NOMENCLÁTOR


Aquella tarde acompañé a mi sobrino al parque a tomar un helado. Para mi hermana era Goyito, pero yo le llamaba Goyo y a él le gustaba; le hacía sentirse mayor. Disfrutábamos de un tiempo dócil y agradable y nos sentamos en una de las mesas del kiosco esperando a que nos sirvieran. Mi sobrino pidió una copa con tres bolas. Una de sabor a vainilla, otra de chocolate y una de nata. No podía imaginarme dónde iba a meter aquel niño de ocho años tanta cantidad de helado. Para mí pedí un corte de chocolate. Goyo devoraba las bolas mezclando los colores.



-Si sigues comiendo así pronto te harás mayor y tendré que llamarte Gregorio.-Le dije.


-No te preocupes.-No te preocupes repetí en silencio. Exuberante respuesta para un niño, pensé y seguí deleitándome con mi helado sin darle mucha más importancia. Luego Goyo acabó su copa y se marchó con un niño conocido a jugar a los columpios. Desde la terraza lo vigilaba sin necesidad de moverme.


Pájaros, sol, niños; demasiado tranquilo estaba yo. El corte de chocolate había llegado al estado en el que están a punto de juntarse las dos galletas. En el que tan sólo están separadas por una fina beta de helado. Al pasar la lengua por el filo de la humedecida galleta tuve la sensación de como si me la cortara. Observé con atención a lo lejos y allí estaba Goyo con su amigo. Una ligera brisa reconfortaba el ánimo de los que estábamos sentados a la sombra de los eucaliptos en la terraza del kiosco. En una de las mesas se sentó un grupito de madres. Charlaban entre ellas mientras los niños jugaban liberados por el parque. En otras, observé a una pareja de adolescentes con el rostro cubierto con unas gafas de sol y con síntomas de no haber dormido en toda la noche, un par de ciclistas que pararon a tomar un café, dos mujeres mayores que portaban un carrito de la compra cada una y que fumaban sin tragarse el humo mientras tomaban un vermú y un vagabundo que permanecía de pie a mi lado y no dejaba de mirarme. Al principio me sentí incómodo, pero poco a poco me fui acostumbrando. Hasta tal punto que lo miré un par de veces; fugaces, pero directas.


Era un hombre que rondaba los cuarenta, como yo. Llevaba el pelo largo, desaliñado y sucio. Igual que la barba. Olía mal. Su ropa también y su cabeza estaba guarnecida por un estrafalario sombrero de papel. Me había familiarizado tanto a su presencia que una de las veces que lo miré, de manera transitoria, le sonreí. Él continuaba derecho junto a mí. Me observaba en silencio y aquella cara transfigurada por la ruindad parecía no gesticular y no me devolvió amablemente la sonrisa. Lo único que percibí fue una leve inclinación. Escudriñaba mi rostro desde una perspectiva más cercana. Me estaba empezando a poner nervioso tantas miraditas. Esperé a que el dueño del kiosco lo echara de allí por importunar a los clientes, pero allí no aparecía nadie. Incluso la gente de las otras mesas parecía ignorarnos. Miré hacia los columpios para controlar a Goyo que seguía a lo suyo la mar de contento y después miré fijamente al mendigo.


-¿Le sucede algo?


El mendigo continuó observándome en silencio y estuve a punto de estallar de ira si no fuera porque, por fin, abrió la boca.


-Pero, Alberto, ¿no te acuerdas de mí?


Por unos instantes mi mente quedó en blanco. Se suponía que debía conocerle. Lo miré, esta vez seriamente, intentando buscar algo familiar en aquel rostro.


-Pues no, amigo. No tengo ni idea de quien eres, ¿pero, me conoces?


-Joder, Alberto. De toda la vida.


Estaba desconcertado y decidí seguirle el hilo.


-Es que no te reconozco.


-No te hagas el loco, Alberto.


-No, no. En serio. No se quien eres.


-Mírame bien. Quizás sea por la ropa por lo que no me reconozcas.


-¿Por la ropa?


-Sí señor. - Y me mostró con las manos los harapos con los que vestía como si hiciera una presentación de algo digno de ver. Después de aquello me dieron ganas de levantarme y hacer unos pasos a la ballonné compose para corresponder a tan extraña situación. Pero me contuve y como tampoco soy un virtuoso del ballet, me dirigí a él con toda la claridad con la que me pude expresar.


-Oye, ¿quién coño eres?


Me miró extrañado al escuchar el tono de mi pregunta.


-No seas mal hablado, Alberto. Soy Juan. Juan Barboso.


