A pesar de que era el día del
espectador había poca gente en la sala. Cinco tipos solitarios a los que de
veras interesaban la película y un par de parejas cobijadas por la oscuridad.
Alberto fumaba mientras el proyector escupía los fotogramas en la lejana
pantalla. Había cambiado el último rollo y por fin podía relajarse hasta el
final de la película. El tiempo transcurrió como por arte de magia y antes de
que desapareciesen los títulos de crédito la sala empezó a iluminarse. Desde la
altura, Alberto, observaba como desfilaban los espectadores. En seguida
entraron los dos acomodadores con una escoba en la mano y se pusieron a barrer.
Alberto apagó el proyector y guardo el rollo en la lata. Al día siguiente había
sesión matinal y el programa era otro.
El aparcamiento estaba desierto. Una
capa de rocío cubría el auto de Alberto. Siempre era el último en abandonar el
cine. Condujo hacia casa por las calles vacías. Se detuvo varias veces ante los
semáforos en rojo. El último se lo saltó; pensó que era una tontería detenerse
en un cruce donde no circulaba nadie y disponía de buena visibilidad. Alberto
vivía en un viejo edificio al lado del nuevo centro comercial. Cada noche,
mientras maniobraba para entrar en la escueta entrada del aparcamiento
comunitario, coincidía con aquella mujer que cruzaba apretando el paso por
delante de él. Ella siempre le dirigía una sonrisa suplicante para que la
perdonase y él se la devolvía condescendientemente. Luego la mujer desaparecía
por la avenida.
Una mañana que tenía libre, Alberto
fue a dar una vuelta por los alrededores del edificio. Contemplaba absorto el
tráfico matinal mientras esperaba en el paso cebra. De repente el hombrecillo
del sombrero se iluminó y empezó la cuenta atrás para cruzar al otro lado.
Tampoco eran muchos los transeúntes a esas horas de la mañana, aún así tuvo que
esquivar a un tipo enganchado de un teléfono por la oreja. A éste lado de la
calle reina majestuoso el nuevo centro comercial. Cuando Alberto estuvo frente
a él se le ocurrió entrar a comprarse una camisa. Pasear por el interior no era fácil. No
podías perder de vista los carteles indicadores y una sucesión de escaleras
mecánicas transportaban a los clientes de planta en planta. Entró a fisgonear
en la sección de perfumería. Le gustaba aquella amalgama de buenos olores.
Entonces se dio cuenta de que la dependienta le resultaba familiar. Ella no
reparó en él. No reconocía su rostro. De hecho sólo lo había visto de noche y
en el interior del coche. Él la miró buscando aquella sonrisa, pero ella estaba
absorta colocando unos frascos bajo el mostrador de cristal. Alberto retomó las
escaleras hasta llegar a la última planta. Entró en la cafetería, buscó algún
periódico y se sentó a tomar un té.
Los viernes se estrenan las
películas, pero hacía un mes que no llegaban rollos nuevos al cine. Alberto
sabía que eran malos tiempos, pero mientras que los acomodadores hicieran la
vista gorda con el comportamiento de los espectadores en el interior de la
sala, el cine estaba salvado.
Como cada noche se cruzó con aquella
mujer y decidió que al día siguiente la esperaría en la puerta del aparcamiento
comunitario. Condujo un poco más rápido y se saltó varios semáforos en rojo
para provocar el encuentro. Apostado contra una farola esperó a que la mujer
apareciera.
-Hola, ¿cómo te llamas?
-Angélica.
Permanecieron en silencio, pero se
dijeron muchas más cosas que si las palabras hubieran brotado de sus gargantas.
-Trabajas ahí, ¿no?- dijo Alberto
señalando hacia el centro comercial.
-Sí, a doble turno. Por las tardes hago
de dependienta en la perfumería y por las mañanas barro y friego las escaleras.
-Total que estás todo el día
trabajando.
-Vaya-. Y una sombra de desánimo
apareció en el rostro de Angélica.
Alberto la invitó el domingo
siguiente al cine y Angélica accedió con mucho gusto.
Él la observaba desde la cabina de
proyección. Angélica miraba la película concentrada en su butaca. Cuando se
encontraron en el aparcamiento Alberto le pidió matrimonio.
Fue una ceremonia escueta y por lo
civil. Ni el novio ni la novia tenían familiares en la ciudad, así que los
testigos fueron un acomodador y una de las limpiadoras del centro comercial. Se
fueron a vivir al piso de Alberto ya que era de su propiedad y Angélica
abandonó el piso de alquiler que compartía con tres mujeres. Después del viaje
frugal a Valencia con motivo de la luna de miel, sus vidas volvieron a la
normalidad.
Al cabo de dos meses Angélica decidió
dejar el doble turno, ya que era una mujer casada y a partir de entonces sólo
trabajaría en la perfumería. Alberto estuvo de acuerdo.
Por fin llegaron los estrenos.
Alberto apilaba las latas que contenían los rollos de película. Aquel viernes
estrenaban cuatro títulos. Una cierta inquietud se apoderaba de todos los
maquinistas; se sentían como niños con zapatos nuevos. Alberto examinó el
título de la película que le había tocado y se le agrió la sangre.
No soportaba al actor protagonista.
Tenía que actuar rápido si no quería tragárselo durante un mes, por lo menos.
Corrió hacia la sala de al lado y le pidió a su compañero Antonio que le
cambiara el puesto. Antonio accedió y Alberto se sintió aliviado. Cambió la
película de su actor más odiado por una de animación en tres dimensiones.
Tampoco le apasionaba, pero por lo menos evitaba ver la cara de aquel tipo todo
el día en la pantalla.
Por las noches ya no se cruzaba con
Angélica en la puerta del aparcamiento comunitario porque, ahora, lo esperaba
en casa.
-¿Cómo ha ido el día, cariño?-,
preguntó ella.
