derivó en la grave enfermedad mental que padecía.
María no tenía un solo momento para relajarse excepto los lunes. Una enfermera del sanatorio aparecía a las nueve de la mañana y desaparecía a las ocho. Ese era el día de fiesta de María. Aunque alguna vez se quedó plantada mientras esperaba, ya que algún lunes no aparecía nadie del sanatorio.
Los lunes salía de casa cinco minutos después de la llegada de la enfermera y se dirigía directamente a la cafetería de su amiga Rosa a desayunar. “La Manzana”, se llamaba el local, porque era el único en el que se podía tomar algo en condiciones en toda la manzana.
Después salía a pasear por la ciudad un rato. Le gustaba mirar los escaparates de las lujosas tiendas del centro. Telas finas y tallas imposibles vestían maniquíes cada vez más versátiles.
Le gustaba ir a comer a una hamburguesería de comida rápida. Era un capricho que cada vez le creaba más dependencia. Pero le gustaba embadurnar las patatas fritas con la salsa de tomate y la mostaza. Después, por la tarde, mientras le repetía el pepinillo, se paseaba por el centro comercial y controlaba la hora de regreso a casa. Cuando la enfermera del sanatorio se despedía, María volvía a caer en el calvario de cuidar al padre enfermo y demente.
Los martes era el día que acudía su tía Carmen, la hermana de su padre. Una mujer de avanzada edad, pero que poseía un gran vigor. Parecía que era la única persona a la que reconocía el padre de María, porque el hombre se sentaba en el sillón y escuchaba atento las anécdotas -lejanas, sobretodo muy lejanas- que le contaba su hermana. Estos momentos los aprovechaba María para poner una lavadora o avanzar cualquier faena doméstica. La tía Carmen hacía rato que se había marchado y el padre, por suerte, estaba dormido. María permanecía inmóvil disfrutando de ese momento de tranquilidad viendo la televisión. Como la veía poco no se daba cuenta de lo repetitivo y monótono que era ese medio. Se sorprendía al ver las noticias. Siempre eran las mismas que las de la primera edición. Los programas informativos se habían renovado y se transformaron en meros programas de entretenimiento. Lo malo de eso era que la sociedad en general estaba desinformada. Pero María no podía disfrutar a menudo de sentarse sin hacer nada delante del televisor; le daba igual el contenido.
El sol se colaba por los agujeros que unían las baldas de la persiana de la habitación de María, pero no fue la luz lo que la despertó. Su padre permanecía frente al armario de la habitación mirándose al espejo. Sus palabras, más bien balbuceos eran ininteligibles. María despertó sorprendida y se quedó como una estatua en la cama. El padre seguía hablando con el reflejo de su imagen. Bajó la cabeza y comenzó a llorar. María se levantó de la cama dispuesta a consolarlo. De repente el padre apoyó las manos en el espejo y volvió a observarse. María estaba a punto de rodearlo con sus brazos cariñosamente cuando el padre soltó un cabezazo que hizo trizas el espejo. La sangre empezó a brotar por los profundos cortes como la crecida de un río. El pijama del padre se empapó por completo de sangre. María también estaba manchada de sangre e intentaba controlar a su padre para que no se golpeara. Al mismo tiempo pensaba en lo que tenía que hacer. El hombre volvió a intentar golpearse de nuevo y María lo contuvo con todas sus fuerzas. La falta de sangre provocó el desmayo del padre. María lo dejó recostado en la cama. Las sábanas estaban anegadas del líquido pastoso de color rojo. Corrió por el pasillo en busca del teléfono que pendía de manera perpendicular en la pared.
Cuando se presento el personal sanitario se abalanzaron sobre el cuerpo del padre de María. Estaba en un estado que parecía dormido. Si no fuera porque tenía toda la cara cubierta de sangre y pedazos de espejo incrustados en el cráneo que brillaban al reflejar la luz de la lámpara. Unos minutos después llegó la policía. Una mujer que ostentaba el rango más alto hablaba con el coordinador del equipo médico. El padre ya estaba tumbado en la camilla dispuesto a ser trasladado al hospital. Después fue María la que salió del piso, detenida, rumbo al calabozo de la comisaría.
