LAURA

Laura paró en la gasolinera a llenar el depósito antes de recoger a los ancianos. Los sábados acudían más al Centro que entre semana. Colgó la manguera en el surtidor y fue a pagar. Antes de que el empleado cobrara con la tarjeta, Laura cogió un bollo de crema y un batido de cacao. Sabía que aquellos caprichos eran los que provocaban su sobrepeso, pero se resistía a renunciar a ellos. Salió de la gasolinera y al entrar en la furgoneta saboreó su desayuno. Arrancó y fue en busca del primer anciano. No era seguro que los familiares los llevaran al Centro, por eso tenía la orden de no esperar en las paradas si no había nadie. La estancia de los ancianos en el Centro los fines de semana era opcional. Laura llevaba tres años haciendo aquel recorrido cada sábado y domingo. Era un trabajo extra que le permitía vivir más holgadamente. Entre semana era empleada de una fábrica de jabón. El trabajo con los ancianos también le servía para despejarse y entendía que hacía una labor social, aunque fuera cobrando. Aún así no tenía confianza con los ancianos ya que se hacía muy difícil crear vínculos con personas que sufren demencia senil. Eso era trabajo para los expertos y ella estaba muy lejos de serlo.

Por la tarde quedó con Luisa para merendar. Fueron al centro comercial y entraron en una cafetería en la que servían unas suculentas porciones de pizza. Laura pidió una y un refresco de cola y Luisa un café con leche acompañado de una napolitana de chocolate. La conversación de las dos chicas se redujo a alabar el placer que les producía estar comiendo. No se sentaban en la cafetería a observar a los chicos ni a sacar a relucir los últimos murmullos de los que se habían enterado. Laura se dio cuenta de que le quedaban dos bocados y estuvo tentada a pedir otra porción. Se contuvo y tomó un café. El sábado por la tarde el centro comercial estaba repleto de gente paseando. Laura se limpió la boca con una servilleta de papel. Cuando terminó la arrugó haciendo una bola con ella y la tiró sobre el plato vació. Tan solo unas migas sobrevivieron al apetito de Laura. Luisa aún tenía un pequeño trozo de napolitana para mojar en el café con leche. Luisa notó como lo miraba Laura. Aún así, sabiendo lo que le apetecía a su amiga, no le ofreció ningún bocado. Tras sumergirlo dos veces acabó engulléndolo. Permanecieron en silencio y Laura empezó a hurgarse las encías con un palillo. Quería liberar un pequeño trozo de comida incrustado mientras Luisa miraba entretenida a la gente. Una melodía estrepitosa sonó en el bolso de Laura. Con lentitud sacó el móvil y miró la pantalla. Era uno de los números del trabajo del fin de semana. Luisa la miraba intrigada. Laura no sabía si cogerlo.
-Son los de la furgoneta de los viejos- le dijo a Luisa.
-Cógelo.
-No sé, tía. Igual es para ir a trabajar. Algún servicio extra-. El móvil no paraba de sonar y en la mesa de al lado dos chicos se giraron para expresar su molestia.
-¿Qué hago?, ¿lo cojo?
-Ay, no sé, tía.
Laura apretó la tecla verde y contestó. Al otro lado apareció la voz de Miguel, el encargado del garaje dónde se aparcaban las furgonetas.
-¿Laura?
-Hola, Miguel.
-Laura, no veas, tía. Tendrías que venir, pero ya.
-Es que ahora no puedo.
-Que no, que no. Que no es para trabajar. Que es muy fuerte. Que te has olvidado a dos ancianos en la furgoneta.
-¿Qué dices? Eso es imposible.
-¿Imposible? Aquí están los dos. Cada uno en su silla de ruedas.
-Ahora mismo voy y los llevo para su casa.
-Ya, Laura, pero hay un pequeño problema.
-Dime, Miguel, ¿qué problema hay?
-Que los dos están muertos.

Hacía varias horas que el alumbrado público estaba encendido. No hacía ni frío ni calor, pero una fina neblina flotaba por el ambiente. Las aceras estaban húmedas y en el asfalto se reflejaba la luz de las farolas.
-No me hagas correr que no puedo-dijo Luisa.
Laura no corría. Simplemente avanzaba a paso rápido. Para evitar sospechas aparcó su coche tres calles más arriba. Sólo tenían que recorrer los últimos metros y se encontrarían con la gran persiana de hierro del garaje de las furgonetas. No había nadie en la calle y se acercaron. Laura empujó una pequeña puerta incrustada en la persiana. No se abrió. Lo intentó de nuevo, pero resultó en vano. Luisa respiraba con dificultad; aun así consiguió alojar un interrogante en su cara. Laura la miró y fue como si su amiga no existiese. A gran velocidad introdujo la mano en el bolso y buscó el móvil. Al otro lado de la persiana, en el interior, sonó una melodía crispante y mecánica. Una pésima versión melódica del “Strangers in the night”, de Frank Sinatra. La música se interrumpió justo cuando apareció la voz de Miguel a través del móvil de Laura.
La nave era fría y tenía un aspecto fantasmagórico acentuado por la precisión en la que estaban aparcadas las furgonetas. Miguel apagó la mayoría de las luces después del macabro hallazgo. Los tres avanzaban despacio hacia los ancianos. Luisa se aferraba al brazo de Laura.
-La verdad es que no lo entiendo. Los dejé a todos-dijo Laura.
-Pues parece que no-dijo Miguel.
Llegaron frente a la furgoneta. Un intenso silencio se apoderó de la situación. Miguel indicó a Laura que la siguiera a la parte de atrás. A través de las ventanas se podía entrever la silueta y la cabeza de los ancianos postrados en las sillas de ruedas, distinguiéndose su perfil en la oscuridad de la furgoneta.
-¿Pasa algo?-dijo Luisa que se había quedado en la parte delantera.
No hubo respuesta. Mientras, Miguel le alcanzó un juego de llaves a Laura. Ella sabía cual era la que abría el portón trasero. Cuando la encontró miró a Miguel y la introdujo en el bombín. Cuando estaba a punto de apretar la maneta para abrir, todas las luces de la nave se encendieron por completo.
-¿Qué hora es?-preguntó Miguel.
-Las diez-contestó Laura que todavía no se había recuperado de su asombro.
-No te preocupes. Es el antirrobo; por la noche se encienden todas las luces cada dos horas.
-Joder, que susto-dijo algo más relajada Laura-, y, ¿cuándo se apagan?
-De aquí un cuarto de hora-aclaró Miguel.
Un espeluznante grito los sobresaltó de nuevo. Era Luisa. Desde su posición pudo ver los dos cadáveres de frente y no pudo contener el terror que le produjo.
-Venga, tía, que no pasa nada-dijo Laura abrazándola-. Ya sabías lo que había.
-Jo, tía, es que es la primera vez que veo un muerto-dijo Luisa aterrorizada.
-No pasa nada, tía, va.
Miguel las observaba con un aire dubitativo. No estaba seguro si debía haber llamado a Laura y encargarse el solo del asunto.
-Venga, tías. Vamos a hacer algo antes de que nos pillen de verdad.
Las dos chicas lo miraron y asintieron.

