EL GENIO DE LA OLLA EXPRÉS

A Josefina cada vez le costaba más subir las estrechas escaleras. Apenas cabía entre la baranda y la pared y el recorrido se hacía más penoso cuando volvía del mercado con el carro de la compra cargado en una mano y la bolsa del pan en la otra. Paso a paso iba subiendo con aquellas pantorrillas purpúreas por las eternas varices. Vestía con una blusa y una falda hasta las rodillas. Siempre de riguroso luto. Su apartamento estaba en la cuarta planta y una bombilla amarillenta iluminaba su pelo canoso cada vez que alcanzaba un nuevo rellano. El paso del tiempo había mermado su antaño precioso cuerpo. Después de parir a sus cinco hijos las caderas se expandieron y unos kilos no deseados se añadieron creando así la forma redonda con la que tuvo que convivir hasta el final de su vida.
Cuando llegó a casa dejó el carro y el pan en la cocina. Encendió la radio. Emitían canciones de otra época. Para ella era fácil dejarse caer en el recuerdo olvidando el presente. Anduvo preparando la poca ropa que tenía que lavar y recogió la que tenía planchada. Luego entro en la cocina y peló una patata y limpió unas judías. Cuando tuvo los ingredientes preparados sacó la olla exprés del armario. Añadió la cantidad de agua necesaria. Tan sólo tenía que encender el fuego cuando sonó el teléfono. Apagó la cerilla que sostenía con los dedos y se dirigió al pasillo. Descolgó y las ilusiones de recibir una llamada de alguien conocido se desvanecieron al escuchar a un comercial que quería venderle los mejores alimentos congelados del mercado. El comercial acabó la empalagosa exposición con una frase que la dejó perpleja: “Y recuerde que nuestros productos congelados son frescos como una rosa, señora”. Colgó y volvió a la cocina. Encendió el fuego y la olla empezó a concentrar el vapor para cocer la patata y las judías.
Josefina ojeaba una revista en la salita cuando le sorprendió el estallido del vapor. Se levantó para reducir la fuerza del fuego. Al entrar en la cocina se asombró al ver el extraño color azulino del vapor y de lo condensado que salía de la olla. Corrió a abrir la ventana que daba al patio interior. Pero al salir de la cocina la ventana se cerró bruscamente. Josefina no comprendía lo que estaba pasando. En la cocina cada vez había más vapor. Intentó salir de casa, pero Josefina no pudo abrir la puerta. De repente una voz irrumpió desde la cocina: “No se preocupe señora. Tan solo es por discreción.”
Josefina se acercó con sigilo a la cocina. Asomó la cabeza vacilante.
-¡Acérquese, señora, acérquese!-
Del espeso vapor sólo quedaba una ligera neblina y un espeso fluido azul impregnaba toda la cocina. De los armarios goteaba a los azulejos blancos. Josefina vio aquello y casi se desmayó. Tardaría un día, por lo menos, en limpiarlo todo. Se dio la vuelta. Se dirigió al cuarto de baño, dónde guardaba los enseres de limpieza. Caminaba cabizbaja. Al encontrarse con una tarea fatigosa se convertía en un muñeco mecánico. De nada servía lamentarse.
-Pero… Oiga, señora, ¿Adónde va?
Aquella voz la sacó de su enfrascamiento. Volvió sobre sus pasos, pero esta vez entró sin reparos en el interior de la cocina.
Incrédula observó a aquel ser extraño. Estaba sentado en el mármol con las piernas cruzadas y saludando con una mano.
-Hola.
Tenía el tamaño de un bebé. Su piel fina, carente de vello, mostraba un tono azul turquesa. Su cara no poseía ningún rasgo humano. Sus párpados rasgados dejaban entrever matices ocres y verdosos en los ojos. Los orificios de sus fosas nasales eran desproporcionados con el tamaño de la nariz achatada. Su boca también era enorme y unos colmillos cariados asomaban apuntando hacia arriba en la mandíbula inferior. Tres prominentes arrugas marcaban la frente y una pelusa cerdosa coronaba su redonda mollera. Josefina pensó que ya lo había visto todo en esta vida.
-Déjeme que me presente, señora. Me llamo Bogar, también conocido como el genio de la olla exprés. Sí señora, igualito que el genio de la lámpara de Aladino. Aunque cuentan por ahí que eso fue un rumor porque no está claro si Aladino existió.
