JAULAS

Después de comer era imposible hacer algo fuera. El sol castigaba con toda su dureza en aquella época del año. Aunque la casa estaba hecha a la medida que le correspondía al médico del pueblo, mi padre no me dejaba traer amigos después de la sobremesa. Él no habría la consulta antes de las seis de la tarde y aprovechaba aquellas horas soporíferas para echar la siesta.



Hacía un mes que terminó el curso y el grupo de amigos fue disminuyendo. Unos se iban de vacaciones a otro lugar y otros descubrían las verdaderas referencias que exigían su amistad. Mi padre, a pesar de ser uno de los hombres más ricos del pueblo, no disfrutaba de vacaciones y tampoco nos mandaba a mi madre ni a mí. Los que nos quedábamos no teníamos mucho con qué entretenernos, pero con la llegada del verano proliferaba la aparición de los vagabundos.


Fuera del pueblo el terreno era pedregoso y áspero. Los labradores no paraban de sacar rocas, que aprovechaban para construir márgenes. La tierra parecía escurrirse por entre las piedras. Desaparecía sin más, como si una fuerza invisible se la tragara por un profundo abismo. Los herreros siempre tenían trabajo en reparar los aperos de los labradores. En la lucha de la piedra contra el metal, la primera siempre dejaba mella en aquel acero forjado en el fuego del carbón. A pesar de lo estéril que parecía tan abrupto terreno era el lugar apropiado para el cultivo de la vid. El sol y aquella aspereza producían un fruto extraordinario del cual se extraía un delicioso vino. Como el que brotaba de los olivares. Viejos ejemplares de tronco anudado se extendían por las colinas cercanas al pueblo. Cuando la suave brisa soplaba y mecía las puntiagudas hojas del olivo, daba la impresión que se trataba de un mar de plata. Sus pobladas ramas cargadas del fruto inmaduro regalaban una refrescante sombra y eran éstos dos de los reclamos que ofrecía el pueblo para el retorno de los vagabundos cada verano: la comodidad de instalarse bajo un viejo olivo y el buen vino.


En agosto sólo quedábamos cuatro de los quince del grupo inicial. Arturo, hijo de un respetable labrador, y el más fuerte de los cuatro. Había heredado una musculosa complexión de su familia tantos años arraigada a la tierra. Aún así poseía un carácter bondadoso y, rara vez causaba daño a los demás. Juan José era el hijo del boticario. Su cuerpo estaba cubierto con una fina piel en la que resaltaban los huesos. Su aspecto raquítico contrastaba con la dureza de su carácter. Unas gafas de gran graduación cubrían su rostro y provocaban que sus ojos parecieran inmensos. Siempre lucía heridas en las rodillas y cuando una costra estaba a punto de cicatrizar, otra caída la levantaba y la sangre corría con total libertad por su espinilla. Ismael era el más exótico de los cuatro. Sus padres eran marroquíes y trabajaban de jornaleros en la finca de don Tomás. Era la más grande de la zona y muchos emigrantes acudían en busca de trabajo en la temporada de recolección. Los padres de Ismael vinieron y se quedaron. Eran los encargados de mantener la casa de campo al mismo tiempo que vivían en ella. Ismael nació aquí y la única diferencia que tenía con nosotros es que sabía hablar árabe.


Aquella tarde deambulábamos aburridos en busca de algún conejo al que perseguir, cuando a lo lejos nos percatamos de una voz que cantaba una extraña canción. Los cuatro nos acurrucamos tras un margen de piedra para no ser vistos. La voz cada vez era más clara. Tanto que al final pude entenderla.






Recuerdo aquel momento


En que estábamos los dos






Me pediste la hora


Y te llevaste el reloj






Ahora qué voy a hacer


Si no sé ni qué hora es






No sé que voy a hacer


Ya no siento ni la piel






Aquella voz me resultaba familiar, igual que a mis compañeros. Allí escondidos asentimos con la cabeza. Estábamos de acuerdo en la identificación de quien cantaba aquella estrafalaria canción. Entonces nos pusimos todos de pie y gritamos al unísono: ¡Jaulas!