-Igual que siempre-, contestó él.
Cenaron y después celebraron en la
cama lo contentos que estaban en su condición de marido y mujer.
Extenuados ella le preguntó:
-¿No fumas?
-Hace cinco años que lo dejé.
-Pues yo ahora me fumaría uno. Me
gusta fumar después de hacer el amor o cuando estoy nerviosa.
Alberto la atrajo con fuerza hacia él
y la besó. El alba los sorprendió con sus cuerpos entrelazados mientras dormían
apaciblemente.
Los días fueron pasando, pero la
pasión que sentía la pareja parecía anclada. Alberto ya no salía el último del
cine y siempre buscaba una excusa para llegar pronto a casa. Al principio no se
percató, pero el piso olía a tabaco. Pensó que Angélica fumaba a escondidas.
Sólo pensarlo le dio la risa y lo toleró. Entró de puntillas para ver si la
sorprendía. Angélica estaba en la cocina fregando unos vasos. Encima del mármol
había una botella de coñac. Alberto se acercó sigilosamente por detrás y abrazó
a Angélica por sorpresa. Ésta se sobresalto y con maestría se lo sacó de
encima.
-Cariño, me has asustado-, dijo
mientras se acaronaba el pelo. Alberto se abalanzó sobre ella y la besó. Ella
volvió a separarse disimuladamente mientras cubría la botella de coñac con su
cuerpo.- ¿Por qué no bajas la basura? Al final se me ha olvidado-. Angélica
señaló hacia la bolsa de plástico negro apoyada en la puerta de la cocina.
Estaba repleta y Alberto tuvo dificultades para realizar el nudo con las dos
tirillas. Se acercó a Angélica que permanecía quieta apoyada en el mármol y la
besó sobre aquella suplicante sonrisa.
-Ahora subo, mi amor. No te vayas,
¿eh?-. Dijo Alberto bromeando.
Llamó al ascensor, pero éste
permanecía averiado de nuevo. Bajó como un rayo por las escaleras. La bolsa iba
dando golpes por las paredes. Antes de llegar al rellano del entresuelo escuchó
un portazo que provenía de la parte de arriba de la escalera, pero no le hizo
mucho caso. En aquel edificio vivía mucha gente y hacía tiempo que había
perdido el control de sus vecinos. Salió a la calle. El contenedor estaba
enfrente del portal. Dio un par de pasos y estiró el brazo dejando caer la
bolsa en el interior. Se dio la vuelta a toda velocidad para llegar cuanto
antes a casa. Entonces se topó de frente con aquel tipo. Un hombre de tez
morena, calvo y con un bigote puntiagudo bajo una nariz aguileña.
-Perdón-. El hombre posó la mano en
el hombro de Alberto y siguió su camino. Alberto no lo había visto nunca, pero
tenía algo que le pareció natural. “Quizás lo he visto en el cine”, pensó y
subió a su casa en un plísalas.
A Eusebio le faltaba un mes para
jubilarse. Entró en la sala de proyección. Alberto leía un diario deportivo.
Eusebio fue el maestro de Alberto. Le enseño todos los trucos para cambiar los
rollos sin que tuviera problemas. Los dos hombres se dieron la mano al verse.
-Hombre, Eusebio, ¿qué te trae por
aquí?
-Quisiera pedirte un favor.
-Tú sabes que por ti se hace lo que
convenga.
-Se trata del marido de mi hija. Es
un poco torpe, pero como están las cosas he pensado colocarlo en mi puesto.
Sabes que me falta poco-. Eusebio hizo una pausa y miró fijamente a Alberto.-
He pensado en que lo enseñes tú.
Aquello no le hizo ninguna gracia a
Alberto. El yerno de Eusebio ya trabajó alguna vez en el cine y fueron
problemas continuos. Era buena persona, pero un desastre como maquinista.
-Ningún problema, Eusebio. Dile que
venga cuando quiera-. Alberto fue rápido. No quería defraudar a su maestro.
-Bueno, pues muchas gracias. No sabes
el peso que me quitas de encima-. Y Eusebio se echo a reír. Los dos se
percataron de que el rollo estaba a punto de acabarse y se despidieron
entrelazándose las manos de nuevo.
Alejandro, el yerno de Eusebio, se
presentó aquella misma tarde. Se quemaron tres rollos y acabaron el trabajo una
hora más tarde. Alberto llegó a casa sacudido por el manojo de nervios reprimidos
que llevaba dentro. Cuando entró en el piso encontró a Angélica adormilada en
el sofá bajo la luz hipnótica del televisor. Alberto lo apagó y se agachó para
besarla. Entonces se dio cuenta.
-¡Angélica!
La mujer se despertó asustada.
-¿Qué pasa?, ¿por qué gritas?
-Tienes un ojo morado.
-Ah, me he dado un golpe con el canto
de la mesa. He resbalado.
-Ven aquí, cariño-. Alberto la
acurrucó junto a él y le acarició la cabeza.
Alberto no podía más. Estaba
acostumbrado a trabajar solo y Alejandro, a parte de ser un negado para la
máquina, le asqueaba.
-Mira esos dos-. Dijo asomado por el
hueco que había en la pared para proyectar la luz en la pantalla.
-Deja a la gente tranquila-.
Sentenció Alberto.
-¿Tú no los miras nunca?
-Jamás se me ha ocurrido-. Alberto
leía un periódico, pero no podía quitarle el ojo de encima a aquel tipo. Era
una bomba de relojería y en cualquier momento podía causar el desastre.
-¿Cuánto falta para cambiar el
rollo?-, preguntó Alejandro.
-Tranquilo, yo lo cambiaré. Ayer ya
cumplimos el cupo de accidentes.
Tres golpes secos sonaron en la
puerta. Los dos maquinistas se miraron mientras la puerta se abrió de golpe. Un
hombre grueso encajado en una raída gabardina entró en la sala de proyección.