No pudo dormir en toda la noche. Los nervios no la dejaban ni llorar. Quiso llamar a su carcelera para ir al lavabo, pero se dio cuenta que se había hecho pis encima. Sabía que estaba allí por error, que cuando llegara el abogado todo se arreglaría. Las únicas palabras de la policía en su casa fueron para indicarle que juntara las manos para ponerle las esposas. Estaba claro que sospechaban que ella era la culpable de las heridas de su padre. Por suerte estaba sola en el calabozo. Se imaginaba que sería como en las películas americanas donde los calabozos están repletos de prostitutas horteras mascando chicle y fumando. Pero allí estaba sola, junto una enmohecida sábana apestosa. La única luz entraba del tubo de respiración que daba al exterior y de las rejas de la puerta, desde donde se podía observar un pequeño almacén desordenado repleto de cajas de archivos. De vez en cuando la carcelera echaba un vistazo al interior del calabozo. A María le quitaron el cinturón que llevaba en el pantalón tejano por eso cada vez que se levantaba se le caían. La luz que entraba por el tubo de respiración cada vez era más intensa. Se acercaba el mediodía y el abogado no había aparecido aún. Pasaron las horas y la luz fue disminuyendo. María no había comido ni bebido nada desde la cena de la noche anterior. Sin más remedio se tuvo que acostar en el camastro de hormigón. El frío le penetraba sus carnes y se instaló en sus huesos. No le quedó más remedio que cubrirse con la cochambrosa manta. A medio camino entre el duermevela y el sueño profundo pasó toda la noche María. Por la mañana se levantó del camastro de hormigón y experimentó un profundo dolor en la espalda entumecida. Se dirigió a la puerta y miró el cuartucho a través de los barrotes. Por casualidad su mirada se cruzó con la de la carcelera que había acudido a echar un vistazo a la rea. María sintió un inapreciable atisbo de humanidad en los ojos de aquella mujer. La carcelera desapareció.
El sol había alcanzado el punto álgido del mediodía. Por el tubo de respiración del calabozo penetraba una tenue luz azulina. La carcelera abrió la puerta y puso las esposas a María. La condujo a un despacho donde le esperaba el abogado. Un agente preparaba una arcaica máquina de escribir para tomar declaración. El abogado se dirigió cortés a María y le insinuó que hablaran flojito para evitar que el agente les oyera conversar. María miró al abogado y pensó que podría ser su hijo. Mientras, el hombre hablaba sobre lo delicado del caso y de lo difícil que iba a ser demostrar la inocencia de María.
El abogado le prometió un juicio justo. María fue condenada a tres años y medio de prisión. Al año y poco de condena nadie le comunicó el fallecimiento de su padre en el sanatorio. Su tía Carmen se negó a visitarla porque creyó en las pruebas que la policía y los servicios médicos presentaron y aún le pareció poco la condena impuesta por el juez.
Cuando salió en libertad (después de cuatro años por culpa de un error burocrático) nadie se acordaba de ella. Había perdido la casa y el derecho a la herencia de su padre, pero en vez de perder la cabeza pasó todo lo contrario. María por fin vio claro en que clase de mundo vivía, motivo que le proporcionó la total seguridad en sí misma para avanzar en la vida.

ARENA Y SAL

El camino de la masía no estaba asfaltado. Las piedras sueltas resbalan por debajo de los neumáticos. El camino cubría una distancia de seiscientos metros entre la carretera y la masía. Hugo conocía el trayecto como la palma de su mano. Conducía el todoterreno a toda velocidad levantando espesas nubes de tierra. Desde la masía no se podía ver el camino; estaba cubierto por frondosos olivos y algarrobos. Pero el rastro de polvo emergía hacia el cielo azul. El sol castigaba en aquella época del año. Tomás estaba sentado en el porche de la masía tomándose una cerveza fresca. Observaba el reguero de polvo y se levantó para recibir a Hugo.
Los dos iban vestidos con pantalones cortos y unas andrajosas camisetas. Calzaban sus pies libres de calcetines con unas sandalias de cuero gastado. Eran amigos de la infancia. Hugo era rubio, tanto que su piel parecía roja. Tomás por el contrario era moreno. Su piel evidenciaba el origen árabe de su sangre.
Los dos amigos se sentaron a la sombra del porche mientras bebían una cerveza fresca. Hugo se levantó y trajo un melón de la nevera. Las moscas estaban muy pesadas, por eso Tomás disparaba de vez en cuando con un bote de insecticida.
No había nadie más en la masía. Así que empezaron a tramar el plan para la noche.
-¿No ha venido mi suegro por aquí?- Preguntó Hugo.
