DE COMO MIKE TENDER SALVÓ LA VIDA









Mike Tender llevaba un año en el corredor de la muerte. Se consideraba afortunado porque ya era firme la fecha de su ejecución. En pocas semanas dejaría aquella horrible celda y su alma volaría directamente al cielo para ser rechazada de inmediato al infierno; su lugar de origen. En el armario de la oficina del alcaide su expediente ostentaba una balda particular, dado el cúmulo de folios que resumían su prolífica vida criminal. Pero ahora Mike había agotado su suerte y a los treinta y tres años su espacio vital se reducía a tres metros cuadrados. Desde que se supo el día de la ejecución se le permitió acceder una hora a las jaulas que habían instaladas en el exterior. En ese espacio de tiempo saboreaba el olor del espacio abierto y del contacto de los rayos del sol. Mike se movía siempre con las manos y los pies encadenados. Era imposible huir, pero la humillante situación de inmovilidad formaba parte de la condena. Como también lo era el áspero mono naranja. Mike Tender había rehusado los servicios del barbero. La fisonomía de su cara delgada estaba poblada por una fina, pero larga barba. Igual que su cabello recogido con una coleta. Era difícil comprender cómo tras aquellos bondadosos ojos se escondía tan terrible asesino. Fueron pocas las palabras que brotaron de su garganta mientras permaneció preso. Su vida social se redujo al contacto con sus carceleros. Éstos siempre aparecían de dos en dos con la cara cubierta con un pasamontañas y envueltos en un silencio sepulcral. Le dejaban un papel en el que Mike había de rellenar unas preguntas referentes a la higiene o algún problema de salud. A la hora de comer le servían la bandeja con el rancho y recogían el formulario siempre vacío.


Eran las tres de la tarde, aunque en el corredor todas las horas parecían las mismas. Si el reo ingresaba por la mañana siempre tendría la impresión de que a todas horas era por la mañana. Excepto los ciento ochenta minutos obligatorios de sueño en que el corredor permanecía en una oscuridad impenetrable. Mike estaba sentado en el taburete que junto con el catre amueblaba la celda. Permanecía en silencio e intentaba no pensar para que así no se desvanecieran sus recuerdos. Aquella tarde recibió la visita del sacerdote de la prisión. Se situó de pie enfrente de Mike que continuaba con los ojos clavados en el frío suelo de hormigón. El sacerdote era un año más mayor que él. Vestía una sotana negra que le cubría todo el cuerpo. Su rostro tenía un tono grisáceo que recordaba a un prado arrasado por el fuego y cubierto de ceniza. No se podía adivinar el destino de su mirada porque sus ojos se perdían en unas profundas cuencas debido a su extrema delgadez. Parecían dos estatuas hasta que por fin el sacerdote levantó las manos juntando las dos palmas.


-Hijo, ¿te arrepientes de tus pecados?


-Y tú, ¿te arrepientes de los tuyos?


El silencio volvió a apoderarse de la situación. Transcurrieron un par de minutos y el sacerdote hizo un leve movimiento lateral con la cabeza.


-Hijo, mañana habrás cumplido con la pena que se te ha impuesto, pero recuerda que allá arriba te espera otro juicio. Intenta presentarte a él libre de culpa.


Mike miró fijamente al sacerdote que exhibía una afectuosa sonrisa creyendo tener ganada la redención del reo. Entonces Mike empezó a reír. Primero brotaron unas tímidas carcajadas, pero cada vez iban subiendo de tono. Mike se abrazaba el tronco mientras se desternillaba de risa y al final acabó con un acceso de tos. De sus ojos brotaron lágrimas y con una mano indicó al sacerdote que abandonara la celda.


-Pero, hijo…


-¡Lárgate ya, cucaracha!


Y en el momento en que el sacerdote se giró hacia la puerta ésta se abrió automáticamente.


Mike permanecía con los ojos abiertos. Estaba estirado con las manos cruzadas detrás de la cabeza. Eran sus últimos ciento ochenta minutos de oscuridad. Después todo volvería a estar iluminado hasta el final. Había adquirido por instinto un reloj natural que le indicaba el momento en que los tubos fluorescentes empezarían su actividad deslumbrante así que cerró los ojos y la celda se iluminó.


