FUERA DE HORAS

Se despertó sediento. Al costado de la cama siempre le aguardaba una botella de agua. Se sentó y puso los pies en el gélido suelo. La habitación estaba completamente a oscuras. Por inercia desenroscó el tapón y se la llevó a los labios. El agua entró por su garganta como un caño desbocado. Bastaron pocos segundos para que la sensación de asfixia se apoderara de él. El pánico se instaló sin avisar y apartó la botella de su boca. Respiró con la tranquilidad de saberse a salvo y estiró el brazo para apretar el botón que iluminaba la esfera del despertador. Eran las seis menos diez de la mañana. Encendió la luz y se levantó.



A plena luz la habitación aún era menos acogedora que a oscuras. Alguien, antaño, empapeló las paredes emulando la textura de la pintura estucada. Ahora, él disfrutaba tirando de los jirones despegados y desnudaba, poco a poco, la humedecida pared. Una triste bombilla incandescente cubierta de polvo ofrecía un tono amarillento al despoblado pasillo. Una vieja percha de pared albergaba una mohosa chaqueta de chándal. El pantalón ya lo llevaba puesto porque dormía con él. Entró en el lavabo y encendió la luz. Su rostro se reflejó distorsionado en el espejo roto; golpeado. Aún se mantenían pegados sus pedazos que le daban el aspecto de una telaraña. Pensó si rostro verdaderamente era así. Su cara en el interior del espejo roto era como un puzzle que con paciencia se podía recomponer. Pero su personalidad no. Acudió a cobijarse bajo la protección que le ofrecía la botella de coñac. Buscó un vaso. Lo encontró y sacudió una colilla que había en su interior. Echo un poco, pero muy poco, de coñac y enjuagó la ceniza apelmazada en el fondo del vaso. Después se sirvió dos tragos y fue en busca de la chaqueta de chándal. Cuando se la puso no se percató de la mancha que presidía en el centro de la camiseta. Salió del portal y tomó el mismo paso vigilante que cada día. Nunca estaba seguro ya que el casero podía aparecer en cualquier momento y reclamarle la deuda que acumulaba por el alquiler. Camino dos calles más, alerta. Después giró hacia el parque. Estaba cerrado, pero él conocía las entradas no oficiales. Intentó que sus pasos no hicieran mucho ruido. La gravilla se le clavaba en las suelas desgastadas de sus zapatos. A esa hora de la madrugada había más gente en el parque que en horario de apertura. La mayoría lo abandonaría a las primeras despuntadas del sol. Incluso familias enteras pasaban la noche en el parque por falta de un hogar donde cobijarse.


Evitó cualquier contacto con los más madrugadores que ya recogían las improvisadas camas. Después las escondían entre los matorrales y abandonaban el parque antes de que los pillara la policía. Por eso él se daba prisa. Salió del camino y se introdujo en un claro protegido por unas zarzas. Cavó por debajo de ellas con las manos. Un ruido emitido por el flujo de gente que abandonaba el parque le sobresaltó y se mantuvo quieto durante unos segundos. Se tranquilizó al ver que no ocurría nada y siguió escarbando. Sus manos se hundían en un agujero de unos treinta centímetros de profundidad y unos veinte de diámetro cuando palpó la bolsa de plástico. Escarbó con más rapidez hasta que extrajo la cámara de vídeo envuelta en plástico para que no se estropeara.


El sonido producido por el tráfico en el exterior del parque era más intenso al clarear el día. Pocos quedaban ya dentro y los que sí era porque habían abusado de la droga o del alcohol. Él abandonó el parque con más rapidez y sigilo que cuando entró.


Con la cámara envuelta cogida con una mano se dirigió a buscar la destartalada furgoneta. Condujo con cuidado ya que el vehículo no tenía ningún tipo de documentación y él ni siquiera tenía el permiso de conducir. Recorrió las calles recién regadas y tomó el carril con dirección al polígono industrial. Al ser festivo la mayoría de las naves estaban cerradas y desiertas. Condujo calle abajo hasta que se encontró con los dos jóvenes. Eran dos veinteañeros camuflados en unas gafas de sol, después de estar toda la noche de marcha. Él bajó de la furgoneta y los saludó entrechocándoles la mano.


-¿La has traído?-.Preguntó un joven.