Avanzaban con precaución por la solitaria avenida. Conducía Laura. Luisa iba en el medio y Miguel al lado de la ventana. Había espacio para los tres en la parte delantera. Habían plegado las sillas de ruedas, y los rígidos cuerpos de los ancianos los ataron por separado a las barras de los pies de los asientos para que no resbalaran por el piso de la furgoneta.
Los tres iban concentrados sin saber a dónde ir.
-¿Qué te pasa, Luisa?-preguntó Laura sin quitar un ojo de la carretera.
-No sé…, estoy como…
-¿Mareada?-preguntó Miguel.
-Oh, no, no-sonrió Luisa- .Es como si estuviera, no sé, excitada.
Laura y Miguel se giraron en seco hacia Luisa que de su cara brotaba una tímida sonrisa. Miró a Laura; miró a Miguel y lo besó en la boca. Éste se la sacó de encima.
-Pero, ¿qué coño haces?-dijo Miguel algo molesto.
-Es que no sé que me pasa-dijo Luisa avergonzada.
Laura continuó conduciendo y meneaba lentamente la cabeza porque no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Los tres permanecieron en silencio mientras la furgoneta rodaba por el humedecido asfalto.
-Lo mejor será salir de la ciudad-dijo Miguel.
-Conozco un atajo-dijo Laura-, pero primero pararemos a tomar algo. Tengo el estómago vacío.
-Y yo-añadió Luisa acto seguido.
Miguel las observó extrañado mientras a las chicas se les iluminaba la cara.

Aparcaron la furgoneta al lado de una cafetería abierta las veinticuatro horas. En la barra había cuatro tipos solitarios que tomaban cualquier cosa, menos café. El camarero apagó el televisor al observar a las dos chicas; la película que estaban viendo podía herir su sensibilidad. Un cliente, que no se percató de la llegada de los nuevos clientes, se quejó. El camarero lo ignoró y se acercó hacia Laura.
-Buenas noches, ¿qué va a ser?
-Yo un café con leche y un donut-dijo Laura.
-Yo un batido de cacao y una caña de chocolate-dijo Luisa.
-Yo una caña, pero de cerveza-dijo Miguel que no parecía tan contento como las chicas.
Miguel se sorprendió con que placer devoraban el tentempié. Las dos estaban fuera de sí. Entendió porqué paró Laura. Saboreó la cerveza y pidió otra contagiado por el apetito de sus compañeras. Le preguntó al camarero si tenía banderillas picantes y le sirvió un par, por cortesía de la casa. Laura había acabado y miraba de reojo el último bocado de la caña de chocolate, que le quedaba a Luisa. Miguel sacó la cartera y pagó.
Ahora veían las cosas de otra manera y estaban dispuestos a terminar con aquello. Se dirigieron en busca de la furgoneta. La habían aparcado en el único sitio que quedaba libre, a una esquina de la cafetería. Caminaban animados y seguros. Luisa incluso bromeaba con Miguel sobre el beso que le había robado. Todo había tomado un rumbo alegre hasta que al girar la esquina, Laura se dio cuenta.
-¡Ostia!
-¡Coño!, ¿dónde está la furgoneta?-dijo Miguel.
Laura salió disparada como un rayo hacia el aparcamiento vacío. Cuando llegó se llevó las manos a la cabeza, girando ésta hacia el cielo mientras mantenía los ojos cerrados.
-Pero, ¿qué pasa?-preguntó Luisa.
-Se la ha llevado la grúa. No nos hemos dado cuenta de que es una plaza para minusválidos-sentenció Laura mientras Luisa y Miguel se mordían el labio inferior.

