LA PATATA Y LA JUDÍA

La patata por fin vio la luz después de vivir dos meses bajo tierra. Fue una experiencia traumática debido a la violencia con que la desenterraron. Aún no había abierto los ojos y la lanzaron al interior de una carcomida caja de madera. Acurrucada en el fondo pronto se dio cuenta que no era la única y la caja se empezó a llenar. Al final del día había cientos de ellas apiladas, esperando a ser cargadas en el remolque del camión. Se cerró y la puerta la oscuridad se hizo presente. La patata se tranquilizó, aunque echaba de menos el roce de la tierra comprimida. Permaneció callada durante todo el viaje. Sólo las patatas más renuentes cuchicheaban entre ellas. La patata las miraba desconfiada. Tenía la impresión que la conducta de aquellas patatas díscolas sólo le acarrearían problemas a las demás. Aún así aquellas palabras en la oscuridad acaparaban la atención del resto de tubérculos. Entre aquellos rumores y el traqueteo del camión la patata cayó en un profundo sueño.
La apertura de la puerta del remolque permitió que la luz del sol penetrara bruscamente en su interior. Las patatas permanecieron inmóviles, esperando. Un hombre se subió para coger una caja. La agarró con las dos manos y su espalda se flexionó involuntariamente. Las patatas lo observaban. El hombre se quejó del dolor que le produjo aquel mal gesto y alcanzó de mala gana la caja a su compañero. Entre los dos hombres tardaron horas en descargar todas las cajas. Algunas patatas se quejaron de la lentitud con la que trabajaban. Las quejas se iban multiplicando y las voces eran más numerosas. Un perro que pasaba por allí se sorprendió al escuchar a las patatas. Se acercó y empezó a olisquear una caja. El perro cada vez estaba más confundido, pues buscaba a algún animal. Entonces metió el hocico dentro de la caja moviendo, incluso, unas cuantas patatas. El hombre que recogía las cajas que su compañero le alcanzaba desde el camión vio lo que hacía el perro. Agarró una patata de la caja que acababa de descargar y se la lanzó. Impactó de lleno en el estomago del pobre animal que salió corriendo a refugiarse mientras lanzaba unos cortos alaridos. Las patatas al ver aquello se callaron atemorizadas y permanecieron en silencio durante toda la descarga.
De la oscuridad del remolque recalaron a la del almacén. Ninguna patata se atrevía a hablar. Entre ellas sólo había un constante cruce de miradas temerosas. Pasaron la noche, inmóviles, dentro de las cajas. La mayoría se durmió. La patata, a pesar de estar abatida, permaneció despierta con todos los sentidos alerta. Sólo unos vagos ronquidos rompieron aquella abrumadora quietud. La patata miró a su alrededor y sin darse cuenta soltó un suspiro. Quería aparentar tranquilidad ante las demás, pero pequeños gestos, como aquel, la delataban. Aún así consiguió controlarse aquella angustiosa noche.
A la mañana siguiente la situación se veía de otra manera por la mayor parte de las patatas. Había más hombres transportando las cajas y la labor parecía más amena. De repente la patata rodaba sin control por una cinta transportadora. Estaba a punto de sufrir un ataque de histeria y tuvo que contener con todas sus fuerzas el grito que brotaba sin control bajo su piel. Habría sucumbido si no fuera por unas dulces manos que la cogieron con delicadeza. Aquella joven operaria de la cinta de envasado sujetó a la patata con una mano mientras que con la otra la acariciaba con un pincel para limpiar el poco rastro de tierra que quedó enganchado en su piel amarillenta. Después la introdujo en una bolsa de red donde la esperaban nueve patatas más. En total pesaban cinco quilos. La operaria descolgó una máquina de coser y cerró la bolsa atrapando con el hilo la etiqueta de identificación. Pasó un hombre que arrastraba una carretilla y se llevó la bolsa.
Saludó sin levantar sospechas a sus nueves compañeras. Se tranquilizó al ver que todas eran igual de cautas que ella. Las nueve miraban con una inquietud reprimida al hombre que las transportaba hasta el remolque. La patata se había acostumbrado rápido a ser cargada y aguantaba estoicamente los golpes que se daba con las demás. Varios hombres apilaban con precisión las bolsas de patatas. De nuevo la oscuridad reinó en el interior del remolque y el camión tardó poco en ponerse en movimiento. Esta vez el recorrido le pareció más corto. Llegaron a primera hora al muelle de descarga de camiones del centro comercial. Las patatas contemplaban asombradas la amplitud del almacén y la rapidez de los mozos en realizar su trabajo.  En menos de una hora ya estaban ordenadas las bolsas en la estantería de la sección de frutas y verduras. Ellas querían reivindicar su pertenencia al grupo de los tubérculos, pero no se atrevían a protestar. Por eso compartían con el resto del género de la huerta aquel espacio.
Unos minutos antes de la apertura de puertas al público el gran centro comercial se iluminó con los innumerables tubos fluorescentes que colgaban del techo. Fue en aquel preciso instante cuando la patata vio a la judía por primera vez.
