LA PLAYA


El invierno regaló un día de calma tras varias semanas de temporal. Gabriel estaba obligado a aprovecharlo. Dejó aparte el chubasquero y las botas de agua, cambiándolos por una chaqueta de paseo y unas zapatillas deportivas. La playa estaba a cuatro kilómetros en línea recta. A veces bajaba hasta ella andando por un sendero o en bicicleta por la carretera, pero aquella mañana no se fiaba del tiempo y lo hizo en coche. Un destartalado Seat Panda de color amarillo. Cuando llegó a la finca no tuvo que parar ante la cerca. Estaba levantada. Aparcó y entró en el almacén repleto de herramientas oxidadas y máquinas averiadas. Todo estaba amontonado entre polvo y telarañas. En uno de los postes de carga estaba clavado un plato con la foto a todo color de John Wayne que sonreía con aquella pose tan peculiar. Entre tanto trasto sólo quedaba hueco para aparcar el coche. En la parte más amplia del almacén se amontonaban, de manera uniforme, unas jaulas para conejos vacías. Hacía años que la herrumbre se cebaba con ellas.



Salió al exterior. Un camino calvo de hierbas atravesaba el naranjal. Todas sus frutas estaban en el suelo esperando a que la tierra se nutriera con ellas. Nadie cuidaba de los naranjos y nadie disfrutaba de sus frutos. El viento de poniente había soplado de manera desbocada días atrás. Las cañas jóvenes no habían resistido la embestida y se entrelazaron entre ellas creando unos escondrijos naturales con forma de cueva. El mar había amontonado la arena horizontalmente y los tubos de hormigón que hacían la función de papelera estaban cubiertos hasta el borde. Duchas, casetas de socorrismo, chiringuitos abandonados permanecían en desnivel o semienterrados. La orilla estaba cubierta con un manto de piedras redondeadas entrechocando mecidas por las olas. La humedad apelmazaba la arena y conseguía una firme capa lisa; frágil a las pisadas y delatora de cualquier huella. Un rastro más fino de piedras marcaba la línea hasta donde habían llegado las olas en el punto álgido del temporal.



Aquella mañana el mar estaba tranquilo. Parecía cansado. Sus olas se adentraban tímidas en la arena y casi parecía dolerle. Era el día perfecto para buscar en la orilla lo que el mar llevaba días expulsando con violencia. Gabriel era la única persona deambulando por la playa. Le llamó la atención un trozo de ladrillo erosionado. Gabriel lo tomó con una mano y observó la transformación causada por las potentes corrientes marinas. Imaginó aquel ladrillo formando parte de una pared. Su pensamiento fue tan lejos que imaginó el ladrillo en la mano cuarteada del albañil que lo colocó, o quizás sólo fuera una parte de escombro lanzado al mar. Al final lo dejó caer en la arena tan húmeda que lo amortiguó sin que dejara huella.



Avanzaba despacio por la orilla, atento, por si descubría algo interesante. Sus pies se hundían y se cansaba. Levantó un momento la vista y vio a dos personas a lo lejos que se dirigían hacia él. Miró hacia el mar y vio una barca que recogía las redes a menos de doscientos metros de la orilla. Pudo observar a tres personas enfrascadas en la labor. El sol brillaba como una luz mate tras las grises nubes. En cualquier momento llovería. Gabriel perfiló la vista y reconoció que las personas que se acercaban eran un hombre y una mujer. Calculó que ambos pasarían de los setenta. Se agachó para recoger una pechina. Sólo recogía las enteras. El color no le importaba, pero sí que no tuvieran ni la más mínima muesca. Incluso cuando las transportaba en la bolsa de plástico tenía cuidado de que no se golpearan entre ellas. También recogía las caracolas. Para estas era menos riguroso y, a no ser que estuvieran muy desgastadas, las recogía todas. En aquella parte del Mediterráneo era muy difícil encontrar un buen trofeo en la arena, pero después de un temporal siempre se puede topar con alguna sorpresa. Gabriel seguía dispuesto a hallarla.



