LOS ANIMALES

El león se paseaba por el jardín. A unos pocos metros tras unos setos jugaba la pequeña de la casa. Los restos de la criada estaban esparcidos alrededor de la fuente. El jardinero se encerró en la casa y telefoneó desesperado a la policía.
El sol reinaba majestuoso en lo alto de la cúpula celestial y una suave brisa anunciaba la inminente llegada del verano. En la ciudad todo el mundo estaba asustado por el atentado sufrido en el zoológico y que había dejado en libertad a las fieras salvajes. El último boletín informativo detallaba un número bastante elevado de víctimas mortales. Tres leones, quince leonas, cuatro tigres, seis tigresas y ocho panteras eran los animales más peligrosos que andaban sueltos. Los elefantes, cinco en total, también crearon estragos en las vías de circulación, provocando centenas de accidentes automovilísticos. También campaban a sus anchas una gran variedad de serpientes venenosas y animales inofensivos, como gacelas, avestruces y koalas.
Un equipo especial de la policía se preparó para la captura de todos los animales. Se cercó la ciudad y a la población se le ordenó permanecer en sus casas hasta nuevo aviso. Unos de los animales que más fácil resultaron de capturar fueron los seis hipopótamos, ya que corrían desorientados por la gran avenida en busca de algún charco donde refrescar sus acaloradas patas. Así que les montaron una rampa que desembocaba en una gran piscina portátil. Allí se quedaron quietos con sus panzas remojadas. Pero aunque la proporción de animales salvajes por habitantes era muy baja, el peligro era constante. Localizaron el grupo de las panteras en el gran parque de la ciudad, escondido entre los frondosos árboles. El gran problema eran los tigres ya que al encontrarse en libertad habían recuperado el instinto adormecido y el grupo se había dispersado.
El cerco se montaba a raíz de las noticias de las apariciones de cadáveres descuartizados. Las fieras al probar la carne humana se habían vuelto el doble de feroces.
Nadie reivindicó el atentado, pero todo el mundo suponía que había sido obra del Grupo de Salvación Animal. La policía sabía que la situación estaba descontrolada. Eran decenas de muertos los provocados por los animales. Se pensó en recurrir a los circos en busca de los domadores, pero todos se negaban ya que aquellos animales ahora eran salvajes. En todas las azoteas cercanas a los parques habían apostados francotiradores. Muchas de las víctimas de las fieras tenían un balazo en la cabeza. Algunas lo recibieron para que no sufrieran el desgarro entre las fauces; otras no. La ciudad era un caos. Reinaba la ley de la selva.
Sentado en el sofá, Mutombo, observaba las noticias. Recordó las incursiones de los tigres en su aldea, allá en África, y le invadió la melancolía. De una de las paredes del comedor colgaban una lanza y un escudo, enseñas de su familia. En el fondo del armario aún guardaba la piel de leopardo con la que se vestía a los guerreros de su pueblo. Mutombo pertenecía al clan de los cazadores, pero la crisis en la región le hizo emigrar a Europa para conseguir el sustento de los suyos. Pronto se dio cuenta que una vaca flaca a causa de la sequía disfrutaba de más respeto que él en cualquier metro cuadrado de Europa. Pero su espíritu guerrero no le dejaba desfallecer y consiguió tirar hacía adelante. Al cabo de unos años se ganó el respeto de sus vecinos de color blanco y fundó una asociación cultural que recogía diversas costumbres y danzas africanas gozando de mucho éxito.
Sonó el teléfono y Mutombo se levantó. Tuvo una conversación con Bamba, un antiguo amigo que en su día fue enemigo porque pertenecía a la aldea de al lado. Por culpa de la escasez de caza y agua las aldeas cercanas siempre eran enemigas. Bamba pertenecía al grupo de danza guerrera de la asociación cultural. Como otros tantos que se comunicaron entre sí la noticia de que había leones y tigres sueltos por la ciudad.
Al conocerse la noticia las calles quedaron desiertas. La gente permanecía encerrada en casa a la espera de noticias esperanzadoras. Pero la situación era muy grave. Muchos cazadores que solían ir detrás de conejos y perdices se envalentonaron. Hicieron grupos e intentaron perseguir a las fieras. La mayoría de ellos fueron devorados antes de realizar un disparo.
La medida de cercar a los animales salvajes fue tomada por el concejal de seguridad ciudadana. Consistía en introducir en jaulas, para estar protegidos, a policías armados. Pero se daba la circunstancia de que los animales no se acercaban y paseaban libres por cualquier rincón de la ciudad. En una ocasión una leona se aproximó a una jaula en la que había dos policías. Se acercó tanto que incluso introdujo el morro por entre los barrotes. Los agentes pudieron sentir su aliento. Por el auricular que llevaban instalado en la oreja recibieron la orden de disparar, pero el pánico se apoderó de ellos y mientras estaban abrazados sollozando se orinaron encima.