Las judías exhibían sus cuerpos cultivados al sol en bandejas transparentes de plástico. Estaban protegidas por un fino envoltorio con agujeros para facilitar su respiración. La patata las observaba desde su bolsa de malla. Entonces se cruzó su mirada con la de aquella judía alargada y de cuerpo plano. Quizás fue el verde intenso de su fibrosa piel lo que llamó su atención. La cuestión es que desde su encuentro les fue imposible evitar sus miradas. Las patatas no tardaron en darse cuenta de aquel idilio. Pero se mostraron reservadas.
 Estaban tan abstraídas, la patata y la judía, que no se dieron cuenta del montón de clientes que deambulaban por la sección, llevándose bolsas de patatas y bandejas de judías.  Pasó el día y la sección quedó iluminada con la tenue luz que despedían las pequeñas bombillas de emergencia. El día había sido ajetreado y la mayoría de frutas, hortalizas, tubérculos y verduras se sumergieron en un agradable sueño. Los pasos del vigilante nocturno rompieron aquel impenetrable silencio. La patata abrió los ojos sobresaltada y enseguida observó a la judía para comprobar que se encontraba bien. Y así fue. Entonces siguió, en silencio, con la mirada al vigilante que se paró delante de la estantería de las fresas. Al principio no pudo creer lo que estaba viendo, pero aquellos gritos de horror confirmaron la dantesca visión. El vigilante había retirado el fino plástico que cubría la bandeja de las fresas y, ajeno a los gritos de dolor de éstas, las devoraba sin compasión. Los pocos que presenciaron la barbarie estaban confundidos. La patata vio como la única compañera de bolsa que estaba despierta temblaba de terror. El vigilante acabó su festín y recogió las sobras. Las metió en la bandeja para no dejar huella y tiró todo en una papelera lejana.
Al día siguiente un desasosiego se apoderó de la patata al ver a las persona como metían los alimentos en sus carros de la compra. No podía silenciar en su interior los gritos desesperados de las fresas. Miró a la judía con cara de preocupación. Ajena a los hechos nocturnos estaba estirada en la bandeja luciendo su cuerpo esbelto junto a las demás. Vio a la patata y le sonrió. La patata ya no pudo dejar de mirarla. Aquella hermosa sonrisa le hizo olvidar el terrible acto nocturno y le devolvió la esperanza. La patata soñaba con una vida junto a la judía. Estaba embebida saboreando aquella relación cuando la bolsa de malla se elevó despegándose de las otras. La patata al principio no supo que pasaba hasta que miró hacia arriba y vio la mano que agarraba el asa de la bolsa. Miró a sus compañeras y las odió por tener los ojos cerrados para evitar el miedo que les causaba aquella situación. La mujer metió la bolsa en el carro, apoyándola sobre un paquete de seis botellas de litro y medio de agua. La patata al notar la estabilización de la base buscó a la judía. Aquella mujer llevaba la bandeja en la mano y la introdujo en el carro. Aquella era la vez que la patata y la judía habían estado más cerca en su vida. Casi podían tocarse. Las dos se cruzaron una mirada cargada de ilusión y de extrañeza. El futuro era incierto y las dos lo sabían. Aquel carro se iba llenado de objetos desconocidos para ellas. Cuando la mujer llegó a la caja registradora la patata y la judía fueron separadas en bolsas de la compra diferentes. De nuevo la patata se vio embarcada en un nuevo viaje sumida en la oscuridad del maletero de un coche. Al llegar a la casa aquella mujer dejó las bolsas con la compra esparcidas por el suelo de la cocina. Por una vez en la vida las patatas se pusieron de acuerdo y se abalanzaron todas hacia un lado. Esto provocó que salieran de la asfixiante bolsa de plástico y permanecieran alerta en el suelo. Por un momento la patata se olvidó de la judía y esto la entristeció. Se dio cuenta que el instinto de supervivencia se había antepuesto al del amor. No pudo localizarla y decidió que lo mejor sería esperar.
La mujer llegó a la cocina al cabo de un rato. Al ver la bolsa de patatas en el suelo la recogió y la sacó a la terraza. Allí en el exterior había un armario. Abrió las puertas y en su interior había un cajón donde aguardaban como estatuas otras patatas. La mujer vació la bolsa encima de ellas provocando numerosos golpes. Después llegó lo peor. Cuando ya parecía que todo había acabado la mujer apareció con un bote de bicarbonato en la mano. Lo esparció por encima de las patatas y cerró la puerta. En la oscuridad las patatas se retorcían de dolor. La patata temió que aquella quemazón que sentía en todo su cuerpo la cegara. Escuchó como en el fondo del cajón reía una patata grande y vieja; medio podrida e inmune al polvo sobrevivía en aquel infierno. La patata miró hacia la dirección de donde provenía aquella maléfica carcajada sin poder distinguir nada en la oscuridad.