En la puerta había dos agentes de policía.
-Buenas tardes, soy el inspector Esclusa,
¿quién de ustedes es Alberto Cigal?
-Yo mismo.
El inspector hizo una señal para que
entraran los dos agentes. Mientras uno de ellos sujetaba a Alberto, el otro le
ponía las esposas.
-Alberto Cigal queda usted detenido.
Si en aquel preciso instante alguien
hubiera pinchado a Alberto ni una gota de sangre brotaría de su cuerpo. Estaba
completamente helado y su rostro blanco.
-Pero…-, balbuceó-, la película no ha
terminado.
-Tranquilo, yo me ocupó-. Dijo
Alejandro.
-¡Pero tú no tienes ni idea!-. Gritó
Alberto mientras los agentes se lo llevaban por el pasillo. El inspector les
seguía el paso mientras encendía un cigarrillo.
Lo sacaron del calabozo y lo
introdujeron en la habitación de interrogatorios. No era como en las películas.
Las paredes estaban desconchadas y en un rincón habían amontonados unos viejos
archiveros de cartón raído y unas mohosas carpetas de las que había
desaparecido cualquier inteligibilidad de sus inscripciones clasificatorias.
Tampoco existía ningún espejo por el que sentirse observado. Un guardia de
seguridad acompañó a Alberto y lo hizo sentarse en una destartalada silla. Le
puso las manos en la espalda y lo esposó de nuevo. Del techo pendía una
bombilla cubierta por una amarillenta pantalla acartonada. No había más
mobiliario en la habitación. También carecía de ventilación. Alberto tuvo la
sensación de que estaba en el cuarto de las ratas. Aturdido esperó con una
calma pasmosa a que se esclarecieran los hechos.
Lo primero que le dijo su abogado es
que no tenía nada que hacer para que Alberto saliera en libertad. El ojo morado
de Angélica era la prueba. Eso sí, pediría una reducción de condena ya que era
la primera vez. Alberto contemplaba la situación como si la cosa no fuera con
él. El abogado le miró fijamente a los ojos y le dijo:
-Alberto, su esposa le ha denunciado
por malos tratos.
-¿Malos tratos?- Alberto quedó
todavía más sorprendido.
A la mañana siguiente se presentaron
ante el juez. Era un hombre de avanzada edad oculto tras unas pequeñas gafas de
cristales oscuros. Los pliegues de su vetusta piel recordaban a las patas de un
elefante. Estaba completamente cubierto de arrugas. La habitación era pequeña;
sólo había espacio para la mesa-escritorio del juez y las tres sillas. Una de
ellas estaba colocada junto al anciano y estaba destinada al representante de
la parte fiscal. En este caso una joven con una larga cabellera rubia recién
salida de la facultad. Las otras dos sillas eran para el detenido y su abogado.
El juez estuvo removiendo los papeles que tenía ante sí mientras la joven
fiscal le cuchicheaba algo a la oreja. Mientras la joven hablaba el juez dejaba
esbozar una leve sonrisa en sus vetustos labios. Entonces el anciano se dirigió
al abogado:
-¿Sabe su cliente que va a entrar en
la cárcel?
Alberto se inclinó hacia delante sin
levantarse de la silla. El abogado le apretó la pierna con la mano para
indicarle que se estuviera quieto.
-Pero, señoría, Alberto es inocente.
Un corto silencio se instaló en la
habitación. La joven volvió a acercar su boca a la oreja del juez y éste
sentenció:
-Declaro prisión preventiva hasta la
celebración del juicio.
Todos se pusieron de pie y Alberto se
desmayó cayendo a plomo contra el suelo con todo su peso.
A sus cincuenta y tres años la
funcionaria Ana Rueda trabajaba sin descanso por la causa. Había ideado un
sistema de alerta por SMS que avisaba a las víctimas sobre el estado del
maltratador. El sistema avisaba cada vez
que el recluso disponía de algún permiso penitenciario, así la víctima podría
prepararse y estar atenta a lo que pudiera suceder a su alrededor.
Aquella tarde Ana se dirigía al piso
de Alberto para darle la clave de alertas a Angélica. Llamó a la puerta y
apareció un hombre de tez morena, calvo y con bigote.
-Buenos días-, dijo Ana.
-Buenos días-, contestó el hombre.
-Busco a Angélica Latorre.
-No está. Ha salido a trabajar.
-¿Allí puedo hablar con ella?
-Pues claro.
-Por cierto, ¿usted quién es?-,
preguntó algo intrigada la funcionaria.
-Su hermano-, dijo el hombre
titubeante.
-Hasta luego, encantada-, se despidió
Ana.
-Adiós-. Y la puerta se cerró.
Una vez en el portal sólo tuvo que
cruzar la calle para plantarse en la entrada principal del centro comercial. Se
acercó al guardia de seguridad y éste le indicó el despacho del jefe de
recursos humanos. Una vez allí llamó suavemente y tras la puerta apareció un
hombre sin adjetivos y gris. Ana le explicó el motivo de su visita y enseguida,
aquel hombre, hizo llamar a Angélica. Pasaron unos minutos y al poco apareció
en el interior del despacho.
-Buenos días-. Dijo Angélica.
-Buenos días. Está señora quiere
hablar con usted-. Dijo el jefe de personal mientras señalaba a Ana. Después se
escabulló por una portezuela de madera ajada y desapareció. Las dos mujeres
quedaron una frente a la otra.
-Buenos días, Angélica. Me llamo Ana
Rueda y soy del Instituto de la
Mujer. Mi tarea es preocuparme de la seguridad de las
víctimas de la violencia de género- Angélica escuchaba con una de sus mejores
sonrisas. Estaba muy elegante con el traje de vendedora de perfumes y no paraba
de frotarse las manos para demostrar cordialidad y cooperación. Iba asintiendo
a las palabras de Ana con la cabeza un poco ladeada.- Verás, Angélica, te voy a
dar unas claves que debes introducir en tu teléfono móvil. Así estarás siempre
informada de la situación de tú marido. Evidentemente mientras esté en la
cárcel no recibirás ningún mensaje. ¿Tienes tu móvil aquí?