Josefina escuchaba con atención al genio. Hacía tiempo que nadie conversaba con ella en casa.
-Sepa usted, señora que como genio le puedo ofrecer tres deseos. Sí, como en los cuentos. Pero tiene que entender que los deseos que yo le ofrezco sólo tienen un día de duración. Y no me pida que le limpie la cocina porque eso me llevaría por lo menos dos.
Josefina se apartó de la puerta. Se había apoyado sin querer y la blusa se impregnó de baba azul. Intentó sacudirla con la mano, pero se le quedó enganchada. Mientras se dirigía al lavabo le dijo al genio:
-Bien, déjame que lo piense.
Después de lavarse se sentó en su butaca y estiró las piernas. El genio apareció a su lado.
-Recuerde, señora, que no tengo todo el día.-Josefina se giró y lo miró. Al ver el rastro viscoso de sus pisadas le dijo:
-Oye majo, vete a la cocina y no te muevas que me lo vas a ensuciar todo.
El genio volvió sobre sus pasos y Josefina fue a buscar la fregona y unos trapos.
Josefina entró en la cocina y encontró al genio sentado en el mármol. Sus pies amorfos, antes desnudos, ahora estaban enfundados en unos calzos de tela con suela antideslizante. Josefina lo miró.
-Primer deseo concedido, señora.
-¿Cómo?
-Me ha dicho que vuelva a la cocina y que no ensucie nada más.
-Hombre, pero tampoco lo estaba deseando.
-Ya, ya. Pero soy un genio. No entiendo el sentido coloquial de las palabras. Sólo atiendo a la voluntad de la persona agraciada con los deseos. Es así de simple, señora. Ahora mismo le quedan dos. Piense antes de decidir el próximo y cuidado con lo que me dice, que ya veo que es usted muy espontánea.
-La verdad es que no me he enterado de nada. Voy a limpiar un poco esto y mientras pensaré. No tengo ni idea de lo que quiero. A mi edad…
-De acuerdo, señora. Usted vaya haciendo. Yo continuaré aquí sentado, pero recuerde que sólo tiene de plazo hasta esta noche.
Josefina asintió en silencio y empezó a retirar la baba azul empezando por el fondo de la cocina. En el otro extremo la nevera zumbaba rabiosa. Cada hora resonaba un ronroneo inaguantable causado por el movimiento vibratorio del motor aunque sólo duraba unos minutos. Josefina se acercó hacia ella. Cuando estuvo en frente apoyó una mano en la puerta y con la otra le dio un golpe. El ruido cesó. El genio, que la observaba, sonrió al ver el gesto que hizo Josefina. A través de la comisura de los labios enseñó una fila de diminutos dientes afilados.
-¿Siempre la hace callar así?
-Sí, si estoy en la cocina.
-¿Y por la noche también hace este ruido?
-Sí
-¿Y qué hace?, ¿se levanta a darle el estacazo?
-No, cierro la puerta antes de acostarme.
-Muy práctico, señora.
Josefina tarareaba la canción que sonaba por la radio, que a pesar de todo no había dejado de sonar, mientras metía en una bolsa de plástico un puñado de emplasto azul. Campanera, trinaba el pequeño ruiseñor. Al terminar la canción sonaron las señales horarias. Eran las dos. Josefina dejó caer la bolsa al suelo. El genio la observaba; no había dejado de hacerlo. Josefina se lanzó hacia la nevera y abrió la puerta.
-Pués… no sé qué vamos a comer.
-No se preocupe por mí, señora. No me toca comer hasta que pasen unos doscientos cincuenta años.
-Madre mía.- Josefina busco entre los pocos alimentos que poblaban la nevera.-Lo único que tengo se ha de cocinar y mira como está todo.- Se quedó mirando fijamente al genio y de repente sus ojos se iluminaron.
-¿Por qué me mira así, señora? No habrá pensado en comerme.
-No, hombre, no. Además no creo que tengas buen sabor. Sólo hay que verte.
-Pues dígame que significa esa mirada.-Dijo el genio molesto.
-Estaba pensando que quizás puedas otorgarme un deseo.
-Para eso estamos, señora.
Josefina se apoyó con las dos manos en el palo de la escoba.