Jaulas era uno de los vagabundos que habitaba por los olivares en verano. Y el más esperado por nosotros. Era viejo, alto y tenía una cabeza wagneriana. Pero su semblante serio escondía un buen sentido del humor. En su espalda siempre cargaba con un saco raído. Aquella pieza siempre iba con él y nosotros ya lo conocimos con ella a sus espaldas. Era difícil precisar su edad, pero Jaulas era mayor y muchas veces nos hablaba de su hijo que era médico en Valencia, y que pronto lo vendría a buscar. Cuando sonreía mostraba unas encías desiertas en la que solo brotaban un par de dientes. Al vernos se alegró mucho.


-Hola, amiguitos. Venid aquí.


Jaulas nos invitó a sentarnos en la base del tronco de un olivo centenario. El suelo estaba limpio de piedras porque habían empezado a prepararlos para la recogida, aunque aún faltaran unos meses, y eso hacía más confortable la sombra del árbol. Nos sentamos los cuatro en frente de él. Nos miró uno a uno regalándonos una amable sonrisa.


-Cómo habéis crecido-. Empezó a rebuscar en el saco. Todos sabíamos lo que sacaría. Remugaba entre dientes mientras movía la mano en el interior y por fin la encontró. Desenroscó despacio la botella. Después relleno el tapón y yo fui el primero al que le ofreció el trago-. Toma, bebe.


Repartió un trago a cada uno y después bebió directamente de la botella. Cuando el calor del vino recorrió nuestro cuerpo empezamos a reír y así pasamos la tarde.






El sol parecía que nunca quisiera ponerse. Una parte de él se resistía en el lejano horizonte. La gente que había pasado todo el día trabajando en el campo circulaba en procesión camino hacia el pueblo. Al abrir la puerta de mi casa y poner los pies en el patio el mundo se me cayó encima. Parecía que cuanto más rico era mi padre más patente se hacía la infelicidad en aquella casa. Me dirigí al pozo que reinaba en el centro del patio y extraje un cubo de agua. Rellené las dos jarras de lata y vertí una en la palangana. Me froté suavemente con la pastilla de jabón. Ya estaba listo para cenar. Entré en el comedor. A pesar de su amplitud y de su elaborado ventanal, la penumbra se había apoderado de él. En la mesa estaban mis padres. En una punta de la mesa mi madre parecía como si aguantara un pañuelo delante de la boca. Esa era su postura habitual. Levantó la cabeza tímidamente y me contestó cuando le dije: Buenas noches.


En el otro extremo, mi padre. Estaba comiendo y me ignoró por completo. Me senté y Conchita, la sirvienta, me sirvió la cena.


-Hoy he bebido vino.


Mi madre se llevó las manos a la boca y parecía que le faltaba pañuelo. En cambio mi padre soltó un perezoso: Ah, ¿sí? Y todo quedó ahí. Después de cenar me fui a mi habitación y me puse a leer. El silencio nocturno era sepulcral. Aquella tranquilidad sólo era perturbada por los mosquitos. Un manojo de albahaca pendía del techo, sobre mi cama. Era un remedio casero que los repelía. Aún así cada mañana mi cuerpo amanecía con un par de picadas nuevas.


Los ojos se me cerraban y empecé a soñar despierto, así que cerré el libro y apagué la luz. No llevaba ni cinco minutos intentando dormir cuando escuché el silbido inconfundible de Ismael. Me asomé a la ventana y allí estaba. Me esperaba sonriente en el centro de la calle. Al verme empezó a mover el brazo indicándome que me diera prisa. En seguida me vestí y me deslicé por el balcón hasta poner los pies en la calzada polvorienta. Ismael se llevó el dedo a la boca exigiéndome silencio y nos pusimos en marcha.