-Sí.
-Pues venga. Vamos a introducir los
datos.
Cuando terminaron Angélica se
deshacía en gratitud hacia Ana por el servicio realizado. El jefe de personal
apareció en el despacho y todos se despidieron entrelazándose las manos.
Al cabo de tres meses en la cárcel a
Alberto le ofrecieron participar en unas sesiones con el psicólogo. Eran unas
charlas para descubrir el por qué de la violencia repentina desbocada sobre las
personas más amadas. Asistir tenía premio; un permiso de fin de semana para
poner en práctica todo lo trabajado en las sesiones. Alberto no lo dudó ya que
así podría hablar con Angélica para ver lo que había pasado y lo más importante
de todo; podría acercarse al cine, o lo que quedaba de él, ya que Alejandro, el
yerno de Eusebio, había conseguido con sus manazas prender la mitad del recinto
en una noche de estreno. Aún así un par de salas seguían funcionando y Alberto
añoraba el ruido de las máquinas.
La primera sesión fue un desastre; no
tenía nada que decir. Estaba rodeado de verdaderos maltratadotes que sí
intentaban justificar de alguna manera los aberrantes hechos que los habían
llevado allí. El psicólogo cansado del silencio de Alberto le instó a
participar.
-Alberto, cuéntanos un poco de lo
tuyo, hombre. No sirve de nada guardárselo dentro.
-Es que no tengo nada que contar.
-Ya, claro. Insistes en tu inocencia.
-Por supuesto.
-Pues como no colabores el permiso
seguirá estando lejos, muy lejos.
Alberto volvió a caer en aquella
profunda fosa cavada por su incomprendido silencio.
Pero el psicólogo se equivocó y el
permiso llegó. Aunque no fue por un motivo alegre. Eusebio, el viejo
maquinista, había fallecido. Se ahogó un domingo en el pantano al caerse de la
barca en la que estaba pescando junto con Alejandro, su yerno. Una vez probado
el grado de afecto entre Eusebio y Alberto, el director de la institución
penitenciaria accedió a la firma del permiso para que acudiera al entierro.
Juan había ideado un plan para hacerse con el
piso y quitarse a Alberto de en medio. Angélica entró en el piso y le enseñó el
teléfono móvil. Juan lo cogió.
-Ha salido-, dijo Juan enarcando sus
cejas morenas.
-Sí, a un entierro. Volverá a entrar
esta tarde.
-Tenemos poco tiempo.
Juan se pasó la mano por la cabeza calva
e hizo un movimiento con los labios. El bigote osciló hacia arriba y hacia
abajo causando un efecto cómico. Angélica sonrió frente a Juan que releyó el
mensaje de nuevo. Se acercó un poco la pantalla a los ojos. Después dio dos
pasos y apoyó suavemente el teléfono sobre la mesa. Angélica lo observaba con
una ingenua impaciencia. No se había movido desde que lo vio. Juan la miró y dio una leve palmada.
Después sonrió y levantó las palmas hacia arriba como queriendo decir: “Qué le
vamos a hacer.” Angélica asintió y cerró los ojos. Entonces Juan dejó caer con
toda su fuerza el puño contra la frágil y bella cara de Angélica que retrocedió
unos pasos a causa del golpe.
-¿Te he hecho daño, cariño?-,
preguntó Juan mientras acariciaba las mejillas de su mujer.
-Hombre; tú mismo.
-Perdóname, Angélica. Sabes que falta
poco para que esto termine.
-Lo estoy deseando-, contestó
Angélica con su dulce sonrisa. Luego se besaron mientras el golpe empezaba a
inflamarse en la cara de la mujer.
El entierro fue un desastre. No se le
ocurrió otra cosa a Alejandro que ayudar a los de la funeraria a alzar el féretro
de su suegro hasta la segunda hilera de nichos. Resbaló y el cadáver
embalsamado de Eusebio cayó de la caja y rodó por el suelo ante el asombro de
los asistentes. “No me lo puedo creer”, se dijo Alberto. Pero su
sorpresa fue aún mayor cuando vio a dos policías que se dirigían corriendo
hacia él. Ante el asombro de todos lo esposaron y se lo llevaron detenido.
Alberto había aprendido a no preguntar y a dejarse llevar por los
acontecimientos que lo desbordaban. En menos de una hora estaba de nuevo en su
celda.
A Ana Rueda le quemaba el expediente de
Angélica en la mesa. Aquel caso le parecía extraño. Era el único en que el
marido no acababa con la vida de su mujer aprovechando un permiso
penitenciario. Algo ocurría, eso estaba claro, pero no conseguía dar con el
qué.
