EL PASEO DE PACO

Rodaba por la cama. Hacía un par de horas que no podía conciliar el sueño. El recuerdo de los últimos actos de la noche le bombardeaban. Consiguió avistar la hora en el despertador a pesar del fuerte dolor de cabeza que le producía abrir los ojos. La luz natural de la calle se colaba por los diminutos agujeros de una persiana mal ajustada. Antes de acostarse preparó una botella de agua cerca de la cama para el doloroso despertar. Tenía la garganta reseca; las encías a punto de sangrar. La lengua se resquebrajaba al moverse. Como pudo estiró el brazo y alcanzó la botella de agua. El trago le calmó el padecer de la boca y la garganta, pero cayó como un obús en el estómago. Entre mareos y nauseas decidió levantarse. Los pantalones y la camisa que llevaba la noche anterior estaban arrebujados en el suelo. Eran las tres de la tarde. La habitación estaba sumida en una insana penumbra. El mal estado en el que se encontraba no influyó para que tuviese una erección. Encendió la luz del lavabo y se sentó sobre la taza para orinar. Le costó trabajo ya que su pene continuaba erecto. En un par de minutos consiguió orinar. Entre penumbras se dirigió a la ventana y estiró con determinación de la correa que izaba la ventana. Cuando entró el torrente de luz tuvo que cerrar los ojos con fuerza para no sufrir una ceguera temporal. El aspecto de la habitación era horrible. El único mobiliario lo componía la cama, una mesita con un flexo llena de botellas de güisqui a medias y un armario dónde guardar la ropa y que estaba repleto de diversa revistas y publicaciones alternativas. Miró el reloj y se dio cuenta que una vez más no había abandonado la habitación antes de las doce, con lo cual debía un día más de alquiler.
La casera era una mujer que rondaba la tercera edad. Muy amable. Parecía hacerse cargo de los problemas que acarreaban sus inquilinos ya que era permisiva con los retrasos en los pagos del alquiler. Avelina heredó la pensión de sus padres y la regentó con su marido hasta que a éste se lo llevó una cirrosis. Los inquilinos eran personas anónimas y más bien perdedores que la sociedad iba desplazando poco a poco hacia la marginalidad. Situada en una zona deprimida de la ciudad albergaba un foco de esperanza para los pobres diablos que se podían refugiar en ella.
Protegido tras sus gafas de sol avanzaba por la avenida. Bajo el brazo portaba el sobre que contenía su último relato. Cuando llegó enfrente del buzón de forma fálica lo introdujo por la abertura. Cada semana el mismo ritual. Cada semana ninguna respuesta. Siguió paseando en dirección a la taberna de Horacio. A esas horas la avenida estaba vacía. Algún coche circulaba de manera esporádica. Hacía calor y la humedad era insoportable. De vez en cuando una leve brisa transportaba el olor del agua estancada del puerto. Depende de donde soplara el aire la peste variaba. Si era del norte el tufo se desplazaba arroyando todo el ambiente procedente de la fábrica de conservas de pescado. Si soplaba del sur infestaba la ciudad con su aroma pernicioso a sentina desde el puerto. La ciudad era insoportable, pero cada año crecía en población.
Paco seguía bajando por la avenida buscando el preciado trago que le recompusiera el cuerpo. En el bolsillo sólo llevaba unas monedas. Las suficientes para arrancar el día. Cundo llegó la taberna estaba vacía. Horacio estaba leyendo el periódico. Paco pidió y dejó las monedas sobre la barra. Horacio dejó el vaso de güisqui y recogió las monedas que se quedaron enganchadas en la barra mugrienta. Entonces las contó y se dio cuenta de que faltaba dinero. Cuando levantó la cabeza el vaso estaba vacío y Paco ya salía por la puerta.
Ahora el paseo por la desierta avenida ya era más reconfortante. El güisqui ya corría por sus venas y tenía el corazón contento. Entonces vio a lo lejos una mujer. Las mujeres que merodeaban solas a aquellas horas de la tarde por la avenida solían dedicarse a una sola cosa: el oficio más antiguo del mundo. Paco conocía a muchas de ellas. Afiló la vista par ver si la reconocía. No la pudo identificar. Cuando llevaban la ropa de trabajo era imposible reconocerlas. Vio que sacaba algo reluciente del bolsillo de la rebeca. Era una pistola. La quería introducir en el bolso para que no le ocupara tanto sitio. Paco la observaba sin ser visto desde la sombra de una marquesina al otro lado de la calle. La mujer llegó a un portal y salió un hombre que portaba un puñal en la mano. Era corriente ver a sicarios trabajando a cualquier hora en aquella parte de la ciudad. Pero el hombre al ver a la mujer con la pistola en la mano se asustó y le asestó una puñalada mortal en el corazón. La mujer aún tuvo fuerzas para realizar un disparo certero que tumbó al hombre. Paco seguía escondido y vio toda la escena. El incidente parecía que había ocurrido sólo para él porque nadie salió a la calle ni se acercó. Entonces cruzó la calle. Observó a la pareja. La mujer le lanzó una última mirada antes de morir. El hombre había quedado frito al recibir el balazo. Como vio que nadie aparecía se le ocurrió coger la pistola, el puñal y el dinero que llevaban en sus carteras. Paco recordó una situación parecida que había escuchado en una canción. Desapareció por la avenida y sin cantar se dijo: la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.