-Estaba cuando llegué. Le dije que había quedado contigo y se marchó a buscar no se qué para el bar.
Fueron a dar una vuelta y Hugo le enseñó las plantas de Marihuana. Estaban bastante crecidas, pero aún quedaba un poco para empezar a recolectarlas.
-La barca está preparada para esta noche.- dijo Hugo.
-Muy bien. Ayer hablé con el barco y me dio las coordenadas. Ahora sólo hay que esperar a que oscurezca.-Tomás acariciaba las hojas de las plantas y se llevaba la mano a la nariz para sentir su aroma.
Subieron al todoterreno y bajaron al pueblo. En aquella época del año estaba repleto de turistas en busca del mar. La playa, dispuesta a acogerlos, era como una parrilla preparada para asar langostinos.
Circulaban por la calle principal con sumo cuidado para no atropellar a nadie. Cuando pasaran unos meses la misma calle estaría desierta. Pero los meses de Julio y Agosto el número de habitantes se multiplicaba por diez. Siguieron por el paseo marítimo trazado por una interminable hilera de palmeras. El mar estaba calmado. Numerosas embarcaciones pequeñas navegaban recreándose. Por el cielo planeaba una avioneta con un cartel publicitario colgado en la cola.
Hugo aparcó el todo terreno delante del bar de Rosa, su mujer. En la barra estaba Quimeta preparando un café para un cliente francés. La joven sonrió al ver entrar a Hugo y Tomás.
-Hola, buenos días.-les saludó Quimeta con su hermosa sonrisa.
-Hola, Quimeta, buenos días. ¿Dónde está Rosa?-preguntó Hugo pegando un vistazo rápido al interior del bar. Sólo había un par de mesas ocupadas por pescadores jubilados jugando al dominó y el turista francés tomándose un café en la barra, absorto con la decoración marinera. Un gran espejo colgaba de la pared al fondo de la barra. Cubierto de estanterías que aguantaban las botellas de licor, por cuyos huecos se veían reflejados los clientes. Pero la mayoría observaban a Rosa y Quimeta. Gracias a la belleza de las dos mujeres la clientela estaba asegurada los flojos meses de invierno.
-Pues Rosa ha salido con su padre a buscar no se qué.- contestó Quimeta a Hugo que asentía al recibir la información. En la punta de la barra se había sentado Tomás que observaba con una sonrisa cómplice a Quimeta, pero la joven sólo se la devolvió por cortesía.
Hugo le pidió un par de cervezas. Se las bebieron. Hugo se ofreció para acompañar a Tomás a su casa, pero éste se lo agradeció. Prefirió tomarse un par de cervezas más en compañía de Quimeta.
-Quimeta, si viene Rosa y no nos hemos visto dile que he subido a la masía.
-De acuerdo, Hugo.
-Y tú, Tomás, échate un rato después de comer. Quedamos a las nueve y medía allá arriba. Venga. Hasta luego.- Hugo salió por la puerta el bar y subió al todoterreno. Tomás miraba risueño a Quimeta que estaba rellenando las neveras de cerveza para la tarde.
-Ponme otra bien fresquita, guapetona.

Aquella noche la luna lucía un color ambarino y parecía más grande de lo normal. A medida que se fuese separando de la línea del horizonte, entre el cielo y el mar, iría recuperando su color y su verdadero tamaño. Desde la masía, por la noche, la visión era preciosa. Desde el alto dónde estaba construida se dominaba toda la bahía. En la oscura lejanía brillaban como estrellas las luces de las barcas que pescaban calamares. Hugo las observaba y le vino a la memoria cuando salía a la mar con su padre. El día que casi volcaron por culpa del oleaje cuando él tenía diez años. Al salir del puerto el mar estaba tranquilo pero al adentrarse tan larga distancia, el tiempo cambió. La pesca del calamar se realiza con un constante movimiento del brazo hacia arriba y hacia abajo. Sujetando con la mano un hilo en cuyo extremo, introducido en el mar, se haya la potera, que es una pieza de color blanco, para llamar la atención de los calamares, y que está rodea por anzuelos. Así al estirar el calamar queda enganchado. Aquella tarde de tanto oleaje no hacía falta mover el brazo ya que el zarandeo de la barca permitía tenerlo rígido. Fueron muchas las situaciones en las que encontró el peligro en el mar, acompañado por su padre. Luego vendrían las incursiones en solitario y algún que otro naufragio con final feliz.