-Pues claro, chaval-.Abrió la puerta del lado del acompañante y agarró la cámara para mostrársela.


-Muy bien. Hoy vamos a triunfar. Tenemos un pez gordo-.Dijo el otro joven.


Los tres se dirigieron a la puerta metálica de un almacén. Uno de los jóvenes introdujo la llave en la cerradura de la puerta y ésta se abrió. Una nube de oxido brotó de las bisagras. Subieron a oscuras por la escalera que conducía a la planta superior. Recorrieron el largo pasillo y entraron en la última habitación. Los primeros rayos de sol se colaban por entre unas persianas agujereadas. Uno de los jóvenes se acercó a la ventana asomando precavido la cabeza. Estuvo observando el exterior y movía la cabeza sigilosamente en busca de la presa. Él iba desenvolviendo la cámara con mucho cuidado. El otro joven intentaba ayudarlo, pero estaba más pendiente de su compañero. Cuando tuvo la cámara preparada se dirigió a un armario que, alguna vez, hizo la función de archivero. Abrió un cajón y hurgó en el fondo. Los jóvenes lo observaban pendientes de lo que ya sabían. Extrajo la mano y en ella portaba una batería recargable para la cámara.


-Eso no debería estar aquí, ya lo sabes-.Dijo el joven que vigilaba por la ventana.


-Bah, de qué tienes miedo.- Respondió él.


-A ti qué te parece-.Contestó el otro joven.


-Venga, venga. Menos monsergas y al tajo.-Dijo él.


El de la ventana ya tenía identificado a la víctima.


-Es aquel del polo azul-.Dijo el joven.


-Vaya trancazo que lleva-.Dijo él colocándose la cámara en el hombro.- ¿Cómo se llama?


-Eso a ti no te importa-.Dijo el otro joven.


-Mira chaval; no me ningunees por que al final al que le vais a tener pánico es a mí-. Y con el ojo pegado en el visor los jóvenes no pudieron observar la manera terrorífica como se le desencajó la cara. Parecía que aquel gesto lo había aprendido al mirarse tanta veces en el espejo roto de su lavabo.


-Haz tu trabajo y punto. Te llevas buena pasta, ¿no?-.Dijo el joven de la ventana intentando dominar la situación. Él sabía que tenía a los dos atemorizados nada más verlo con chándal y con zapatos. Pero también era consciente de que aquel chico tenía razón. Casi cada domingo por la mañana lo llamaban para que grabase con su cámara a gente que no conocía y que tampoco iba a conocer. Aquellos dos jóvenes se dedicaban a chantajear a los conocidos que iban pasados de vueltas en el after hour que tenían enfrente. Desde la ventana dominaban la entrada del antro. Abajo en la calle una amiga hacía de gancho y arrastraba a la persona chantajeada hasta el punto exacto donde la cámara lo registraba. Esta vez era un hombre entrado en la cuarentena. Su aspecto era desaliñado a esas horas de la mañana. Tenía el rostro desfigurado a causa de las drogas que había consumido. La chica lo provocaba para que bailase y lo dirigió al centro de la escena. En el interior del almacén él se puso a grabar una vez que el objetivo estaba a su alcance. El piloto rojo que se encendía al activar la cámara estaba tapado con esparadrapo, aumentando más así su camuflaje.


Los dos jóvenes reían al ver a aquel hombre haciendo el mono. La entrada del after hour estaba bastante concurrida. Sus puertas no cerraban hasta las tres de la tarde. Un incesante goteo de coches llegaba y se iban. La mayoría baliaban en la calle al ritmo machacón que los dominaba gracias al diseño de diferentes drogas. Sus rostros estaban cubiertos con unas necesarias gafas de sol y el que no las poseía mostraba, sin saberlo, su demacrada cara con los ojos saltones y la mandíbula desencajada. El sol empezaba a subir y a la sombra protectora de la fachada del local aquella gente estaba sumergida en un estado de despreocupación. Habían llegado al punto culminante de la escapa del fin de semana. Allí se alcanzaba la desconexión total con la realidad. Los dos jóvenes esto lo sabían bien y se aprovecharon de las bajadas a esa especie de infierno de notables personalidades del ámbito de donde ellos procedían. Cuando encontraban a alguien al que filmar lo avisaban para que apareciera con aquella cámara ilegal. Él la mantenía fuera del registro lo cual le daba un desmesurado valor a la hora de ser utilizada para fines criminales. Él a veces disfrutaba de las comedias que tenía que grabar. Le gustaba que la gente normal se revolcara en las inmundas tierras del vicio y la dejadez. Y la chica le atraía. Había veces que se le perdía su objetivo por seguirla a ella. La chica de vez en cuando miraba hacia la ventana y sonreía. Él pensaba que le dirigía aquellas sonrisas cómplices. En el fondo era un incauto en esas cuestiones. La señal de la falta de la batería empezó a sonar en la cámara. Con una velocidad profesional se la bajó del hombro y sacó una batería del bolsillo. Cuando la tuvo de nuevo en funcionamiento le dijo al joven:


-Qué, ¿hay que tener baterías preparadas o no?


Los dos jóvenes que estaban situados detrás de él se aprovecharon de que no los podía ver para hacer unos gestos burlescos. En el exterior el hombre quería entrar en el local, pero la chica lo retenía. El punto álgido y más valioso de la grabación fue cuando ésta lo beso. Los dos jóvenes se frotaron las manos. Después el hombre insistió en entrar y ella suponiendo que poca cosa más interesante iba a sacar lo dejó marchar.


-Cooorten-.Dijo en tono jocoso uno de los jóvenes.


Él apagó la cámara y la dejó caer de su hombro. La apoyó suavemente en el suelo y extrajo la tarjeta. Miró de soslayo al joven que tenía enfrente y se la dio. Inmediatamente el otro joven extrajo un sobre del bolsillo trasero del pantalón y se lo entrego.


-Mil euros, como siempre.


-Joder, lo que tendréis que sacar para darme esta pasta.


-Bien lo puedes decir, amigo.


Todos conocían el camino de salida así que la despedida no se demoró.






El abogado llamó a su oficina para avisar. Estaba indispuesto y alegó un poco de gripe, pero era la resaca del fin de semana la que lo tenía maniatado a la cama. Hacía tiempo que no salía y reconoció que ya no estaba para esos trotes. El after hour cerró a las tres de la tarde. No recordaba como consiguió llegar hasta su casa. En la cama tampoco estaba a gusto y se levantó renqueante. Una vez en la ducha intentó tomarla con agua fría, pero se echó atrás y se duchó con agua tibia. Fragmentos de la juerga le venían a la mente como si fueran pedazos de fotogramas claroscuros. A veces los comprendía. Allí bajo el agua recordó una anécdota nocturna que le pareció divertida y una carcajada seca brotó de su garganta. Pero su ánimo volvía a menguar al recordar alguna confidencia explicada sin ningún reparo ante un conjunto de amigos y desconocidos. En realidad nada tenía importancia, excepto para su conciencia. Salió de la ducha y se puso un fino pijama de algodón. Entró en la cocina y se preparó un zumo de naranja acompañado por un gramo de paracetamol. Tenía el resto del día por delante y poca cosa que hacer. Se sentó frente al ordenador y abrió el correo. Sólo había un mensaje nuevo sin leer. Estuvo tentado a borrarlo porque no conocía la dirección, pero la abrió. El mensaje contenía un archivo de video con el título “te pillé”, acompañado por un escueto texto redactado “Tenemos más. Ya te diremos algo.” Algo en su entumecido instinto le indicaba que las cosas no iban bien. Abrió el archivo y el cielo se desplomó sobre él. El video de diez segundos de duración mostraba al abogado en la puerta del after hour completamente pasado de vueltas e intentando magrear a la chica-gancho. Sintió ganas de vomitar. En un acceso de furia golpeó el monitor con el puño, lanzándolo fuera de la mesa. Estaba paralizado en el centro de la sala cuando reparó en el portarretrato. Contenía una foto en la que salía el abogado con su joven esposa aguantando al bebé de cuatro meses. Estaban sonrientes y felices. El abogado tenía puestas todas sus esperanzas en la reconciliación. Los echaba de menos. El monitor había caído boca arriba y seguía mostrando el video como un bucle. El abogado lo miró con desprecio. Entonces levantó el pie y lo estampó con toda su potencia sobre la pantalla. No se había percatado que estaba descalzo y la corriente eléctrica entró por el pie hundido en la pantalla y salió por el otro. El sistema de seguridad que compró para evitar accidentes de este tipo para poner a salvo el bebé no funcionó y se electrocutó. En poco segundos su aspecto era como el de un pollo asado.