Mike esperó unos minutos y se levantó del catre metálico. Incrustado en la pared había un urinario con forma de taza. Se sentó en él e hizo sus necesidades. Escuchó el sonido de las cadenas arrastradas por el suelo. Ya venían a por él para sacarlo una hora a la jaula exterior. La puerta de la celda se abrió y aparecieron dos carceleros enmascarados. Uno levantó los grilletes para mostrárselos a Mike.


-Prefiero no salir.


Los carceleros salieron de la celda y cerraron la puerta. Allí quedó de nuevo sentado en el taburete. Se durmió sentado. Cabeceó y se despertó esposado y encadenado. Frente a él había un hombre. Tenía un aspecto cansado. Llevaba unas gafas de pasta con cristales cuadrados. Tenía una prominente calvicie que disimulaba con unos sudorosos pelos peinados sobre ella. Un bigote moraba bajo su nariz y unos amarillentos dientes asomaban por la comisura de sus labios. Vestía con un traje negro igual que la corbata y una camisa blanca decorada con unos perceptibles lamparones de café.


-Hola, Mike. Soy tu abogado.


Mike lo observaba en silencio.


-Bueno, supongo que sabes que mañana es el gran día. Después todo habrá terminado y por fin podremos marcharnos para casa. Perdón, tú no.


El abogado quiso romper el hielo haciendo una gracia, pero Mike continuaba impasible con su mirada clavada en aquel hombre.


-Ya veo. Tan sólo era un chiste. Al mal tiempo buena cara, ¿eh, Mike?


Mike continuaba en sus trece y en su semblante se podía adivinar que a la mínima oportunidad que dispusiera acabaría con aquel hombre.


-Bien. Vayamos al grano. He venido porque, como sabrás, el condenado a muerte tiene derecho a una última voluntad la noche antes de la ejecución. En unos minutos vendrá un funcionario a tomar nota y yo tengo que estar presente para que se realice. Normalmente conceden comidas o fumar algún tipo especial de tabaco. Pequeños detalles. Así que aprovecha y pide algo que te apetezca antes de que te frían en la silla.


El abogado no se atrevía a mirar fijamente a los ojos de Mike. Había bromeado con él igual que lo hacía con el resto de sus clientes. Pero aquel preso poseía un aura maligna que contagiaba todo a su alrededor. Mike continuaba con la mirada clavada en el suelo, pero un leve movimiento en su mandíbula delataba una actividad frenética en su cerebro. El abogado jugueteaba con el teléfono móvil a pesar de que no tenía cobertura y miraba de soslayo a Mike. Estaba impresionado con el brillo de las cadenas y sobretodo con el de los inmaculados grilletes. Hizo sus conjeturas sobre el producto que utilizarían los carceleros para conseguir tremendo esplendor. Por ahí andaba entretenido el abogado cuando la puerta de la celda se abrió.


-Buenas tardes.- Un joven funcionario hizo aparición llevando un pequeño bloc en la mano izquierda. Tenía unas hojas dobladas para atrás, como si hubiera estado tomando nota anteriormente. En la derecha tan solo portaba un bolígrafo de escasa calidad, pero según su opinión de una gran utilidad. El joven funcionario parecía haber sacado el uniforme de la tintorería ya que un aroma a ropa recién planchada inundó la celda. El joven funcionario observó, de pie, a Mike Tender y al abogado. Primero miró a uno y luego dijo con la vista posada en el otro:


-Y bien, ¿qué será?


La punta del bolígrafo ya planeaba por la superficie del papel a punto de rayarlo. El abogado giró el rostro hacia él y con una mano hizo un ademán de desconocimiento de la voluntad del preso. El joven funcionario miró directamente a Mike. No se sentía intimidado como el abogado y dejó escapar un carraspeo para llamar la atención. El preso levantó la vista. El joven funcionario notó como la mirada del preso se le clavaba en sus pupilas, sintiendo incluso un leve dolor. Mike sonrió al ver como el joven funcionario apartaba el rostro hacia la pared. El abogado que no se había perdido ningún detalle empezó a sudar y con un dedo se aflojó el nudo de la corbata.