-¡Ah, hombre, Juan! Cuánto tiempo.-Al final decidí fingir que lo conocía y él sonrió al comprobar que lo había reconocido.


-Ya me estabas haciendo dudar. Pensaba “a ver si no va a ser Alberto…” Te imaginas, vaya corte me hubiera llevado.- Y rió. Yo lo imité. Pensé que si seguía aquel paripé él se marcharía. A lo lejos observé a Goyo que se acercaba corriendo hacia nosotros. Juan Barboso se percató.


-¿Es tú hijo?


-No. Es mi sobrino.


Goyo nos alcanzó y no sin disimulo contempló al vagabundo. Luego se giró hacia a mí.


-Tengo sed.-Saqué un euro y se lo dí al niño para que fuera a buscar un botellín de agua al kiosco.- ¿Quién es?-me preguntó.


-Un amigo mío.


-¡Que guay!-Y salió corriendo en busca del agua.


Juan Barboso y yo volvimos a quedarnos a solas.


-Y dime, Juan, ¿Qué situación te ha llevado a este extremo?


-Ninguna.


-¿Cómo?


-Ninguna. Vivo así porque quiero.


Algo me decía que aquel hombre no era un mendigo corriente. Decidí darle conversación ya que la situación prometía.


-Pero yo no te recuerdo así. Algo te habrá pasado.


-Simplemente sigo los pasos del Nomenclátor.


No tardó ni dos segundos en sacar un enmohecido librito con las tapas carcomidas del interior del raído gabán.


-Todo está en este libro, Alberto y tú deberías leerlo.


Estiró su brazo y me lo ofreció. Al principio dudé en aceptarlo. Por un instante me pareció que ya había llevado muy lejos la situación. Pero, ¿Qué daño podría hacerme una ojeada a aquel consumido libro? Lo cogí.


-Con cuidado, Alberto.


El cielo se nubló justo en ese momento. Una nube peregrina había tapado por unos segundos el sol. Aquel fenómeno meteorológico tan corriente me dio mala espina. Se lo devolví sin abrirlo.


-Pero qué haces. Ojéalo, hombre que no muerde.-Me dijo mientras reía suavemente. Volví a tenerlo en mis manos. Las letras de la portada estaban tan desgastadas que no se podían leer. Con sumo cuidado lo abrí por la primera página. Mi sorpresa fue al descubrir que era un manual de mantenimiento de bicicletas editado en los años sesenta. Seguí pasando las páginas en busca de algo extraordinario, pero todo el contenido del libro trataba del mismo tema. Levanté la cabeza y miré a Juan Barboso. Tenía una gran sonrisa en la cara sucia y sus ojos asentían llenos de felicidad.


-¿Has visto?-me dijo convencido.


-Has visto, ¿lo qué?-respondí en un estado inocuo.


-¡Las primeras palabras del Nomenclátor, Alberto!


La verdad es que yo no sabía que decir. Menos mal que apareció el camarero. Siempre lo hace cuando llevas un rato sentado sin consumir nada.


-¿Van a tomar algo los señores?


-Sí. A mí póngame una caña, ¿quieres tomar algo, Juan?


-Un vaso de vino.


-¿Blanco o tinto?


-Tinto, tinto.


Le pedí al camarero amablemente si podía ojear el libro de Juan Barboso.


-A mí déjenme tranquilo que bastante faena tengo.-Y se fue. Invité a Juan a sentarse.


Estuvimos en silencio mientras esperábamos a que nos trajera la bebida. El niño que jugaba con Goyo estaba sentado en el suelo y se frotaba la rodilla. Goyo daba vueltas alrededor suyo señalándolo mientras reía. Se habían caído los dos del tobogán. Su madre no se acercó a auxiliarlo, lo cual quería decir que no tenía nada grave.


-Es que son de goma.-dijo Juan que con el brazo estirado y la palma de la mano hacia arriba señalaba donde estaban los niños. Me giré y lo observé en silencio. Qué tipo tan raro, pensé.


Llegó el camarero con la caña y el vaso de vino en la bandeja. Primero sirvió el vino y no había apoyado la caña en la mesa que Juan ya tenía el vaso vacío.


-Ponme otro.


El camarero me miró y asentí conforme. Dejó la cerveza y nos volvimos a quedar solos.


-¿Aún fumas, Alberto?