LOS ANIMALES

El león se paseaba por el jardín. A unos pocos metros tras unos setos jugaba la pequeña de la casa. Los restos de la criada estaban esparcidos alrededor de la fuente. El jardinero se encerró en la casa y telefoneó desesperado a la policía.
El sol reinaba majestuoso en lo alto de la cúpula celestial y una suave brisa anunciaba la inminente llegada del verano. En la ciudad todo el mundo estaba asustado por el atentado sufrido en el zoológico y que había dejado en libertad a las fieras salvajes. El último boletín informativo detallaba un número bastante elevado de víctimas mortales. Tres leones, quince leonas, cuatro tigres, seis tigresas y ocho panteras eran los animales más peligrosos que andaban sueltos. Los elefantes, cinco en total, también crearon estragos en las vías de circulación, provocando centenas de accidentes automovilísticos. También campaban a sus anchas una gran variedad de serpientes venenosas y animales inofensivos, como gacelas, avestruces y koalas.
Un equipo especial de la policía se preparó para la captura de todos los animales. Se cercó la ciudad y a la población se le ordenó permanecer en sus casas hasta nuevo aviso. Unos de los animales que más fácil resultaron de capturar fueron los seis hipopótamos, ya que corrían desorientados por la gran avenida en busca de algún charco donde refrescar sus acaloradas patas. Así que les montaron una rampa que desembocaba en una gran piscina portátil. Allí se quedaron quietos con sus panzas remojadas. Pero aunque la proporción de animales salvajes por habitantes era muy baja, el peligro era constante. Localizaron el grupo de las panteras en el gran parque de la ciudad, escondido entre los frondosos árboles. El gran problema eran los tigres ya que al encontrarse en libertad habían recuperado el instinto adormecido y el grupo se había dispersado.
El cerco se montaba a raíz de las noticias de las apariciones de cadáveres descuartizados. Las fieras al probar la carne humana se habían vuelto el doble de feroces.
Nadie reivindicó el atentado, pero todo el mundo suponía que había sido obra del Grupo de Salvación Animal. La policía sabía que la situación estaba descontrolada. Eran decenas de muertos los provocados por los animales. Se pensó en recurrir a los circos en busca de los domadores, pero todos se negaban ya que aquellos animales ahora eran salvajes. En todas las azoteas cercanas a los parques habían apostados francotiradores. Muchas de las víctimas de las fieras tenían un balazo en la cabeza. Algunas lo recibieron para que no sufrieran el desgarro entre las fauces; otras no. La ciudad era un caos. Reinaba la ley de la selva.
Sentado en el sofá, Mutombo, observaba las noticias. Recordó las incursiones de los tigres en su aldea, allá en África, y le invadió la melancolía. De una de las paredes del comedor colgaban una lanza y un escudo, enseñas de su familia. En el fondo del armario aún guardaba la piel de leopardo con la que se vestía a los guerreros de su pueblo. Mutombo pertenecía al clan de los cazadores, pero la crisis en la región le hizo emigrar a Europa para conseguir el sustento de los suyos. Pronto se dio cuenta que una vaca flaca a causa de la sequía disfrutaba de más respeto que él en cualquier metro cuadrado de Europa. Pero su espíritu guerrero no le dejaba desfallecer y consiguió tirar hacía adelante. Al cabo de unos años se ganó el respeto de sus vecinos de color blanco y fundó una asociación cultural que recogía diversas costumbres y danzas africanas gozando de mucho éxito.
Sonó el teléfono y Mutombo se levantó. Tuvo una conversación con Bamba, un antiguo amigo que en su día fue enemigo porque pertenecía a la aldea de al lado. Por culpa de la escasez de caza y agua las aldeas cercanas siempre eran enemigas. Bamba pertenecía al grupo de danza guerrera de la asociación cultural. Como otros tantos que se comunicaron entre sí la noticia de que había leones y tigres sueltos por la ciudad.
Al conocerse la noticia las calles quedaron desiertas. La gente permanecía encerrada en casa a la espera de noticias esperanzadoras. Pero la situación era muy grave. Muchos cazadores que solían ir detrás de conejos y perdices se envalentonaron. Hicieron grupos e intentaron perseguir a las fieras. La mayoría de ellos fueron devorados antes de realizar un disparo.
La medida de cercar a los animales salvajes fue tomada por el concejal de seguridad ciudadana. Consistía en introducir en jaulas, para estar protegidos, a policías armados. Pero se daba la circunstancia de que los animales no se acercaban y paseaban libres por cualquier rincón de la ciudad. En una ocasión una leona se aproximó a una jaula en la que había dos policías. Se acercó tanto que incluso introdujo el morro por entre los barrotes. Los agentes pudieron sentir su aliento. Por el auricular que llevaban instalado en la oreja recibieron la orden de disparar, pero el pánico se apoderó de ellos y mientras estaban abrazados sollozando se orinaron encima.
Iban pasando las horas y las calles estaban desiertas. Nadie se atrevía a salir. El número de victimas disparó el temor entre los habitantes de la ciudad. Los reporteros que emitían en directo la noticia también estaban enjaulados. Las únicas imágenes disponibles de las calles eran las tomadas desde el aire en helicóptero. Aún no habían emitido ninguna de los animales salvajes. Pero la gente seguía pegada al televisor a la espera de verlos. Se sentían amenazados y necesitaban tener una imagen del gran peligro que les acechaba.
Mutombo estaba sentado en el sofá viendo la televisión cuando llamaron a la puerta. Eran Bamba y Samu, el mejor amigo de Bamba. Mutombo les dio la más cordial bienvenida y entrelazaron sus manos. Todos sonreían. Bamba y Samu portaban una gran bolsa de deporte cada uno. Las dejaron caer en el suelo y Mutombo les invitó a sentarse mientras les preparaba unas cervezas y algo para picar. Bamba y Samu provenían de la misma aldea y cuando conversaban los dos solos utilizaban su dialecto. Cuando entró Mutombo con el aperitivo todos volvieron a sonreír. Mutombo señaló la lanza y el escudo que había colgados en la pared y les dijo: “Nos vamos a divertir”.
Primero Bamba y después Samu abrieron las grandes bolsas de deporte. En el interior había armas de caza; una lanza corta, un escudo y un traje confeccionado con piel de pantera negra. Al contrario que la aldea de Mutombo, que usaban lanzas largas, los de la aldea de Bamba y Samu las utilizaban cortas, siendo virtuosos en su manejo. Tanto que un guerrero bien instruido podía derribar a un elefante. Los tres africanos apuraron sus cervezas y se vistieron con las pieles. Cada uno cogió su lanza y su escudo y se lanzaron a la calle a cazar leones y demás fieras que se les pusieran por delante.
En poco tiempo la policía tuvo que enfrentarse a dos problemas: los animales y los saqueadores que proliferaban por la ciudad ya que todo el mundo estaba refugiado en el interior de las casas, garajes, sótanos y otros escondites, a priori, inalcanzables y que garantizaban su seguridad. El cerco se fue ensanchando. Cada vez aparecían nuevos cadáveres devorados. El viento mecía las bolsas de plástico vacías por las desoladas calles. Nadie había reivindicado el atentado, pero los sospechosos que encontraron en el centro de acogida de animales abandonados fueron detenidos. Eran cinco hombres y seis mujeres. Los agentes que los detuvieron no entendían de donde venía la orden, pues el aspecto de los trabajadores del centro e, incluso, su educación no cuadraban con el perfil del tipo que pone una bomba. Eran los sospechosos o, al menos, podían saber algo. Toda la investigación iba a palos de ciego.
Los representantes de la ciudad y todas las instituciones que regían su destino se reunieron en una especie de bunker acorazado. Lo curioso es que disponían de terraza y como hacía buen tiempo discutían las cuestiones de la crisis al aire libre. El semblante de los reunidos se ensombreció al ver en cielo siete buitres negros volando en círculo. También pertenecían al zoológico. El debate ya estaba finiquitado, pero seguían reunidos. Tampoco tenían a dónde ir. La televisión presidía el centro de atención, ya que un canal de noticias emitía en directo, las veinticuatro horas desde un helicóptero. Era difícil tomar un plano de un león o un tigre así que mostraban los restos humanos a su paso. Una de las imágenes más divertidas que emitieron fue el baño torpe de los hipopótamos en la piscina prefabricada. Los francotiradores aún no habían abatido a ningún animal, cosas que preocupaba, pero no era de extrañar ya que su oficio se trataba de cazar a otro tipo de presa. Los parques eran el sitio más peligroso de la ciudad. En sus estanques se habían instalado los diez cocodrilos y de sus árboles pendían una gran variedad de serpientes venenosas. Un alcohólico sin techo que estaba dormido en un banco, cerca de mediodía, fue devorado por una anaconda. La ciudad se transformó en un peligro animal para el hombre que tan seguro habitaba en ella. La huída de los animales del zoológico trajo el caos y el miedo.
El león se paseaba por el jardín. A unos pocos metros tras unos setos jugaba la pequeña de la casa. Los restos de la criada estaban esparcidos alrededor de la fuente. El león avanzaba con las fauces ensangrentadas. La niña había preparado en un parterre un bonito jardín con flores de colores. Canturreaba una canción que le habían enseñado en el colegio: “Soy jardinero porque me gusta el verde, bonitas flores cultivo en el parterre”, ajena al peligro que le acechaba. El león la olfateo. Dicen que la música amansa a las fieras, pero se relamía ante tan tierno manjar. Antes de que saltase sobre la niña una lanza lo atravesó.
Mutombo con su cuchillo de caza comenzó a extraer el corazón. Lo sostuvo en la palma de su mano y lo elevó haciéndole una ofrenda al sol. Después lo devoró.
Al atardecer se reunieron en casa de Mutombo. Los africanos explicaban con pelos y señales todo los detalles de la caza. Samu se había cobrado tres tigres y dos leonas. Extendió las pieles de los tigres en el parque después de desollarlos para curtirlas. Bamba también tuvo un buen día, pero perdió la espada. Un león enorme escapó con ella clavada en el lomo. Estaba malherido y no le resultaría difícil seguirle el rastro a la mañana siguiente. Mutombo sacó de la nevera tres cervezas frescas y los tres brindaron por seguir triunfando con la caza.
Después de la charla Mutombo encendió el televisor. Estaban a punto de comenzar las noticias de la noche. Después de asearse se sentaron a escucharlas. La primera noticia estaba relacionada con la masacre que los animales salvajes estaban produciendo en la ciudad. Todos eran planos aéreos después de que un periodista con gran reputación como corresponsal de guerra fuera decapitado por una pantera negra. Emitieron imágenes de los tigres y leones cazados por los africanos, pero desde el aire no habían visto a los cazadores. Así que le atribuyeron el éxito a los francotiradores. Los tres africanos relajados en el sofá mientras tomaban cerveza decidieron que al día siguiente harían algo para que todo el mundo supiera que eran ellos los cazadores.
Las autoridades de la ciudad seguían sentados en torno a la mesa de las reuniones. Sólo se levantaban para ir al lavabo o para llamar por teléfono a sus familiares y amantes. Estaban en el tercer día de la crisis y el único resultado eran unas cuantas piezas muertas por los francotiradores y una pieles de tigre extendidas en el parque para las que nadie tenía una explicación. La televisión que emitía en directo en diversos canales desde los helicópteros era el único medio que los comunicaba con el exterior. De vez en cuando algún personaje influyente intervenía para que los helicópteros sobrevolaran las inmediaciones de su casa. Entonces llamaba a la familia y ésta se subía a la terraza o a una zona segura a saludar.
La noticia saltó cerca de las tres de la tarde. Mutombo, Bamba y Samu alinearon los animales muertos en el centro de la plaza del parque y empezaron a danzar alrededor de ellos. Cada uno de los africanos portaba un corazón en cada mano y al completar la vuelta asestaban un mordisco. Primero el de la mano izquierda, después el de la derecha. El helicóptero sobrevolaba encima de ellos. El primer plano de la danza del cazador llegaba con total nitidez a todos los hogares. Eran los últimos animales que quedaban. Ahora todo el mundo sabía quienes los habían matado. Las autoridades reunidas por fin pudieron respirar tranquilos. Las calles poco a poco fueron tomadas por una multitud cansada de estar encerrada en casa. Muchos se fueron a la plaza a festejarlo con los africanos. La gente estaba tan contenta que incluso se envalentonó y si veían alguna serpiente merodeando se atrevían a matarla en vez salir corriendo. El júbilo llegó a la ciudad gracias a los tres africanos.
Pasaron los días y después de las celebraciones y el nombramiento de Mutombo, Samu y Bamba como hijos predilectos de la ciudad, llegó la normalidad y la rutina.
En una taberna de los bajos fondos estaban reunidos dos de los francotiradores de los que al principio se les atribuyó el éxito. Francis y Víctor tomaban güisqui desde hacía un par de horas. Eran dos buenos profesionales y habían participado en diversas guerras. La bebida les calentaba el espíritu y cada vez razonaban cosas más ilógicas. No les sentó bien que todo el mérito fuera para los africanos y nadie mencionara la labor de ellos y sus compañeros. El más retorcido era Francis que consideraba haber salvado a una persona pegándole un tiro en la cabeza mientras llevaba la compra hacia casa. “Por si acaso le ataca un león…” , se justificaba. Víctor disfrutó más dejando que los animales atacaran a los transeúntes y pegándoles un balazo en el cráneo. “Para que no sufran…”
Desde que habían entronizado a los tres africanos vivían juntos en una casa a las afueras. Era un regalo que la ciudad les había hecho. Francis y Víctor se montaron en el coche. El dueño de la taberna salió tras ellos demandando el pago de las bebidas. Víctor se bajó del coche y le clavó un gran cuchillo de caza que lo desgarró por dentro. Luego se sentó al volante y condujo como pudo a causa del efecto del güisqui. En el asiento del acompañante Francis empuñaba una pistola. La noche ya había caído sobre el barrio residencial. Cuando llegaron frente a la casa de los africanos, Víctor apretó el acelerador y lo estampó contra la puerta haciéndola volar por los aires. Los tres africanos, que estaban tumbados en el sofá bebiendo cerveza y viendo la televisión, se sobresaltaron y salieron corriendo al exterior para ver qué pasaba. Francis y Víctor se bajaron del coche. Víctor miró a Mutombo, Bamba y Samu, mientras se estiraba la cintura de los pantalones. Los tres africanos miraban sorprendidos la extraña pareja desde el porche. Francis caminaba deprisa hacia ellos. Levantó la pistola. Sonaron tres tiros. A pesar de la borrachera que llevaba asestó un disparo certero en la frente de cada africano, quedando sus cuerpos desplomados y sin vida sobre el suelo del porche.
Francis y Víctor habían tumbado los cuerpos encima de la gran mesa de la cocina. Víctor desenfundó el gran cuchillo de caza y abrió en canal los tres cuerpos. Cuando llegó la policía los encontraron devorando los corazones de los africanos.