Mike volvió a incrustar su mirada en liso y frío hormigón del suelo. Los otros dos se miraron y no pudieron percibir la leve sonrisa esbozada en el rostro del preso.


-Si su voluntad es desear nada, está en su derecho.


Sentenció el joven funcionario que ya se había dado la vuelta y estaba dispuesto a abandonar la celda.


-Alto.


Aquella voz expresada en medio tono, a caballo entre una orden y una sugerencia, heló la sangre del joven funcionario. El abogado miraba atónito a Mike; nunca había escuchado su habla. Era ronca, casi frágil. Como si perteneciera a otra persona de aspecto más viril. El cuello de Mike parecía no tener capacidad para contener aquellas cuerdas vocales que emitían un sonido tan grave.


-Quiero un huevo cocido.


-¿Cómo?


El funcionario no daba crédito a tan extravagante petición.


-Quiero un huevo cocido de cocodrilo. Servido en un soporte de sándalo junto a una cuchara de plata. La cocción debe durar exactamente diez minutos desde el momento en que el agua rompa a hervir. En ese momento deberán añadir cinco gotas de anís mientras el responsable de la cocina recita la primera estrofa de Dust in the wind. Tiene que ser la versión de los Scorpions. Y es muy importante que en el momento que me lo sirvan, todos los presentes den cinco pasos hacia atrás y gritar todos juntos: “Sotapaz”, que significa “zapatos” al revés. ¿Has tomado nota, chico?


-Por supuesto.


Y el joven funcionario y el abogado abandonaron la celda no indiferentes.






Mike caminaba por la celda despacio. Era como si le ofreciera un homenaje al tiempo en que le había cobijado. Observaba detenidamente el interior. Sentía que el catre y el taburete eran compañeros de los que debía despedirse. Algo íntimo dejó en ellos. Incluso el urinario le transmitía aquel sentimiento de camaradería. Cuando estuvo delante de él, pasó la mano acariciándolo, igual que el granjero lo hace con su caballo más productivo. Aquellas iban a ser sus últimas horas en la celda y a pesar de su crueldad le había cogido cariño al mobiliario. Bajó la cabeza y observó el mono naranja. Intentó recordar cual fue la última ropa que vistió antes de entrar en el corredor. No tenía espejo así que no pudo escudriñar su rostro y contemplar los cambios. En libertad siempre había cuidado el aspecto pulcro de su cara, siempre afeitada, y de su aseado cabello.


La puerta de la celda se abrió. Dos carceleros entraron y le pusieron los grilletes en las muñecas y en los tobillos. Le cubrieron la cabeza con un saco de tela negra completamente opaca para dificultar la visión del preso. Mike anduvo por un pasillo en línea recta. Cuando se desvió del recorrido y chocó contra la pared. Un carcelero le ayudó a retomar el camino. No le dijeron a dónde lo llevaban, pero Mike se hacía a la idea. Memorizó el número de pasos entre su celda y la jaula exterior. Llevaba cuarenta pasos de más y seguía caminando. De repente lo detuvieron. Su aliento rebotaba contra la tela negra de la capucha. Unas gotas de sudor brotaron en su frente. Abrió los ojos lo más que pudo, pero no distinguió nada a través de la tela. Oyó como una llave se introdujo en una cerradura e hizo correr los cerrojos. Sintió una mano en cada hombro. Una leve fuerza los oprimió invitándole a sentarse. Dos abrazaderas aprisionaron sus muñecas. Notó que le subían el pantalón a la altura de las pantorrillas y el contacto del gélido metal con su piel lo hizo estremecer. Cuando le quitaron la capucha estaba sentado y atado en la silla eléctrica. Uno de los verdugos se dispuso a afeitarle la coronilla mientras Mike observaba al público presente.