Volvieron sobre sus pasos; estaban abatidos. Ninguno de los tres tuvo ni las más remota idea de lo que debían hacer.
-Volvamos a la cafetería-dijo Laura.
La noche era oscura más allá de la luz de las farolas. Corría una brisa cortante y las chicas tenían frío. Miguel caminaba detrás de ellas pensativo. Al dar la vuelta a la esquina no podían creer lo que estaban viendo. La grúa estaba aparcada enfrente de la cafetería con la furgoneta cargada en su plataforma. A Laura se le cortó la respiración mientras Luisa le pasaba una mano por el hombro. Miguel observó desde allí el interior de la cafetería.
En la barra estaba sentado el conductor. Era un hombre enjuto y vestido con un mono de trabajo. Su piel estaba cubierta de retazos de grasa; su ropa también. Observaba entretenido la película. Ahora el televisor estaba encendido. Permanecía con las piernas cruzadas mientras se balanceaba sobre el taburete. Con un codo se apoyaba en la barra y con la mano libre se llevaba la copa de licor a la boca. Entonces Laura se percató que detrás de él se encontraba un manojo de llaves unidas por una pequeña argolla de la que pendía un cuerno de jabalí.
-Esas son las llaves-dijo Laura señalando al interior.
Cuando los tres entraron en la cafetería el camarero había ido un momento al almacén. Así que nadie apagó el televisor ante la presencia de señoritas en el local. Luisa miraba absorta una escena en la que una mujer yacía con dos hombres. Laura le dio un codazo para que se concentrara en el plan. Entonces Luisa se colocó delante del conductor de la grúa. Lo miró, pero el hombre, que estaba más interesado en la película, le dijo:
-Aparta, coño.
Pero en ese preciso instante, Miguel ya se había hecho con el llavero. Justo cuando apareció el camarero por la puerta del almacén, los tres jóvenes abandonaban el local. Nadie se percató de que la grúa desaparecía por la esquina, cargada con la furgoneta.
Laura paró en cuanto pudo.
-Mejor conduzco yo-dijo Miguel.
-De acuerdo; este trasto me va grande-dijo Laura.
Miguel arrancó suave y volvieron hacia ninguna parte. Luisa dejó que su dedo se deslizara hasta el botón que encendía la radio. En ese momento empezó a sonar “gone man” de los EELS. Laura subió el volumen y los tres se pusieron a bailar, sentados en la cabina de la grúa. Mientras las chicas daban palmas, Miguel dio un vistazo por el retrovisor. Desde aquel ángulo se apreciaba una parte del interior de la furgoneta y le pareció ver como bailaban, al mismo ritmo de la canción, los cadáveres de los dos ancianos. Miguel volvió la vista hacia la carretera, seguro de que aquello no podía ser. Las chicas, ajenas a la alucinación de Miguel, se desmelenaban al ritmo frenético de la guitarra. La canción terminó al mismo tiempo que llegaron a un semáforo en rojo. No circulaba nadie en ningún sentido y todos los establecimientos estaban cerrados; no había ni un alma por la calle.
-Sáltatelo, Miguel-Laura trató de incitarlo.
Miguel miró a un lado y después al otro. Seguía sin haber nadie. Entonces miró al frente, metió la marcha y arrancó. Acto seguido aparecieron una luz roja y otra azul, intermitentes, detrás de la grúa.
-Mierda, la policía-dijo Miguel. Laura y Luisa se miraron entre sí con evidentes signos de preocupación. 

-Buenas noches.
-Buenas noches, señor agente.
-Pero, ¿cómo se te ocurre?
-Lo siento, señor agente, tenía prisa.
El policía era muy mayor y estaba a punto de jubilarse.
-Esas cosas no deberías hacerlas, hombre- el policía tosió. Después asomó la cabeza al interior de la furgoneta-. Vaya par de tórtolas que llevas ahí. Me parece que si te quieres salvar de la multa, una de tus amiguitas va a tener que hacer un buen trabajo.
Miguel se sonrojó ante tal propuesta. Laura y Luisa la escucharon perfectamente.
-Es usted un viejo verde-dijo Miguel.
-No te pases, hijo, que te desgracio la carrera para mucho tiempo.
Entonces Luisa se desabrochó el cinturón de seguridad y mientras bajaba de la grúa dijo.
-Voy yo-con toda la normalidad del mundo. Laura la miró sin entender cómo podía estar tan desesperada. Luisa captó su mirada y sonrió.
Luisa y el policía se dirigieron al coche patrulla que continuaba con las luces de colores en marcha. En el interior de la grúa Miguel y Laura miraban fijamente a ningún punto en concreto, mientras esperaban a que su amiga terminase.
No pasaron ni cinco minutos cuando Luisa apareció corriendo y se subió a la grúa con una agilidad pasmosa.
-¡Corre, arranca Miguel!
Miguel no dudó en hacerlo. Luisa jadeaba y no podía hablar a causa de su dificultosa respiración. Se alejaron rápido de aquel lugar.
-¿Qué ha pasado?-preguntó Laura.
-No lo sé-dijo Luisa que todavía conservaba un poco del estado histérico del que había sido presa-. Estaba haciendo eso con el viejo cuando de pronto a empezado a quejarse. Decía que le dolía el pecho y cada vez le costaba más hablar. Me ha dicho que llamara a una ambulancia, pero de pronto ha caído inconsciente. Creo que está muerto.
-Madre mía. Lo que nos faltaba-dijo Miguel sin apartar la vista de la carretera.
-Él se lo ha buscado-dijo Laura-. Por cierto, ¿no tenéis hambre?

Pararon en una gasolinera y aparcaron la grúa detrás del túnel de lavado. Miguel y Laura esperaron a que Luisa llegara con el encargo. En el cielo se intuían las estrellas aunque brillaran por su ausencia. Al poco apareció Luisa con un paquete de cartón. En el interior había una bolsa grande de patatas fritas con sabor jamón y un bote de cacahuetes salados; dos latas de refresco de cola y una cerveza fresquita para Miguel.
Continuaron su camino, esta vez se adentraron en la desierta autovía. Tan solo un coche se cruzó con ellos. Poco a poco dejaron atrás la ciudad. Miguel conducía en silencio y de vez en cuando daba un sorbo a la cerveza. Las chicas guardaban silencio ocupadas en devorar las patatas y los cacahuetes. En un ejercicio de humildad, Laura le ofreció la bolsa a Miguel, y éste cogió una patata y se llevó a la boca sin perder de vista la carretera.
Circularon varios kilómetros por la autovía. Después Miguel tomó un desvío y se adentraron en una carretera secundaria. No había tráfico, pero tampoco les resultaba extraño; era noche cerrada y la mayoría de la gente dormía a esas horas. Dejaron la carretera para tomar un camino de tierra. La rígida amortiguación de la grúa hizo que los tres se balancearan violentamente en el interior.
-Madre mía, esto es un camino de cabras-dijo Luisa.
-Estamos en plena naturaleza pura-contestó Miguel.
Avanzaron despacio por aquel sinuoso camino. Por momentos parecía que la furgoneta fuera a caer desde de lo alto de la plataforma de la grúa. A través de las copas de los árboles se podían distinguir las estrellas.  Al cabo de unos pocos metros más, Miguel se detuvo. Los tres bajaron. Laura miró hacia el cielo y se quedó sorprendida del fantástico panorama que reinaba sobre su cabeza.
-Vamos para allá-dijo Miguel y las chicas lo siguieron. En la oscuridad no se distinguía nada más allá de la zona alumbrada por los faros de la grúa.
-Quietas, ya hemos llegado-dijo Miguel extendiendo los brazos en cruz-. No deis ni un paso más.
-Pero, ¿qué es esta olor?-preguntó Luisa extrañada.
-Es el embalse de residuos de la mina de aluminio-aclaró Miguel. En medio del bosque y con fácil acceso se encontraba aquella balsa corrosiva. Miguel dijo a las chicas se esperaran allí y que no se movieran. Entonces él arrancó la grúa y maniobró colocando la parte trasera de la plataforma en el borde de la balsa. Después bajó y quitó los seguros de los enganches de las ruedas. La furgoneta estaba libre sobre la plataforma. Subió a la grúa y conectó el hidráulico para ascender la carga por la parte delantera. En unos segundos la fuerza de la gravedad hizo su trabajo y la furgoneta cayó al fondo del embalse, cuyo líquido iba corroyéndola instantáneamente.
-Pues vaya con la naturaleza pura-dijo Luisa mientras señalaba el líquido destructor.
-Vaya-dijo Laura.
Una suave brisa mecía las ramas de los árboles mientras las chicas subían a la grúa para volver a casa.