Llegamos bajo el balcón de Juan José, pero al quinto intento desistimos. El hijo del boticario era famoso por su profundo sueño. No nos costó tanto despertar a Arturo que nos recibió con una sonrisa cómplice. Los tres nos dirigimos al interior del olivar sin más luz que la que nos ofrecía nuestro instinto de orientación. Caminamos un par de kilómetros y apreciamos la primera claridad de la hoguera. Ardía en un llano con tanta calidez que invitaba a dormir junto a ella sino fuera por las siluetas que se movían a su alrededor. La primera que distinguí fue la de Casilda, la maestra. Una mujer entrada en los cuarenta y que todavía estaba soltera. Estaba completamente desnuda y la luz del fuego alumbraba su cuerpo de una manera diabólica. Se dejaba tocar por cuatro jóvenes jornaleros marroquíes. Ella estaba tan excitada que daba la impresión que los cuatro no darían abasto para satisfacer su deseo. De repente la pasión se desató. Casilda frotaba su cuerpo con ansia. Para ella ya no eran cuatro sino un ser dispuesto a llenarla. A mí me costaba imaginármela en clase con aquella pose seria que adoptaba cuando nos explicaba los quehaceres de los merovingios. Allí estaba gimiendo y retorciéndose de placer mientras era ensartada por las vergas de aquellos recios jornaleros. Entonces reaccionamos los tres en cadena. El primero en liberar su miembro fue Arturo, después Ismael y por último yo. Participamos de manera indirecta en aquella orgía que nos ofrecía nuestra maestra. Cuando al acabar restregamos las manos contra el nudoso y áspero tronco de un olivo y repasábamos el resto en el pantalón, una voz nos sobresaltó.


-¿Qué, os habéis quedado a gusto?-. Era Jaulas que tampoco se había perdido detalle y en seco empezó a reír. Su risa cada vez sonaba más fuerte. Un marroquí se quedó mirando hacia donde estábamos. Aunque no nos podía ver a través de la impenetrable oscuridad, señaló y empezó a gritar. Jaulas seguía riendo y nosotros permanecíamos como estatuas con nuestro menguado miembro fuera del pantalón. Los jornaleros y Casilda pararon su frenética actividad extrañados por aquella presencia invisible en la inexpugnable noche. Entonces los cuatro jóvenes se pusieron en pie y se dirigieron corriendo hacia nosotros. Salimos disparados como almas poseídas por el mismísimo diablo a través de los olivos. Cada uno hacia una dirección diferente. Jaulas permanecía inmóvil y continuaba riendo. Yo había avanzado unos cuantos metros y todavía escuchaba su enloquecida voz. Tropecé varias veces. Una de ellas me hice daño y me senté al regazo de un margen de piedras. Entonces oí los golpes que recibía Jaulas entre carcajada y carcajada. Le estaban propinando una terrible paliza. Casilda intentó frenarlos sin éxito. Cuando me repuse continué caminando y llegué a casa sin encontrarme con ninguno de mis amigos. Como pude subí a mi habitación y me acosté. Estaba exhausto, tanto que no tuve fuerzas para espantar a un mosquito que rondaba por mi oreja. Las últimas campanadas que escuché del reloj de la iglesia fueron las dos de la madrugada. Después me dormí.






La mañana siguiente amaneció calcada a la anterior, excepto por los moratones de mis rodillas. Bajé a la cocina a tomarme un vaso de leche. Para pasar de una estancia a otra tenía que atravesar el patio que a esas horas de la mañana tenía un aspecto precioso. Las numerosas plantas le daban una frescura aliviadora para afrontar otro caluroso día de verano. Entré en la cocina. Conchita me alcanzó un vaso de leche tibia y enseguida se dedicó a preparar la olla de garbanzos para que se fueran cociendo a fuego lento.


-¿Y mi madre?-.Le pregunté.


-Ha salido. Vino a buscarla Casilda, la maestra. Iban a comprar a la ciudad.


El corazón me dio un vuelco al imaginar a mi madre con su postura de pañuelo en la boca paseando con Casilda. Me despedí de Conchita y salí a dar una vuelta por el pueblo.


El panorama por la mañana era deprimente. Sólo unos pocos corrillos de comadres animaban las desiertas y polvorientas calles. Decidí pasarme por la botica a ver si Juan José estaba disponible. Lo que más me gustaba de aquel establecimiento era el olor mentolado que se percibía al entrar. Al poco el olfato se acostumbraba y ponía al descubierto el olor a rancio del vetusto mobiliario. Juan José en verano se dedicaba a despachar a los clientes con una postura, tras el mostrador, un poco altanera. Mientras su padre permanecía, al resguardo de las miradas ajenas, en la trastienda componiendo mejunjes y brebajes no siempre efectivos.


-¿Qué pasa, Juan José? Anoche te quedaste dormido.


-Ya te digo. Mi padre se empeñó en que leyera un libro sobre la historia del Mediterráneo y a las dos páginas me quedé dormido.