EL DÍA DE MARÍA

María le dijo a su padre que ya estaba harta y no aguantaba más. Cada semana acababa igual. El lunes era el único día que podía descansar ya que los servicios sociales le ofrecieron una persona. Mientras tanto debía reprimirse ante la enfermedad que había enajenado a su padre. Pero en momentos críticos le hablaba como si él pudiera comprender el significado de las palabras; enfado e insultos, por norma general.
Aquel día el padre la perseguía con un papel arrugado por todo el piso. Ella no hacía nada más que rechazarlo. Mientras intentaba telefonear al colmado para hacer la comanda semanal, el padre seguía refregándole el papel arrugado por el culo e intentaba besarle el cuello. María lo empujaba, pero como si de un amante fogoso se tratara no paraba de tocarla.
María era soltera. A sus cincuenta y dos años no había conocido a ningún hombre con el que compartir su vida. Siempre había vivido con sus padres. Trabajó solamente unos años como dependienta en la mercería de su tía. Era hija única. Tuvo que abandonar los estudios por una grave afección de hígado. Después tuvo que dejar de trabajar porque su madre cayó gravemente enferma. Una de las enfermedades más extrañas del mundo se la llevó. Acto seguido tuvo que ocuparse de su padre que cayó en una profunda depresión que derivó en la grave enfermedad mental que padecía.
María no tenía un solo momento para relajarse excepto los lunes. Una enfermera del sanatorio aparecía a las nueve de la mañana y desaparecía a las ocho. Ese era el día de fiesta de María. Aunque alguna vez se quedó plantada mientras esperaba, ya que algún lunes no aparecía nadie del sanatorio.
Los lunes salía de casa cinco minutos después de la llegada de la enfermera y se dirigía directamente a la cafetería de su amiga Rosa a desayunar. “La Manzana”, se llamaba el local, porque era el único en el que se podía tomar algo en condiciones en toda la manzana.
Después salía a pasear por la ciudad un rato. Le gustaba mirar los escaparates de las lujosas tiendas del centro. Telas finas y tallas imposibles vestían maniquíes cada vez más versátiles.
Le gustaba ir a comer a una hamburguesería de comida rápida. Era un capricho que cada vez le creaba más dependencia. Pero le gustaba embadurnar las patatas fritas con la salsa de tomate y la mostaza. Después, por la tarde, mientras le repetía el pepinillo, se paseaba por el centro comercial y controlaba la hora de regreso a casa. Cuando la enfermera del sanatorio se despedía, María volvía a caer en el calvario de cuidar al padre enfermo y demente.
Los martes era el día que acudía su tía Carmen, la hermana de su padre. Una mujer de avanzada edad, pero que poseía un gran vigor. Parecía que era la única persona a la que reconocía el padre de María, porque el hombre se sentaba en el sillón y escuchaba atento las anécdotas -lejanas, sobretodo muy lejanas- que le contaba su hermana. Estos momentos los aprovechaba María para poner una lavadora o avanzar cualquier faena doméstica. La tía Carmen hacía rato que se había marchado y el padre, por suerte, estaba dormido. María permanecía inmóvil disfrutando de ese momento de tranquilidad viendo la televisión. Como la veía poco no se daba cuenta de lo repetitivo y monótono que era ese medio. Se sorprendía al ver las noticias. Siempre eran las mismas que las de la primera edición. Los programas informativos se habían renovado y se transformaron en meros programas de entretenimiento. Lo malo de eso era que la sociedad en general estaba desinformada. Pero María no podía disfrutar a menudo de sentarse sin hacer nada delante del televisor; le daba igual el contenido.
El sol se colaba por los agujeros que unían las baldas de la persiana de la habitación de María, pero no fue la luz lo que la despertó. Su padre permanecía frente al armario de la habitación mirándose al espejo. Sus palabras, más bien balbuceos eran ininteligibles. María despertó sorprendida y se quedó como una estatua en la cama. El padre seguía hablando con el reflejo de su imagen. Bajó la cabeza y comenzó a llorar. María se levantó de la cama dispuesta a consolarlo. De repente el padre apoyó las manos en el espejo y volvió a observarse. María estaba a punto de rodearlo con sus brazos cariñosamente cuando el padre soltó un cabezazo que hizo trizas el espejo. La sangre empezó a brotar por los profundos cortes como la crecida de un río. El pijama del padre se empapó por completo de sangre. María también estaba manchada de sangre e intentaba controlar a su padre para que no se golpeara. Al mismo tiempo pensaba en lo que tenía que hacer. El hombre volvió a intentar golpearse de nuevo y María lo contuvo con todas sus fuerzas. La falta de sangre provocó el desmayo del padre. María lo dejó recostado en la cama. Las sábanas estaban anegadas del líquido pastoso de color rojo. Corrió por el pasillo en busca del teléfono que pendía de manera perpendicular en la pared.
Cuando se presento el personal sanitario se abalanzaron sobre el cuerpo del padre de María. Estaba en un estado que parecía dormido. Si no fuera porque tenía toda la cara cubierta de sangre y pedazos de espejo incrustados en el cráneo que brillaban al reflejar la luz de la lámpara. Unos minutos después llegó la policía. Una mujer que ostentaba el rango más alto hablaba con el coordinador del equipo médico. El padre ya estaba tumbado en la camilla dispuesto a ser trasladado al hospital. Después fue María la que salió del piso, detenida, rumbo al calabozo de la comisaría.
No pudo dormir en toda la noche. Los nervios no la dejaban ni llorar. Quiso llamar a su carcelera para ir al lavabo, pero se dio cuenta que se había hecho pis encima. Sabía que estaba allí por error, que cuando llegara el abogado todo se arreglaría. Las únicas palabras de la policía en su casa fueron para indicarle que juntara las manos para ponerle las esposas. Estaba claro que sospechaban que ella era la culpable de las heridas de su padre. Por suerte estaba sola en el calabozo. Se imaginaba que sería como en las películas americanas donde los calabozos están repletos de prostitutas horteras mascando chicle y fumando. Pero allí estaba sola, junto una enmohecida sábana apestosa. La única luz entraba del tubo de respiración que daba al exterior y de las rejas de la puerta, desde donde se podía observar un pequeño almacén desordenado repleto de cajas de archivos. De vez en cuando la carcelera echaba un vistazo al interior del calabozo. A María le quitaron el cinturón que llevaba en el pantalón tejano por eso cada vez que se levantaba se le caían. La luz que entraba por el tubo de respiración cada vez era más intensa. Se acercaba el mediodía y el abogado no había aparecido aún. Pasaron las horas y la luz fue disminuyendo. María no había comido ni bebido nada desde la cena de la noche anterior. Sin más remedio se tuvo que acostar en el camastro de hormigón. El frío le penetraba sus carnes y se instaló en sus huesos. No le quedó más remedio que cubrirse con la cochambrosa manta. A medio camino entre el duermevela y el sueño profundo pasó toda la noche María. Por la mañana se levantó del camastro de hormigón y experimentó un profundo dolor en la espalda entumecida. Se dirigió a la puerta y miró el cuartucho a través de los barrotes. Por casualidad su mirada se cruzó con la de la carcelera que había acudido a echar un vistazo a la rea. María sintió un inapreciable atisbo de humanidad en los ojos de aquella mujer. La carcelera desapareció.
El sol había alcanzado el punto álgido del mediodía. Por el tubo de respiración del calabozo penetraba una tenue luz azulina. La carcelera abrió la puerta y puso las esposas a María. La condujo a un despacho donde le esperaba el abogado. Un agente preparaba una arcaica máquina de escribir para tomar declaración. El abogado se dirigió cortés a María y le insinuó que hablaran flojito para evitar que el agente les oyera conversar. María miró al abogado y pensó que podría ser su hijo. Mientras, el hombre hablaba sobre lo delicado del caso y de lo difícil que iba a ser demostrar la inocencia de María.
El abogado le prometió un juicio justo. María fue condenada a tres años y medio de prisión. Al año y poco de condena nadie le comunicó el fallecimiento de su padre en el sanatorio. Su tía Carmen se negó a visitarla porque creyó en las pruebas que la policía y los servicios médicos presentaron y aún le pareció poco la condena impuesta por el juez.
Cuando salió en libertad (después de cuatro años por culpa de un error burocrático) nadie se acordaba de ella. Había perdido la casa y el derecho a la herencia de su padre, pero en vez de perder la cabeza pasó todo lo contrario. María por fin vio claro en que clase de mundo vivía, motivo que le proporcionó la total seguridad en sí misma para avanzar en la vida.

ARENA Y SAL

El camino de la masía no estaba asfaltado. Las piedras sueltas resbalan por debajo de los neumáticos. El camino cubría una distancia de seiscientos metros entre la carretera y la masía. Hugo conocía el trayecto como la palma de su mano. Conducía el todoterreno a toda velocidad levantando espesas nubes de tierra. Desde la masía no se podía ver el camino; estaba cubierto por frondosos olivos y algarrobos. Pero el rastro de polvo emergía hacia el cielo azul. El sol castigaba en aquella época del año. Tomás estaba sentado en el porche de la masía tomándose una cerveza fresca. Observaba el reguero de polvo y se levantó para recibir a Hugo.
Los dos iban vestidos con pantalones cortos y unas andrajosas camisetas. Calzaban sus pies libres de calcetines con unas sandalias de cuero gastado. Eran amigos de la infancia. Hugo era rubio, tanto que su piel parecía roja. Tomás por el contrario era moreno. Su piel evidenciaba el origen árabe de su sangre.
Los dos amigos se sentaron a la sombra del porche mientras bebían una cerveza fresca. Hugo se levantó y trajo un melón de la nevera. Las moscas estaban muy pesadas, por eso Tomás disparaba de vez en cuando con un bote de insecticida.
No había nadie más en la masía. Así que empezaron a tramar el plan para la noche.
-¿No ha venido mi suegro por aquí?- Preguntó Hugo.
-Estaba cuando llegué. Le dije que había quedado contigo y se marchó a buscar no se qué para el bar.
Fueron a dar una vuelta y Hugo le enseñó las plantas de Marihuana. Estaban bastante crecidas, pero aún quedaba un poco para empezar a recolectarlas.
-La barca está preparada para esta noche.- dijo Hugo.
-Muy bien. Ayer hablé con el barco y me dio las coordenadas. Ahora sólo hay que esperar a que oscurezca.-Tomás acariciaba las hojas de las plantas y se llevaba la mano a la nariz para sentir su aroma.
Subieron al todoterreno y bajaron al pueblo. En aquella época del año estaba repleto de turistas en busca del mar. La playa, dispuesta a acogerlos, era como una parrilla preparada para asar langostinos.
Circulaban por la calle principal con sumo cuidado para no atropellar a nadie. Cuando pasaran unos meses la misma calle estaría desierta. Pero los meses de Julio y Agosto el número de habitantes se multiplicaba por diez. Siguieron por el paseo marítimo trazado por una interminable hilera de palmeras. El mar estaba calmado. Numerosas embarcaciones pequeñas navegaban recreándose. Por el cielo planeaba una avioneta con un cartel publicitario colgado en la cola.
Hugo aparcó el todo terreno delante del bar de Rosa, su mujer. En la barra estaba Quimeta preparando un café para un cliente francés. La joven sonrió al ver entrar a Hugo y Tomás.
-Hola, buenos días.-les saludó Quimeta con su hermosa sonrisa.
-Hola, Quimeta, buenos días. ¿Dónde está Rosa?-preguntó Hugo pegando un vistazo rápido al interior del bar. Sólo había un par de mesas ocupadas por pescadores jubilados jugando al dominó y el turista francés tomándose un café en la barra, absorto con la decoración marinera. Un gran espejo colgaba de la pared al fondo de la barra. Cubierto de estanterías que aguantaban las botellas de licor, por cuyos huecos se veían reflejados los clientes. Pero la mayoría observaban a Rosa y Quimeta. Gracias a la belleza de las dos mujeres la clientela estaba asegurada los flojos meses de invierno.
-Pues Rosa ha salido con su padre a buscar no se qué.- contestó Quimeta a Hugo que asentía al recibir la información. En la punta de la barra se había sentado Tomás que observaba con una sonrisa cómplice a Quimeta, pero la joven sólo se la devolvió por cortesía.
Hugo le pidió un par de cervezas. Se las bebieron. Hugo se ofreció para acompañar a Tomás a su casa, pero éste se lo agradeció. Prefirió tomarse un par de cervezas más en compañía de Quimeta.
-Quimeta, si viene Rosa y no nos hemos visto dile que he subido a la masía.
-De acuerdo, Hugo.
-Y tú, Tomás, échate un rato después de comer. Quedamos a las nueve y medía allá arriba. Venga. Hasta luego.- Hugo salió por la puerta el bar y subió al todoterreno. Tomás miraba risueño a Quimeta que estaba rellenando las neveras de cerveza para la tarde.
-Ponme otra bien fresquita, guapetona.

