EL DÍA DE MARÍA

María le dijo a su padre que ya estaba harta y no aguantaba más. Cada semana acababa igual. El lunes era el único día que podía descansar ya que los servicios sociales le ofrecieron una persona. Mientras tanto debía reprimirse ante la enfermedad que había enajenado a su padre. Pero en momentos críticos le hablaba como si él pudiera comprender el significado de las palabras; enfado e insultos, por norma general.
Aquel día el padre la perseguía con un papel arrugado por todo el piso. Ella no hacía nada más que rechazarlo. Mientras intentaba telefonear al colmado para hacer la comanda semanal, el padre seguía refregándole el papel arrugado por el culo e intentaba besarle el cuello. María lo empujaba, pero como si de un amante fogoso se tratara no paraba de tocarla.
María era soltera. A sus cincuenta y dos años no había conocido a ningún hombre con el que compartir su vida. Siempre había vivido con sus padres. Trabajó solamente unos años como dependienta en la mercería de su tía. Era hija única. Tuvo que abandonar los estudios por una grave afección de hígado. Después tuvo que dejar de trabajar porque su madre cayó gravemente enferma. Una de las enfermedades más extrañas del mundo se la llevó. Acto seguido tuvo que ocuparse de su padre que cayó en una profunda depresión que derivó en la grave enfermedad mental que padecía.
María no tenía un solo momento para relajarse excepto los lunes. Una enfermera del sanatorio aparecía a las nueve de la mañana y desaparecía a las ocho. Ese era el día de fiesta de María. Aunque alguna vez se quedó plantada mientras esperaba, ya que algún lunes no aparecía nadie del sanatorio.
Los lunes salía de casa cinco minutos después de la llegada de la enfermera y se dirigía directamente a la cafetería de su amiga Rosa a desayunar. “La Manzana”, se llamaba el local, porque era el único en el que se podía tomar algo en condiciones en toda la manzana.
Después salía a pasear por la ciudad un rato. Le gustaba mirar los escaparates de las lujosas tiendas del centro. Telas finas y tallas imposibles vestían maniquíes cada vez más versátiles.
Le gustaba ir a comer a una hamburguesería de comida rápida. Era un capricho que cada vez le creaba más dependencia. Pero le gustaba embadurnar las patatas fritas con la salsa de tomate y la mostaza. Después, por la tarde, mientras le repetía el pepinillo, se paseaba por el centro comercial y controlaba la hora de regreso a casa. Cuando la enfermera del sanatorio se despedía, María volvía a caer en el calvario de cuidar al padre enfermo y demente.
Los martes era el día que acudía su tía Carmen, la hermana de su padre. Una mujer de avanzada edad, pero que poseía un gran vigor. Parecía que era la única persona a la que reconocía el padre de María, porque el hombre se sentaba en el sillón y escuchaba atento las anécdotas -lejanas, sobretodo muy lejanas- que le contaba su hermana. Estos momentos los aprovechaba María para poner una lavadora o avanzar cualquier faena doméstica. La tía Carmen hacía rato que se había marchado y el padre, por suerte, estaba dormido. María permanecía inmóvil disfrutando de ese momento de tranquilidad viendo la televisión. Como la veía poco no se daba cuenta de lo repetitivo y monótono que era ese medio. Se sorprendía al ver las noticias. Siempre eran las mismas que las de la primera edición. Los programas informativos se habían renovado y se transformaron en meros programas de entretenimiento. Lo malo de eso era que la sociedad en general estaba desinformada. Pero María no podía disfrutar a menudo de sentarse sin hacer nada delante del televisor; le daba igual el contenido.
El sol se colaba por los agujeros que unían las baldas de la persiana de la habitación de María, pero no fue la luz lo que la despertó. Su padre permanecía frente al armario de la habitación mirándose al espejo. Sus palabras, más bien balbuceos eran ininteligibles. María despertó sorprendida y se quedó como una estatua en la cama. El padre seguía hablando con el reflejo de su imagen. Bajó la cabeza y comenzó a llorar. María se levantó de la cama dispuesta a consolarlo. De repente el padre apoyó las manos en el espejo y volvió a observarse. María estaba a punto de rodearlo con sus brazos cariñosamente cuando el padre soltó un cabezazo que hizo trizas el espejo. La sangre empezó a brotar por los profundos cortes como la crecida de un río. El pijama del padre se empapó por completo de sangre. María también estaba manchada de sangre e intentaba controlar a su padre para que no se golpeara. Al mismo tiempo pensaba en lo que tenía que hacer. El hombre volvió a intentar golpearse de nuevo y María lo contuvo con todas sus fuerzas. La falta de sangre provocó el desmayo del padre. María lo dejó recostado en la cama. Las sábanas estaban anegadas del líquido pastoso de color rojo. Corrió por el pasillo en busca del teléfono que pendía de manera perpendicular en la pared.