El inspector poco pudo hacer y se dedicó a acelerar el papeleo para que se llevaran aquel, todavía humeante, cuerpo. Miró con desprecio a su alrededor y se largó de la casa del abogado un poco a la francesa. Tenía cosas que hacer. Su oficio se había convertido cada vez más en un laberíntico trámite burocrático. El era más de la calle. Le gustaba pisar el mismo terreno donde se cocía el delito. Sabía que tras la muerte del abogado se escondía algún asunto turbio que jamás conseguiría desenmascarar sentado tras la mesa de su oficina rellenando interminables formularios e informes. Tenía que actuar rápido, antes de que la cosa se enfriara. Entró en una sucia taberna que encontró por el camino y se echo un par de tragos de anís para meditar. Una mujer se le acercó. Su cuerpo estaba a las puertas del deterioro provocado por el cúmulo de años, pero un delicado maquillaje camuflaba su edad en el rostro. El inspector observó que tenía buenos pechos ya que la mujer mostraba su nacimiento a través de un amplio escote.


-¿Me invitas a un trago, guapo?


-Te voy a invitar a dos-. Dijo socarronamente el inspector mirando al resto de parroquianos para ver si alguno le reía la gracia. Pero el mutismo se instaló ya que todo el mundo percibió el olor a policía que desprendía. La mujer lo miró seria y después de aguantarle la mirada unos segundos sonrió y se marchó meneando las caderas para a ver si así conseguía conquistar al inspector en un último intento desesperado.


-¡Deberías salir para que te tocase el aire!-, le dijo el inspector sin girarse postrado en la barra.-Me recuerdas a una flor artificial como las que ponen en los cementerios.


En un rincón sombrío había tres hombres bebiendo y jugando a los dados. Uno de ellos se levantó. Vestía chándal y zapatos. Se acercó hasta que estuvo al lado del inspector. Luego se apoyó en la barra.


-Debería tener más educación con la señorita, ¿no cree?


-¿Señorita? Si podría ser tu abuela.


-Creo que no me entiende, inspector.


Entonces el inspector se ruborizó al ser descubierto por aquel personaje. Sabía que no le convenía darse a conocer en aquel ambiente hostil y menos si iba solo.


-Puede que tengas razón. ¡Camarero, un trago para la señorita y otro para el caballero!


-Es usted un buen entendedor, inspector.


-Y tú un buen toca huevos, pero recuerda: Un día estás aquí y otro apareces allí.


-No lo entiendo, inspector.


-Bah, da igual, déjalo.


-Sí, será mejor así. Nosotros estamos todos los días aquí. Tenemos poca salida.


Él empezó a reír y le dio una palmada en la espalda al inspector que sin evitarlo se contagió de aquella risa enfermiza. La mujer acudió como una mosca al escuchar las cada vez más sonoras carcajadas. Aquel estado de euforia se extendió como una plaga a todos los parroquianos y en pocos segundos toda la taberna era un estallido de alegría. El inspector notó que era el estado de felicidad más frágil con el que se había encontrado. Todos aquellos hombres mirándose unos a otros y riendo sin saber por qué. El hombre del chándal era como el flautista que secuestró los niños al no querer pagar los padres sus honorarios como exterminador de ratas. Y mientras él tocara la flauta nadie pararía de reír. Pasaron varios minutos y aquella situación continuaba. El inspector ya no sabía que cara poner mientras él lo cogía por el hombro. Algunos hombres abandonaron poco a poco la taberna ya que no podían resistir más. No había forma de parar aquel ataque de risa. Hasta que la mujer se desplomó. Todos se callaron de golpe. Los hombres fueron abriendo espacio hasta dejar al inspector y al hombre del chándal solos, al lado de la mujer. El primero en reaccionar fue el inspector. Se agachó no sin antes soltar un bufido provocado por el esfuerzo que este gesto le provocaba. Le puso la mano en el cuello para tomarle el pulso.


-Está muerta-.El silencio aún se hizo más presente. Todo el mundo observaba con atención.


-¿Cómo va a estar muerta, hombre?-, dijo él.


-Compruébalo tú mismo. No tiene pulso.


Él se quedó mirando al resto sorprendido. Con un gesto involuntario se ajustó el pantalón del chándal. Luego giró para que todos lo contemplasen.