Después de comer decidió dar una
vuelta por el centro comercial. Así podría observar a Angélica sin que esta se
diera cuenta. Al llegar a la entrada principal se mezcló con el resto de
clientes y tras cruzar la puerta automática se introdujo como una más. Unas
agujas gigantescas incrustadas en una magnífica pared de mármol señalaban las
cinco menos diez. Angélica estaría a punto de llegar así que Ana se dirigió al
supermercado a comprar un litro de leche de soja para aprovechar el viaje. Pagó
en efectivo y se conmovió al ver la mirada de la joven cajera. Tuvo la
sensación de cómo si estuviera anclada a la silla giratoria. Era una chica muy
guapa y sus ojos mostraron que alguna vez fueron vigorosos, pero Ana se dio
cuenta de que aquel trabajo la estaba sepultando. Recogió el cambio y se marchó
pensando que el suyo no era mucho mejor. Con disimulo se acercó a la sección de
perfumería. Tuvo que atravesar la zona de ferretería. Observaba las
herramientas allí colgadas intrigada. No tenía ni la menor idea de la función
de cada una de ellas. Entonces vio a un tipo calvo con bigote que la observaba
fijamente desde el final del pasillo. ¿Dónde lo he visto antes?, pensaba Ana
mientras apartaba la mirada. Disimuló un poco como si de verdad estuviera buscando
un formón de carpintero. Toco unos cuantos con al mano y se volvió hacia donde
estaba el tipo. La seguía mirando con aquellos ojos negros. Ana le aguantó la
mirad esta vez y él se escurrió por el lateral del pasillo desapareciendo de su
vista. Ana no conseguía recordarlo, pero sintió algo que hacía mucho tiempo que
creía que había desaparecido. Entonces el calvo del bigote apareció junto a
ella. Ana todavía sujetaba el mango del formón cuando se sintió penetrada por
aquella mirada. El hombre no dijo nada y la beso. Ana dejó que sus lenguas se
cruzasen. Un calor tantas veces añorado recorrió su cuerpo convirtiendo su
entrepierna en un volcán.
-Vamos al lavabo-, dijo el hombre.
-No, no. Al lavabo no-. Dijo Ana sin
dejar de acariciar a aquel amante misterioso.
El hombre miró su reloj de pulsera y
dijo:
-Pues vamos a mi casa.
-¿Vives muy lejos?
-Aquí mismo.
Los dos abandonaron el centro
comercial como dos antorchas. Cruzaron la calle y al ver el portal enseguida se
acordó del calvo con bigote.
Ana estaba tan caliente y necesitada
que no quiso indagar más sobre el tema.
Después de tres horas haciendo el
amor Ana se dio cuento de lo que había ocurrido, pero lejos de arrepentirse le
dijo al hombre que estaba muy satisfecha y que tendrían que repetirlo, pero así
como había sucedido. Ana planteó buscar diversos espacios públicos para
sucumbir a la seducción. Él estaba de acuerdo incluso se ofreció a llegar un
poco más lejos.
-¿A qué te refieres?,- preguntó Ana.
-Ya sabes-. Y el hombre le enseñó el
puño y empezó a anudar el cinturón. Cuando terminó dio un latigazo en el
respaldo del sillón.
-No eso, no-. Dijo Ana sonriendo.
-Como quieras. Pero deberías
probarlo. Al final os gusta a todas.
Ana se dio cuenta de que se había
hecho tarde y tenía que marcharse de allí. Se despidió del hombre besándose
levemente en los labios y se largó.
Llegó a casa y se dio una ducha.
Estaba hambrienta y pidió comida china por teléfono. Luego se dirigió a su
despacho y una vez en frío se dispuso a atar cabos. Aquel expediente realmente
ardía, pero estaba tan cansada que se durmió. Sólo se despertó cuando el
repartidor chino llamó a la puerta.
Pasaron los meses. Alberto llevaba
tanto tiempo acudiendo a terapias y deliberaciones con los psiquiatras de la
cárcel que empezó a creer que había maltratado a Angélica. Observaba en
silencio. Era muy raro verlo hablar con alguien y cada era menos sociable. Aún
así colaboraba en las tareas colectivas. Ahora adornaban el comedor con motivos
navideños ya que faltaba poco para la cena de Nochebuena. Pero a la hora de
comer y de salir al patio parecía una sombra. El carcelero lo sacó de su mundo.
-Tienes visita.
Alberto se extrañó y empezó a
especular. Quizás fuera Angélica, o algún familiar, aunque sabía no debía
pensar en su mujer.
Se arrastró como un guiñapo hacia la
sala de visitas. Un guardia lo custodiaba por detrás. Sin levantar la vista
cogió la silla para sentarse enfrente del cristal. Cuando vio a su visitante
agarró la silla con fuerza. Frente a él se mostraba sonriente Alejandro, el
yerno de Eusebio el que fuera compañero de Alberto en el cine.
-Contigo aquí la cárcel igual se
hunde-, fueron las primeras palabras de Alberto en meses.
-¿Qué tal, Alberto?
El motivo de la visita de Alejandro
estaba impulsado por su mujer. Querían invitar a Alberto a comer el día de
Navidad. Primero el preso se negó, pero por no soportar la pesada insistencia
de Alejandro al final accedió.
La visita terminó sin que ocurriera
ninguna desgracia provocada por Alejandro y el guardia acompañó a Alberto a su
celda.
-Todos los tontos tienen suerte, eh,
Alberto-, dijo el guardia mientras cerraba la puerta. Alberto asintió, como si
hubiera prestado atención a las palabras del carcelero.
Aquella mañana Ana Rueda se despertó
como nunca. Su rostro estaba radiante y la felicidad fluía por su interior.
Decidió que no volvería a ver al hermano de Angélica aunque tenía motivos para
hacerlo. En la oficina, encerrada en su despacho, no podía dejar de pensar en él.
Ana a sus cincuenta y tres años se sentía como una jovencita descubridora a la
que le han obsequiado con el mejor de los premios que buscaba. Pero su
experiencia le decía que se olvidase del tema y volviera a concentrarse en su
vida. La vida de todos los días. La que le obligaba a leer informes sobre
mujeres angustiadas dentro de sus respectivos infiernos. Situaciones caóticas
producidas por seres del mismo sexo como el que a ella le llenaba de placer.
Como el marido de Angélica que cada vez que salía de la cárcel le propinaba una
paliza y luego se escudaba en un falso escudo de ignorancia. Ana tenía que
revolcarse cada día entre los expedientes de aquellas mujeres buscando la mejor
manera de ayudarlas. Su corazón se había curtido y sin darse cuenta empezó a
tratar aquellos casos como simples números. Tenía que entregar un cupo a fin de
mes para justificar su trabajo. Al fin y al cabo era una funcionaria.
