EL PASEO DE PACO

Rodaba por la cama. Hacía un par de horas que no podía conciliar el sueño. El recuerdo de los últimos actos de la noche le bombardeaban. Consiguió avistar la hora en el despertador a pesar del fuerte dolor de cabeza que le producía abrir los ojos. La luz natural de la calle se colaba por los diminutos agujeros de una persiana mal ajustada. Antes de acostarse preparó una botella de agua cerca de la cama para el doloroso despertar. Tenía la garganta reseca; las encías a punto de sangrar. La lengua se resquebrajaba al moverse. Como pudo estiró el brazo y alcanzó la botella de agua. El trago le calmó el padecer de la boca y la garganta, pero cayó como un obús en el estómago. Entre mareos y nauseas decidió levantarse. Los pantalones y la camisa que llevaba la noche anterior estaban arrebujados en el suelo. Eran las tres de la tarde. La habitación estaba sumida en una insana penumbra. El mal estado en el que se encontraba no influyó para que tuviese una erección. Encendió la luz del lavabo y se sentó sobre la taza para orinar. Le costó trabajo ya que su pene continuaba erecto. En un par de minutos consiguió orinar. Entre penumbras se dirigió a la ventana y estiró con determinación de la correa que izaba la ventana. Cuando entró el torrente de luz tuvo que cerrar los ojos con fuerza para no sufrir una ceguera temporal. El aspecto de la habitación era horrible. El único mobiliario lo componía la cama, una mesita con un flexo llena de botellas de güisqui a medias y un armario dónde guardar la ropa y que estaba repleto de diversa revistas y publicaciones alternativas. Miró el reloj y se dio cuenta que una vez más no había abandonado la habitación antes de las doce, con lo cual debía un día más de alquiler.
La casera era una mujer que rondaba la tercera edad. Muy amable. Parecía hacerse cargo de los problemas que acarreaban sus inquilinos ya que era permisiva con los retrasos en los pagos del alquiler. Avelina heredó la pensión de sus padres y la regentó con su marido hasta que a éste se lo llevó una cirrosis. Los inquilinos eran personas anónimas y más bien perdedores que la sociedad iba desplazando poco a poco hacia la marginalidad. Situada en una zona deprimida de la ciudad albergaba un foco de esperanza para los pobres diablos que se podían refugiar en ella.
Protegido tras sus gafas de sol avanzaba por la avenida. Bajo el brazo portaba el sobre que contenía su último relato. Cuando llegó enfrente del buzón de forma fálica lo introdujo por la abertura. Cada semana el mismo ritual. Cada semana ninguna respuesta. Siguió paseando en dirección a la taberna de Horacio. A esas horas la avenida estaba vacía. Algún coche circulaba de manera esporádica. Hacía calor y la humedad era insoportable. De vez en cuando una leve brisa transportaba el olor del agua estancada del puerto. Depende de donde soplara el aire la peste variaba. Si era del norte el tufo se desplazaba arroyando todo el ambiente procedente de la fábrica de conservas de pescado. Si soplaba del sur infestaba la ciudad con su aroma pernicioso a sentina desde el puerto. La ciudad era insoportable, pero cada año crecía en población.
Paco seguía bajando por la avenida buscando el preciado trago que le recompusiera el cuerpo. En el bolsillo sólo llevaba unas monedas. Las suficientes para arrancar el día. Cundo llegó la taberna estaba vacía. Horacio estaba leyendo el periódico. Paco pidió y dejó las monedas sobre la barra. Horacio dejó el vaso de güisqui y recogió las monedas que se quedaron enganchadas en la barra mugrienta. Entonces las contó y se dio cuenta de que faltaba dinero. Cuando levantó la cabeza el vaso estaba vacío y Paco ya salía por la puerta.
Ahora el paseo por la desierta avenida ya era más reconfortante. El güisqui ya corría por sus venas y tenía el corazón contento. Entonces vio a lo lejos una mujer. Las mujeres que merodeaban solas a aquellas horas de la tarde por la avenida solían dedicarse a una sola cosa: el oficio más antiguo del mundo. Paco conocía a muchas de ellas. Afiló la vista par ver si la reconocía. No la pudo identificar. Cuando llevaban la ropa de trabajo era imposible reconocerlas. Vio que sacaba algo reluciente del bolsillo de la rebeca. Era una pistola. La quería introducir en el bolso para que no le ocupara tanto sitio. Paco la observaba sin ser visto desde la sombra de una marquesina al otro lado de la calle. La mujer llegó a un portal y salió un hombre que portaba un puñal en la mano. Era corriente ver a sicarios trabajando a cualquier hora en aquella parte de la ciudad. Pero el hombre al ver a la mujer con la pistola en la mano se asustó y le asestó una puñalada mortal en el corazón. La mujer aún tuvo fuerzas para realizar un disparo certero que tumbó al hombre. Paco seguía escondido y vio toda la escena. El incidente parecía que había ocurrido sólo para él porque nadie salió a la calle ni se acercó. Entonces cruzó la calle. Observó a la pareja. La mujer le lanzó una última mirada antes de morir. El hombre había quedado frito al recibir el balazo. Como vio que nadie aparecía se le ocurrió coger la pistola, el puñal y el dinero que llevaban en sus carteras. Paco recordó una situación parecida que había escuchado en una canción. Desapareció por la avenida y sin cantar se dijo: la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida.

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