Aquella noche la luna lucía un color ambarino y parecía más grande de lo normal. A medida que se fuese separando de la línea del horizonte, entre el cielo y el mar, iría recuperando su color y su verdadero tamaño. Desde la masía, por la noche, la visión era preciosa. Desde el alto dónde estaba construida se dominaba toda la bahía. En la oscura lejanía brillaban como estrellas las luces de las barcas que pescaban calamares. Hugo las observaba y le vino a la memoria cuando salía a la mar con su padre. El día que casi volcaron por culpa del oleaje cuando él tenía diez años. Al salir del puerto el mar estaba tranquilo pero al adentrarse tan larga distancia, el tiempo cambió. La pesca del calamar se realiza con un constante movimiento del brazo hacia arriba y hacia abajo. Sujetando con la mano un hilo en cuyo extremo, introducido en el mar, se haya la potera, que es una pieza de color blanco, para llamar la atención de los calamares, y que está rodea por anzuelos. Así al estirar el calamar queda enganchado. Aquella tarde de tanto oleaje no hacía falta mover el brazo ya que el zarandeo de la barca permitía tenerlo rígido. Fueron muchas las situaciones en las que encontró el peligro en el mar, acompañado por su padre. Luego vendrían las incursiones en solitario y algún que otro naufragio con final feliz.
La furgoneta aparcó al lado del todoterreno. Tomás, con síntomas de una leve embriaguez, se dirigió hacia la masía. En la mesa del porche estaban cenando, a la fresca, Hugo y Rosa. Se sentó con ellos. Cuando acabaron de cenar tomaron café. Tomás tomó uno bien cargado. Los dos hombres se despidieron de la mujer y montaron en la furgoneta. Rosa los observaba mientras bajaban por el camino. Apareció su padre que sin decir nada pasó un brazo por encima del hombro de la joven.
Atravesaron el pueblo y se dirigieron hacia el paseo marítimo. Para entrar al puerto era necesaria una tarjeta de identificación. Hugo tenía una guardada en la cartera. La sacó y la introdujo por la ranura. Las barreras de seguridad se levantaron. Una vez dentro del puerto se dirigieron al muelle donde estaba la barca de Hugo. Era una embarcación de pesca no muy grande, pero con una bodega con capacidad para una tonelada de pescado. Debajo del puente estaba el pequeño camarote en el que se podían introducir tres personas. Disponía también de un palo en el que se podía desplegar una vela y aprovechar el viento, pero casi nunca lo utilizaba.
Dejaron la furgoneta enfrente del amarre. Tomás la aparcó de culo. Con el morro mirando hacia la salida. Era un pasaje lleno de carros de madera, para transportar las redes de pesca, y varias cajas apiladas a las puertas de los pequeños almacenes. A lo largo del muelle paseaban gatos hambrientos en busca de algún bocado. Las farolas emitían una luz tenue que alumbraba a los grupos de marineros que se reunían a las puertas de los almacenes. Jugaban alguna partida a las cartas, bebían o charlaban a la fresca que les proporcionaba la noche.
Los dos hombres subieron a la barca. Mientras Hugo ponía en marcha el motor, Tomás soltaba las amarras. Surcaron despacio el trayecto hasta la bocana del puerto. Salieron a mar abierto mientras observaban la vista del pueblo desde el mar. Una imagen preciosa repleta de luminosidad artificial. A veces oían un sonido procedente de tierra firme impulsado por la suave brisa. Hugo puso el rumbo que le anotó Tomás y se dirigieron mar adentro.
La noche en el mar tranquilo era negra y despejada con un manto de estrellas cubriendo la cúpula del cielo. No había luna y la oscuridad era absoluta. La barca iba surcando las plácidas aguas. El monótono ruido del motor parecía una letanía hipnotizadora. Hugo dirigía el rumbo en la oscuridad gracias a un GPS, aunque conocía a la perfección aquellas aguas. Recorrieron tres millas a una velocidad de dos nudos, que equivale a unos sesenta kilómetros por hora. Sin ninguna iluminación, Hugo sólo distinguía a Tomás por la lumbre del cigarrillo que fumaba sentado en la popa. Tomás observaba con los prismáticos algún punto en la lejanía. De repente le dio la señal a Hugo. El carguero se encontraba anclado a media milla escasa. El rumbo en el GPS era el correcto.
Hugo hizo la maniobra con maestría y colocó la barca al lado del carguero. Unos rostros se asomaban por la borda. Tomás dijo unas palabras en un dialecto senegalés y un pequeño montacargas sobresalió del carguero. El primer fardo empezó a descender. Pesaría unos trescientos kilos. Hugo mantenía la barca inmóvil mientras Tomás maneja la carga con cuidado. Cuando llegó a la cubierta, gritó y el cable del montacargas se detuvo. Había que balancear el fardo para que entrara en la bodega. En unos cuantos movimientos y órdenes el primer paquete ya estaba colocado. Aún quedaban dos más. Al concluir la operación el carguero levó anclas y desapareció en la penumbra de la noche marina.
Aproximadamente novecientos kilos de hachís. Mientras Hugo pilotaba la barca rumbo al puerto, Tomás abrió los fardos. Sacó unas bolsas del pequeño camarote y preparó paquetes de unos veinticinco kilos, para poder cargarlos sin esfuerzo en la furgoneta.
Pronto divisaron la fachada marítima del pueblo. La mayoría de las luces se habían apagado. Sólo quedaban las del alumbrado público y las de la zona de bares nocturnos, que en verano parecían no cerrar nunca. La barca franqueó la bocana del puerto señalizada por el faro verde y el faro rojo. Indicadores para que las embarcaciones no embarrancaran. Grupos de pescadores de caña se reunían en el faro verde a pesar de la prohibición explícita de pescar. Hugo pasó con cuidado para no enganchar el hilo de las cañas y evitarse algún pequeño incidente. Aquellos pescadores de caña solían ser marrulleros y siempre dispuestos a buscar problemas. La autoridad del puerto ya los intentó expulsar del faro verde, pero ellos resistían como la suciedad al detergente.
Atracaron la barca en el amarre. Tomás abrió la puerta trasera de la furgoneta y empezaron a descargar las bolsas con las pastillas de hachís. A esa hora no había nadie por el muelle y los marineros de guardia evitaban encontrarse con las barcas que llegaban, sospechosamente, por la noche. El silencio sólo estaba roto por el bullicio de una discoteca cercana. Hugo paró el motor de la barca y ayudó a Tomás con la tarea de descarga. Pero al querer terminar deprisa, tropezó y una bolsa cayó al agua.
-Mierda, ¿ahora qué hacemos?
-Déjala. Mañana temprano ya vendré y la pescaré.- dijo Hugo.- De aquí no se va a mover.
Dejaron de hablar y se apresuraron en cargar. Tomás conducía despacio para no levantar sospechas. Al pasar por el paseo marítimo tres jóvenes turistas inglesas los saludaron. Estaban borrachas y aceptaron subir a la furgoneta para que las acercaran al hotel. Habían estado de fiesta en la discoteca de la playa. Los dos hombres les seguían la broma, aunque no entendían el inglés. Al hotel se accedía por el mismo cruce que llevaba al camino de la masía. Cada noche había un control de alcoholemia y estupefacientes. Tomás redujo la marcha preparado para llegar al control. Las inglesas comenzaron a saludar a los agentes.
-Buenas noches
-Buenas noches, agente.-contestó Tomás
-No veas cómo van éstas.-dijo el agente.
-Vienen de La Parrilla y ahora las vamos a dejar en el hotel.
-¿No os quedáis vosotros en el hotel?
-Por quien nos tomas, agente. Nosotros somos gente seria.
-Sí, ya se yo o serios que sois.-dijo el agente bromeando-Venga, circulando que a esta hora van a empezar a llegar los clientes y tengo un montón de boquillas para que soplen.
-Venga, sargento Castro. Ya nos veremos.
-Por la cuenta que os trae.
Las inglesas no paraban de reír y montar follón. Hugo tenía el semblante serio y no le hacía ninguna gracia ni ellas, ni el sargento Castro. Quería descargar la mercancía e irse a casa con su mujer. Cada vez se le hacía más pesado trabajar por las noches. La furgoneta paró en el aparcamiento del hotel y las jóvenes ebrias se despidieron lanzando besos al aire y moviendo, como podían las manos. Tomás reía al ver tan grotesco espectáculo. Hugo también esbozó una ligera sonrisa. Se pusieron en marcha y recorrieron el polvoriento camino de la masía. Las luces de la furgoneta alumbraban las ramas bajas de los olivos que ya apuntaban buena cosecha. Igual que los algarrobos, colmados de su dulce fruto. Algunas de las ramas parecían que se iban a partir de tan repletas que estaban. La masía estaba en un terreno con pendiente. Era la falda de una pequeña montaña. Los bancales estaban sujetados por poderosos márgenes de piedra. En el pasado aquella tierra había albergado el cultivo de vid. Pero a causa del gran esfuerzo que suponía la labor y el poco rendimiento económico, el bisabuelo de Hugo decidió arrancarlo y plantar algarrobos, que no necesitan un excesivo mantenimiento, y olivos, que tan preciado fruto produce. El aceite de oliva. Pero la tierra cada vez daba menos y otros cultivos ocuparon las parcelas. Hugo empezó con el cultivo de marihuana. Consiguió una cosecha considerable y vio los beneficios que le aportó. Siempre tuvo la barca. Su abuelo había sido pescador, pero Hugo solía ir a pescar por diversión, cuando el trabajo en tierra se lo permitía. La amistad con Tomás le proporcionó unos contactos en el norte de África. El abuelo de Tomás procedía de allá. Y empezaron a trabajar con la barca. Se ganaban muy bien la vida y tenían tiempo para divertirse. Hugo se casó con Rosa, que tenía una taberna en el pueblo. Aceptó que su suegro viviera con ellos a cambio de que hiciera las tareas de mantenimiento de la masía. El suegro era un oscuro viudo que desde la muerte de su mujer no volvió a pronunciar palabra. Eran la única familia de Hugo. Sus padres murieron en un accidente de avión. El único que tomaron en su vida. Cuando se jubilaron empezaron a viajar. Se apuntaron a todas las excursiones que organizaba el Centro del Jubilado. Estaban contentos porque iban a subir en avión, sin imaginar siquiera tan fatal desenlace. Tampoco tenía hermanos. Se podía decir que Hugo provenía de una familia de la tierra en peligro de extinción.
Los faros de la furgoneta alumbraban el almacén. El suegro de Hugo abrió las puertas. Entraron y apagaron el motor. El hombre volvió a cerrar las puertas. En el suelo del almacén había un foso que se utilizaba para cambiar el aceite a los coches. Estaba cubierto por mugrientos listones de madera. Hugo empezó a extraerlos. El foso tenía casi metro ochenta de altura y por una punta se podía descender por unos estrechos escalones. Una vez abajo Tomás le iba pasando las bolsas. En la pared del foso había un falso tabique y allí introducía el cargamento. Como estaba cubierto de manchas de humedad disimulaba la apertura. Volvió a tapar el foso. Hugo y Tomás se dieron la mano.
-¿Qué vas a hacer con la furgoneta?-preguntó Hugo.
-La dejo aquí. He pensado quedarme a dormir un poco y mañana bajar temprano.
Hugo se giró hacia un rincón. En la penumbra permanecía inmóvil su suegro.
-Ya lo has oído, viejo. Prepara un catre para Tomás.
El suegro siguiendo la orden salió por una pequeña puerta que daba a la parte de atrás de la masía.
-Bueno, yo me voy a dormir un rato también.-dijo Hugo estirando los brazos y bostezando.
-¿Cuándo irás a buscar la bolsa que ha caído al agua?-preguntó Tomás.
-Ahora dormiré un par de horas antes que amanezca y después bajaré. Con un poco de claridad la pescaré mejor.
-Anda que cómo la encuentre algún gilipollas…
Los dos rieron tras la observación de Tomás.
Hugo entró sin hacer ruido para no despertar a Rosa. Se estiró junto a ella que dormía de costado. Una agradable brisa entraba por la ventana. La cortina ondeaba con suaves movimientos. En el exterior el silencio se apoderó de todo. Sobre la cama se adivinaba la curva perfecta de la cadera de Rosa. Hugo pasó la mano, acariciándola, sin dejar caer el peso total de la mano, de manera liviana. Rosa se estremeció y soltó un bufido. Estaba profundamente dormida. Hugo la observaba. Estaba enamorado de ella desde el primer día que la vio. Ambos tenían la misma edad; aquel invierno pasado habían cumplido treinta y dos años. Hacía tiempo que buscaban un bebé, pero se retrasaba. Quizá fuera ese el motivo de la melancolía que se iba apoderando poco a poco de Rosa.
Hugo se quedó dormido. Al cabo de una hora lo despertó un gallo que se desgañitaba al anunciar el amanecer. Se giró hacia Rosa. La luz tenue del alba empezaba filtrarse por la ventana del dormitorio. Ella estaba despierta y lo observaba con la mirada inmóvil y una leve sonrisa en sus carnosos labios. Él la miró, tomó la cara de Rosa y la besó.
-Te quiero, cariño.-dijo Hugo acaramelado.
-Yo también, amor.- Y volvieron a besarse con pasión e hicieron el amor con la misma energía que la primera vez.
-Tengo que bajar al puerto. Luego pasaré a desayunar por el bar.
Mientras Hugo se iba vistiendo, Rosa permanecía en la cama.
-Anoche volvisteis a salir, ¿no?
-Sí, fue rápido y sin problemas.
Rosa mantuvo una pausa antes de volver a hablar.
-¿Hasta cuándo vais a seguir?, ¿qué más te hace falta?
-Déjalo, Rosa. No empieces tan temprano. Me voy. Luego nos vemos.
En la cama Rosa escuchó el sonido del motor arrancando del todoterreno. Se levantó dispuesta a darse una ducha.