-¡No tiene pulso, dice!-, y empezó a reír de nuevo como un poseso. Esta vez el resto le siguió, pero con menos devoción. El inspector lo miraba incrédulo.- No tiene pulso porque hace diez años que lo perdió, hombre.


Después de esta aclaración toda la parroquia estalló a carcajada limpia. La mujer seguía inmóvil tendida en el suelo. El inspector la miraba con aire distraído mientras saboreaba un sorbo de anís.


-¿Cómo puede ser?-, preguntó el inspector.


-Deje que huela su copa, ya verá-, dijo él.


El inspector se volvió a agachar confiado sobre la mujer y pasó despacio el vaso bajo su nariz. Ésta abrió los ojos de golpe y agarró al inspector por el cuello besándolo en los labios. Este acto fue el colmo de la comedia de la que estaban disfrutando los parroquianos. Él no paraba de reír con las manos introducidas en los bolsillos del chándal y en ese momento echó de menos no tener una cámara a mano. El inspector apartó aquella la apestosa boca de la mujer de la suya. No estaba seguro de que si era víctima de una broma o era cierto que la mujer era una muerta que reaccionaba con los vapores del alcohol. Sintió ganas de empujarla y quitársela de encima, pero sabía que si la tocaba lo más mínimo se le echaría encima aquella grey tan peculiar. Optó por pagar más tragos y encontrar la ocasión para abandonar aquella maldita taberna.






La profesora llegó a casa antes que su marido. Nunca se imaginó que reencontrarse con aquellas viejas amigas de instituto le iba a acarrear tantos problemas. Dejó la bolsa colgada de una silla y se sentó frente al ordenador. Al abrir el correo encontró de nuevo el amenazante mensaje: “Paga ya, zorra.” Estaba muy afectada, pero era reacia a caer en tan burdo juego. Aquella noche se lo contaría a su marido. Confiaba en que pudiera hacer algo al respecto. Ella sabía que le ocultaba cierta faceta oscura de la que ahora podría conseguir ayuda. Miraba fija la pantalla, pero ella no estaba allí. Vagaba por sus pensamientos intentando poner fin a aquella situación. Buscó en la carpeta donde guardaba los archivos más íntimos y volvió a reproducir el video adjuntado en el mensaje. No podía acabar de verlo porque se sentía sucia. No entendía como pudo acabar en los brazos de aquel mulato que no paraba de sobarla por todos lados mientras ella disfrutaba y se dejaba hacer. Todo aquello pasó en la puerta del after hour. De nuevo el mismo plano grabado desde el mismo punto. La profesora era otra víctima del chantaje de los jóvenes. Apagó el monitor. No podía ver más. Por mucho que lo intentaba no podía entender lo que ocurrió aquella noche. Apenas bebió mucho, aunque sí lo suficiente como para que aquel mulato desatara su instinto sexual sin freno. Fue el único video de los jóvenes que no necesitó gancho. Mientras ellos y el hombre del chándal esperaban tras la ventana a que apareciera la chica-gancho con alguna víctima, se les apareció la ocasión. El instinto del joven más avispado fue el que indujo a la idea de empezar a grabar. El resultado fue positivo, pero aquella mujer se negaba a pagar y ya había pasado un tiempo. Los jóvenes no sabían que hacer. Sólo se dedicaban a enviar mensajes amenazantes sin obtener ningún resultado.


Un portazo la sacó de su ensimismamiento. Su marido apareció por la puerta del despachó. No entró y se dejó colgar de un brazo sujeto al marco. Llevaba puesto el chándal y una cinta en el pelo para que el sudor no se le colara en los ojos. Tenía el rostro enrojecido a causa del esfuerzo; Solía correr media hora por las tardes para mantenerse en forma. Aún así no podía desembarazarse del perenne michelín que rodeaba su cadera.


-Hola, cariño.


-Hola-. Dijo ella apagando disimuladamente el monitor.


-¿Cómo ha ido todo?


-Bien, muy bien, ¿y tú?


-Buff, he rodeado todo el parque. Es la primera vez que lo consigo.


-¡Enhorabuena, cariño!- Esta vez ella no fingió.


-Ahora me voy a dar una ducha. Luego iré al centro a buscar lienzos, ¿por qué no me acompañas?