Una suave brisa soplaba arrastrando la humedad hacia la tierra. Gabriel levantó de nuevo la vista y se tranquilizó al observar que los ancianos no buscaban nada en la orilla. Algo extraño notó en la mujer. Ya no le parecía tan mayor. Bajó de nuevo la vista y allí estaba: una inmaculada pelota de golf. La tomó con el pulgar y el índice de su mano derecha y la puso frente a sus ojos. Era impresionante la cantidad de hoyuelos que tenía y todos de la misma dimensión. Gabriel imaginó un pasado factible para aquella bola y continuó la búsqueda portándola en la mano. Confiaba en su suerte para encontrar la gran caracola. Una vez descubierta la limpiaría bien y bajaría a las tiendas de souvenires del puerto para acabar vendiéndola al mejor postor. Después los frutos de un día gris de invierno se los bebería en la taberna al calor de los compadres.



La pareja cada vez estaba más próxima y Gabriel levantaba a menudo la cabeza. Lo que antes le parecía una anciana ahora se había convertido en una hermosa mujer. El anciano la llevaba del brazo. En otras condiciones con un simple buenos días habría valido para no quedar como un maleducado. Pero el esplendor de la mujer causaba en Gabriel una especie de rubor y a punto estuvo de quedarse callado con la mirada fija en la arena de no ser por el anciano que le dirigió un cordial saludo.



-Buenos días.-Gabriel alzó la cabeza e instintivamente se llevó la mano con la bolsa de las pechinas a la espalda. Contestó con un gesto sin abrir la boca. El anciano continuó.-Parece que tras el temporal viene la calma.



-Eso dicen, pero no se pude confiar en este tiempo tan traidor.-Contestó Gabriel.



La mujer seguía la banal conversación con una sonrisa en los labios y no pronunció ninguna palabra.



-¿Cree usted que lloverá?-El anciano era extranjero y para parecer amable quería dar importancia a la opinión de Gabriel. La mujer lo miraba con la misma expresión sonriente y plácida.



-A la noche se lo digo.-Gabriel se rió de su propia broma. El anciano sonrió, aunque sólo por condescendencia, y la mujer no desdibujo aquella bella mueca.



-Adiós.



-Adiós.



Y cada cual siguió su camino. A los pocos metros Gabriel se dio cuenta que en la arena sólo estaban marcadas las huellas del anciano. Se giró y miró a la pareja extrañado.



-¡Eh!



El anciano y la mujer se giraron. Ella parecía un poco más mayor.



-¿Qué pasa, buen hombre?-Preguntó extrañado el anciano.



-Su mujer no deja huella.-Afirmó Gabriel.



-Es porque está muerta. Es un fantasma.-Aclaró con total naturalidad el anciano. La mujer miró a Gabriel con su cara risueña y ladeo un poco la cabeza. Gabriel se quedó pasmado mientras el anciano se despedía meciendo la mano. La pareja reanudó el paseo por la playa. Gabriel se fijó en que la mujer seguía sin dejar huella en la lisa arena apelmazada por la humedad. Cada vez parecía más vieja. Un pato volaba a ras del mar en dirección al sur. Gabriel no daba crédito a lo sucedido, pero en la arena sólo estaban marcadas las pisadas del viejo. Cuando se dio cuenta tenía justo a sus pies una preciosa caracola. Tenía el tamaño de un melón y relucía bañada por las espumeantes olas. Gabriel dejó caer la pelota de golf y desenterró la caracola. La elevó a la altura de sus ojos y sonrió. Lo único que le preocupaba es que en la taberna nadie creería la historia del anciano y el fantasma.



EL HOMENAJE



El sol penetraba a través de las cortinas. Arsenio había pasado la noche en vela envuelto en sus recuerdos, pero al amanecer quedó sumido en un confortable sueño. Cuando su nieta abrió la puerta se despertó.


-Abuelo el desayuno está en la mesa.


-Ahora mismo voy.- Se vistió con una bata para cubrir el pijama. Bajó por la espléndida escalera y se introdujo en su despacho donde le esperaba una bandeja con un zumo de naranja, un café con leche y un croissant.


-Por lo menos te podías haber peinado, abuelo.


-Ay, Rosita, ¿te parece poco lo que me tengo que acicalar esta noche? Déjame que disfrute un poco del descuido.


-Cómo no, abuelo.