Laura salía de la fábrica de jabón cuando sonó el móvil. Había acabado el turno de mañana.
-¿Sí?
-Laura, soy yo Miguel.
-Ah, hola Miguel; dime.
-Te llamo para decirte que este fin de semana no hace falta que vengas.
-¿Y eso?
-Es muy largo de explicar. Nos han robado tu furgoneta. Se ve que entraron por la noche y se la han llevado. Me ha dicho el jefe que hasta que no dispongamos de otra no hace falta que vengas.
-Pues vaya, ¿y no puedo hacer el recorrido con otra?
-Dice que no, lo siento. Pero en cuanto haya faena de nuevo, te aviso.
-Gracias, Miguel.
-De nada; nos vemos.
Laura colgó y guardó el móvil en el bolso. Luisa la estaba esperando en la cafetería.

CAMBIOS

Me levanté temprano. Encendí la luz del baño y al ver mi rostro reflejado en el espejo me dio un ataque de risa. Mi cara se había transformado en una copia exacta del rostro de Mickey Mouse. Cuando me senté a desayunar olfateé la tostada por si había experimentado algún cambio en el sentido del olfato, pero no. Todo seguía igual. Aunque tuviera la cabeza de un ratón el interior continuaba siendo humano. Mari entró en la cocina y se preparó un café. Le dije “buenos días” y los dos nos sorprendimos al escuchar como el sonido de la voz de Mickey Mouse salía de mi garganta. Entonces Mari se dio cuenta del cambio en mi rostro. Estaba somnolienta y el pelo le cubría la cara.
-Joder, qué te has tomado esta vez-. Y con la taza de café en la mano salió de la cocina.

Sin mediar palabra me dirigí al garaje y saqué el coche. En la calle no había nadie a esas horas. Tan solo una furgoneta de mantenimiento de jardines pasó fugaz por delante de la puerta. Circulé despacio hacia la salida de la urbanización. Las casa permanecían escondidas tras los poblados setos. En algunas partes de la acera las raíces de los pinos habían levantado el pavimento. Puse la radio. A esas horas tempraneras no me concentraba en las noticias a no ser que algún suceso importante me despertara. Pasé por delante de la sucursal bancaria, pero ser el director no me eximía de dar vueltas durante unos veinte minutos para buscar aparcamiento. Esta vez no tuve suerte y dejé el coche bastante lejos. Caminaba por la calle y la gente me miraba. Era normal. Incluso saludé a una mujer mayor que me miraba aterrorizada. Cuando escuché el sonido de mi voz me hizo tanta gracia que no pude dejar de reír hasta la entrada de la sucursal. Cuando empujé la puerta para entrar una multitud se agolpaba curiosa detrás de mí. Aún no había dado dos pasos en el interior cuando, Jerónimo, el guarda de seguridad, se abalanzó sobre mí. Me tumbó bocabajo y apretó su rodilla izquierda sobre mi espalda. Sin dudarlo me colocó las esposas.
-Tranquilo, Jerónimo. Soy yo- dije con aquella ridícula voz.

Cuando entró la policía ya llevaba dos horas sentado en aquella silla. Jerónimo me había atado con las manos tras el respaldo y el dolor de espalda empezaba a ser serio. Me había amordazado y uno a uno, todos los empleados desfilaron por delante de mí. Un par de ellos, Lorenzo el encargado de caja y Ramón que atendía en ventanilla, no se cortaron un pelo y me pellizcaron la cara. Pensaban que era una máscara. Tuve suerte de que no me la quisieran quitar. Los clientes se mantenían a distancia evitando abandonar el local tras sus operaciones.
Detrás de dos policías de uniforme iba otro de paisano. Llevaba la placa colgada del cuello. Era un tipo joven, de unos treinta años. Deduje que acababa de ascender. Apartó con suavidad a los dos agentes que se postraron con curiosidad ante mí. Me miró fijamente y en sus labios brilló una mueca.
-Muy bien- dijo y como un tigre abalanzándose sobre su presa agarró mi cara con las dos manos y empezó a estirar. Éste sí que estaba convencido de que llevaba careta y cada vez tiraba con más fuerza. La mordaza amortiguaba los terribles gemidos de dolor que emitía mi nueva voz de Mickey Mouse.