-Me acuerdo de aquella vez que hice un viaje con mi Manolo a Cáceres. Por el camino nos paramos a comer en una venta de la carretera. Me acuerdo que era la carretera porque el coche se recalentó y tuvimos que pararnos. Imagínate si hace años de esto que todavía no había nacido ninguno de mis hijos.
-Mucho ha llovido, señora, mucho.
-Sólo bajar del coche recuerdo que aquel olor a comida nos abrió el estómago. Olía a gloria. Entramos y nos sentamos en una mesa. No recuerdo exactamente lo que pidió mi Manolo, hace muchos años ya. Pero nunca olvidaré lo que pedí yo.
Josefina volvió a mirar fijamente al genio. En sus ojos nació un brillo que hacía mucho tiempo se había apagado. El genio se asustó al ver aquella mirada tan viva. Tanto que reculó un poco sobre el mármol.
-¿Qué…qué pidió, señora?
-Algo que sólo comí en aquella ocasión y que he pasado toda mi vida esperando repetir.
-Sería algo exquisito para causar tanto entusiasmo.
-Imagínate. Tanto que te lo voy a pedir.
-Adelante, señora. No se corte.
-Deseo comerme un plato de criadillas de cordero, cortadas en medallones finos y rebozados. Que estén bien doraditos y crujientes. Adornados con un poco de perejil picado y con unas bolitas de patata rellenas de arándanos y me lo sirves en la salita acompañado de una buena botella de vino tinto.
El genio, que por instinto se tapó con una mano sus genitales desnudos, levantó el brazo derecho hasta ponerlo en posición vertical. Entonces movió el brazo dibujando círculos en el aire. Cerró los ojos y susurró unas palabras. El trance duró un par de minutos. En el momento que acabó se dirigió a Josefina.
-La comida está servida, señora.
Cuando Josefina entró en la salita pudo oler el aroma que desprendían las criadillas de cordero. El genio permanecía de pie a su lado. Josefina lo miró y con lágrimas en los ojos le agradeció haber hecho realidad su voluntad. El genio la instó a que se sentase.
-Ande, señora, coma no sea que se enfríe. Y no se preocupe; tengo preparado el café para cuando termine.
Josefina asintió mientras saboreaba las criadillas. La salita perdía la poca la luz del sol que entraba por la estrecha puerta del diminuto balcón.
Después del apetitoso banquete Josefina se quedó adormilada en la butaca mientras escuchaba la radionovela. Se introdujo en aquel terreno entre el sueño y la vigilia y por un momento retrocedió varias décadas de su vida. Tiempos antiguos que disfrutaba con su marido y que se fueron llenando con la aparición de los hijos. Habían pasado años desde la última vez que fue al cine o al baile. Sus hijos eran todo para ella. Josefina era demasiado humilde para quejarse de la falta que le hacía un poco de desahogo. Tampoco se había parado en pensar en ello. A partir de los quince años ya se hacía cargo de sus seis hermanos y el padre viudo. Durante su noviazgo también tuvo que cuidar a la familia de su Manolo, ya que los padres estaban enfermos y los hermanos eran demasiado menores y gandules para cuidarse ellos mismos. Luego llegaron un par de años de felicidad hasta que nació el primer hijo. El piso se iba llenando de críos. Les dieron la mejor educación posible y luego volaron cada uno a formar su nido. Los padres se quedaron solos. Ya no estaba el cuerpo para bailes y el cine que se hacía en aquel momento ya no les interesaba. Era más fácil pasar las horas delante de la televisión. En el caso de Manolo, en el bar. Y ese era el motivo de que las pensiones de los dos se esfumaran antes del día quince. Aún así Josefina lo quería con devoción. Aunque al atardecer llegara el hombre doblado por el peso del vino y la pusiera de vuelta y media. Los hijos como mucho aparecían por navidad, si tenían la ocasión. La última vez que se reunieron fue en el entierro de su padre. Anecdótico por la cantidad de maquillaje que tuvieron que utilizar los embalsamadores para disimular el color tinto de su cara. Josefina se sentía como un pollo agridulce; tenía el espíritu agrio por la perdida de su marido, pero por el contrario dulce al ver a todos sus hijos reunidos junto a ella dándole calor.