EL MAL GOLPE

No hacía ni dos días que nos dieron el coche y ya lo habían robado. Estábamos muy contentos porqué con él podíamos ir a merendar al río. Fuimos a la policía a denunciarlo y nos consolaron con falsas esperanzas. De nuevo nos tendríamos que quedar sin las excursiones dominicales. Y todo por culpa de los ladrones. El lunes tuvimos que coger el transporte colectivo para ir a trabajar. Todo el mundo nos preguntaba con preocupación, si sabíamos alguna noticia de nuestro coche. Una vez en el trabajo nos llamó el jefe de personal para expresarnos su pena por el triste acontecimiento.
Los ladrones se sentirían acorralados porque la noticia salió por el telediario dos días seguidos. Pero por recomendación de la policía dejaron de hacerse eco. Según las autoridades podría perjudicar la investigación.
Nosotros estábamos muy contentos por la preocupación general y las muchas muestras de solidaridad expresadas por una sociedad cada vez más enojada con los ladrones. También recibimos muchas llamadas de gente que quería hacerse famosa a base de falsas informaciones. Por eso el Ministerio del Interior, a través de la policía, informó que se penalizaría cualquier falso testimonio relacionado con el caso, debido a la gran trascendencia de éste. Nosotros pensamos que los ladrones no sabían lo que estaban robando y todos los problemas que les iba a acarrear. ¿A quién se le iba a ocurrir robar el primer coche para siameses mutantes tras el accidente nuclear?

No tenía ni idea del revuelo que se iba a generar cuando Cíclope Sexagenario lo reclutó para llevar a cabo el golpe. Sentado en el salón observaba atónito a los siameses por televisión. Al finalizar la entrevista Oto se levantó a buscar una cerveza. Le preguntó a Carla si le apetecía una, pero ella contestó que no. Estaba muy agitada. No paraba de repetir: “en que lío nos hemos metido, en que lío nos hemos metido.” Oto intentaba calmarla. De vez en cuando le ofrecía un cigarrillo o una cerveza.
Una melodía metálica irrumpe como un trueno en la campiña. Es el tono que Oto tiene asignado a las llamadas de Cíclope Sexagenario.
-Voy a ser breve. Las líneas podrían estar pinchadas.- Oto guardaba silencio.- ¿Estás ahí, no?
-Sí, estoy aquí.-Contestó con un tono decaído por el efecto de las cervezas y el agotamiento acumulado los dos últimos días.
-Bueno, pues no te muevas. Enseguida pasaremos a buscarte.
-Oye, hay un pequeño problema…
-¿Un pe-que-ño pro-ble-ma?- Preguntó Cíclope Sexagenario separando las sílabas, cosa que hace cuando empieza a ponerse nervioso.-¿De qué se trata, Oto?- Se produjo una pausa incómoda. Oto al final respondió.
-Mi mujer está conmigo.- Oto se separó el teléfono de la oreja porque Cíclope Sexagenario no paraba de soltar improperios y palabras soeces. Al final se lo acercó de nuevo al oído.
-¿Me puedes explicar qué coño hace Carla ahí?

Cíclope Sexagenario envió un coche a buscar a Oto y a Carla. Llovía y los reflejos de las luces en el asfalto mojado simulaban una atmósfera cinematográfica. El coche se introdujo en un callejón lateral que daba a la parte de atrás de la casa, ya que el conductor era un hombre precavido. Gracias a eso pudo ver el coche policía que patrullaba por la zona, y recordó las órdenes de Cíclope Sexagenario: “Acércate a recoger a Oto y a su mujer, pero al menor indicio de peligro esfúmate”. El hombre desapareció.
Oto observaba vigilante por la ventana, esperando la llegada del coche. Hacía rato que llovía intensamente. Faltaba menos de una hora para que cortaran el suministro eléctrico. Después del accidente nuclear las energías utilizadas para producir electricidad eran biológicas y no producían lo suficiente para abastecer a toda la ciudad. Había restricciones. Algunas calles eran iluminadas por antorchas de aceite. Solían ser los barrios de los mutantes. Al haber sufrido la peor parte del accidente, se habían convertido en unos ecologistas radicales. Desde la ventana Oto observaba la ladera de la colina. Allí se asentaba un barrio mutante.
-¿Quieres una cerveza, Carla?- Oto seguía mirando por la ventana. Las antorchas le recordaron a las velas de un pastel de cumpleaños antes de ser apagadas. Carla reaccionó al darse cuenta de que Oto le había dirigido una pregunta sin prestarle mucha atención a la respuesta.
-Venga, dame una cerveza y un cigarrillo.-Dijo Carla con decisión.

Carla se ha relajado después de muchas horas en tensión. Alumbrada por velas, se da una ducha. El agua resbala por su rubia cabellera, acariciando su delgado y menudo cuerpo. A sus treinta y ocho años muchas veces la han confundido con una adolescente. Con las manos apoyadas en alto en los azulejos blancos, deja que el agua recorra su camino, beneficiándose del placer que le produce su tonificante contacto.
Deja la toalla tirada en el suelo después de secarse y se mira en el espejo. Observa los pequeños cambios físicos que declaran la apertura de una puerta llamada madurez. Pero se gusta. Su físico no ha sido castigado de manera severa por el paso del tiempo. Sabe que no le resultaría difícil seducir a un hombre y hacerlo enloquecer por el afán de poseerla. Piensa en su marido. En la manera que éste ha engordado y se ha abandonado. Cuando se conocieron los dos tenían grandes ideales en común. Pero, como a mucha gente, la explosión hizo que todos esos sueños se desvanecieran.
Después de la vivificante ducha está completamente serena. La tensión que había dominado sus músculos ha desaparecido como la oscuridad lo hace a las primeras luces del alba. En el exterior sigue lloviendo, aunque con menor intensidad.
Carla manifiesta su feminidad más erótica dejando caer el pelo mojado sobre la cara. Mirándose en el espejo esboza una sonrisa un tanto lasciva. Se gusta mucho como mujer. A la luz de las velas su aspecto es fantasmagórico a la vez que sensual. Empieza a contornear las caderas como si fuera Marilyn Monroe. Con las manos se sujeta los pechos. Los alza y los magrea lentamente. Desnuda, danza poseída por un frenesí y un deseo carnal despertado por la descarga de la tensión acumulada.