Desperté en un hospital, o por lo menos eso deduje. Tenía tiritas repartidas por toda la cara. Los brazos y las piernas estaban anclados a la camilla por una fina cadena. Giré mi adormilado cuello hacia la ventana. Era de noche y las nubes parecían rosas iluminadas por la luz artificial. Era la segunda vez que me daba cuenta de aquel efecto luminoso. La puerta de la habitación era ancha y estaba cubierta por una cortina por la que a través de ella veía traslucida la silueta del policía que montaba guardia. Aquello confirmo mis sospechas. Estaba detenido. Intenté dormir, pero ya no tenía sueño y aquella posición forzada de mis brazos y piernas empezaba a ser agobiante. Otra silueta se paró junto con la del policía, era una mujer. Los brazos de ambos gesticulaban, pero no podía escuchar nada de lo que decían. Por fin la mujer entró. Era una enfermera muy guapa. Sólo con verla una vez me quedé prendado con sus encantos.
-Buenas noches, Mickey, porque puedo llamarte Mickey, ¿no?
-Buenas noches. Bueno en realidad me llamo Braulio como mi abuelo. Igual recuerdas a Braulio el del kiosco de Barrio Sésamo. Ese era mi abuelo-. La enfermera se quedó quieta y me miró fijamente. De repente una amplia sonrisa apareció en su rostro y sus ojos se iluminaron.
-¡Pues claro! Nunca podré olvidar a tu abuelo. Que sepas que cuando vino a tratarse la próstata fui yo la que lo atendió la mayoría del tiempo.
-Ah, sí. Ahora lo recuerdo me habló muy bien de ti.
-¿De veras? ¡Qué contenta estoy!
Aproveché su estado de ánimo para dejar caer una petición.
-Oye, ya sé que es difícil, pero ¿podrías quitarme esta cadena de las manos y de los pies? Me está matando.
-Por supuesto-. Y se dirigió a la puerta en busca del policía. A tanta distancia se me hacía inaudible la conversación hasta que subió de tono. La enfermera dejó un “¿Cómo que no? ¡Si es el nieto de Braulio!”. Entonces el policía extrañado preguntó: “¿Braulio el del kiosco?” y la enfermera sentenció: “¡Pues claro!”, y al poco tiempo ya estaba libre de tan agobiante cadena.
La enfermera acabó de pasar la noche sentada a mi lado. Reconoció el estado de la cara. Me quitó un par de tiritas.
-¿Quién te ha dado estos pellizcos?
-El inspector que me detuvo. Estaba seguro de que éste no es mi rostro sino una careta.
-Desde luego que poca gracia.

El otoño había llegado y para celebrarlo el cielo descargó las primeras lluvias refrescantes. Me gustaba observar las gotas recorriendo el cristal sentado en mi cómodo sillón instalado frente a la ventana. El silencio reinaba en la habitación y en esos instantes mi mente permanecía en blanco. Los livianos pasos de Mari frente a la estantería de los libros se me hacían muy lejanos. Al poco tiempo volví a caer en la tentación de mirarme en el pequeño espejo de mano que tenía escondido tras el respaldo del sillón. El rostro reflejado no es el mío. Eso ya lo sabía. La única ventaja que tiene esta cara de ratón es que no le crece la barba. Escondí disimuladamente el espejo al ver pasar al fondo la imagen reflejada de Mari ojeando un libro. Volví a mi relajado entretenimiento. Observé las nubes y aquel gris me hizo creer que estaban sucias. Quizás por eso llovía; para limpiarlas y devolverles su blanco inmaculado y su apariencia de algodón. Sumido en remotas reflexiones noté la cándida mano de Mari sobro mi hombro.
-Cariño, han vuelto aquellos señores de París.