Por la tarde, después de trabajar,
fue a dar un paseo cerca del centro comercial con la esperanza de encontrar al
hombre. Ya no le preocupaba Angélica. Esta vez buscaba la satisfacción que
tantos años había estado perdida. Llevaba un cuarto de hora merodeando por allí
sin rastro de su amante. La espera aún la aturdía más. Entró en el centro
comercial. Como si sus pies calzaran las zapatillas rojas se dirigió a la
sección de perfumería. Observó. Aunque ahora mismo poco le importaba Angélica.
Buscó entre los pasillos la mirada perdida del hombre acechándola, pero no la
encontró. Su pequeña locura hizo que se confundiese y molestó a un hombre
acompañado de su mujer. El incidente no pasó más que de una mirada cabizbaja y
unas mejillas sonrojadas. Salió del centro comercial y se acercó al portal por
donde bajó ardiente aquella anhelada tarde. Ni rastro del hombre del bigote. Se
sentó en un banco y observó con la mirada confundida el vaivén de la gente. Al
poco regresó a casa. Esta vez sí un poco avergonzada.
Faltaban dos días para Nochebuena.
Angélica y Juan habían salido por el centro de la ciudad. Las calles estaban
iluminadas y todos los escaparates de las tiendas estaban decorados con motivos
navideños. Los dos iban cogidos por el brazo y caminaban entretenidos por entre
el mar de gente que llenaban las calles del centro por la tarde. Quizá fue por
tal bullicio que Angélica no escuchó la alarma de su móvil. No fue hasta que
llegaron a casa que se dio cuenta.
-Mira, Juan. Un mensaje. Va a salir
para Nochebuena.
Juan miró a Angélica fijamente. Se mantuvo
en silencio unos segundos. Después dijo con la tranquilidad del que lo tiene
todo controlado:
-Tranquila. Esta vez lo haremos de
otra forma.
Angélica no preguntó. Simplemente se
tiró a sus brazos y busco sus labios. Juan la arrastró hacia la cama mientras
la besaba con una pasión desenfrenada.
-Te quiero-, balbuceó Angélica.
Juan no dijo nada. Solo una sonrisa
cómplice brotó en su rostro mientras la penetraba sin compasión.
Alberto estaba ojeando una revista de
cine en su celda cuando el guardia llamó a la puerta. Le gustaba leer aquellas
revistas para poder imaginar que se encontraba en la sala de proyección y que
desde la pequeña ventana podía observar la película en la gran pantalla blanca.
El carcelero tuvo que llamar dos veces antes de Alberto saliera de su
ensimismamiento. Aún así no contestó. Se tumbó en la cama y esperó a que el
guardia entrara. Al fin y al cabo él sí tenía las llaves de la celda.
-¿Qué pasa, estás sordo?-, preguntó
con sorna el carcelero.
-No-. Contestó Alberto.
-Levanta. Te han dado un permiso.
Alberto se levantó encarecidamente.
Después siguió al guardia hasta el despacho del director.
Al lado de una puerta de cristal
granulado para entorpecer la visión de lo que había en el interior hay dos
sillas de estructura metálica con el respaldo y el asiento forrados de un escai
de color verde oliva que en su mayoría de costuras deja escapar la enmohecida
espuma amarillenta ya casi negra del paso de los años. Alberto se sentó en una.
El carcelero permanecía de pie junto a la puerta. En breve aparecería el
director. El único contacto que tenía con los presos se reducía a la entrega de
permisos y el certificado de libertad. Se abrió la puerta apareció aquel hombre
de pequeña estatura y gris que parecía camuflarse tras el mostacho y las gafas
de cristal grueso.
-Le traigo a Alberto Cigal, señor
director-, dijo el carcelero.
El director miró a Alberto que
continuaba sentado en la silla como si aquello no fuera con él.
-Anda, pasa Alberto-, dijo el
director afablemente.
Entonces se levantó de la silla con
la misma parsimonia con que lo hizo en la celda y entró en el despacho. El
director le invitó a sentarse en la silla que había frente a su mesa. Alberto
se sentó y observó un gran cuenco de cristal repleto de caramelos de menta. El
director bordeó la mesa y se sentó frente a él.
-¿Un caramelo?-, ofreció con
amabilidad el director.
-Gracias-. Y Alberto introdujo la
mano en el cuenco agarrando un puñado. Después, con total indiferencia, se los
introdujo en el bolsillo de la chaqueta.
El director ojeó una pequeña pila de
papeles desordenado. Con un golpe maestro hizo que todas las puntas cuadrasen y
el montón quedó perfecto. Entonces cogió un papel con la punta de los dedos índice
y pulgar y lo situó enfrente. Primero lo leyó en voz baja. Cuando estuvo seguro
de lo que ponía miró sonriente a Alberto.
-Alejandro Estaca ha pedido un
permiso para que puedas acudir a la cena de Nochebuena en su casa. Aquí tienes
el documento certificado para que puedas ir. No te preocupes, está concedido y
confirmado. Pero ten cuidado con lo que haces. La policía ya está informada.
Así que pórtate bien y disfruta de la cena. Y no hagas ninguna tontería, me ha
costado mucho conseguirte este permiso.
El director le extendió el documento
con una sonrisa sincera en la cara. Aquel hombre tenía olfato con los
delincuentes y sabía que Alberto no era en absoluto como la justicia había
dictado.
-No quiero salir-, dijo Alberto.
-¿Cómo?-, preguntó extrañado el
director.
-Qué no salgo-, sentenció el preso.
El director continuaba extendiendo el
permiso al alcance de la mano de Alberto que lo cogió e hizo una bola con él.
Después buscó la papelera con la vista y de un tiro certero lo coló dentro. El
carcelero acompañó a Alberto a su celda.