Iban pasando las horas y las calles estaban desiertas. Nadie se atrevía a salir. El número de victimas disparó el temor entre los habitantes de la ciudad. Los reporteros que emitían en directo la noticia también estaban enjaulados. Las únicas imágenes disponibles de las calles eran las tomadas desde el aire en helicóptero. Aún no habían emitido ninguna de los animales salvajes. Pero la gente seguía pegada al televisor a la espera de verlos. Se sentían amenazados y necesitaban tener una imagen del gran peligro que les acechaba.
Mutombo estaba sentado en el sofá viendo la televisión cuando llamaron a la puerta. Eran Bamba y Samu, el mejor amigo de Bamba. Mutombo les dio la más cordial bienvenida y entrelazaron sus manos. Todos sonreían. Bamba y Samu portaban una gran bolsa de deporte cada uno. Las dejaron caer en el suelo y Mutombo les invitó a sentarse mientras les preparaba unas cervezas y algo para picar. Bamba y Samu provenían de la misma aldea y cuando conversaban los dos solos utilizaban su dialecto. Cuando entró Mutombo con el aperitivo todos volvieron a sonreír. Mutombo señaló la lanza y el escudo que había colgados en la pared y les dijo: “Nos vamos a divertir”.
Primero Bamba y después Samu abrieron las grandes bolsas de deporte. En el interior había armas de caza; una lanza corta, un escudo y un traje confeccionado con piel de pantera negra. Al contrario que la aldea de Mutombo, que usaban lanzas largas, los de la aldea de Bamba y Samu las utilizaban cortas, siendo virtuosos en su manejo. Tanto que un guerrero bien instruido podía derribar a un elefante. Los tres africanos apuraron sus cervezas y se vistieron con las pieles. Cada uno cogió su lanza y su escudo y se lanzaron a la calle a cazar leones y demás fieras que se les pusieran por delante.
En poco tiempo la policía tuvo que enfrentarse a dos problemas: los animales y los saqueadores que proliferaban por la ciudad ya que todo el mundo estaba refugiado en el interior de las casas, garajes, sótanos y otros escondites, a priori, inalcanzables y que garantizaban su seguridad. El cerco se fue ensanchando. Cada vez aparecían nuevos cadáveres devorados. El viento mecía las bolsas de plástico vacías por las desoladas calles. Nadie había reivindicado el atentado, pero los sospechosos que encontraron en el centro de acogida de animales abandonados fueron detenidos. Eran cinco hombres y seis mujeres. Los agentes que los detuvieron no entendían de donde venía la orden, pues el aspecto de los trabajadores del centro e, incluso, su educación no cuadraban con el perfil del tipo que pone una bomba. Eran los sospechosos o, al menos, podían saber algo. Toda la investigación iba a palos de ciego.
Los representantes de la ciudad y todas las instituciones que regían su destino se reunieron en una especie de bunker acorazado. Lo curioso es que disponían de terraza y como hacía buen tiempo discutían las cuestiones de la crisis al aire libre. El semblante de los reunidos se ensombreció al ver en cielo siete buitres negros volando en círculo. También pertenecían al zoológico. El debate ya estaba finiquitado, pero seguían reunidos. Tampoco tenían a dónde ir. La televisión presidía el centro de atención, ya que un canal de noticias emitía en directo, las veinticuatro horas desde un helicóptero. Era difícil tomar un plano de un león o un tigre así que mostraban los restos humanos a su paso. Una de las imágenes más divertidas que emitieron fue el baño torpe de los hipopótamos en la piscina prefabricada. Los francotiradores aún no habían abatido a ningún animal, cosas que preocupaba, pero no era de extrañar ya que su oficio se trataba de cazar a otro tipo de presa. Los parques eran el sitio más peligroso de la ciudad. En sus estanques se habían instalado los diez cocodrilos y de sus árboles pendían una gran variedad de serpientes venenosas. Un alcohólico sin techo que estaba dormido en un banco, cerca de mediodía, fue devorado por una anaconda. La ciudad se transformó en un peligro animal para el hombre que tan seguro habitaba en ella. La huída de los animales del zoológico trajo el caos y el miedo.
El león se paseaba por el jardín. A unos pocos metros tras unos setos jugaba la pequeña de la casa. Los restos de la criada estaban esparcidos alrededor de la fuente. El león avanzaba con las fauces ensangrentadas. La niña había preparado en un parterre un bonito jardín con flores de colores. Canturreaba una canción que le habían enseñado en el colegio: “Soy jardinero porque me gusta el verde, bonitas flores cultivo en el parterre”, ajena al peligro que le acechaba. El león la olfateo. Dicen que la música amansa a las fieras, pero se relamía ante tan tierno manjar. Antes de que saltase sobre la niña una lanza lo atravesó.
Mutombo con su cuchillo de caza comenzó a extraer el corazón. Lo sostuvo en la palma de su mano y lo elevó haciéndole una ofrenda al sol. Después lo devoró.
Al atardecer se reunieron en casa de Mutombo. Los africanos explicaban con pelos y señales todo los detalles de la caza. Samu se había cobrado tres tigres y dos leonas. Extendió las pieles de los tigres en el parque después de desollarlos para curtirlas. Bamba también tuvo un buen día, pero perdió la espada. Un león enorme escapó con ella clavada en el lomo. Estaba malherido y no le resultaría difícil seguirle el rastro a la mañana siguiente. Mutombo sacó de la nevera tres cervezas frescas y los tres brindaron por seguir triunfando con la caza.