Una desgana exagerada se instaló en ánimo. De nuevo tenía que soportar a aquellos dos tipos. Intenté taparme entero con la manta que calentaba mis piernas. Quería desaparecer, pero era imposible. En menos que canta un gallo aparecerían por la puerta y el bajito con el cráneo pelado me mostraría su más zalamera sonrisa. A su lado permanecería quieto como un poste su compañero, siempre cargado con aquella horrible carpeta de piel. Lo que más me hastiaba eran sus anticuados trajes de corte inglés y aquellos minúsculos bigotitos que poblaban sus aceitosos rostros. Nunca entendí porque no enviaron jamás desde París a alguien normal. Me levanté, a pesar de mi renuncia, al escuchar los sonoros pasos que procedían de la escalera. Mari entró primero. Agaché el rostro para evitar encontrarme con aquellas sonrisas que tanta fatiga me provocaban. Tomamos asiento alrededor de la mesa de despacho. Mari se quedó de pie.
-¿Les apetece un café?-. La miré y sintió mi mirada fulminante.
-Un pastis mejor-. Dijo el calvo. El otro asintió demostrando su acuerdo.
-Lo siento, no tenemos, pero puedo ofrecerles un poco de vino blanco.
-Oh, perfecto-. Exclamó de nuevo el hombre y dio unas palmaditas para demostrar lo feliz que era. Su compañero lo acompañó. Los dos sonreían deseosos por tomar una copa. Incluso una gota de sudor resbaló por la brillante cocorota del calvo. Mari salió de la habitación y nos quemados los tres solos.
Ellos me observaban sonrientes mientras yo permanecía cabizbajo. El alto puso la carpeta encima de la mesa y la abrió. Otra vez la misma historia de los papeles. De la escalera provenía el tintineo de las copas que Mari subía junto a una botella de vino blanco fresco en una bandeja. Levanté la vista y dediqué una mirada a cada uno. El alto estaba enfrascado con los papeles. Siempre le ocurría lo mismo. Mientras el calvo me miraba sonriente y al escuchar el ruido de las copas se pasó la mano tres veces seguidas por el reluciente cráneo. La punta de su lengua apareció para relamerse el bigotito. La vista se le perdió en un instante hacia la escalera. Mari entró y nos sirvió con rapidez. Le devolví mi copa y ella, sin mirarme, se la bebió de un trago. Los dos hombres la imitaron y cuando tuvieron las copas vacías se las alcanzaron a Mari para que se las rellenase. Acabaron la botella en un tiempo récord. Mari recogió todo y se marchó. Cuando estaba apunto de llegar al final de la escalera se le cayó la bandeja. Desde la habitación solo pudimos escuchar el estruendo de los cristales rotos y de los quejidos obscenos de Mari. Los dos hombres seguían mirándome con aquella sonrisa en sus rostros. Apoyé las dos manos sobre la mesa. Quería darles a entender que estaba cansado de tanta miradita condescendiente. Ellos seguían a lo suyo. Empezó el calvo.
-¿Lo ha pensado bien? Hemos traído los papeles para que los ojee. Esta vez la oferta ha sido mejorada. Sabemos que ha sido usted director de una sucursal bancaria y que entiende de números.
-Lo sigo siendo- interrumpí en seco-, trabajo desde casa.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué no se desplaza al banco? ¡Ah!, ya lo entiendo- dijo señalándome la cara-. Usted se hace de rogar, pero debe saber que con lo que le ha ocurrido está en una inmejorable posición para darle un vuelco a su vida. Nosotros le traemos la oferta. Usted sólo debe firmarla.
El hombre alto me extendió la última oferta. Hizo correr el papel lentamente por encima de la tabla encerada. La sonrisa no se había borrado de sus rostros en ningún momento. Cogí el papel y quise leerlo, pero aquella astronómica cantidad que destacaba en el centro de la hoja hizo que mi corazón diera un vuelco. Demasiado dinero, pensé. Ni siquiera se me pasó por la cabeza malgastarlo en algún capricho pasajero. Estaba acostumbrado a las cifras y a menudo en la oficina veía como, igual que ascendían, descendían las cuentas. Y las veces que he tenido que hacer la vista gorda para que un cliente no pasara vergüenza y, ni que decir, hambre. No. Tenía claro que el dinero no da la felicidad. Querían que me fuera a París a su parque de atracciones y sacarle jugo al accidente que había ocurrido en mi cara. Me estaban ofreciendo el oro y el moro, pero a cambio de qué. Siempre tendré en presente el recuerdo de mi abuelo. A Braulio le compararon el kiosco los de la televisión. El pobre hombre lo hizo por el bien de la familia y gracias a él pude sacar la carrera. Pero aquello le fue bien durante unos años. Luego vino lo del suicidio de Espinete y todo desapareció. Mi abuelo intentó recuperar el kiosco, pero ya no le pertenecía. Era de la televisión. Parecía mentira que todos aquellos años en los que vivió saltando y bailando frente a su kiosco acabaran tan mal. El ejemplo de lo que le sucedió a mi abuelo debería servirme de algo, así que cogí el contrato que me ofrecieron aquellos dos hombres y lo rompí en sus narices. Era la tercera vez y aquellas sonrisas desaparecieron de golpe. El calvo era el que más amenazante me miraba y dijo con un tono sibilante a causa de la rabia:
-Volveremos y firmarás. Ya lo creo que firmarás-. Lo observé más serio que de costumbre y señalando hacia la puerta dije:
-Por allí se va a París.
Y los dos hombres abandonaron enfurecidos mi casa.

Pasaron los meses y no volví a tener noticias relacionadas con Eurodisney. Conseguí que Mari dejase de beber y se sacó el carné de conducir. Nos hicimos con una furgoneta. La pintamos de lila. En cada costado dibujemos mi nuevo rostro. También pusimos un anuncio en el periódico local y me aprendí un par de trucos viendo los dibujos del ratón por televisión. Por un módico precio los padres me podían contratar para animar las fiestas de sus hijos. Los niños disfrutaban y yo me evadía de la rutina de mi oficina virtual. El cambio mereció la pena.