Juan sacó el coche del aparcamiento y
buscó un sitio libre en la calle. Tuvo que dar varias vueltas hasta que al fin
lo encontró. Dejó el coche bien estacionado y después se fue a casa. Angélica
estaba preparando la comida para la noche. Estaba contenta porque el centro
comercial cerraba dos horas antes y podía disfrutar de la Nochebuena. Juan
entró por la puerta y dejó las llaves en el pequeño mueble del recibidor.
-Buenos días, cariño-, dijo Angélica
desde la cocina.
-Hola. Ya he preparado el coche-,
contestó Juan.
Aparte del piso también se habían
quedado con el coche de Alberto. Juan le explicó a Angélica que lo había
aparcado en una zona, justo detrás del centro comercial, al lado de los
contenedores de basura, donde por la noche transcurría poca gente. Y menos esta
noche señalada en la que todas las familias se encierran en sus casas para
deleitarse con una cena especial, cada cual dentro de sus posibilidades.
-Te voy a preparar un bogavante que
te vas a chupar los dedos-, dijo Angélica acaronando las manos de Juan.
-Seguro que sí, mi amor.
-Vamos a comer algo ligero para hacer
hueco para esta noche-, dijo Angélica.
Y Juan preparó la mesa.
Ana Rueda estaba en el despacho junto
a otros compañeros brindando con una botella de cava cuando le llegó la
notificación: Alberto Rueda tiene permiso para salir en Nochebuena. Un poco
achispada por las burbujas se quejó ante sus compañeros de lo mal que
funcionaba el sistema. Ahora una mujer pasará acongojada la Nochebuena, dijo
refiriéndose a Angélica. Pero en aquella fecha tan señalada todos hicieron de
tripas corazón y cuando llegaron las dos de la tarde fueron abandonando uno a
uno las oficinas del ministerio. Ana tenía que conducir un par de horas para
reunirse con sus padres en el pueblo. Ya tenía el equipaje preparado en el
maletero del coche. Así que después de los cuatro besos de rigor se despidió y
arrancó el coche dispuesta a llegar a su destino antes del anochecer.
El ambiente en la cárcel no variaba
mucho con el que se podía encontrar un día normal, aunque se notaba un puntito
más deprimente. A las seis de la tarde un carcelero fue a buscar a Alberto.
Desde que descubrió las revistas de cine en la escueta biblioteca de la cárcel
no dejó de leerlas. Cuando llegó el guardia lo encontró estirado encima de la
cama sumergido en una de ellas.
-Alberto, prepárate. Es casi la
hora-. Dijo el carcelero.
-¿La hora de qué?-, preguntó
extrañado Alberto.
-Pues de que salgas de permiso esta
noche, hombre. ¿De qué va a ser?
-No sé. A estas alturas ya nada de lo
que me ocurra me sorprende. Por un momento pensé que había llegado la hora de
mi ejecución.
-No seas animal, Alberto. Además no
vas a estar aquí encerrado toda tu vida.
-¿Vida? Ya no sé lo que es eso. Hace
tiempo que la vida ha muerto para mí. Ahora si no te importa déjame solo. Feliz
Nochebuena.
El guardia ya conocía la negativa de
Alberto de disfrutar del permiso, pero aún así quiso intentar que saliera y
aprovechara aquella oportunidad. En el fondo Alberto era un tipo que contaba
con la simpatía tanto de los presos como de los funcionarios.
-No sabes lo que haces. Yo mismo me
tengo que joder y pasar la
Nochebuena aquí, trabajando. Y tú que tienes la oportunidad
de pasarla en familia te quedas aquí por gusto. No lo entiendo la verdad-. Dijo
el guardia.
-No es mi familia. Ni siquiera los
conozco. Por favor, vete ya y déjame tranquilo.
El carcelero desistió de su propósito
y se marchó. Alberto retomó la lectura de la revista hasta quedarse dormido
sobre el jergón.
Angélica llegó a casa y preparó el
bogavante a la catalana. Una receta muy sencilla en la que el único requisito
dependía de una buena cocción. Después lo acompañó con tomates, cebolla y una
hojitas de albahaca. Todo ello aderezado con un buen aceite de oliva. Juan
había decorado la casa por la tarde con unos motivos navideños que encontró en
un cajón del mueble del comedor. Todo estaba listo para la cena. Los dos
amantes se vistieron para la ocasión y se sentaron a la mesa. Juan descorchó
una botella de un excelente vino blanco cuyo sabor afrutado estallaba
deliciosamente en el paladar. Picaron unos chipirones rebozados y unos
mejillones al vapor. Después Angélica se levantó de la mesa y con majestuosidad
apareció con una fuente donde reposaba el bogavante. Juan aplaudió feliz.
Tardaron poco en darle fin al festín. Juan encendió un cigarrillo mientras
Angélica preparaba el café. Después de tomarlo se levantó de la silla y fue a
la habitación. Apareció vestido con un chándal. Entonces cogió las mejillas de
la mujer con sus manos y la besó.
-Tardaré poco, cariño.
Y Juan salió por la puerta mientras
Angélica encendía la televisión.
No pasaron ni diez minutos cuando
Juan regresó.
-Ya está, cariño. Ya puedes llamar.
Entonces Angélica se levantó
sonriente de la butaca y se dirigió al teléfono. Su semblante cambió y adoptó una
voz lastimera para llamar a la policía y denunciar otro ataque de Alberto.
La mañana de navidad amaneció
tranquila. Aunque el frío cortaba en el exterior. Si no fuera por aquellas
ráfagas de viento, el día soleado invitaría a pasear. Juan y Angélica retozaban
en la cama cuando sonó el timbre. Ella se levantó y extrañada descolgó el
auricular del portero automático.
-¿Quién es?
-Policía-, contestó una voz ronca al
otro lado- queremos hablar con Angélica Latorre, ¿es usted?