Amador entró en la cafetería y pidió un cortado. Cogió el periódico de una mesa que aún conservaba dos tazas de café vacías. Antes de empezar a leerlo sacó unas monedas del bolsillo y las contó hasta completar el euro. El camarero le cobró sonriente. Amador tenía el cortado en la mano dispuesto a tomar un sorbo. Con la otra iba pasando las páginas. Entonces leyó la noticia. El vaso cayó. Se quebró en mil pedazos y su contenido formó una huella uniforme en el suelo encerado.


Los años habían contraído su cuerpo y mermado la vista. Tras aquellas gruesas lentes los ojos de Amador despedían una ira que contrastaba con su apacible apariencia. Los ancianos al igual que los obesos desprenden una bonhomía que a veces es errónea. El camarero se dirigió hacia él. Posó una mano en el hombro de Amador y con afecto le dijo que no se preocupara. Amador se sacudió la mano de la espalda y con semblante amenazante miró fijamente al camarero.


-¡Déjeme en paz!


Amador salió a la calle aturdido sin saber muy bien a dónde dirigirse. La primavera ya se había instalado y el sol invitaba al optimismo. Descendió por una concurrida avenida sin desviarse ni un ápice de su camino. La gente se apartaba dejando paso amablemente al anciano. Notaba que la espalda le sudaba. Se adentró en el parque. Buscó un banco y se sentó. La cabeza le bullía y por un momento temió sufrir un ataque. Un riachuelo de gente circulaba por el paseo al regazo de la sombra de los plataneros. Aunque el día era soleado y el verano cada vez estaba más cerca, a la sombra hacía fresco. Amador continuó el camino.






Arsenio miraba a través de la ventana como el jardinero realizaba su tarea. Se relajaba. Se dirigió hacia el escritorio y abrió un cajón. Debajo de unos papeles apareció una vieja pistola. Su pistola. La que había sido fiel compañera durante tantos años. Se sentó en su sillón a observarla. Estaba impoluta. Tampoco recordó la última vez que la disparó, aunque sí le vino a la memoria un nombre. Un peso se le instaló en el pecho. Todavía despeinado y con bata dejó caer los brazos abatidos, empuñando aún el arma en la mano derecha. Cerró los ojos y recordó aquellos episodios de su vida que, a pesar de los años, seguían martirizándolo.


-Abuelo, ¿estás dormido?-Arsenio incorporó la vista y reconoció la silueta de su nieta. Rosa, aunque ya era una mujer adulta, para él siempre sería Rosita.


-Pasa, Rosita, pasa.


-¿Eso que llevas en la mano es un arma?- El anciano levantó la mano y miró extrañado la pistola. Hubo unos instantes en los que no supo que hacía allí. De repente recordó. Una sombra de acritud tiñó la dulce mirada que siempre tenía para su nieta. Intentó controlar la amargura que lo poseía antes de expresar cualquier palabra. Cuando creyó que estaba preparado se levantó del sillón y estudiando la pistola obsequió con una afable sonrisa a Rosa.


-Esto no es sólo un arma.-Rosa se acercó y tomó con sus manos la de su abuelo junto a la pistola. Hubo un silencio, pero la nieta entendió que aquel objeto tenía un valor sentimental superior al que se le pueda tener a cualquier allegado.- Esta pistola, Rosita fue mi compañera y ángel de la guarda durante la guerra. Es una pieza un poco exótica porque la utilizaba generalmente el otro bando y algún que otro malentendido me provocó.


-¿Mataste, abuelo?


-No tanto como dicen.


-Es preciosa.- Rosa extendió la mano y el abuelo se la entregó. Jugueteó un poco y acabó apuntando a Arsenio. El anciano sonrió.


-Cuidado. Está cargada.


-¿Está cargada?-Rosa bajó inmediatamente el brazo.


-Por supuesto, ¿de qué sirve un arma descargada?






Sin darse cuenta, Amador, cambio de paisaje. Se introdujo por las callejuelas del barrio antiguo. Allí el espacio abierto se reducía a los tres metros que dividían las calles. Las fincas tenían hasta cinco plantas de altura. Eso hacía que para el sol fuera imposible penetrar hasta la sucia superficie de asfalto, cubierto de regueros infectos. Las fachadas de los bajos e incluso las puertas atrancadas estaban grafiteadas. Algunos eran de las jóvenes bandas callejeras florecientes, pero otros eran auténticas obras de arte. En una esquina había una barbería. El tubo redondo adornado de las tiras de color azul y rojo estaba cubierto de una mugre, casi tan antigua como la barbería. Amador se introdujo en ella.