MENTIRAS

Lo peor de todo era que me engañaba a mí mismo. Al principio me daba cuenta de ello, pero poco a poco lo empecé a olvidar. Sólo sufría las consecuencias; entonces me echaba una nueva excusa a la espalda y me quedaba como nuevo. Quizás parezca imposible sobrevivir a base de mentiras. Puedo asegurar que no lo es. Aprendí a vivir con una venda cubriéndome los ojos; me acostumbre a su tacto. A veces, cuando empecé, me molestó un poco, pero su holgura se ajustó a mi incapacidad para resolver la realidad. Llegó un momento en el que caí enfermo y me hospitalizaron; tuvieron que atarme a la cama para que no me escapara. Huía de la realidad y tenía claro que ese enfermo no era yo. Mientras permanecía convaleciente, en mi mente engañosa florecía una cita con aquella holandesa, que seguramente nunca conocí, una tarde de otoño en la playa. Como que el clima; tampoco era sereno porque soplaba un insufrible viento del norte que te cortaba la piel, si no la tenías cubierta con una pieza de abrigo. Igual que cuando recibía las visitas encerrado bajo llave en mi habitación. ¿Qué tal la comida? , y cualquier pregunta le daba alas a mi pasión por mentir. Cuando engañaba a alguien surgía en mi interior una especie de excitación que me ayudaba a recordar toda clase de datos estrafalarios y superficiales que afianzaban todavía más los cimientos de la mentira. Me sentía como si vaciara algo perjudicial insertado en lo más profundo de mi alma. El problema era que no tenía en cuenta al engañado. Si éste me persuadía de que cesase con mi incrédula verborrea, yo  indignado, me encerraba en mi mismo y creía profundamente en lo imposible. Al cabo de unos años y de una terapia agresiva empecé a no mentir; sólo pensar en ello me daba náuseas. Volví a rehacer la vida con Ángela, mi mujer, y recuperé el negocio de empaquetados y varios de mis antiguos empleados. Una vez rehabilitado empecé a reaccionar fatal ante los mentirosos. Me sucedió igual que a los ex fumadores que se sienten más perjudicados que nadie ante una persona que fuma. No concebía que nadie mintiera, y menos a mí. Esto fue otro cauce de problemas, aunque solucionarlos no fue tan drástico ni tampoco requirió hospitalización.
Una mañana Ángela casi me vuelve a dejar. Todo empezó por una pequeña discusión sobre quién había terminado con el paquete de galletas que tomábamos en el desayuno. Ella insistía en que no había sido y yo estaba seguro, porque así era, de que no las acabé. Intenté que lo entendiera, pero ella seguía negándolo. La sangre empezó a hervir en mi interior y noté unas punzadas en el estómago. Antes, cuando mentía, la sensación física era placentera, pero ahora que odiaba a los embusteros mi conducta era violenta y agresiva. Le pedí por favor que lo dejase y admitiera que se comió la última galleta; mis puños cada vez estaban más apretados, tanto que las uñas empezaban a clavárseme en la piel. Mis ojos despedían el fulgor de una ira incontrolable; las punzadas eran más intensas. Ángela se dio cuenta de mi estado y al principio se asustó. Después con una serenidad pasmosa admitió que había mentido y me abrazó comprendiendo lo que había pasado.
La cosa no fue a más, excepto el día que mi proveedor de cartón  me pasó una factura, mal detallada y errónea. Enseguida llamé a la oficina para solucionar el error. Primero Rosa, la secretaria con la que siempre hablaba por teléfono, me dejó de piedra al reaccionar de manera altiva cuando le comenté el porqué de la llamada. Había aprendido a controlarme y repetí de nuevo la frase creo que hay un error varias veces, mientras ella intentaba darme largas. Por fin me pasó con Ernesto, el dueño, que se dedicó a echar pestes sobre su secretaria. Como si ella tuviera la culpa y él no se hubiera enterado. Ernesto tenía fama de controlar cualquier número que entrara en sus oficinas; ya fueran cifras monetarias o los números de la talla del pantalón de los operarios del almacén. Por eso yo sabía que me estaba engañando y, por supuesto, él también. Así que le dejé que lo hiciera durante un momento. Después me puse serio y él se puso más. Quería estafarme a través de una mentira y yo no estaba dispuesto a que lo hiciera. Aunque la conversación telefónica no subió de tono, quedaron claras las disposiciones de cada uno. No me amenazó con que si no pagaba la factura no me serviría más material, pero lo dejó entrever. Nos despedimos. Colgué y fui a buscar el coche. En menos de una hora estaba a las puertas de su oficina. Dejé el coche allí mismo y salte como un gamo hasta el final de las escaleras. Abrí la puerta de cristal y allí, en la misma mesa de recepción, estaba Rosa. Su cara cambió al verme. Moví la mano pausadamente para indicarle que se tranquilizara. Continué mi camino hasta el despacho de Ernesto. Allí estaba; sentado en su sillón de piel giratorio y con las piernas cruzadas. Me miraba tras sus gafas de cristal oscuro y algunos pelos de su bigote se le colaban entre los labios. Avancé tranquilo y me coloqué frente a él. Sin apartar la vista de sus gafas, acerqué una silla. Me senté y puse mis brazos sobre la mesa. Nos mantuvimos en silencio cerca de un minuto. Parecía como si uno quisiera que empezara el otro y manteníamos el silencio para no entorpecer la palabra. Pero ninguno de los dos hablamos. Sin decir palabra saqué mi cartera de bolsillo. La abrí y extraje la factura que había doblado por la mitad. La extendí encima de la mesa. Ernesto ni siquiera la miró e hizo un gesto, observándome tras las gafas, queriendo decir y yo que quieres que le haga. Entonces lo miré fijamente.
-Ernesto, tú sabes de lo mío, ¿verdad?
-De lo que te pasó y lo del hospital, ¿no?
-Exacto. Pues ahora me ocurre lo contrario. Cada vez que alguien me miente me pongo como una moto.
-Pero yo no te he mentido. Ni Rosa tampoco.
-Sí que lo estás haciendo, Ernesto. Hace dos años que cada mes te hago el mismo pedido, ¿cómo puede ser que este mes me cobres el triple?
-A ver.
Ernesto alcanzó la factura y la estudió meticulosamente. Era cierto; había un error. Dejó el papel sobre la mesa y se llevó las manos a su regazo. Mientras entrelazaba los dedos bajó su mirada.
-Es verdad, tienes razón. Ahora mismo le digo a Rosa que te abone la diferencia-me miró fijamente-. Sabes, cada día miento más. Y lo peor es que nadie me lo dice. Tú has sido el único, hasta el momento. Tengo miedo de que me ocurra lo que a ti. Pero es que no me puedo contener. Cada vez que lo hago me da como un cosquilleo agradable en el estómago. Tú sabes de lo que te hablo.
-Deberías ir al médico.
-Ayúdame, por favor.
-Si te dijera que te voy a ayudar estaría mintiendo. Lo único que puedo hacer por ti es aconsejarte que vayas al médico antes de que sea demasiado tarde.
-Gracias.