La furgoneta aparcó al lado del todoterreno. Tomás, con síntomas de una leve embriaguez, se dirigió hacia la masía. En la mesa del porche estaban cenando, a la fresca, Hugo y Rosa. Se sentó con ellos. Cuando acabaron de cenar tomaron café. Tomás tomó uno bien cargado. Los dos hombres se despidieron de la mujer y montaron en la furgoneta. Rosa los observaba mientras bajaban por el camino. Apareció su padre que sin decir nada pasó un brazo por encima del hombro de la joven.
Atravesaron el pueblo y se dirigieron hacia el paseo marítimo. Para entrar al puerto era necesaria una tarjeta de identificación. Hugo tenía una guardada en la cartera. La sacó y la introdujo por la ranura. Las barreras de seguridad se levantaron. Una vez dentro del puerto se dirigieron al muelle donde estaba la barca de Hugo. Era una embarcación de pesca no muy grande, pero con una bodega con capacidad para una tonelada de pescado. Debajo del puente estaba el pequeño camarote en el que se podían introducir tres personas. Disponía también de un palo en el que se podía desplegar una vela y aprovechar el viento, pero casi nunca lo utilizaba.
Dejaron la furgoneta enfrente del amarre. Tomás la aparcó de culo. Con el morro mirando hacia la salida. Era un pasaje lleno de carros de madera, para transportar las redes de pesca, y varias cajas apiladas a las puertas de los pequeños almacenes. A lo largo del muelle paseaban gatos hambrientos en busca de algún bocado. Las farolas emitían una luz tenue que alumbraba a los grupos de marineros que se reunían a las puertas de los almacenes. Jugaban alguna partida a las cartas, bebían o charlaban a la fresca que les proporcionaba la noche.
Los dos hombres subieron a la barca. Mientras Hugo ponía en marcha el motor, Tomás soltaba las amarras. Surcaron despacio el trayecto hasta la bocana del puerto. Salieron a mar abierto mientras observaban la vista del pueblo desde el mar. Una imagen preciosa repleta de luminosidad artificial. A veces oían un sonido procedente de tierra firme impulsado por la suave brisa. Hugo puso el rumbo que le anotó Tomás y se dirigieron mar adentro.
La noche en el mar tranquilo era negra y despejada con un manto de estrellas cubriendo la cúpula del cielo. No había luna y la oscuridad era absoluta. La barca iba surcando las plácidas aguas. El monótono ruido del motor parecía una letanía hipnotizadora. Hugo dirigía el rumbo en la oscuridad gracias a un GPS, aunque conocía a la perfección aquellas aguas. Recorrieron tres millas a una velocidad de dos nudos, que equivale a unos sesenta kilómetros por hora. Sin ninguna iluminación, Hugo sólo distinguía a Tomás por la lumbre del cigarrillo que fumaba sentado en la popa. Tomás observaba con los prismáticos algún punto en la lejanía. De repente le dio la señal a Hugo. El carguero se encontraba anclado a media milla escasa. El rumbo en el GPS era el correcto.
Hugo hizo la maniobra con maestría y colocó la barca al lado del carguero. Unos rostros se asomaban por la borda. Tomás dijo unas palabras en un dialecto senegalés y un pequeño montacargas sobresalió del carguero. El primer fardo empezó a descender. Pesaría unos trescientos kilos. Hugo mantenía la barca inmóvil mientras Tomás maneja la carga con cuidado. Cuando llegó a la cubierta, gritó y el cable del montacargas se detuvo. Había que balancear el fardo para que entrara en la bodega. En unos cuantos movimientos y órdenes el primer paquete ya estaba colocado. Aún quedaban dos más. Al concluir la operación el carguero levó anclas y desapareció en la penumbra de la noche marina.
Aproximadamente novecientos kilos de hachís. Mientras Hugo pilotaba la barca rumbo al puerto, Tomás abrió los fardos. Sacó unas bolsas del pequeño camarote y preparó paquetes de unos veinticinco kilos, para poder cargarlos sin esfuerzo en la furgoneta.