-¡Hombre, Amador!


-Buenas, Jacinto.


Jacinto parecía aún más mayor que Amador. Vestía con la bata blanca de peluquero. La artrosis había hecho mella en su mano derecha deformada de tanto utilizar las tijeras. Pero el rasgo más característico era su prominente nariz en forma de pico de tucán. Los dos ancianos se abrazaron.


-Cuánto tiempo, maricón.


-Ya te digo. Pensaba que te habías jubilado.


-Y lo estoy, pero con la pensión no tengo ni para jabón.


-A mí me pasa lo mismo.


-Pues, si quieres, necesito un ayudante para barrer el pelo.


Los dos empezaron a reír. Jacinto se dirigió a la trastienda y apareció con una botella de coñac y dos copas.


-¿Lees la prensa, Jacinto?


-De vez en cuando. Aquí siempre tengo revistas y periódicos, pero casi nunca los leo.


-Es que verás. Me estaba tomando un cortado en la Gran Avenida…


-¡La Gran Avenida! Vaya por los ambientes que te mueves, pájaro.-interrumpió Jacinto.


-Bueno, no va a ser todo canas y retiro.


-Por supuesto, Amador.


-Total que tuve un pequeño incidente en la cafetería. ¿Todavía trabaja tu hijo en la Delegación?


-Sí. No hay manera de que ascienda.


-Tendrías que hacerme un favor, Jacinto.


-Cómo no. Sabes que soy la única persona en la que puedes confiar.


Los dos ancianos entrechocaron las manos y se abrazaron afectuosamente.


-Vete tranquilo, Amador. Todo estará listo para esta noche.


-Gracias, Jacinto.


Amador abandonó la barbería. Mientras tanto Jacinto abrió el periódico que tenía para los clientes y busco la noticia. Allí estaba. Se dirigió a la mesa del teléfono. Descolgó y marcó un número.






Arsenio removía la cuchilla en el agua enjabonada. Después volvía a rasurar su rostro. A pesar de su edad poseía la destreza suficiente para afeitarse. Miró fijamente al espejo. Vio un anciano consumido. La camiseta de imperio y los calzones holgados aún agravaban más la sensación. A través del escote de la camiseta asomaba tímidamente una mata de pelo canoso. Vestigio de lo que fue antes su masculinidad. Empuñó con energía la cuchilla de afeitar y la posó sobre la muñeca. Sintió el frío metal sobre su marchita piel. Este gesto aún desplomó más su ánimo. Cuando salió del baño se encontró con Rosa. Ésta le mostró el uniforme. Todavía estaba en la bolsa de la tintorería. Rosa lo sujetaba por la percha. Arsenio tuvo que volver a hacer malabarismos con su estado de ánimo para no entristecer a su sobrina.


-Vamos, abuelo. Ponte el uniforme que hace años que no te veo con él.


Arsenio le dedicó una sonrisa muy afectuosa, dulce. Falsa en realidad. Tomó el uniforme y lo observó. Lo mantuvo expuesto sobre sus manos. Esta vez si brotó en su interior una brizna de ternura en memoria de aquellos tiempos pasados. Fue pasajera aquella sensación. El pesar que disimulaba ante su nieta volvió a resurgir oprimiéndole el pecho.


Rosa lo condujo ante el espejo de pie. Arsenio se contempló majestuoso con su uniforme de general. Rosa lo abrazó por detrás y lo besó en la mejilla.


-Mi abuelo bonito.


Una lágrima prófuga recorrió como un relámpago la mejilla de Arsenio.


-Vamos. El coche está esperando abajo, ¿no querrás llegar tarde a tu homenaje, verdad abuelo?


-No, no. Vamos.


Estaban a punto de abrir la puerta del palacete cuando Arsenio paró su marcha en seco.


-Espera un momento.


-¿Qué pasa, abuelo?


Arsenio volvió a subir las escaleras. Rosa lo seguía atentamente. Entró en su despacho y abrió el cajón donde guardaba el arma. Después se dirigió al ropero de su estancia y rebuscó entre unas cajas. Al fin la encontró. Una mohosa cartuchera de piel. Se la iba colocar cuando Rosa se la retiró.