-Encantada. Dúchate, mientras acabo de recoger esto-. Ella señaló a la mesa, pero estaba completamente vacía. Su marido no se percató ya que tenía la cabeza en sus asuntos y subió a la planta de arriba donde estaba el cuarto de baño.


El tiempo pesaba como una losa a la profesora. Cuando escuchó los pasos de su marido bajando por la escalera el corazón ya le iba a mil. El marido de un salto apareció en frente de ella y la besó. Entonces la profesora lo miró a los ojos.


-Cariño, tengo algo que contarte.






Él esperó a que cerraran el parque. Luego entró por el acceso secreto. Tenía que andar con precaución ya que una gran cantidad de gente pululaba por allí a pesar de estar cerrado. Siguió la senda que le llevaba al agujero donde escondía la cámara. Se movía en silencio y escurridizo a través de las sombras de los arbustos ornamentales. Por la mañana había llovido. Los zapatos y los bajos del pantalón del chándal estaban impregnados de fango. Llegó al punto deseado y desenterró la cámara. Estaba bien protegida por plástico y cinta aislante. Luego abandonó el parque como un fantasma. No le gustaba conducir de noche porque la furgoneta tenía las luces estropeadas y si lo paraba la policía estaba perdido, pero ahora guardaba en el bolsillo una especie de salvoconducto en el que figuraba el nombre del inspector. Este documento le otorgaba la inmunidad por confidente. Así que condujo la destartalada furgoneta hacia las afueras. Pasó de largo la salida del polígono y se dirigió hacia la zona alta. Llegó a la entrada de una urbanización de lujo. El acceso principal estaba custodiado por un guardia de seguridad. Él aparcó la furgoneta lejos de la entrada y se acercó a la garita a pie, con la cámara bajo el brazo. El guardia al verlo salió al exterior y lo esperó inmóvil.


-Buenas noches-. Dijo él.


-Buenas noches-. Contestó el guardia.


Entonces él buscó algo en el interior del bolsillo izquierdo de la chaqueta del chándal. Era un pequeño fajo de billetes. El guardia los aceptó.


-¿Qué traes hoy?-. Dijo el guarda señalando al paquete que contenía la cámara.


-Nada, una sorpresa para el muchacho.


-Déjame ver.


Él sacudió una mano al aire alertando al guardia que no se acercara.


-Quita, con los billetes ya tienes bastante.


-De acuerdo, pero la próxima vez que quieras entrar te costará el doble.


-Ja, ja, ja. Parecías tonto, muchacho.


El guardia hizo caso omiso y se metió en su garita mientras él se escurría por las desiertas calles de la urbanización. Caminaba ojo avizor por una avenida de grandes casas separadas por amplios jardines. La mayoría estaban vacías ya que sólo estaban ocupadas por sus propietarios los fines de semana. Después de subir aquella leve pendiente por la avenida torció a la derecha. Llamó a la puerta de la única casa en la que se podía apreciar luz a través de la ventana. Apretó el botón del timbre y un sonido melancólico de campanas anunció su llegada. Uno de los jóvenes del almacén apareció extrañado tras la puerta. Aún así le invitó a entrar. La casa estaba decorada con una añeja opulencia que mostraba el arcaico gusto de los padres del muchacho. Entraron a una salita en la que había un mueble bar. El joven le ofreció una botella de güisqui, pero el señaló que prefería una copa de anís.


-¿Para qué has traído la cámara?


-Nada, que quiero buscarle un nuevo escondite. Cada vez la cosa está peor.


El joven lo observaba estupefacto e intentaba disimular el horror que le provocaba que estuviera él en su casa. Le invitó a sentarse y él accedió dejando manchas de barro en los pies del sofá. Engulló la copa y extendió el brazo para que se la rellenara. El joven se acercó con la botella. Miró hacia la cámara y pudo observar el piloto rojo activado. Miró al hombre aún más contrariado.


-¿Me estás grabando?


-¿Qué?, ah, lo dices por la luz roja. Tranquilo, la cámara está estropeada. No se puede apagar. Estoy haciendo gestiones para agenciarme una nueva, pero ya sabes que ahora es más difícil de conseguir que un arma-. Aclaró él.


-Y, dime, ¿a qué has venido?


-Bah, no tenía nada que hacer y me he dicho voy a ver al chaval, a que me invite a un trago.