Pronto divisaron la fachada marítima del pueblo. La mayoría de las luces se habían apagado. Sólo quedaban las del alumbrado público y las de la zona de bares nocturnos, que en verano parecían no cerrar nunca. La barca franqueó la bocana del puerto señalizada por el faro verde y el faro rojo. Indicadores para que las embarcaciones no embarrancaran. Grupos de pescadores de caña se reunían en el faro verde a pesar de la prohibición explícita de pescar. Hugo pasó con cuidado para no enganchar el hilo de las cañas y evitarse algún pequeño incidente. Aquellos pescadores de caña solían ser marrulleros y siempre dispuestos a buscar problemas. La autoridad del puerto ya los intentó expulsar del faro verde, pero ellos resistían como la suciedad al detergente.
Atracaron la barca en el amarre. Tomás abrió la puerta trasera de la furgoneta y empezaron a descargar las bolsas con las pastillas de hachís. A esa hora no había nadie por el muelle y los marineros de guardia evitaban encontrarse con las barcas que llegaban, sospechosamente, por la noche. El silencio sólo estaba roto por el bullicio de una discoteca cercana. Hugo paró el motor de la barca y ayudó a Tomás con la tarea de descarga. Pero al querer terminar deprisa, tropezó y una bolsa cayó al agua.
-Mierda, ¿ahora qué hacemos?
-Déjala. Mañana temprano ya vendré y la pescaré.- dijo Hugo.- De aquí no se va a mover.
Dejaron de hablar y se apresuraron en cargar. Tomás conducía despacio para no levantar sospechas. Al pasar por el paseo marítimo tres jóvenes turistas inglesas los saludaron. Estaban borrachas y aceptaron subir a la furgoneta para que las acercaran al hotel. Habían estado de fiesta en la discoteca de la playa. Los dos hombres les seguían la broma, aunque no entendían el inglés. Al hotel se accedía por el mismo cruce que llevaba al camino de la masía. Cada noche había un control de alcoholemia y estupefacientes. Tomás redujo la marcha preparado para llegar al control. Las inglesas comenzaron a saludar a los agentes.
-Buenas noches
-Buenas noches, agente.-contestó Tomás
-No veas cómo van éstas.-dijo el agente.
-Vienen de La Parrilla y ahora las vamos a dejar en el hotel.
-¿No os quedáis vosotros en el hotel?
-Por quien nos tomas, agente. Nosotros somos gente seria.
-Sí, ya se yo o serios que sois.-dijo el agente bromeando-Venga, circulando que a esta hora van a empezar a llegar los clientes y tengo un montón de boquillas para que soplen.
-Venga, sargento Castro. Ya nos veremos.
-Por la cuenta que os trae.
Las inglesas no paraban de reír y montar follón. Hugo tenía el semblante serio y no le hacía ninguna gracia ni ellas, ni el sargento Castro. Quería descargar la mercancía e irse a casa con su mujer. Cada vez se le hacía más pesado trabajar por las noches. La furgoneta paró en el aparcamiento del hotel y las jóvenes ebrias se despidieron lanzando besos al aire y moviendo, como podían las manos. Tomás reía al ver tan grotesco espectáculo. Hugo también esbozó una ligera sonrisa. Se pusieron en marcha y recorrieron el polvoriento camino de la masía. Las luces de la furgoneta alumbraban las ramas bajas de los olivos que ya apuntaban buena cosecha. Igual que los algarrobos, colmados de su dulce fruto. Algunas de las ramas parecían que se iban a partir de tan repletas que estaban. La masía estaba en un terreno con pendiente. Era la falda de una pequeña montaña. Los bancales estaban sujetados por poderosos márgenes de piedra. En el pasado aquella tierra había albergado el cultivo de vid. Pero a causa del gran esfuerzo que suponía la labor y el poco rendimiento económico, el bisabuelo de Hugo decidió arrancarlo y plantar algarrobos, que no necesitan un excesivo mantenimiento, y olivos, que tan preciado fruto produce. El aceite de oliva. Pero la tierra cada vez daba menos y otros cultivos ocuparon las parcelas. Hugo empezó con el cultivo de marihuana. Consiguió una cosecha considerable y vio los beneficios que le aportó. Siempre tuvo la barca. Su abuelo había sido pescador, pero Hugo solía ir a pescar por diversión, cuando el trabajo en tierra se lo permitía. La amistad con Tomás le proporcionó unos contactos en el norte de África. El abuelo de Tomás procedía de allá. Y empezaron a trabajar con la barca. Se ganaban muy bien la vida y tenían tiempo para divertirse. Hugo se casó con Rosa, que tenía una taberna en el pueblo. Aceptó que su suegro viviera con ellos a cambio de que hiciera las tareas de mantenimiento de la masía. El suegro era un oscuro viudo que desde la muerte de su mujer no volvió a pronunciar palabra. Eran la única familia de Hugo. Sus padres murieron en un accidente de avión. El único que tomaron en su vida. Cuando se jubilaron empezaron a viajar. Se apuntaron a todas las excursiones que organizaba el Centro del Jubilado. Estaban contentos porque iban a subir en avión, sin imaginar siquiera tan fatal desenlace. Tampoco tenía hermanos. Se podía decir que Hugo provenía de una familia de la tierra en peligro de extinción.
