EL VIAJE

Todo ocurrió el día que celebramos las bodas de plata. Aquel año también cumplimos cincuenta años y seguíamos queriéndonos igual o más que el primer día. A lo largo de todos estos años hemos criado a tres hijos; dos varones y una mujer. De ellos fue la idea de regalarnos aquel fin de semana en el balneario.
El viaje de ida fue plácido y se nos hizo corto. El balneario estaba construido en la falda de una montaña de casi dos mil metros de altura. Lo que más me llamó la atención era lo distante que se encontraba mi mujer cada vez que nos acercábamos al balneario. Los últimos kilómetros tuvimos que recorrerlos por una sinuosa carretera poblada de cipreses en el arcén. Aquello me dio mala espina ya que suele ser el camino de los cementerios el que alberga estos árboles. Aparqué donde estaba señalizado. Bajé y le abrí la puerta a mi mujer. Seguía ensimismada y miraba melancólicamente hacia uno de los torreones que se erigían en cada esquina del edificio.
El edificio era monumental. Las paredes levantadas con ladrillo cocido rojo se imponían mezclándose con la belleza de cada marco de madera, lacado en blanco, de las ventanas. Fue construido por un aristócrata en siglo diecisiete y afortunadamente se conservó en buenas condiciones hasta nuestros días. Ahora lo habían habilitado como balneario ya que en interior fluían unas termas naturales y el agua poseía propiedades curativas.
Me llamó la atención que al bajar los dos del coche nadie vino a atendernos. Mi mujer no se dio cuenta. Parecía que era presa de un encantamiento ya que hacía rato que no decía nada y solo se movía cuando yo le ayudaba, como cuando la hice salir del coche. Allí en el aparcamiento se quedó plantada mientras yo buscaba la recepción.
El balneario tenía una visión impresionante. Al mirar hacia el tejado, desde abajo, se veía la cima de la montaña coronada por nubes bajas. En el aire se podía respirar la humedad de aquel sombrío valle. Por mis cálculos de orientación a través del sol deduje que, como mucho, sólo habría un par de horas en el que el edificio estuviera acariciado por los rayos solares. Siempre y cuando las nubes no lo evitaran.
Seguí un camino empedrado que supuse me llevaría hasta la entrada. El jardín era una obra de arte. Me impactó con la exactitud con que los setos estaban recortados representando varias formas de animales. Me acordé de aquella famosa película del chico aquel que tenía tijeras en las manos. Sin darme cuenta llegué absorto por la belleza del jardín a la puerta de la entrada. Estaba cerrada. Pero se distinguía el fulgor de una luz interior a través de los cristales ahumados. Llamé. Pasaron unos segundos y nadie me contestó. Acerqué la cabeza al cristal. Pude distinguir unas figuras que se movían por el interior. También escuché sonido de música y unas risas. Al parecer estaban montando una fiesta. Miré hacia el aparcamiento para ver a mi mujer. Tenía las manos a las espaldas y con un pie movía los guijarros. Agité los brazos, pero no levantó la cabeza. De repente me di cuenta al verla hacer aquel monótono movimiento de cuan bella era y sentí que la quería.

1 comentario:

Édgar Ahumada dijo...

Por supuesto que sigo desde ya tu gran blog Mis pequeños relatos. Vaya sorpresa! Entre tu más reciente (y muy disfrutable publicación, El viaje) escrito y el más reciente mío (Clarisa en el bosque), hay más de una coincidencia, ¿viste? Cipreses, nubes, cementerios. El final de tu narración es excelente, sencillo y muy contundente.

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