-Espera un momento.


Rosa se introdujo en el cuarto de baño. Humedeció un paño e intentó dejar lustroso el cuero de la cartuchera. Cuando hubo terminado se la entregó a Arsenio.


-No pretenderás que acuda a mi homenaje sin mi arma.


-Pensaba que no era necesaria, abuelo.


-Lo es, Rosita, lo es.


En el exterior esperaba un coche oficial. Subieron en él y se dirigieron a la Delegación.






Amador gastó el dinero en un taxi. La ocasión lo merecía. Llevaba puesto el único traje que poseía; algo raído; hacía juego con él. Cuando llegaron a la Delegación le pidió al taxista que lo dejara en la parte de atrás. Allí estaba la puerta de servicio. Contrastaba con la luminosidad y la pompa de la fachada. Se acercó lentamente a la puerta de la cocina. Allí lo esperaba Daniel, el hijo de Jacinto.


-Buenas noches, Amador.


-Buenas, Daniel.


-Que elegante va usted.


-No hay que desentonar. Dentro todos van de etiqueta.


-Mi padre me lo ha explicado por teléfono. Ya sabe que por usted hacemos lo que convenga.


-Pues venga, déjame entrar que tengo ganas de ver la cara de ese tipo.


Daniel acompañó a Amador a través de los pasillos. Iba saludando a los guardas de seguridad con total naturalidad. Daniel era el jefe y encargado de la seguridad del homenaje. Llegaron a la sala donde se tenía que celebrar el acto. Todavía no había mucho público. La mayoría eran personas de avanzada edad y las luminosas arañas que pendían del techo remarcaban aquellos vetustos perfiles. Daniel señaló una silla en la que misteriosamente había aparecido una etiqueta con el nombre de Amador. El anciano se dirigió hacia ella. Cuando estuvo a punto de sentarse se giró hacia Daniel, que todavía lo observaba. Hizo un ademán de despedida y sentó. Al poco tiempo estuvo rodeado de todas aquellas personas que acudieron al homenaje de Arsenio.


Una señora sexagenaria de forma redondeada, con el pelo cubierto de laca y recogido en un moño se sentó a su izquierda. El maquillaje era exagerado. El rojo de los labios era muy intenso y el que decoraba sus gastados ojos le daban un parecido a una actriz de circo. Incluso su voz era esperpéntica. Mezclaba la risa constantemente en la conversación. Amador asentía, aunque lo único que captó era el único interés de la señora por el cóctel ofrecido tras el discurso del homenajeado.


-A ver si ponen croquetas, humm.


-Sí, señora.


A su derecha se sentó un hombre con uniforme. Estaba en esa edad que ya roza el retiro. Amador agudizó la vista y le pareció que los hombres que estaban sentados al lado de su vecino de butaca era una repetición del mismo. En la parte más cercana al púlpito se podía apreciar gente con más clase. Un mar de smokings inundaba esa parte de la sala.


Amador notaba que le sudaba la espalda. Miró la hora. Para eso tuvo que acercarse el reloj a los ojos. No podía creer que estuviera allí. Que por fin viera a Arsenio. Mientras que el resto de la concurrencia era una amalgama de saludos, él permanecía quieto, con la mirada fija en el atril. Recibió un par de codazos involuntarios de la señora, pero ni se inmutó.






En una habitación elegantemente acomodada esperaba Arsenio para realizar su discurso de gratificación por el reconocimiento a su carrera. Le acompañaba Rosa. En la habitación había varias personas a las que no conocía. Pero todas lo abrumaban. Un camarero servía copas de champán en una bandeja. Rosa se procuró un par y le alcanzó una a su abuelo.


-No debería beber, Rosita. Luego se me trabará la lengua.


Bromeaba, pero la sensación de angustia que tenía incrustada seguía haciendo mella en el interior de su alma.


Rosa se separó un momento de él. La siguió receloso con la vista. Observó que saludaba a un joven capitán. Era un muchacho muy apuesto y decorado con un señorial bigote. Arsenio no necesitó devanarse el cerebro para descubrir que su nieta tenía un pretendiente. Cuando vio que se acercaban se puso nervioso a causa de unos infantiles celos que florecieron de los más remoto de su sensibilidad. Arsenio deseó empuñar el arma y descerrajar un disparo en el rostro del joven. Este pensamiento se desvaneció cuando Rosa lo cogió suavemente por el antebrazo y muy feliz le presentó a Rigoberto.