La noche se le hacía eterna. El coche que los tenía que pasar a buscar no llegaba. Y se le estaba terminando la cerveza. Sentado en el sofá apoyaba sus brazos sobre la barriga. Observaba a través de la ventana como volvían a prender las antorchas en el barrio de la colina ya que la lluvia iba cesando. Le invadía un sentimiento de culpa por haber involucrado a Carla en el robo. El plan parecía sencillo y sin ninguna exigencia. Pero la situación se complicó y ahora estaban escondidos en aquel destartalado apartamento a la espera de una salvación milagrosa.
Unos meses atrás ninguno de los dos podía imaginar la situación en la que se encontraban. Oto tenía un empleo en un almacén de madera. Se dedicaba a preparar los pedidos que hacían los clientes. Un trabajo que ofrecía una estabilidad económica y que le permitía tener las tardes libres. Los propietarios del almacén estaban muy contentos con el trabajo que realizaba y si necesitaba algún día libre o algún favor no dudaban en proporcionárselo. Dentro de lo rutinaria que era su vida se sentía muy feliz. Además se había casado con Carla. Una de las chicas más hermosas de la ciudad. Se habían comprado una casa adosada en un barrio residencial. Se lo podían permitir.
Oto caminaba por la oscuridad tratando de no tropezar. Su objetivo era llegar a la nevera y coger otra cerveza. Con paso torpe debido al efecto del alcohol, cayó de bruces golpeándose la cabeza con una silla. Por unos segundos se quedó inconsciente. Al volver en sí, se pasó la mano por la cabeza y tocó la sangrante brecha. Se dio cuenta que era grave. Entonces se asustó. Llamó a Carla que todavía seguía en el cuarto de baño.
Tirado en el suelo, apreció la figura de Carla desnuda y aguantando una vela. Esta fue la última imagen de su vida. Tras unos breves estertores Oto expiró. Carla hincó una rodilla en el suelo y observó el cadáver reciente de su marido. Se puso de pie y buscó el teléfono.

-¿Cíclope?
-¿Carla?, ¿eres tú?
-Sí, mi amor. Me alegro de hablar contigo al fin.
-Yo también, cariño. Dime, ¿qué pasa?, ¿por qué llamas tú?
-Oto ha muerto.
-¿Cómo ha sido?
-De un mal golpe.
-¿Tuyo?
-No
-¿No has podido hacer nada por él?
-No, lo he encontrado así.
-¿Cómo estás tú?
-Deseando verte.
-Yo también, cariño. No te muevas de ahí. Enseguida paso a buscarte.
Carla buscó un cigarrillo. Apartó la silla. En el respaldo había sangre. Lo cubrió con la toalla y se sentó.

EL FRÍO

El invierno arreciaba y en el pequeño almacén escaseaba el carbón. Mara intentó convencer a Julio de la importancia de racionar el preciado combustible. Hacía dos meses que no paraba de nevar y las primeras víctimas del invierno fueron los dos potros que sirvieron de sustento para los granjeros. Lo único que diferenciaba el día de la noche era una tenue luz que se colaba por la neblina perenne apostada sobre la tierra. Julio tenía pensado utilizar las desvencijadas tablas que componían el pequeño almacén como combustible para calentar el interior de la casa. Los animales de la granja(conejos, gallinas y pavos) habían muerto congelados, así que las bajas temperaturas los conservaba hasta el momento de consumirlos. El único alimento que escaseaba era la leche, a pesar de las cinco vacas lecheras que permanecían congeladas en el establo y que esperaban su turno para ser descuartizadas. La única leche que había en toda la granja era la que brotaba de los pechos de Mara. Cada día más exhaustos tras amamantar a los tres pequeños.
Julio tenía pocas tareas para realizar y consumía las horas junto a su mujer y sus hijos. Tenían una radio, pero a las dos semanas de comenzar la gran nevada dejó de funcionar. El móvil tampoco tenía cobertura y el gasoil de la caldera de calefacción se agotó. Intentó salir al camino en busca de ayuda, pero la intensa ventisca lo tiró al suelo y volvió a duras penas al interior de la casa. Decidió que esperar a que acabara la nevada era lo más sensato.
Mara, en el poco tiempo que le dejaban los bebés, confeccionaba mantas con la piel curtida de los conejos que esperaban desnudos, colgados en fila bocabajo de una viga, el momento de ser cocinados. También se preocupaba de la olla donde fundían la nieve para conseguir agua. Julio alimentaba el fuego para que mantuviera sus dos funciones: calentar e iluminar el hogar.
Julio transportaba unas tablas para el fuego cuando divisó a través de los copos la figura de un hombre. Se acercaba lentamente debido a la dificultad de caminar sobre el espeso manto de nieve. Julio se dirigió lo más rápido que pudo al interior de la casa. “Viene alguien“, le dijo a Mara y subió a la habitación en busca de una escopeta de caza que guardaba en el armario.
Se apostó en la ventana para vigilar el camino cuando tres golpes secos sonaron en la puerta. Julio y Mara se miraron contrariados. Mara le hizo una señal con la mano para que abriera la puerta. Julio lo hizo con la escopeta colgada del hombro. El hombre que entró en el interior del hogar de Julio y Mara iba tapado completamente con prendas de piel. Empezó a desenrollar una braga de piel de ciervo con la cual se cubría el rostro y el cuello. No se deshizo de las otras prendas. Los niños empezaron a llorar. El hombre se situó en el centro de la estancia. Alrededor de sus pies se amontonaba una pequeña capa de nieve que resbalaba del abrigo de piel de oso. Julio y Mara se asustaron al ver los ojos encendidos. El único rastro de vida en el rostro del extraño. Sin mirar a la pareja empezó a hablar. “Hace más de seiscientos años que estoy muerto. Por eso estoy aquí. Cada ciento cincuenta años necesito alimentarme con la carne de un recién nacido para poder seguir vagando por el mundo. Si no lo hiciera mi único destino sería el infierno y allí ya estuve. Lo primero que me harían sería despellejarme la piel a tiras para fabricar un látigo que utilizarían sobre mi carne viva hasta que se desgastara.
He caminado más de dos mil kilómetros siguiendo el olor que desprenden vuestros bebés. Tenéis tres. No os debería importar sacrificar uno. Sobretodo, teniendo en cuenta la situación crítica en la que os encontráis. Pero no penséis que el sacrificio será en vano. Os serviré con lealtad durante ciento cincuenta años, que será el tiempo que viviréis vosotros y vuestros hijos. Os propongo cambiar la vida de uno de vuestro bebés por salvar las vuestras, además de mis servicios.”
Julio levantó el arma apuntando al extraño, pero Mara extendió el brazo y se la hizo bajar. Julio la miro extrañado y ella le hizo un gesto para que la acompañara a un rincón. El extraño seguía inmóvil en el centro de la estancia, pero en su cara apareció un leve sonrisa que provocó una pequeña obertura por la que se observaba una dentadura afilada y amarillenta. En un cajón de la cómoda, puesto al lado del fuego, dormían los tres bebés. Sólo disponían de una cuna que acabó como combustible para calentarse, así que Julio y Mara los instalaron en el único cajón que quedaba del mueble. Ninguno de los tres lloraba. Era como si estuvieran pendientes a las deliberaciones de sus padres. El fuego iluminaba el interior de la estancia creando un baile de sombras macabras. En una esquina Julio negaba y Mara asentía. En el centro el extraño permanecía inmóvil. “No puedes matar a un demonio”. Julio no entendía la decisión egoísta de Mara. “Se realista”. Julio creyó ver al extraño relamiéndose.
“Está claro que no podemos sobrevivir mucho tiempo en está nefasta situación”. Julio observaba el cajón donde los bebés estaban acostados. “Vamos a aceptar, Julio. Es la única salida que nos queda. El demonio lo devorará de todas maneras, y quien sabe si no hará lo mismo con los otros dos”. A pesar del frío intenso a Julio le recorría por la espalda una gota de sudor. Había invertido todo para instalarse en la granja y mantener una familia. Ahora su mujer le aconseja que trate con un demonio que quiere comerse a uno de sus bebés. Mara tiene las manos apoyadas en los hombros de Julio. Julio mira fijamente al suelo con la mirada perdida en sus turbios pensamientos. “Julio”, “¡Calla!”. Julio encañonó al demonio que seguía inmóvil. “Largo de mi casa”, “Julio, no”, “¿Largo de mi casa?”, repitió pausadamente el demonio. Los bebés empezaron a llorar. Tenían hambre. El demonio giró la cabeza hacia Julio que apuntaba con la escopeta. Cuando sus ojos se encontraron el demonio dibujó una sonrisa. Mara se abalanzó sobre Julio e impidió que éste disparara. El demonio se giró por completo hacia la pareja. “No importa si no aceptáis el trato. A pocos cientos de kilómetros de aquí huelo más bebés. Aún me queda tiempo antes de devorar a uno, así que si no os interesa el trato me marcho y no se hable más”. Julio bajó el arma y se mordió un brazo justo en el momento que empezaba a llorar. Mara le acariciaba la cabeza y le susurraba dulces palabras para tranquilizarlo. El llanto de los bebés hacía insoportable permanecer por más tiempo en la habitación. El demonio giró sobre sí mismo dirigiéndose hacia la puerta. Al abrirla entró una bocanada de la gélida ventisca que azotaba el exterior. Al cruzar el umbral volvió la vista atrás y observó a la pareja de granjeros. “¿Estáis seguros de vuestra decisión?”. Al observar que los granjeros permanecían en un estado impasible y no contestaron su pregunta atravesó la puerta y la cerró con cuidado. Los bebés seguían llorando y Mara corrió a atenderlos. Julio se asomó a la ventana y vio como el demonio se alejaba por el inclemente paisaje.
"Quien nos hace creer en cosas absurdas,
pronto nos hará cometer atrocidades"
Voltaire