Los faros de la furgoneta alumbraban el almacén. El suegro de Hugo abrió las puertas. Entraron y apagaron el motor. El hombre volvió a cerrar las puertas. En el suelo del almacén había un foso que se utilizaba para cambiar el aceite a los coches. Estaba cubierto por mugrientos listones de madera. Hugo empezó a extraerlos. El foso tenía casi metro ochenta de altura y por una punta se podía descender por unos estrechos escalones. Una vez abajo Tomás le iba pasando las bolsas. En la pared del foso había un falso tabique y allí introducía el cargamento. Como estaba cubierto de manchas de humedad disimulaba la apertura. Volvió a tapar el foso. Hugo y Tomás se dieron la mano.
-¿Qué vas a hacer con la furgoneta?-preguntó Hugo.
-La dejo aquí. He pensado quedarme a dormir un poco y mañana bajar temprano.
Hugo se giró hacia un rincón. En la penumbra permanecía inmóvil su suegro.
-Ya lo has oído, viejo. Prepara un catre para Tomás.
El suegro siguiendo la orden salió por una pequeña puerta que daba a la parte de atrás de la masía.
-Bueno, yo me voy a dormir un rato también.-dijo Hugo estirando los brazos y bostezando.
-¿Cuándo irás a buscar la bolsa que ha caído al agua?-preguntó Tomás.
-Ahora dormiré un par de horas antes que amanezca y después bajaré. Con un poco de claridad la pescaré mejor.
-Anda que cómo la encuentre algún gilipollas…
Los dos rieron tras la observación de Tomás.
Hugo entró sin hacer ruido para no despertar a Rosa. Se estiró junto a ella que dormía de costado. Una agradable brisa entraba por la ventana. La cortina ondeaba con suaves movimientos. En el exterior el silencio se apoderó de todo. Sobre la cama se adivinaba la curva perfecta de la cadera de Rosa. Hugo pasó la mano, acariciándola, sin dejar caer el peso total de la mano, de manera liviana. Rosa se estremeció y soltó un bufido. Estaba profundamente dormida. Hugo la observaba. Estaba enamorado de ella desde el primer día que la vio. Ambos tenían la misma edad; aquel invierno pasado habían cumplido treinta y dos años. Hacía tiempo que buscaban un bebé, pero se retrasaba. Quizá fuera ese el motivo de la melancolía que se iba apoderando poco a poco de Rosa.
Hugo se quedó dormido. Al cabo de una hora lo despertó un gallo que se desgañitaba al anunciar el amanecer. Se giró hacia Rosa. La luz tenue del alba empezaba filtrarse por la ventana del dormitorio. Ella estaba despierta y lo observaba con la mirada inmóvil y una leve sonrisa en sus carnosos labios. Él la miró, tomó la cara de Rosa y la besó.
-Te quiero, cariño.-dijo Hugo acaramelado.
-Yo también, amor.- Y volvieron a besarse con pasión e hicieron el amor con la misma energía que la primera vez.
-Tengo que bajar al puerto. Luego pasaré a desayunar por el bar.
Mientras Hugo se iba vistiendo, Rosa permanecía en la cama.
-Anoche volvisteis a salir, ¿no?
-Sí, fue rápido y sin problemas.
Rosa mantuvo una pausa antes de volver a hablar.
-¿Hasta cuándo vais a seguir?, ¿qué más te hace falta?
-Déjalo, Rosa. No empieces tan temprano. Me voy. Luego nos vemos.
En la cama Rosa escuchó el sonido del motor arrancando del todoterreno. Se levantó dispuesta a darse una ducha.

EL MAL GOLPE

No hacía ni dos días que nos dieron el coche y ya lo habían robado. Estábamos muy contentos porqué con él podíamos ir a merendar al río. Fuimos a la policía a denunciarlo y nos consolaron con falsas esperanzas. De nuevo nos tendríamos que quedar sin las excursiones dominicales. Y todo por culpa de los ladrones. El lunes tuvimos que coger el transporte colectivo para ir a trabajar. Todo el mundo nos preguntaba con preocupación, si sabíamos alguna noticia de nuestro coche. Una vez en el trabajo nos llamó el jefe de personal para expresarnos su pena por el triste acontecimiento.
Los ladrones se sentirían acorralados porque la noticia salió por el telediario dos días seguidos. Pero por recomendación de la policía dejaron de hacerse eco. Según las autoridades podría perjudicar la investigación.
Nosotros estábamos muy contentos por la preocupación general y las muchas muestras de solidaridad expresadas por una sociedad cada vez más enojada con los ladrones. También recibimos muchas llamadas de gente que quería hacerse famosa a base de falsas informaciones. Por eso el Ministerio del Interior, a través de la policía, informó que se penalizaría cualquier falso testimonio relacionado con el caso, debido a la gran trascendencia de éste. Nosotros pensamos que los ladrones no sabían lo que estaban robando y todos los problemas que les iba a acarrear. ¿A quién se le iba a ocurrir robar el primer coche para siameses mutantes tras el accidente nuclear?

No tenía ni idea del revuelo que se iba a generar cuando Cíclope Sexagenario lo reclutó para llevar a cabo el golpe. Sentado en el salón observaba atónito a los siameses por televisión. Al finalizar la entrevista Oto se levantó a buscar una cerveza. Le preguntó a Carla si le apetecía una, pero ella contestó que no. Estaba muy agitada. No paraba de repetir: “en que lío nos hemos metido, en que lío nos hemos metido.” Oto intentaba calmarla. De vez en cuando le ofrecía un cigarrillo o una cerveza.
Una melodía metálica irrumpe como un trueno en la campiña. Es el tono que Oto tiene asignado a las llamadas de Cíclope Sexagenario.
-Voy a ser breve. Las líneas podrían estar pinchadas.- Oto guardaba silencio.- ¿Estás ahí, no?
-Sí, estoy aquí.-Contestó con un tono decaído por el efecto de las cervezas y el agotamiento acumulado los dos últimos días.
-Bueno, pues no te muevas. Enseguida pasaremos a buscarte.
-Oye, hay un pequeño problema…
-¿Un pe-que-ño pro-ble-ma?- Preguntó Cíclope Sexagenario separando las sílabas, cosa que hace cuando empieza a ponerse nervioso.-¿De qué se trata, Oto?- Se produjo una pausa incómoda. Oto al final respondió.
-Mi mujer está conmigo.- Oto se separó el teléfono de la oreja porque Cíclope Sexagenario no paraba de soltar improperios y palabras soeces. Al final se lo acercó de nuevo al oído.
-¿Me puedes explicar qué coño hace Carla ahí?

Cíclope Sexagenario envió un coche a buscar a Oto y a Carla. Llovía y los reflejos de las luces en el asfalto mojado simulaban una atmósfera cinematográfica. El coche se introdujo en un callejón lateral que daba a la parte de atrás de la casa, ya que el conductor era un hombre precavido. Gracias a eso pudo ver el coche policía que patrullaba por la zona, y recordó las órdenes de Cíclope Sexagenario: “Acércate a recoger a Oto y a su mujer, pero al menor indicio de peligro esfúmate”. El hombre desapareció.
Oto observaba vigilante por la ventana, esperando la llegada del coche. Hacía rato que llovía intensamente. Faltaba menos de una hora para que cortaran el suministro eléctrico. Después del accidente nuclear las energías utilizadas para producir electricidad eran biológicas y no producían lo suficiente para abastecer a toda la ciudad. Había restricciones. Algunas calles eran iluminadas por antorchas de aceite. Solían ser los barrios de los mutantes. Al haber sufrido la peor parte del accidente, se habían convertido en unos ecologistas radicales. Desde la ventana Oto observaba la ladera de la colina. Allí se asentaba un barrio mutante.
-¿Quieres una cerveza, Carla?- Oto seguía mirando por la ventana. Las antorchas le recordaron a las velas de un pastel de cumpleaños antes de ser apagadas. Carla reaccionó al darse cuenta de que Oto le había dirigido una pregunta sin prestarle mucha atención a la respuesta.
-Venga, dame una cerveza y un cigarrillo.-Dijo Carla con decisión.