-Ja, ja, ja. Pues te perdiste el espectáculo.


De repente entró una comadre de avanzada edad. Venía a buscar un preparado para la artritis severa que padecía en las manos.


-Hola, muchachos-. Se me quedó mirando fijamente.- ¿Tú no eres el hijo del médico?


-Sí, señora, el mismo, para servirle.


-Pues menudo circo tienes montado ahora mismo en casa.


-¿A qué se refiere?


-Corre y lo verás.


Me quedé mirando a Juan José. Ninguno de los dos entendíamos nada. Sin mediar palabra salí corriendo de la botica. Me dirigía a mi casa como un rayo. Cuando llegué lo primero que vi fue la carreta del labrador. Arturo aguantaba al buey por la yunta y al verme lo soltó.


-Lo está visitando tu padre-.Me dijo muy serio.-Lo encontraron esta mañana malherido en el olivar.


Entré en casa y me dirigí a la consulta. El silencio reinaba en la estancia, aún así era quebrado a intervalos por los lastimeros gemidos de Jaulas. Lo único que pude ver ,antes de que los dos hombres que acompañaban a mi padre me echaran de la habitación, fue el cuerpo ensangrentado del vagabundo tumbado sobre la camilla. Salí a la calle. Arturo y yo nos miramos en silencio. Me ofreció un cigarrillo y lo acepté. Me daba igual que me vieran fumando.


-Cuando avisaron pensé que estaba muerto. Después por el camino empezó a desvariar entre quejidos y risas-.Arturo me explicaba la situación sin mirarme a la cara.


-Pobre hombre.


Un grupito de comadres intentaba acercarse disimuladamente hacia nosotros. Sólo con mi mirada furiosa las dispersé. Entonces el buey empezó a desahogarse a base de boñigas. Arturo buscó una pala en el carro y las enterró delante del portal de mi casa. La impaciencia iba engendrándose en mi interior y cada vez estaba más nervioso por saber algo sobre Jaulas. Arturo se quedó guardando al buey y la carreta y yo trepé al interior del patio. Recorrí el tejado como un gato y dejé caer la cabeza por la ventana de la consulta de mi padre sin que nadie reparara en mi presencia. Ya no reinaba el silencio. El paciente estaba calmado y mi padre y los dos labradores que lo acompañaban mantenían una conversación sobre el estado de Jaulas.


-Sobrevivirá, pero tendrá que quedarse aquí algunos días-.Dijo mi padre.


-Cómo le han dejado la cara-.Dijo el padre de Arturo.


-Una buena paliza, si señor. Como mandan los cánones. Esperaremos a que baje la hinchazón de los golpes en la cara para reconocerlo.


-Es el Jaulas-.Dijo el otro labrador.-Un vagabundo.


-Bueno, de todas maneras lo mantendré aquí varios días, hasta que se recupere-.Dijo mi padre acompañando hacia la puerta a los labradores.


-Lo que usted diga, doctor. Pero no se confíe de un tipo de esta calaña-.Apuntó el padre de Arturo.


-Tranquilo, no se preocupe-.Sentenció mi padre y los labradores abandonaron la consulta. Después Conchita los acompañó hasta la puerta.


Seguí observando desde aquella posición, colgado como un chorizo, a mi padre y a Jaulas. El vagabundo no se movía, pero respiraba. Seguro que mi padre le había suministrado una fuerte dosis de calmante para que no sufriera. La verdad es que dejaron a Jaulas hecho un mapa. Entonces observé que mi padre se dirigía a la puerta con paso decidido. Posó una oreja para escuchar lo que ocurría al otro lado. Después giró la llave cerrando por dentro. Daba pasos lentamente alrededor de la camilla, observando al vagabundo. Mi padre puso los brazos en jarras apartándose la bata blanca. Se quedó quieto en esa postura mirando en silencio a Jaulas. Suspiró. Me sorprendí al ver que se sentaba en la camilla. Se llevó una mano a la cabeza y se acarició la frente. Entonces lo dijo:


-Papá, ¿qué has hecho está vez?


Casi me solté al escuchar a mi padre, pero él no se dio cuenta de mi presencia. De aquella manera fue como descubrí que Jaulas era mi abuelo.


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