Después de la charla Mutombo encendió el televisor. Estaban a punto de comenzar las noticias de la noche. Después de asearse se sentaron a escucharlas. La primera noticia estaba relacionada con la masacre que los animales salvajes estaban produciendo en la ciudad. Todos eran planos aéreos después de que un periodista con gran reputación como corresponsal de guerra fuera decapitado por una pantera negra. Emitieron imágenes de los tigres y leones cazados por los africanos, pero desde el aire no habían visto a los cazadores. Así que le atribuyeron el éxito a los francotiradores. Los tres africanos relajados en el sofá mientras tomaban cerveza decidieron que al día siguiente harían algo para que todo el mundo supiera que eran ellos los cazadores.
Las autoridades de la ciudad seguían sentados en torno a la mesa de las reuniones. Sólo se levantaban para ir al lavabo o para llamar por teléfono a sus familiares y amantes. Estaban en el tercer día de la crisis y el único resultado eran unas cuantas piezas muertas por los francotiradores y una pieles de tigre extendidas en el parque para las que nadie tenía una explicación. La televisión que emitía en directo en diversos canales desde los helicópteros era el único medio que los comunicaba con el exterior. De vez en cuando algún personaje influyente intervenía para que los helicópteros sobrevolaran las inmediaciones de su casa. Entonces llamaba a la familia y ésta se subía a la terraza o a una zona segura a saludar.
La noticia saltó cerca de las tres de la tarde. Mutombo, Bamba y Samu alinearon los animales muertos en el centro de la plaza del parque y empezaron a danzar alrededor de ellos. Cada uno de los africanos portaba un corazón en cada mano y al completar la vuelta asestaban un mordisco. Primero el de la mano izquierda, después el de la derecha. El helicóptero sobrevolaba encima de ellos. El primer plano de la danza del cazador llegaba con total nitidez a todos los hogares. Eran los últimos animales que quedaban. Ahora todo el mundo sabía quienes los habían matado. Las autoridades reunidas por fin pudieron respirar tranquilos. Las calles poco a poco fueron tomadas por una multitud cansada de estar encerrada en casa. Muchos se fueron a la plaza a festejarlo con los africanos. La gente estaba tan contenta que incluso se envalentonó y si veían alguna serpiente merodeando se atrevían a matarla en vez salir corriendo. El júbilo llegó a la ciudad gracias a los tres africanos.
Pasaron los días y después de las celebraciones y el nombramiento de Mutombo, Samu y Bamba como hijos predilectos de la ciudad, llegó la normalidad y la rutina.
En una taberna de los bajos fondos estaban reunidos dos de los francotiradores de los que al principio se les atribuyó el éxito. Francis y Víctor tomaban güisqui desde hacía un par de horas. Eran dos buenos profesionales y habían participado en diversas guerras. La bebida les calentaba el espíritu y cada vez razonaban cosas más ilógicas. No les sentó bien que todo el mérito fuera para los africanos y nadie mencionara la labor de ellos y sus compañeros. El más retorcido era Francis que consideraba haber salvado a una persona pegándole un tiro en la cabeza mientras llevaba la compra hacia casa. “Por si acaso le ataca un león…” , se justificaba. Víctor disfrutó más dejando que los animales atacaran a los transeúntes y pegándoles un balazo en el cráneo. “Para que no sufran…”
Desde que habían entronizado a los tres africanos vivían juntos en una casa a las afueras. Era un regalo que la ciudad les había hecho. Francis y Víctor se montaron en el coche. El dueño de la taberna salió tras ellos demandando el pago de las bebidas. Víctor se bajó del coche y le clavó un gran cuchillo de caza que lo desgarró por dentro. Luego se sentó al volante y condujo como pudo a causa del efecto del güisqui. En el asiento del acompañante Francis empuñaba una pistola. La noche ya había caído sobre el barrio residencial. Cuando llegaron frente a la casa de los africanos, Víctor apretó el acelerador y lo estampó contra la puerta haciéndola volar por los aires. Los tres africanos, que estaban tumbados en el sofá bebiendo cerveza y viendo la televisión, se sobresaltaron y salieron corriendo al exterior para ver qué pasaba. Francis y Víctor se bajaron del coche. Víctor miró a Mutombo, Bamba y Samu, mientras se estiraba la cintura de los pantalones. Los tres africanos miraban sorprendidos la extraña pareja desde el porche. Francis caminaba deprisa hacia ellos. Levantó la pistola. Sonaron tres tiros. A pesar de la borrachera que llevaba asestó un disparo certero en la frente de cada africano, quedando sus cuerpos desplomados y sin vida sobre el suelo del porche.
Francis y Víctor habían tumbado los cuerpos encima de la gran mesa de la cocina. Víctor desenfundó el gran cuchillo de caza y abrió en canal los tres cuerpos. Cuando llegó la policía los encontraron devorando los corazones de los africanos.

1 comentario:

De regreso a Itaca dijo...

Felicitaciones, el oficio esta bien representado desde tu esquina.

Con fervor,
Juan

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