Allí estaban todos. El alcaide, el sacerdote, el abogado, el joven funcionario y los diecisiete padres a los que Mike había dejado sin esposa ni hijos. Ahora todos lo miraban sin temor. En cuestión de minutos se le aplicaría la pena de muerte y todo terminaría.


Mike miró a su abogado y gritó:


-¿Dónde está mi comida, bastardo?


El abogado no podía oírle. La mampara de doble cristal que sellaba la cámara de la silla lo impedía. El joven funcionario le dijo algo al oído al abogado y los dos lo miraron con desprecio. El sacerdote permanecía impasible sentado al lado del alcaide que asistía al evento un poco adormilado ya que su sobrepeso le había causado narcolepsia. Entrado ya en los sesenta se acariciaba el bigote pelirrojo mientras estaba despierto. Al fondo de la sala: los padres. Abatidos y con sed de venganza. Los había de todas las edades y posición social. En un rincón estaba Anthony Romero. Su caso fue el más espeluznante. Se había casado tres veces y tuvo cuatro hijos con todas sus mujeres. Doce en total. Anthony Romero tenía la costumbre de celebrar los cumpleaños reuniendo a todos los hijos y a las madres esta idea les parecía bien. Fue en una de estas fiestas cuando Mike hizo su aparición.


En un pilar cerca de donde estaba sentado el alcaide había un teléfono esperando la llamada del gobernador, pero dada la talla del preso todo el mundo sabía que el teléfono no sonaría. Ya faltaba poco. El verdugo acabó de afeitar la coronilla a Mike y puso sobre ella la esponja humedecida. Era uno de los miramientos hacia los que iban a morir en la silla. La esponja hacía de conductor de la electricidad y el sufrimiento era menor.


Mike seguía gritando cuando le colocaron el sombrero de metal. Exigía que se realizara su última voluntad. No se podía ejecutar a nadie sin que se la ofrecieran.


Era cuestión de segundos. El verdugo encargado de conectar la electricidad hizo una señal al alcaide. Éste miró el reloj. Faltaban quince segundos. Aún así levanto la mano aprobando el inicio de la ejecución.


Mike gritaba de dolor y se retorcía como un muñeco. Al poco murió. Un silencio sepulcral invadía el otro lado de la mampara. Cuando el verdugo comprobó que el preso estaba muerto todos empezaron a aplaudir. Hubo entrelazos de manos y comentarios de satisfacción. El público se disponía a abandonar la sala cuando sonó el teléfono. Nadie lo escuchó en un principio debido a la algarabía de la despedida. Sólo el joven funcionario se percató. Contestó a la llamada y su semblante cambió. Con el teléfono en la mano trató de avisar al alcaide que dormía apaciblemente en su butaca. Por fin consiguió despertarlo con la ayuda del abogado.


-¿Sí, con quien hablo?, ¡ah, hola señor gobernador!


Los padres fueron los primeros en abandonar la sala. El resto esperaban saber algo de la conversación con el gobernador. Después de dos minutos el alcaide colgó el teléfono. Estaba serio. La pompa de ostentación de poder que siempre le acompañaba había desaparecido y ahora no era más que un ser débil y miserable. Ante la insistencia de sus allegados el alcaide empezó a contar lo que había ocurrido y todos eran desconocedores. Se aseguró antes de empezar que los padres hubieran abandonado la sala. Sólo hasta entonces no empezó a exponer los hechos. Señalando al cadáver de la silla dijo:


-Ese de ahí no es Mike Tender.


Ante esa escueta declaración todos abrieron la boca estupefactos.


-Mike Tender, señores, está en México. El gobernador me ha pedido que guardemos el secreto. Su intención era salvar a ese pobre desgraciado, pero no pudo llamar antes. La cuestión es que para los padres y para la prensa hemos ejecutado a Mike Tender. Lo peor de todo es que al verdadero ni se le perseguirá ni se le juzgará a no ser que entre en el país. Así que esto es lo que hay. Confío en su colaboración. Gracias, pueden retirarse.


Así fue como Mike Tender salvó la vida y vive tranquilo dedicado a sus quehaceres en Ciudad Juárez, una linda ciudad mexicana. Ándale.

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