Carla se ha relajado después de muchas horas en tensión. Alumbrada por velas, se da una ducha. El agua resbala por su rubia cabellera, acariciando su delgado y menudo cuerpo. A sus treinta y ocho años muchas veces la han confundido con una adolescente. Con las manos apoyadas en alto en los azulejos blancos, deja que el agua recorra su camino, beneficiándose del placer que le produce su tonificante contacto.
Deja la toalla tirada en el suelo después de secarse y se mira en el espejo. Observa los pequeños cambios físicos que declaran la apertura de una puerta llamada madurez. Pero se gusta. Su físico no ha sido castigado de manera severa por el paso del tiempo. Sabe que no le resultaría difícil seducir a un hombre y hacerlo enloquecer por el afán de poseerla. Piensa en su marido. En la manera que éste ha engordado y se ha abandonado. Cuando se conocieron los dos tenían grandes ideales en común. Pero, como a mucha gente, la explosión hizo que todos esos sueños se desvanecieran.
Después de la vivificante ducha está completamente serena. La tensión que había dominado sus músculos ha desaparecido como la oscuridad lo hace a las primeras luces del alba. En el exterior sigue lloviendo, aunque con menor intensidad.
Carla manifiesta su feminidad más erótica dejando caer el pelo mojado sobre la cara. Mirándose en el espejo esboza una sonrisa un tanto lasciva. Se gusta mucho como mujer. A la luz de las velas su aspecto es fantasmagórico a la vez que sensual. Empieza a contornear las caderas como si fuera Marilyn Monroe. Con las manos se sujeta los pechos. Los alza y los magrea lentamente. Desnuda, danza poseída por un frenesí y un deseo carnal despertado por la descarga de la tensión acumulada.

La noche se le hacía eterna. El coche que los tenía que pasar a buscar no llegaba. Y se le estaba terminando la cerveza. Sentado en el sofá apoyaba sus brazos sobre la barriga. Observaba a través de la ventana como volvían a prender las antorchas en el barrio de la colina ya que la lluvia iba cesando. Le invadía un sentimiento de culpa por haber involucrado a Carla en el robo. El plan parecía sencillo y sin ninguna exigencia. Pero la situación se complicó y ahora estaban escondidos en aquel destartalado apartamento a la espera de una salvación milagrosa.
Unos meses atrás ninguno de los dos podía imaginar la situación en la que se encontraban. Oto tenía un empleo en un almacén de madera. Se dedicaba a preparar los pedidos que hacían los clientes. Un trabajo que ofrecía una estabilidad económica y que le permitía tener las tardes libres. Los propietarios del almacén estaban muy contentos con el trabajo que realizaba y si necesitaba algún día libre o algún favor no dudaban en proporcionárselo. Dentro de lo rutinaria que era su vida se sentía muy feliz. Además se había casado con Carla. Una de las chicas más hermosas de la ciudad. Se habían comprado una casa adosada en un barrio residencial. Se lo podían permitir.
Oto caminaba por la oscuridad tratando de no tropezar. Su objetivo era llegar a la nevera y coger otra cerveza. Con paso torpe debido al efecto del alcohol, cayó de bruces golpeándose la cabeza con una silla. Por unos segundos se quedó inconsciente. Al volver en sí, se pasó la mano por la cabeza y tocó la sangrante brecha. Se dio cuenta que era grave. Entonces se asustó. Llamó a Carla que todavía seguía en el cuarto de baño.
Tirado en el suelo, apreció la figura de Carla desnuda y aguantando una vela. Esta fue la última imagen de su vida. Tras unos breves estertores Oto expiró. Carla hincó una rodilla en el suelo y observó el cadáver reciente de su marido. Se puso de pie y buscó el teléfono.

-¿Cíclope?
-¿Carla?, ¿eres tú?
-Sí, mi amor. Me alegro de hablar contigo al fin.
-Yo también, cariño. Dime, ¿qué pasa?, ¿por qué llamas tú?
-Oto ha muerto.
-¿Cómo ha sido?
-De un mal golpe.
-¿Tuyo?
-No
-¿No has podido hacer nada por él?
-No, lo he encontrado así.
-¿Cómo estás tú?
-Deseando verte.
-Yo también, cariño. No te muevas de ahí. Enseguida paso a buscarte.
Carla buscó un cigarrillo. Apartó la silla. En el respaldo había sangre. Lo cubrió con la toalla y se sentó.
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