-No, hace tiempo que lo dejé.-Nunca había fumado. Entonces se levantó y se dirigió a la mesa donde estaba sentada la pareja que aún no se había ido a dormir. Desde mi mesa no podía escuchar la conversación, pero me sorprendí al ver al joven que se levantó amenazante y lo echó de allí. Juan caminaba marcha atrás y con las manos levantadas a la altura del pecho. Con ese gesto pedía paz al mismo tiempo que repelía la ira del joven. Luego aquellas gafas de sol se dirigieron hacia a mí. El joven alzaba la mano y señalaba a Juan. Lo miré y bajé la vista evitando cualquier problema. Sorbí un poco de cerveza. Cuando levanté la cabeza Juan estaba en la mesa de las señoras mayores. Éstas le dieron tabaco. Cuando Juan volvió a mi mesa las mujeres recogieron sus carritos y se marcharon. Al poco legó el camarero con el ceño fruncido y el segundo vaso de vino.


-Oiga,-se dirigía a mí-controle a su amiguito o se largan de aquí.


Me sentí abochornado. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien me llamó la atención de aquella manera. No sabía que decir. Juan bebió hasta la última gota del vaso de vino.


-Tranquilo, hombre. Ponme otro.-el camarero volvió a mirarme.


-No. Se acabó. No más vino, Juan.


-Lo que tú digas, Alberto.


El camarero se marchó meneando la cabeza. Le di un sorbo a la cerveza. Por un momento Juan estaba quieto y callado. Apoyé con cuidado el vaso en la mesa de metal y eché un vistazo a Goyo. Cuando bajé la vista observé la mano del vagabundo que tomaba disimuladamente mi caña.


-¿Qué haces?


-Dame un trago, Alberto.


-¡Venga hombre!


Aquel tipo estaba acabando con mi paciencia y estuve a punto de levantarme de la silla y echarlo de allí. Pero Juan se levantó antes y ajustándose el sombrero de papel me dijo con un semblante serio:


-Como quieras. Si no quieres saber lo que dice el Nomenclátor es tu problema.


Aquel tipo seguía a la suya. Tenía un manual de mantenimiento de bicicletas y pensaba que era un libro sagrado o algo así. Ahora si que éramos observados por todos los clientes de la terraza. Una mujer del grupito de madres le decía algo a un niño y señalaba hacia nosotros. El camarero nos tenía en el punto de mira. No me quedó más remedio que invitar a sentarse a Juan para calmar la situación.


-Déjame el libro.-Y me lo dio. Lo abrí por una página al azar. Decidí no leer en voz alta, pero si puse cara de interesante mientras leía el apartado de cambio de frenos. Juan tomó lo que quedaba de mi caña y la engulló. Sacó uno de los cigarrillos que le habían dado las mujeres mayores y lo encendió. Notaba como me observaba. Yo quería acabar con aquella situación de la manera menos dramática y mi trabajo me estaba costando. Apareció un grupo de nubes pasajeras que fueron tapando el sol más a menudo, en breves intervalos. Cerré el libro y se lo alcancé a Juan.


-Bueno, Juan, me parece muy interesante, pero no lo acabo de entender.


-Pero, ¿cómo puedes no entenderlo? Ahí se encuentra toda la explicación del funcionamiento del mundo. Vuélvelo a leer, Alberto y verás la luz.


Aquello ya no me parecía divertido y no encontraba la manera de quitarme de encima a aquel mendigo loco. Se me ocurrió llamar a Goyo y así marcharnos los dos. Mi sobrino al principio estuvo un poco reacio a abandonar a su amigo. En realidad todavía era temprano para marcharnos a casa. Goyo no me hacía caso, sólo quería jugar. A mi lado Juan seguía con su retahíla y no paraba de ofrecerme el libro. Yo lo ignoraba y llamaba a Goyo. Por fin al cabo de varios intentos el niño vino hacia a mí. Al levantarme de la silla noté que mis glúteos estaban entumecidos. Me estiré disimuladamente. Juan no paraba de ponerse frente a mí ofreciéndome una y otra vez el Nomenclátor dichoso.


-Déjame ya, Juan.


-Pero Alberto, he hecho un camino muy largo para encontrarte y ofrecerte esta posibilidad.


Goyo ya estaba junto a mí.


-¿Por qué nos vamos, tío Luis?


Juan se calló de repente al escuchar al niño.


-¿Luis?, ¿te llamas Luis?


-Sí, Juan. Me llamo Luis.


Entonces Juan se guardó el libro en el bolsillo y dio unos pasos hacia el parque. Se giró y se quedó mirándome un rato. Estaba serio y no parecía el mismo.


-Perdona Luis. Te he confundido con Alberto.


Y se marchó por el camino que conducía al exterior del parque. Goyo y yo nos quedamos un rato más.



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