HENRIQUE Y SIMÓN

El Sol, a pesar del invierno, calentaba a través del cristal el interior de la oficina. Los muebles habían ido envejeciendo al mismo tiempo que el alto cargo que la ocupaba: un hombre que acariciaba la rancia entrada en la vejez. Tras el escritorio que presidía la estancia había una recia estantería de madera que albergaba una poblada y variada biblioteca. La mayoría de los libros estaban editados en su lengua. Muchos traducidos del inglés, dada la escasez de autores autóctonos y en un estante guardaba como reliquia varios ejemplares en castellano. Un recuerdo nostálgico de sus años de estudiante en la universidad de Salamanca. Pero la mayoría de aquella colección de libros pertenecía al género religioso que era la base de su educación y formación.
Aquella mañana Henrique tenía que solucionar un problema que repercutía a la seguridad nacional. A punto de jubilarse odiaba tener que enfrentarse ante importantes responsabilidades. Soñaba con retirarse a su casa de campo y apoderarse del tiempo libre para escribir sus memorias. Aunque el inminente suceso que se aproximaba y del cual conocía su futuro desenlace no le dejaba dormir tranquilo desde hacía unos días.
Se sentó en el escritorio y sacó una botella de coñac. Sirvió una copa y encendió un cigarrillo. Decidió llamar a Simón.
--Buenos días, ¿Quién es?—contestó Simón que estaba amodorrado en su despacho viendo un episodio de un culebrón de producción nacional.
--Hola, Simón. Soy yo, Henrique. Seré breve.
--Dime, Henrique—dijo Simón mientras bajaba el volumen del televisor.
--El ataque será el día veinticinco. Navidad.
Simón hincó los codos en la mesa y con una mano aguantaba el teléfono. La otra se la pasó por la cabeza de adelante hacia atrás. Su mirada se fijo en la pulida tabla de la mesa. Esperó inmóvil a digerir la información. En unos segundos contestó.
--Pero… ¿lo habéis pensado bien?
--Es la mejor fecha, Simón. Toda Europa estará pendiente de celebrar sus fiestas y cuando tengan noticias de los ataques la opinión pública será mínima.
--Bien pensado, bien pensado. ¿Y qué pasa con los Estados Unidos?
--Todavía están pendientes de tener un gobierno definido y qué crees que va a decir Bush.
--Bueno, veo que lo tienes todo contralado. Siendo así te doy vía libre. Por cierto, ¿viajaras a España para celebrar el fin de año cristiano?
--No, Simón. Prefiero estar al cargo de la operación hasta el final.
--¿Hasta el exterminio?
--Si es preciso, hasta el exterminio.

j.l.e.

DESCANSO

Lo único que me incomoda es el exceso de humedad. Por lo demás, me encuentro a gusto. Por fin he conseguido la paz y la tranquilidad anheladas tantas veces. El albañil hizo un buen trabajo y apenas noto la corriente de aire que tantos problemas de salud me ha provocado. Igual que el polvo. Aunque en los últimos tiempos se acumula por los rincones como las monedas de un avaro.
En el exterior sigue lloviendo. Mi olfato siempre ha sido sensible al aroma que desprende una gota de agua al chocar con la tierra. La explosión que genera y divide en cientos de partículas diminutas rebosantes de fragancia. Intento mover la cabeza en el sentido de la lluvia, pero no puedo.
Quizás pueda ver algún día al gato pardo que deambula las noches de luna llena cerca de mí. El albañil rejuntó demasiado bien la masa y ni un poro florece para poder observar el exterior. Si pudiera mover las manos escarbaría un orificio. Llevo intentándolo varios años; al poco de mi llegada. No puedo. Mis intenciones siempre se frustran. Anhelos de un tiempo pasado, de paseos por la montaña y de rutina desbordante. A veces tanta soledad me pone melancólico. Quizás por la vieja costumbre de estar siempre bien arropado, no es que esté desnudo ya que, sin esperarlo, dispongo de las veinticuatro horas que dura el día para divagar y reflexionar sobre mi finada vida.
Me gustaría poder mover el pie para dispersar el polvo que se acumula en el rincón. El recipiente en el que me depositaron carecía de la calidad duradera que tanto defendió su vendedor.
Me encuentro bien, salvo por la humedad. Y los gusanos. Tardó tiempo en aparecer el primero, pero una explosión de larvas hambrientas poblaron mi desahuciado cuerpo inerme. Los huelo y los siento moverse, sin embargo, al carecer del sentido de la visión, no consigo imaginar el ser decrépito en el que me estoy convirtiendo.
No me puedo quejar de mis vecinos, porque cuando sus almas reflexionan no producen sonidos. Ni molestos, ni de ningún tipo. Alguna ventaja debía tener estar muerto y enterrado.

3 EN 1

CUENTO INFANTIL
Había una vez un hombre que cada vez que se aburría se sentaba en una piedra a observar a los insectos. Como cada vez se aburría más, pasaba mucho tiempo sentado en la piedra. Las hormigas ya se habían acostumbrado a su presencia. Las avispas le habían picado un par de veces, pero como el hombre no se inmutaba, desistieron. Pasaron unos días que el hombre estuvo entretenido en el pueblo y no visitó la piedra. Pero tardó poco en alcanzarle el aburrimiento, y volvió a sentarse a observar a los insectos. Las hormigas trazaron su recorrido unos metros más alejadas del hombre. Y las avispas volvieron a la carga doblando la ración de picotazos. El hombre despertó de su ensimismamiento a causa del dolor que le provocaron los aguijones. Pero pronto volvió a quedarse absorto al ver a dos mariquitas que trepaban por una rama. Al regresar al pueblo volvió a encontrar diversión durante unos días. Al volver a sentarse en la piedra las hormigas se habían alejado más y las avispas lanzaron un ataque más voraz. De repente de entre las hierbas apareció un escarabajo rinoceronte. Se dirigía directo hacia el hombre. Hola, le dijo. El hombre no podía creer lo que estaba viendo. ¿Qué pasa, no me escuchas? Sí , la verdad es que te escucho. El escarabajo rinoceronte le explico que era el único que sentaba en la piedra y no les hacía daño. ¿Y quien os hace daño?, preguntó el hombre. El pájaro y la serpiente, contestó el escarabajo. Entonces el hombre decidió no volver a levantarse de la piedra para proteger a los insectos y al cabo de unos años se convirtió en una estatua de piedra. Si se busca bien, en el parque, la podemos encontrar.

TEXTO FILOSÓFICO
El hombre encontró una piedra donde sentarse. Un escarabajo rinoceronte fue a su encuentro.
-Hombre, ¿por qué vienes a sentarte a esta piedra?
-Porque me siento cómodo.
-¿Y por qué nos observas con tanta vehemencia?
-Porque de la tierra de dónde vengo, nada es tan hermoso y práctico como vuestro mundo.
-Debes saber que cuando tú no ocupas la piedra lo hace la serpiente y el pájaro; sólo quieren alimentarse a costa de nosotros.
-Pues permaneceré sentado para que no se cometa tal injusticia. Aunque me lleve toda la eternidad.
-Gracias.-contestó el escarabajo rinoceronte.
La serpiente y el pájaro escucharon la conversación escondidos tras unas ramas. Al acabar ésta, se miraron fijamente. La serpiente enrolló con su cuerpo al pájaro hasta asfixiarlo y se lo comió. Dejando claro que: siempre el bienestar de unos perjudica a otros.

TEXTO LÍRICO
La luminosidad y la calidez de aquella primaveral jornada, incitaron a orearse al hombre. El itinerario le permitía aposentarse en una placentera roca. En ella reposaba su fatigada figura y se regocijaba con la animación que los insectos le procuraban. De repente, de entre unas plantas de romero, surgió un magnífico escarabajo rinoceronte. Su aspecto era majestuoso; un cuerno doblado hacia atrás e implantado en la cabeza; un escudo cervical presentando entalladuras profundas y también elevaciones. Pero lo más precioso residía en su gozosa sonrisa. El hombre, al prendarse de la armonía que estribaba en su semblante, se quedó de piedra. Además, de verdad.

FIN DE SERVICIO

Es de noche. Una noche clara y despejada, pero la luz artificial no deja divisar las estrellas. El último servicio; después a casa a descansar. Dormir de día. Desayunar por la tarde. Trabajar por la noche. Tiene que llevar a los obreros del turno de mañana a la fábrica. El autobús es un viejo. Un cascarón herrumbroso al que le quedan contados viajes. La máquina de café es su eterna compañera. Busca monedas en el bolsillo. Esta noche ya es el cuarto. No ha caído la cucharilla y lo menea para disolver el azúcar sin que se desborde. Las llaves están colgadas en fila esperando su turno. El llavero del autobús es un raído trozo de madera en el que algún día estuvo inscrita el número de la matrícula, ahora indescifrable.
Todo está conjuntado; el conductor que le queda un último servicio para jubilarse y el autobús que tiene dos, de sus cuatro ruedas, en el desguace. Unos compañeros se acercan a saludar. Bromean, como siempre. Se dirige a la oficina a hablar con el encargado de organización de rutas. Sale, pero en vez de dirigirse al autobús vuelve a la cafetera. Hay tres personas más, todos conductores, y comienzan a hablar.
El encargado de organización de rutas sale despavorido de su oficina y entra a toda prisa en el despacho del encargado general. Desde la cafetera los conductores observan la curiosa escena y ríen.
El encargado general es el hijo del fundador de la compañía de autobuses. Es una persona recta que dirige con mano firme su negocio. A sus treinta y un años se ha convertido en un receloso empresario. El encargado de organización de rutas es veinte años mayor que él y le tiene un respeto que más bien podría ser clasificado como temor.
Temor que se acentúa cuando expone que el viejo autobús que debe llevar a los obreros del turno de mañana a la fábrica no va a poder realizar el servicio. El encargado general monta en cólera. En vez de buscar una solución empieza a despotricar contra el encargado de organización de rutas, el desvencijado autobús y el conductor que lleva al servicio de la empresa más de cuarenta años.
Por fin el encargado general se calma y el color de su rostro vuelve a ser humano. Se pasa las manos por la cabeza varias veces y acaba por tranquilizarse. El encargado de organización de rutas lo mira perplejo.
-Señor, el autobús sólo necesita repostar un poco de gasoil.