Angélica guardó silencio unos
segundos. Juan apareció al otro lado del pasillo. Ella levantó el dedo pulgar y
guiñó un ojo en símbolo de satisfacción. Entonces cambió de registro y contestó
al policía.
-Sí, soy yo. Suban por favor-. Pensó
que quizás había exagerado su tono lastimero, pero tampoco le dio importancia.
Al cabo de un par de minutos un inspector acompañado de un par de agentes esperaba
frente a la puerta del apartamento. Juan se vistió a toda velocidad con el
chándal. Angélica se anticipó al dedo del inspector, que ya estaba a punto de
tocar el timbre, y abrió la puerta.
-Buenos días-, dijo Angélica.
-Buenos días. Soy el inspector
Esclusa, ¿podemos pasar?
-Adelante.
Entonces apareció Juan con una taza
de tila. Se la ofreció a Angélica.
-¿Y éste quien es?-, preguntó el
inspector a Angélica.
-Mi hermano. Hemos pasado la Nochebuena juntos.
-Ah, entiendo-. Dijo el inspector.
Angélica se dio cuenta de que el
inspector Esclusa se dolía un poco de la rodilla derecha y le ofreció sentarse
en la butaca. El inspector se lo agradeció mucho y se dejó caer con cuidado.
Luego la mujer ofreció una silla para cada agente, pero estos declinaron la
invitación. Entonces volvió a sonar el timbre del portero automático.
-Deben ser la inspectora Arán y dos
agentes de la brigada especial de violencia de género-, dijo el inspector.
Angélica abrió la puerta mientras
cruzaba una mirada con Juan. La pareja empezaba a estar incómoda con tanta policía
en casa.
-Y dígame, ¿ya lo han detenido?-,
preguntó Angélica.
-¿A quién?-, preguntó el inspector
Esclusa que se había quedado un poco transpuesto en la butaca.
-A Alberto, a quién va a ser-. Dijo
Juan un poco contrariado.
-Ah, sí, sí. Está en la cárcel-,
contestó el inspector.
-Menos mal-. Dijo Angélica llevándose
las manos al pecho para martirizar aún más su situación.
Sonó el timbre de la puerta. Uno de
los agentes la abrió y apareció la inspectora Arán acompañada de dos mujeres de
uniforme.
-Buenos días, feliz navidad-, dijo la
inspectora. Tanto el inspector como ella tenían muchos años de servicio a sus
espaldas como para trabajar un día tan festivo, pero lo cierto es que el asunto
de ambos era vocacional.
-Bueno, repasemos el caso-. Dijo el
inspector. Los dos agentes se acercaron disimuladamente a Juan. Igual que las
dos mujeres que subieron con la inspectora lo hicieron con Angélica- Quedan los
dos detenidos. Tienen derecho a guardar silencio. Todo lo que digan se
utilizarán en contra de ustedes y tal y tal.
Angélica y Juan estaban sorprendidos
mientras los esposaban.
-Pero, ¿cómo, por qué?-, preguntó
ella.
-Ya lo saben,- dijo secamente la
inspectora Arán- de todas maneras ya se lo recordaran en comisaría. ¡Ale!,
andando.
Cuando los agentes se llevaron a los
detenidos los dos inspectores se quedaron solos.
-Joder, Antonio. Ni en navidad nos
dejan tranquilos.
-Ya te digo, Rosalía.
-¿Y eso de Repasemos el caso.
Quedan los dos detenidos?
-Uno ya se cansa de jugar a Colombo.
Si son culpables no tengo que perder el tiempo en explicaciones.
Los dos rompieron a reír. Luego
salieron del apartamento y él la cogió del brazo acompañándola hasta el
ascensor.
El día de Nochebuena, a las once y
media de la noche, la policía recibe una llamada de auxilio de Angélica
Latorre. Es una mujer maltratada y cada vez que su marido sale de la cárcel
recibe un mensaje en el móvil. En seguida la policía activa el protocolo contra
la violencia de género. En la base de datos se encuentra el permiso
penitenciario para que Alberto Cigal pueda salir esa noche a cenar a casa de su
amigo Alejandro Estaca. Después de cenar angustiada y presa de temor Angélica
Latorre acompaña a su hermano Juan a tirar la basura. En ese momento se
encuentran a Alberto destrozando el coche que había pasado a ser propiedad de
Angélica. La policía alarmada acude con todo un dispositivo a casa de Alejandro
Estaca que justo en ese preciso momento se encuentra abriendo los regalos junto
con su mujer y sus hijos. Es remarcable el comentario de su mujer que al ver
como la policía pone patas arriba el piso buscando a Alberto Cigal, le dice a
Alejandro: “El día que algo nos salga bien te hago un monumento”. La policía no
obtuvo ni rastro del preso por lo que dedujeron que se había dado a la fuga. No
se dedujo nada hasta que alguien llamó a la cárcel para avisar de la presunta
fuga. Así que nada más recibir el aviso un par de guardias, medio ebrios y
patosos por culpa de la celebración de Nochebuena, corrieron como pudieron hasta
la celda de Alberto para comprobar que dormía plácidamente. El asunto se
solucionó rápido ya que el director de la prisión estaba cenando esa noche
junto varias personas entre las que se encontraban el inspector Esclusa y la
inspectora Arán. Así que a la mañana siguiente fueron acompañados por cuatro
agentes, dos hombres y dos mujeres, para detener a Angélica Latorre y a su
hermano Juan. A los pocos días la noticia apareció en la prensa. Tuvo su ratito
de gloria y Ana Rueda la leyó por casualidad. Decidió que su idilio con Juan
pasaría a ser su secreto mejor guardado y se concentró de nuevo en la
burocracia que infestaba su despacho en el ministerio. Alberto salió libre y
recuperó su casa. También el trabajo como maquinista en el cine, pero no volvió
a ser el mismo.