Puso los codos sobre la mesa y apoyó la cabeza en sus manos; las lágrimas corrían por sus mejillas. Sentí molestias en el estómago al ver llorar a Ernesto. No disimulaba su llanto a pesar de tener sus ojos protegidos con las gafas oscuras y el bigote empezó a humedecerse. Luego levantó la vista hacia a mí y siguió con su penosa retahíla.
-He intentado cobrarte el triple porque me hace falta dinero. Con tantas mentiras la verdad es que he vaciado la caja. No eres el primer cliente que viene a quejarse, ¿sabes? He estado jugando a las cartas y también ha habido mujeres por medio. Mi familia no sabe nada. Al contrario; hasta hoy disfrutaba engañándolos. Incluso he llegado a pensar que no existen. Que nada existe aparte de lo que yo creo. Tú deberías entenderlo. Eres la única persona a la que no he mentido en mucho tiempo.
-¿De veras?
-Te lo prometo.
-Pues empieza a decir la verdad a todo el mundo. Es la única manera de que te salves.
Volvió a llorar y ya no pude soportarlo. Me dirigí a la mesa de Rosa para que corrigiera la factura. En cuanto terminó salí en silencio. Me despedí de Rosa alzando un poco el brazo. Ella dijo algo, pero intenté no escucharla y salí a la calle. El coche estaba tal como lo había aparcado. Arranqué y conduje camino a casa.
Circulé por una avenida bordeada por casas viejas. El barrio estaba bastante deteriorado, pero cada vivienda conservaba un pedazo de jardín en la parte delantera. La mayoría estaban deshabitadas y sólo unas pocas conservaban las condiciones básicas para vivir. Moderé la velocidad al pasar por delante de un grupo de adolescentes que increpaban a un anciano. El hombre no se movía de la puerta de su casa e increpaba a los jóvenes que no paraban de reír. Paré el coche y di marcha atrás hasta alcanzarlos. Cuando me detuve salieron corriendo y los perdí de vista. Salí del coche y me quede mirando al viejo. Me miraba fijamente a través de sus ancianos ojos grises. Llevaba puesta una camiseta sin mangas de color carne y unos pantalones atados con una cuerda que hacía de cinturón. Sus pies estaban desnudos y cubiertos de mugre. El viejo hacía mucho tiempo que no se afeitaba y unos escarpados pelos canosos cubrían su rostro y parte de la cabeza. Cuando quise acercarme para preguntarle cómo se encontraba, se puso en alerta y estiró sus brazos, enseñándome las sucias palmas de la mano.
-¡Alto! Ni tú ni tus caracoles lograréis cruzar mi rancho.
-¿Cómo?
-Ya lo has oído.
Una pequeña punzada de ira sacudió mi estomago. El viejo mentía.
-No hay caracoles ni rancho. Usted lo sabe, abuelo. Deje de mentir.
-¡Calla si no quieres que te descerraje un tiro!
El viejo agarró el palo de una escoba y me apuntó.
-Debe hacer mucho tiempo que mientes, al juzgar el estado de tu casa y el tuyo propio.
-Te la estás ganando. Vete es tú última oportunidad.
-Déjalo ya; tú no estás loco. Simplemente te engañas a ti mismo.
-¡Fuera!, ¡fuera de mi casa!
Mis comentarios encolerizaron al viejo. Me di media vuelta y subí al coche. Avancé unos metros y lo observé por el retrovisor. El viejo entró en casa. Abatido se pasó una mano por la nuca, con la vista fijada en el suelo.
Seguí conduciendo. Mi intención era regresar a casa, pero tenía que pasar por la oficina a archivar la factura corregida de Ernesto. Me gustaba dejar las cosas zanjadas antes de dedicarme a descansar. Era la última hora de la tarde y todos los operarios se habían marchado a casa. Me extrañó ver el coche de Sabino en el aparcamiento. En vez de entrar directamente a la oficina decidí dar una ojeada por el almacén. Estaba todo recogido y los paquetes realizados durante el día permanecían ordenados. Subí por los escalones de metal para acceder a la oficina. El ruido de mis pisadas inundó el silencioso local. No encendí las luces, a pesar de que ya estaba oscuro, porque conocía el recorrido a la perfección. Con lo que no contaba era con la presencia de Sabino, que esperaba como una estatua en la penumbra, al lado de la puerta. Cuando se acercó tuve la sensación de estar presenciando la aparición de un fantasma. Me quedé helado.
-Sabino, ¿qué haces? Vaya susto que me has dado.
-Buenas tardes, José Luís.
Sabino era el hijo mayor de uno de mis mejores clientes; también de los más zorros. Alfredo, que así se llamaba el padre, siempre intentaba escatimar unos euros a la hora de hacer los pedidos. Era el dueño de una pequeña paquetería de pueblo y cuando el trabajo le venía grande acudía a mí. La relación comercial era buena, pero como persona dejaba mucho que desear, sobretodo el trato con los demás. Por no hablar de lo abusivo que se comportaba con sus hijos que eran, en realidad, el pilar de su empresa familiar. Un día Alfredo murió inesperadamente y Sabino se hizo con las riendas del negocio.
Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. Encendí las luces y entramos en la oficina.
-No te esperaba, Sabino.
-He venido para negociar un último pedido. El mes que viene cambiamos de proveedor.
-¿Y eso?
-Cosas de la empresa.
-Pero, ¿qué dices? Después de veinte años sin ningún tipo de problema vienes diciendo que me dejáis. Venga, Sabino, si tu padre levantara la cabeza no lo aceptaría.
-Precisamente es mi padre el que ha tomado la decisión. Ahora mismo está aquí; me acompaña su espíritu.
Esperé aquella punzada en mi estómago que me advirtiera de que Sabino estaba mintiendo, pero no noté nada. Tampoco creía en fantasmas. Entonces decidí hacer una prueba, por si acaso había desaparecido aquella especie de don que me alertaba cuando alguien mentía. Probé con una cosa que todo el mundo sabía, pero que Sabino continuaba escondiendo.
-Sabino, ¿tú eres gay?
-No. ¿A qué viene eso? Siempre estáis igual. No. No lo soy y en diciembre me caso con una mujer del pueblo.
Ahora sí que noté la punzada; y con que fuerza. Tuve que controlarme para encauzar la situación.
-Perdona, Sabino. No sé yo en que andaría pensando. ¿Y dices que tu padre está aquí?
-Desde que murió siempre me acompaña a la hora de hacer negocios.
Ninguna señal en mi estómago. Cerramos el trato y Sabino abandonó la oficina. Quise pensar que el espíritu de Alfredo también lo hizo.
Más tarde, cuando llegué a casa, Ángela no dejaba de observarme. Llegué exhausto y el último episodio de la tarde me había aturdido. Ángela seguía mis pasos y no se atrevía a preguntar, por el hecho de que ahora yo sólo decía la verdad. Al final no se aguantó y me preguntó qué me ocurría, aun exponiéndose a una aplastante respuesta. Si hubiera tenido una amante se lo hubiera dicho. Cualquier cosa que hiciera a sus espaldas, solo bastaba con que me preguntase y yo le contaría todo, con pelos y señales. Así que cuando le explique la visita de Sabino y el espíritu de su padre, enseguida descolgó el teléfono y en menos de media hora apareció la ambulancia que me retornaría de nuevo al hospital. En los informes oficiales mi ingreso constaba como una recaída. Estaba atado a la camilla de nuevo. Ángela lloraba tras el cristal. Al verla unas fuertes punzadas atravesaron mi estómago.
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