LA RUINA

Llegó la mañana y sonó el despertador en la habitación de Carlos. Se levantó de la cama y subió la persiana. En pocos segundos los cristales se cubrieron de hollín. Bajó a la cocina y se preparó un café con leche. Recogió la mochila con la ropa y el almuerzo, preparados la noche anterior, y se marchó a la trabajar.
El aire de la calle era irrespirable y una especie de pasta negra se pegaba en la suela de las botas. La gente caminaba por la calle con la cara tapada con telas. Las ropas también quedaban impregnadas del sucio hollín. El negro era el color que predominaba en el paisaje.
El autobús de Carlos hacía un recorrido por el pueblo recogiendo a los obreros de la fábrica. El conductor del autobús aprovechaba cada parada para limpiar los parabrisas cubiertos de cenizas.
La jornada laboral era corta. Cuatro horas. Si un obrero permanecía una hora más dentro de la fábrica corría un riesgo inminente de muerte por asfixia. Los patronos lo descubrieron tras analizar varios casos de infartos cerebrales.
Antes de terminar el recorrido el autobús pasaba por delante de un salón con grandes cristaleras que permitía ver su interior. Era un local limpio y bien iluminado con las paredes forradas de una moqueta roja. El centro de las mesas estaba adornado con jarros de cristal impolutos que albergaban coloridos ramos de flores. Las sillas estaban delicadamente tapizadas y unos cuadros expresionistas decoraban las paredes. Los camareros vestían de etiqueta y servía a la distinguida clientela del pueblo que acudía a almorzar a diario. Los clientes habituales eran los propietarios de las fábricas y sus familias y asistían cada día porque no había otro lugar en el pueblo a donde pudieran ir. Todo estaba cubierto de la porquería que sus fábricas desprendían. Todo se destruía mientras ellos se enriquecían.

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