A las pocas horas se enteró de que había patatas que llevaban mucho tiempo allí. Sólo unas pocas afortunadas eran rescatadas de aquella prisión por la mano de la mujer, aunque tampoco se sabía a ciencia cierta cual era el siguiente destino. Pero salir de allí era la ilusión de todas aquellas patatas, excepto la de aquel viejo tubérculo apoltronado en el fondo del cajón.
Una mañana la mujer cogió las dos patatas que necesitaba  y devolvió la oscuridad al cajón cerrando la puerta, aquella patata vieja reía y les dijo a las demás que dieran gracias de no ser las elegidas. Era rechazada por todas las demás, pero había vivido mucho y visto cosas que ninguna nunca podría imaginar.
Algo en su interior le decía a  la patata que se acercara a conversar con aquella fuente de sabiduría. Las demás, que enseguida le vieron las intenciones, le recomendaron que se olvidara del tema y que se estuviera quietecita por el bien de todas. Por eso apartó aquellos pensamientos y se concentró en ignorar el dolor de las quemaduras provocadas por el polvo de bicarbonato. Para evitarlo se estaba quieta, pero no podía evitar que se le escapara una mirada furtiva hacia el fondo del cajón.
Pasaron varios días y la puerta del armario se abrió. Descubrió que, a pesar del escozor, no se había quedado ciega. Al contrario; el exceso de luz desbordado en el interior del cajón de las patatas hizo que cerrara los ojos con todas sus fuerzas. Poco a poco los fue abriendo para ver como la mano de la mujer la agarraba junto a un par más de sus compañeras. La mujer cerró la puerta del armario y la patata aún oía  la desencajada e histérica risa del viejo tubérculo esparrancado en su feudo de segregación y desprecio. La patata anhelaba que sus malos augurios fueran infundados y que, realmente, salir del cajón fuera algo positivo. Pero la risa de aquella patata vieja se le quedó incrustada. La puerta del armario estaba cerrada y ella y las otras dos esperaban encima del mármol de la cocina. Aún así seguía escuchándola.
Todos sus pesares se desvanecieron cuando descubrió un grupo de judías reposando cerca de ellas. Dedujo que la mujer las había lavado con agua resaltando así sus cuerpos esbeltos. Buscó a su amada sin llamar la atención. Aquellos cambios inesperados la hicieron más precavida e intentaba moverse lo menos posible. Pero esta vez no pudo contenerse y giró disimuladamente por el mármol. Ahora estaba más cerca y podía divisar mejor aquel grupo de relucientes judías. Su corazón dio un vuelco cuando la vio. La judía también la estaba mirando. Las dos contuvieron las ganas de salir corriendo para abrazarse porque en aquel momento la mujer entró en la cocina. De nuevo la patata y la judía tuvieron que reprimir sus sentimientos y permanecer como estatuas ante la amenazante presencia. La mano agarró a la patata y la mantuvo bajo el chorro de agua durante unos segundos. La patata sintió un profundo alivio cuando el escozor provocado por el bicarbonato disminuyó. Después fue el turno de sus compañeras. Se sintió confortada y aseada. Por un momento deseó que la vieja patata estuviera allí para demostrarle que se equivocaba y más aún cuando tenía a su amada a la vista. Pero se dio cuenta de que se equivocó cuando vio a la mujer separando la piel de su compañera con un afilado cuchillo. Miró a la judía presa de pavor. La patata fue la siguiente. Gritaba por cada rebanada de piel arrancada por el filo de metal. Aquellos espantosos gemidos dolorosos se confundían con el rasgueo de la hoja en su cuerpo. La judía contempló atemorizada el cuerpo desnudo de la patata. Fueron los últimos instantes que se vieron antes de que fueran arrojadas a la olla de agua hirviendo. La mujer introdujo las patatas sin la menor consideración. Las tres se retorcían al experimentar el cambio que les producía el agua caliente en sus apretados cuerpos. El sufrimiento de la patata se hubiera agravado de no ser por la falta de visión ya que encima de una tabla de madera, la mujer, corto en pequeños pedazos a las judías, y eso no lo hubiera resistido. Para cuando la mujer las echó dentro de la olla la patata ya estaba muerta por cocción. La judía, en el instante que el cuchillo le propinaba el último corte, expiró, no sin antes sufrir una dolorosa agonía.
Los dos cuerpos se mecían inertes en el agua hirviendo. Las patatas se iban ablandando y los cuerpos mutilados de las judías danzaban sin control. Todos ellos eran cadáveres flotantes mecidos por el hervor.
Pasaron los minutos y todos aquellos restos fueron a parar al colador. Después la mujer intentó poner la misma cantidad en los platos. Cuando los sirvió en la mesa todavía humeaban. Entonces varias personas se sentaron a comer. En un plato coincidieron los restos de la patata y la judía. El comensal cogió el tenedor y empezó a aplastar los trozos creando así una masa homogénea. La patata y la judía por fin se unieron a pesar de las circunstancias. El comensal ajeno a aquel acontecimiento se llevó el tenedor a la boca con un pedazo de la patata y la judía.
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