Aquellos hijos se habían olvidado de ella. Aún así los quería con fervor. Aunque no estuvieran allí ella los sentía. Era su madre y en su imaginación había sitio para todos.
La tarde había caído y la oscuridad se adueñó del interior de la salita. Josefina se levantó despacio de la butaca y apoyando una mano en el respaldo cojeó un poco. Sus extremidades se agarrotaron después de permanecer tanto tiempo estáticas. Soltó un bufido pesaroso y encendió la lámpara de pie que reinaba solitaria en un rincón. La luz que desprendía la envejecida pantalla amarillenta aún cosechaba más dudas para la vista con las sombras que proyectaba.
En aquel instante empezó a sonar por la radio “Corazón loco” interpretada por Bambino. Josefina seguía el ritmo con la mano alzando el dedo índice. La otra la mantenía apoyada en la cadera. El genio que de música ni fu ni fa la miraba y sonreía ante aquel extravagante baile. Cuando terminó la canción la aplaudió y una ristra interminable de cuñas publicitarias la siguieron. Josefina bajó el volumen del aparato.
-Son los anuncios de las siete. Duran hasta las ocho.-Le aclaró al genio.
-Me parece muy bien, señora. Escúchelos, igual se le ocurre algo para el tercer deseo. No pasó mucho tiempo cuando Josefina volvió a clavar en el genio aquella mirada vivaz sin pestañear.
-¿Tercer deseo, señora?
-Exactamente, majete.
-Usted dirá.
-He pensado que lo que más deseo ahora mismo es…
-Píenselo bien, señora, que luego vienen los malentendidos.
-Es reunir a mis cinco hijos.
-¿Dónde?
-Pues aquí, conmigo.
-Eso no va a poder ser, señora.
-¿Cómo?
-Es imposible que salga a buscarlos y los traiga a todos antes de medianoche.
-Pero antes has hecho aparecer las criadillas.
-Sí, pero con humanos es diferente. Tendría que ir a buscarlos personalmente y traerlos. Puedo hacer realidad cualquier deseo material porque mi magia lo transporta hasta aquí, pero con los humanos no funciona.
-Pues vaya.-Josefina estaba decepcionada. Por un momento pensó que acabaría el día reunida con su familia.
-Aunque… hay una manera.-dejó entrever el genio.
-¿Qué manera?-preguntó Josefina
-Usted se quiere reunir con sus hijos, ¿no? Pues venga.
Y el genio levantó el brazo y empezó a hacer el movimiento circular invocando el tercer deseo.

*************

El fuerte olor a gas hizo que Ramona llamara a los bomberos. Cuando éstos llegaron les señaló la puerta de Josefina.
-Gracias, señora. Ahora baje a la calle.
En la calle había un camión de bomberos, dos ambulancias, un coche patrulla y un centenar de curiosos que se colgaban de la cinta que marcaba el perímetro de seguridad.
Un bombero derribó la puerta con un ariete. Al entrar vieron tendido el cuerpo de Josefina en el pasillo junto al teléfono. Otro bombero se introdujo presuroso en la cocina y cerró el gas. Los servicios de emergencia comprobaron que Josefina estaba muerta y la dejaron allí a la espera de la llegada del juez para el levantamiento del cadáver.
Cuando el piso ya estuvo bien ventilado entraron dos inspectores de policía.
-¿Crees que es un suicidio?
-No. Si te fijas aún lleva la cerilla apagada en la mano y está cerca del teléfono. Seguramente iba a poner esa olla exprés que hay en la cocina. Abrió el gas, encendió la cerilla y alguien la llamó.
-Pobre mujer, tan mayor y viendo sola. ¿Tiene algún hijo o familiar?
-La señora que dio la alarma dice que de vez en cuando venían a visitarla dos hijos.
-De vez en cuando. Que poca consideración con una madre.
-Estás muy sentimental últimamente.
-Es que estos casos me sacan de quicio.

Pablo le enseñó a Juan la página del periódico dónde salía la noticia de la muerte de su madre. “Otra muerte dulce de una anciana”. Luego la fueron leyendo el resto de los hermanos. El tanatorio cerraba a las diez y cada uno iba poniendo excusas para largarse de allí. Lo que no sabían es que al posar todos juntos al lado del féretro habían hecho realidad el deseo de su madre.


FIN
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