-No deberías aparecer por aquí. Mis padres nunca están, pero en cualquier momento podrían entrar. Ésta es su casa.


-Sí, sí, y dime, ¿ya tenéis programado algún trabajo en el after hour?


-Sí. Para el sábado que viene. Esta vez es un pez gordo de verdad. Te llevarás más pasta por eso.


-Je, je, qué bien.


El joven y él estuvieron hablando largo y tendido sobre sus negocios. Después el regresó a la ciudad. Las primeras luces del alba despuntaban sobre un cielo gris. Esta vez no escondió la cámara en el parque y se la llevó a casa.






Aquella mañana en el after hour había más gente que nunca. Los dos jóvenes miraban extrañados el reloj al ver que él no aparecía. En aquel momento salió del local la chica-gancho acompañado de su presa. Era un hombre entrado en la cuarentena y estaba sorprendido de haberse ligado a aquel bombón. La chica-gancho empezó a besarlo y el hombre accedió con mucho gusto. Los dos jóvenes estaban nerviosos porque veían como se les escapaba de las manos el registro del punto culminante. Constantemente uno le preguntaba la hora al otro y salían a mirar al pasillo. Pero no había ni rastro de él. Volvieron a observar impotentes por la ventana como se les escurría el negocio. Entonces el joven al que fue a visitar a su casa se quedó helado al ver como de la puerta del after hour salía él con su inconfundible chándal y sus zapatos.


-¡Mira!-. Le dijo al otro.


-Pero, ¿Qué hace?


Él estaba mirando hacia la ventana consciente de que los jóvenes lo estaban viendo y levantó el vaso que llevaba en la mano para saludarlos. En el interior del almacén los jóvenes se miraron extrañados, mientras el ruido que provenía de la escalera aún los confundió más. Entonces entró el inspector de policía acompañado de diez agentes y se abalanzaron sobre los jóvenes.


-Quedáis detenidos por tenencia ilícita de material audiovisual-. Les dijo el inspector acercando su rostro al de los atemorizados jóvenes. Y un agente abrió el armario archivero y extrajo la cámara y varias baterías.- Se os va a caer el pelo.






Aquella tarde él vagabundeaba por el parque. Se sentía aliviado. Por fin se había deshecho de la cámara. Se sentó en un banco. Buscó la postura más cómoda ya que el fardo de billetes que llevaba en el bolsillo del chándal se le clavaba en los glúteos. El calor empezaba a ser agradable y sin querer se le cerraron los ojos. Estuvo dormitando media hora. Luego se entretuvo a observar a la gente que corría por el parque. A lo lejos vio como se acercaba el marido de la profesora. Inconfundible con su cinta en el pelo. Corría a buen ritmo. Él lo vio y sonrió. Faltaba poco para que llegara a su lado. Justo cuando estuvieron a punto de encontrarse cada uno extendió un brazo con la palma de la mano abierta. Cuando el marido de la profesora pasó junto el banco donde él estaba sentado, las manos de los dos hombres chocaron entre sí. Él observó como el marido de la profesora desaparecía corriendo senda abajo. Después se recostó en el banco y volvió a sestear.


UN EMPLEO

Caminaba despistado por la calle. Tanto que todavía hoy no puedo entender como acabé en la recepción de aquel hotel. Una mujer de generosas curvas me dedicó una agradable sonrisa tras el mostrador.



-Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?


-Buenos días. Vengo por lo del empleo.


El semblante de la mujer cambió y dirigió su mirada a la parte de abajo del mostrador. Movía las manos, pero yo no podía ver qué es lo que estaba haciendo. Unos segundos después me alargó un papel del tamaño de un folio.


-Aquí tiene una solicitud. La puede rellenar ahora o cuando le vaya bien.


-¿No hay nadie con quien poder hablar, un encargado o algo así?-dije mientras recogía la solicitud de la manos de la mujer.


-No funciona así. Rellénela y ya le llamaran-. Dijo muy amable. Entonces me di cuenta de cuan bella era y por qué le habían dado aquel puesto. Aunque le costara sonreírme con la misma facilidad que lo haría con cliente.


-Es que el trabajo me hace falta ahora y me gustaría ahorrar tiempo en trámites.


-Ya le entiendo, señor, pero yo no puedo hacer nada.