-Encantado de conocerle, mi general. Me llena de orgullo y de satisfacción.


-Descanse, descanse, capitán.-Rigoberto permaneció cuadrado hasta que Arsenio le dio la orden. Una profunda vergüenza invadió a Arsenio por haber pensado en matar al hombre que estaba llamado a hacer feliz a su nieta.


-¿Verdad que es guapo, abuelo?


-Te felicito, Rosita.


Rigoberto en aquel instante se ruborizó y al ver que Rosa y Arsenio reían, él los imitó.


-Cuida bien de mi nieta, muchacho.


-No se preocupe, señor. Así lo haré.






Llegó la hora y Rosa acompañó a Arsenio frente al atril cogido del brazo. Sonaron unos débiles aplausos para no romper la presuntuosidad del acto. Cuando Arsenio estuvo instalado, Rosa abandonó el escenario y se reunió con Rigoberto. Estaba entusiasmada y agarró con propiedad el brazo de su prometido. Sus ojos, en cambio, eran sólo para su abuelo.


Cuando los fotógrafos terminaron su trabajo Arsenio todavía parpadeaba. Sus anciana vista no estaba acostumbrada a las interminables ráfagas de los flases. Aunque medio ciego seguía manteniendo una prefabricada sonrisa en su ajado rostro. Instintivamente movía la cabeza saludando a los asistentes como si en realidad pudiera verlos.


Un funcionario de la Delegación instó a los fotógrafos a que finalizasen su trabajo haciendo aspavientos con los brazos, igual que el granjero guía a los pavos hacia el corral. Arsenio observaba desde su posición privilegiada la efectividad del funcionario en su tarea. Alzó la vista y vio una cámara de televisión en un pequeño balcón interior registrando la noticia para los informativos.


Quiso hablar. No podía. La congoja dominaba su espíritu. Miró hacia al lado donde estaba su nieta. Ésta le sonreía radiante y le instaba a que comenzase. Arsenio tocó el papel de los apuntes del discurso apoyado en el atril. No le hacía falta. No era el primer homenaje ni tampoco el primer discurso. Aún así la amargura lo tenía bloqueado.


La mayoría de los asistentes miraban con ternura al viejo general; era tanto el aprecio que le tenían que no les preocupaba la demora del discurso. Entonces Arsenio balbuceó unas palabras. Causaron tal efecto que despertó la atención de todos. En ese momento nadie pensaba en croquetas y cóctel y el silencio inundó la sala.


-¡Acaba ya con esta patraña, traidor!


En el centro de la sala estaba en pie Amador. Permanecía inmóvil señalando a Arsenio. Aquella frase sonó con tanta fuerza en mitad del silencio que nadie entendió que había pasado. Arsenio desde su posición miró con desprecio a Amador. Sacó el arma de la cartuchera. Todo el mundo corrió a protegerse. Entre las butacas Amador continuaba señalando al general, impasible. Entonces Arsenio levantó el arma, apoyó el cañón en su sien y se disparó. Cayó desplomado.


Rosa abrazó el cadáver de su abuelo presa de un ataque de histeria. Rigoberto saltó como un poseso por entre las butacas a apresar a Amador. Dentro de la confusión y el caos que se generó en la sala el anciano permanecía tranquilo, como el que se quita una pesada losa arrastrada la mayor parte de la vida. Rigoberto estuvo a punto de abalanzarse sobre él, pero Daniel intervino de una manera sobria y autoritaria.


-No se preocupe, capitán. Soy el responsable de seguridad y de éste me encargo yo.


Al cabo de una hora Amador llegó caminando a su casa. Se sentó en el sofá y se quedó dormido.






***






60 años antes…






Los tres jóvenes entraron al piso franco. Lo tenían todo planeado. Sólo una pequeña probabilidad podría arruinar el atentado contra el dictador. Y eso fue lo que sucedió. La policía los detuvo. Amador, Jacinto y Arsenio entraron juntos en prisión. Al cabo de una hora Arsenio desapareció y pasaron muchos años hasta que sus dos compañeros supieran algo de él.






FIN







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