Cuando se presento el personal sanitario se abalanzaron sobre el cuerpo del padre de María. Estaba en un estado que parecía dormido. Si no fuera porque tenía toda la cara cubierta de sangre y pedazos de espejo incrustados en el cráneo que brillaban al reflejar la luz de la lámpara. Unos minutos después llegó la policía. Una mujer que ostentaba el rango más alto hablaba con el coordinador del equipo médico. El padre ya estaba tumbado en la camilla dispuesto a ser trasladado al hospital. Después fue María la que salió del piso, detenida, rumbo al calabozo de la comisaría.
No pudo dormir en toda la noche. Los nervios no la dejaban ni llorar. Quiso llamar a su carcelera para ir al lavabo, pero se dio cuenta que se había hecho pis encima. Sabía que estaba allí por error, que cuando llegara el abogado todo se arreglaría. Las únicas palabras de la policía en su casa fueron para indicarle que juntara las manos para ponerle las esposas. Estaba claro que sospechaban que ella era la culpable de las heridas de su padre. Por suerte estaba sola en el calabozo. Se imaginaba que sería como en las películas americanas donde los calabozos están repletos de prostitutas horteras mascando chicle y fumando. Pero allí estaba sola, junto una enmohecida sábana apestosa. La única luz entraba del tubo de respiración que daba al exterior y de las rejas de la puerta, desde donde se podía observar un pequeño almacén desordenado repleto de cajas de archivos. De vez en cuando la carcelera echaba un vistazo al interior del calabozo. A María le quitaron el cinturón que llevaba en el pantalón tejano por eso cada vez que se levantaba se le caían. La luz que entraba por el tubo de respiración cada vez era más intensa. Se acercaba el mediodía y el abogado no había aparecido aún. Pasaron las horas y la luz fue disminuyendo. María no había comido ni bebido nada desde la cena de la noche anterior. Sin más remedio se tuvo que acostar en el camastro de hormigón. El frío le penetraba sus carnes y se instaló en sus huesos. No le quedó más remedio que cubrirse con la cochambrosa manta. A medio camino entre el duermevela y el sueño profundo pasó toda la noche María. Por la mañana se levantó del camastro de hormigón y experimentó un profundo dolor en la espalda entumecida. Se dirigió a la puerta y miró el cuartucho a través de los barrotes. Por casualidad su mirada se cruzó con la de la carcelera que había acudido a echar un vistazo a la rea. María sintió un inapreciable atisbo de humanidad en los ojos de aquella mujer. La carcelera desapareció.
El sol había alcanzado el punto álgido del mediodía. Por el tubo de respiración del calabozo penetraba una tenue luz azulina. La carcelera abrió la puerta y puso las esposas a María. La condujo a un despacho donde le esperaba el abogado. Un agente preparaba una arcaica máquina de escribir para tomar declaración. El abogado se dirigió cortés a María y le insinuó que hablaran flojito para evitar que el agente les oyera conversar. María miró al abogado y pensó que podría ser su hijo. Mientras, el hombre hablaba sobre lo delicado del caso y de lo difícil que iba a ser demostrar la inocencia de María.
El abogado le prometió un juicio justo. María fue condenada a tres años y medio de prisión. Al año y poco de condena nadie le comunicó el fallecimiento de su padre en el sanatorio. Su tía Carmen se negó a visitarla porque creyó en las pruebas que la policía y los servicios médicos presentaron y aún le pareció poco la condena impuesta por el juez.
Cuando salió en libertad (después de cuatro años por culpa de un error burocrático) nadie se acordaba de ella. Había perdido la casa y el derecho a la herencia de su padre, pero en vez de perder la cabeza pasó todo lo contrario. María por fin vio claro en que clase de mundo vivía, motivo que le proporcionó la total seguridad en sí misma para avanzar en la vida.

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