EL BUEN INFIEL

Es incómodo llegar a la ciudad. En cambio el viaje no tanto. El tren se va acercando al andén número tres. Allí veo al marido de mi madre. Con su sonrisa y su flamante mostacho.
El tren para. El pánico se apodera de mí. Los escalones para apearse del vagón están mojados y una vez soñé que resbalaba al bajar y caía entre las vías. Desde aquel sueño, siempre he andado con cuidado.
El marido de mi madre no es mi padre y se llama Ceferino. Pero todos los que le tienen confianza le llaman Cefe. Yo intenté ser más original. Empecé a dirigirme a él llamándolo Rino y me dijo, eso sí, de manera muy educada, que se llamaba Ceferino, no Ceferrino. Cuando nos abandonó mi padre nos quedamos los tres muy apenados, pero Cefe no tardó más que tres semanas en casarse con mi madre. Digo los tres muy apenados, porque antes de la separación de mis padres vivíamos los cuatro en la misma casa. Papá, mamá, yo y Ceferino el realquilado. Él no fue el primero en beneficiarse del buen trato que daba mi madre a los realquilados, pero sí la gota que desbordó el vaso de la paciencia de mi padre que un buen día desapareció, dejando una nota en la que explicaba que era lo mejor, que de seguir así, alguien iba a sufrir un accidente. Yo la verdad es que no lo eché mucho de menos. Cuando nos abandonó tenía dieciséis años recién cumplidos, y a esa edad un padre ya comienza a molestar. Desde los catorce lo único que le preocupaba era mi colocación en la fábrica de alcohol, para poder disponer de los miserables ingresos que yo tenía que ganar. Mi trabajo se traducía en el mantenimiento de sus cigarrillos y copichuelas consumidas en la taberna que había al lado de la fábrica.

Cuando bajo del tren voy en busca de Cefe. Lo encuentro mirando en dirección contraria. Busca dos vagones más atrás del mío. Consigo llegar hasta él a través del flujo de viajeros que corretean por el andén. Ya lo tengo a escasos metros. Cefe les saca un palmo a los demás debido a su altura. Todos los que lo conocen siempre comparan su tamaño con su gran corazón; “todo lo que tiene de grande lo tiene de bueno”. Mi madre cundo lo conoció, no paró de hablar bien de él a la mínima oportunidad; en la panadería, en la carnicería y en cualquier sitio dónde se pudieran reunir más de cuatro mujeres. En cambio a mi padre sólo le preocupaba recaudar la mitad de la paga del alquiler y una vez la tenía en el bolsillo, salir corriendo a la taberna.

Ya casi puedo alcanzarlo con la mano, cuando un grupo de turistas italianos pasa por mi lado como una tromba. Me arrollan de tal manera que la carpeta de los bocetos cae y parte del andén se ve cubierta de mis dibujos. Una turista, joven, morena y con todos los rasgos físicos típicos de Italia, se ofrece a ayudarme, pero viendo la gran cantidad de material desparramado por el suelo, se disculpa y sigue al resto del grupo que ni se inmuta tras el percance que han provocado. Cefe tampoco se gira. Sigue buscando con la mirada sin darse cuenta que estoy detrás de él recogiendo los dibujos que he realizado los últimos tres meses. Le llamo, pero justo cuando pronuncio su nombre, un sonido estridente estalla por los altavoces de megafonía de la estación. Todo el mundo se tapa los oídos apretando las manos contra las orejas, incluido Cefe.

Después de la evaporación de mi padre empecé a mostrarme más por casa. No sólo acudía a las horas de comer y cenar. Empecé a disfrutar de la presencia de Cefe. Cuando acababa mi monótona jornada en la fábrica, y él se encontraba en su sofá sin ninguna ocupación, siempre me contaba anécdotas. A veces se trataba de historias divertidas. Entonces él le daba un toque cómico que me hacía morir de risa. Lo mismo ocurría cuando contaba historias de misterio. Su tono de voz le daba un aspecto terrorífico y misterioso. Pero me gustaba y siempre quería que no terminase nunca la sesión. Era como tener a un locutor de novelas radiofónicas en casa. A veces me lo imaginaba haciendo una pausa para anunciar un refresco o algún jabón milagroso. Poco a poco nos fuimos cogiendo cariño y eso a mi madre la llenaba de satisfacción. Pasaron tres semanas desde la huída de mi padre y como si fuera un tiempo estipulado por alguna ley no escrita, se casaron. Yo fui el padrino de bodas de mi madre. Ella lloraba de emoción por ir cogida de mi brazo, pero yo intuía que su entusiasmo se debía porque a partir de aquel momento podría disfrutar cada noche, en su cama, de un hombre como Cefe. Fue el comienzo de unos años muy felices que todavía seguimos disfrutando.
Al poco de ejercer como nuevo padre para mí, se preocupó de buscar la manera de sacarme de la fábrica. Nadie podía obligarme a trabajar y en cualquier momento podía pedir la cuenta y largarme. Pero Cefe buscó la manera menos dramática y no cerrar una puerta que, quizás, en un futuro pudiera ser necesaria abrir. Como yo tenía una edad estirada para empezar el bachillerato en el instituto del pueblo, me convenció para matricularme en la Escuela de Arte y Oficios, de la ciudad. Yo accedí porque estaba amargado con el trabajo de la fábrica de alcohol y porque me lo planteó Cefe. La verdad es que fue un acierto, ya que ahora soy un diseñador gráfico reconocido y he creado mi propia agencia de publicidad.

Cuando por fin he recogido todos los bocetos y los he metido como he podido en la carpeta, Cefe arranca a paso ligero hacia el último vagón. Lo sigo. Lo hago en silencio. Cada tres pasos que doy, es uno del magnífico Cefe. Entre el peso de la maleta, la enorme carpeta de los bocetos y el pánico a resbalar por el andén, no consigo darle alcance. Esbozo unos inaudibles aullidos mencionando su nombre, pero lo hago con un volumen tan bajo que se confunde con la algarabía que discurre por el andén. Esta situación me recuerda al día que le pegaron una paliza a mi padre.

Estábamos de fiesta mayor. En pleno agosto y sólo podíamos salir a la calle al atardecer. Al esconderse el sol la temperatura se relajaba un poco y nos daba un respiro. Por entonces sólo había una piscina en el pueblo y era la del dueño de la fábrica. Pero al ahogarse su única hija, dejó de mantenerla limpia y era un nido de insectos y reptiles. La taberna también era un buen refugio para escaparse del calor agobiante. En tiempos de fiesta mayor regresaban al pueblo las gentes que habían emigrado a otros lugares en busca de prosperidad. Eso significaba ingresos extras en los negocios decadentes del pueblo. Y donde más movimiento había era en la taberna. Allí se juntaban los paisanos que habían hecho un poco de fortuna fuera, y los parroquianos permanentes. Los emigrados para demostrar que habían triunfado pagaban las rondas. Toleraban la falsa deferencia de los no emigrados ante las anécdotas que les explicaban, ya que el único interés era por las copas pagadas. Y mi padre se había convertido en un concurrente, casi profesional. Hasta que un día puso la mano dónde no debía.
Fernando de la Paula marchó el primer año que tuvo la oportunidad a vendimiar a Francia. Era un hombre esbelto, como Cefe, y ya no volvió. Nada más como turista. La hija del francés, dueño de la viña, se enamoró de él. El francés tuvo que ceder porque la hija amenazó con suicidarse, pero cuentan por Francia que, en realidad, Fernando de la Paula encandiló al francés que, en el fondo, estaba orgulloso de tener un yerno tan trabajador y honrado. Un día que estaba en la taberna, no se le ocurrió otra cosa, a mi padre, que tocarle el culo a la francesa. Fernando de la Paula y otros tres mozos que le tenían ganas, lo sacaron de la taberna y le dieron una paliza, eso sí, según la opinión de la mayoría del pueblo, desproporcionada. Yo me dirigía, tan feliz, a ver los fuegos artificiales y me encontré con tremendo panorama. Salí corriendo a buscar al aguacil. Aunque mi padre no despertara ningún afecto en mí, tampoco quería que le hicieran daño. El aguacil estaba entre el gentío que aplaudía cada vez que un cohete explotaba produciendo cientos de luces de colores y un gran estruendo. De repente empezó a explosionar la traca final. La gente, extasiada, miraba al cielo. Yo gritaba, pero el aguacil no me oía. Estaba absorto, como los demás, en el espectáculo pirotécnico. Mientras yo lanzaba gritos enmudecidos por el sonido de la pólvora, mi padre iba recibiendo golpes de manera brutal por el de la Paula y compañía.

Así me siento llamando a Cefe. Unos gritos inútiles. Tan sólo lo tengo a unos pocos metros. Pero sigue, sin parar, hacia el último vagón. Veo que levanta la mano y saluda a alguien que hay en el interior. Extrañado, ahora me coloco detrás de él, intentando que no me vea. Algo chocante ocurre con Cefe; el hombre que curó las heridas del marido de su amante después de sufrir una brutal paliza. Que se hizo cargo de la educación de su hijo y que volvió loca, en la cama, a una mujer desahuciada. No puedo imaginar qué clase de misterio envuelve a tan noble personaje. Apostado tras uno de los pilares que aguanta la cubierta del andén, observo, como un furtivo, a quién recibe con tanto afecto. La mente me funciona a cien por hora elaborando hipótesis. Incluso llego a pensar que seré yo el que baje del tren, como si me hubiera trasladado a otra dimensión. Me doy cuenta de que leo demasiado. Ahí está Cefe, con los brazos abiertos, dispuestos a estrechar a alguien. De los viajeros que se están apeando destaca una hermosa mujer con la piel del color del ébano y de unas proporciones simétricamente proporcionales. Es la mujer más bella que nunca he visto y va a parar a los brazos de Cefe que la besa con pasión. Están abrazados. Ella ha dejado caer la maleta al suelo, olvidándose de ella. Se besan. Paran y se hablan entre sonrisas. Yo me escondo por completo. Deseo ser invisible. Cefe ha hecho mucho por mí y no quiero que sepa que lo he visto. Los observo y me tranquilizo porque se alejan. Van a la parada de los taxis. Cuando han desaparecido de la estación respiro hondo. Necesito un trago para tranquilizarme. Ha sido un golpe muy duro; jamás hubiera imaginado una infidelidad tan flagrante por parte de Cefe. Pobre mamá. A saber cuántas veces la ha engañado. Estoy dudando en decírselo. Sería una injusticia hacerle esa jugada a Cefe después de todo lo que ha hecho por nosotros. Pero no soporto que nadie le haga daño a mi madre. Para mí es lo más sagrado. Apuro el coñac y dejo un par de euros en la barra. El camarero me agradece la propina. Me siento en un banco. No acabo de digerir el golpe. Han pasado dos horas desde que descubrí a Cefe con aquella desconocida. Lo tengo claro. Me levanto con decisión. Busco un teléfono y llamo a mi madre. Me contesta un hombre jadeante. Creo que me he equivocado. No digo nada. En unos segundos mi madre coge el teléfono. Reconozco su voz. Escucho al hombre riendo. Sigo en silencio y cuelgo.
XXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXX