LA PRUEBA

Aquella mañana de cielo plomizo Luisalonso tuvo que despertarse más pronto que de costumbre. Al salir a la calle no se percató de que el rocío crepitaba en su intimidad convirtiéndose en escarcha. Mariola le decía adiós meciendo la mano desde el interior de la casa, embutida en una bata de punto que recuperó en un rastrillo de la ciudad. Tarzán, el perro estaba demasiado perezoso para acompañar hasta la puerta de la valla a su adorado amo y sólo dejaba asomar las dos patas delanteras de su cuerpo escondido en la caseta de madera. Dos angustiadas avefrías tomaron tierra sobre el césped congelado moviendo la cabeza para otear a su alrededor y emprendieron el vuelo sin previo aviso. Luisalonso se despidió de su mujer en la distancia y tomó rumbo hacia la parada del autobús. El dinero justo en el bolsillo derecho. En el izquierdo para un café. En el autobús el diario era gratuito. Aquel ejemplar lo acompañará el resto del día. Sonido de pastillas de freno desgastadas. Las ruedas aúllan y la tarima se convierte por unos segundos en una balsa inestable navegando perdida por alta mar para los pasajeros que se han colocado de pié para apearse en la siguiente parada. Es temprano y las miradas furtivas continúan dormidas. Luisalonso apoya el codo en la ventana y la cabeza en el cristal. El vaivén de las olas lo sumergen en un sueño sin estar dormido. El brazo le falla y golpea duro con la cabeza y se despierta para volver a la misma posición para volver a soñar y de nuevo volver a golpearse. Un viajero sentado cerca de él lo observa y decide que no merece la pena sonreír y aparta la vista fundiéndola con el exterior. 
El autobús frenó entre gemidos hidráulicos frente al Centro Cívico. Luisalonso fue de los pocos que se apearon, pero la plazoleta de hormigón gris estaba repleta de gente que fumaba cigarrillos antes de entrar al aula. Esquivó a una pareja que se cruzó con él. Iban hablando con un tono acelerado y gesticulaban con las manos. Luisalonso los miró esperando una disculpa ya que casi lo atropellaron aunque fuera sin intención. Comprobó el bolsillo interior del abrigo. La cartera estaba allí. Para acceder a la prueba era imprescindible aportar la documentación personal. El lápiz para rellenar el examen lo cedía el Centro por cortesía del ayuntamiento. No sonó ningún timbre ni nadie avisó, pero a las nueve en punto toda la gente empezó a entrar con un orden sorprendente en el interior del edificio. Allí les esperaba en el mostrador una joven funcionaria escudada tras unas gafas con cristales de alta graduación.
-Buenos días. El carné, por favor.
Luisalonso lo extendió y la joven se lo acercó a los ojos para poder leerlo. Después buscó en una lista y marcó un pequeño asterisco al lado de su nombre. Al terminar le devolvió la documentación.
-Muy bien, gracias. Ya puede pasar. No se olvide de recoger un lápiz antes de entrar.
-Gracias. Tienes unos ojos muy bonitos.
-¿Por qué lo dice?
Luisalonso se retiró del mostrador manteniendo una sonrisa y sin saber que contestarle. La joven meneó la cabeza a pesar de que sus ojos poseían una belleza descomunal. Los dos hombres siguientes que esperaban en la cola no pudieron evitar el piropo que Luisalonso le regaló a la joven recepcionista. Uno de ellos, el más avispado le dio un codazo al otro.
-¿Has escuchado?, dice que tiene unos ojos muy bonitos.- Esta aclaración la hizo sin esconder la sorna del comentario, ya que aquel hombre resultó no ver más allá de los cristales de la joven.
-Y es cierto-, contestó el otro sumergido en la belleza de los ojos de la recepcionista. El otro hombre dejó que su boca se entreabriera al observar a su compañero herido con la flecha letal del amor.
Iban entrando poco a poco en el aula. La causa era el reparto de lápices a cargo de un funcionario sexagenario vestido con un traje barato de color negro con los hombros adornados de pequeñas motas de caspa y varios pelos pegados al tejido que empezaba a hacer bola. Sonriente repartía a cada uno un lápiz y no paraba de recordar que no era preciso devolverlos. El aula parecía un vetusto estómago de ballena enferma de úlceras. Las marcas de humedad convertían en blanco la desconchada pared verde aguado. Las ventanas eran grandes y permitían el libre acceso de la luz matutina a través de ella, a pesar del costoso trance que debían realizar los escuálidos rayos de sol en aquellas horas de la mañana. Colgadas del techo a través de un soporte herrumbroso se aglutinaban las hojas torcidas de las persianas jubiladas, ya que desde el último día del último año nunca más fueron utilizadas. Una leve capa de polvo residía en su parte más alta ajena a los ocupantes del aula.
Una fila de hombres entraban todos ellos con el lápiz en la mano. Cordialidad a la hora de repartir los pupitres acollados a la silla. Luisalonso observó uno cuyo anclaje estaba atornillado al lado izquierdo. Era zurdo. Se iba a sentar cuando un joven con la cara poblada de erupciones encarnadas y con un peinado de caricato se le adelantó con un leve empujón. Luisalonso chistó mientras el otro ocupaba la silla.
-¿Qué pasa?- preguntó el joven ajeno a las molestias que había provocado a Luisalonso.
-Que tienes la misma cara que el ojete de mi perro.
-¿Cómo?-, preguntó sorprendido el joven mientras Luisalonso ocupaba otro asiento con la pequeña tabla en el lado izquierdo.
A la hora prevista la puerta del aula se cerró. A partir de ese momento nadie podía entrar y todo aquel que saliera tendría que dejar la prueba firmada en gaveta de plástico azul oscuro. Dos hombres se distinguían de los demás por la seguridad en que caminaban a través de los pasillos que dejaban las sillas. Eran los examinadores. Sentado en una mesa al frente del aula estaba el viejo funcionario sonriendo con gratitud mientras disfrutaba del nerviosismo ajeno. La prueba comenzó y a los cinco minutos alguien llamó a la puerta con dos golpes secos. Todos en el interior del aula miraron absortos en aquella dirección. El viejo se levantó de la mesa con un manojito de lápices en la mano. Abrió y dialogó con la persona que había llamado. Permanecía invisible para el resto. Pudieron percatarse de su existencia gracias a la mano que gesticulaba detrás de la puerta. Convenció al funcionario y frente al estupor de los examinadores entró. Luisalonso rió en silencio al ver a Leocadio Fuertes recoger un lápiz y un papel con la prueba. Uno de los examinadores lo acompañó a un pupitre de la parte de atrás con lo cual tuvo que atravesar toda el aula. Todos lo miraban; unos con simpatía y guiños de ojos y otros con envidia y rabia contenida por gozar de un privilegio. Cuando pasó junto a Luisalonso ambos cerraron un ojo con total cordialidad. Era el guiño de la amistad. Ese gesto que nace en el rostro de forma natural.
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