De repente me dejó de lado y se puso a teclear y a mirar la pantalla del ordenador como si estuviera buscando algo. Una mirada de soslayo se le escapó hacia las escaleras. Nada más ver a la anciana que bajaba por ellas entendí el temor de la recepcionista que entre dientes dejó escapar un tímido: es la jefa.


Venía hacia a mí y una sensación extraña fluyo por mi cuerpo. Era como si yo fuera un pequeño ratoncillo de campo apunto de ser atacado por una víbora letal.


-¿En qué puedo servirle?, porque veo que ésta no le es de gran ayuda.


-Venía a buscar un empleo-. Dijo enseguida la recepcionista.


-¡Cállate! Le estoy preguntando al caballero-. La jefa me miraba fijamente y yo a ella. Era una extraña mujer delgada como un palo. Su cabeza la adornaba un moño en el que se podía apreciar un exceso de laca. Sus ojos inquisidores no dejaban de estudiarme y una remota sonrisa brotaba de sus labios.


-Buenas. Venía por lo del empleo.


-¿Qué empleo? Que yo sepa no he puesto ningún anuncio.


-Tiene razón, pero al pasar por aquí delante me he dicho: Entra, quizás haya algo para ti.


-¿Y ha rellenado la solicitud?


-Eso es lo que le he dicho, señora.


-¡Qué te calles! Nadie te ha preguntado nada-. la recepcionista volvió a hundir la cabeza en el teclado.


-Verá señora-, continué -ando un poco escaso de tiempo y me gusta ir al grano. Si tiene un empleo, bien. Si no pues a otra cosa.


-¿Y cómo puede ser que no tenga tiempo?


-Bueno, para serle sincero, creo que eso no le importa. Son más bien cosas mías.


-Sí, tiene razón-. Los ojos de la jefa se encendieron como brasas. Me di cuenta que no estaba acostumbrada a que la pusieran en su sitio.


-¿Qué sabe hacer?


-De todo un poco. Pero lo que mejor se me da son las relaciones públicas.


-¿Tiene conocimientos administrativos?


- Vaya que sí. A decir verdad fui un par de años al instituto. No es que aprendiera mucho, pero sí que lo hice a la hora de administrar la paga semanal que me daban mis padres. Sepa usted que era de los que más ahorraba.


Aquella mujer con cuerpo de palo me miraba sorprendida, pero es que en realidad no sabía que decirle y una peligrosa verborrea estaba empezando a apoderarse de mí.


-¿Alguna experiencia en mantenimiento?


-Mire, sabe qué, deje que rellene la solicitud-. Intenté salir al paso antes de soltar otra parrafada.


-No hace falta. Tengo el trabajo perfecto para usted.


-No me diga-. Sólo me faltó emocionarme.


-Si quiere puede empezar mañana.


-De acuerdo. Hasta mañana entonces.


Cuando cruce la puerta para salir a la calle tenía muy claro que no volvería a cruzarla para entrar.


DECLARACIÓN DE AMOR

Era la enésima vez que Enrique me dejaba dinero. No mucho, pero lo suficiente como para bajar al boulevard y tomarme unos tragos. Enrique era un buen tipo y todos envidiábamos su vida. Soltero y con un buen trabajo. La noche anterior habíamos estado en casa de alguien hasta las tantas. Juntos nos tambaleamos por la calle hasta despedirnos. La bebida hacía florecer su generosidad y yo siempre intentaba permanecer cerca. Aún así merecía todos los respetos ya que nunca te dejaba en la estacada. Cada noche que me encontraba con Enrique amanecía con un par de billetes de más en el bolsillo.



Si no hubiera sido por el tono repetitivo del teléfono me habría dormido. Un par de horas más, por lo menos. Aún así no me dio tiempo a descolgarlo. En la pantalla aparecía una llamada perdida con el número oculto. Pues que bien. Al entrar en el lavabo me miré en el espejo. Hacía tiempo que no lo hacía y por un momento me sentí extraño. Los párpados enrojecían cada vez que abusaba de la bebida, como una especie de alergia. Pero no dolía. Decidí tumbarme en el sofá a leer los cuentos selectos de Mark Twain. Lo que empezó en una leve incursión en el género clásico acabó siendo una devoción. Aquel libro nunca regresó a casa de alguien. Después de alimentar mi alma tocaba hacerlo con el cuerpo y eso era más complicado. Mi hermana estaba cansada de improvisar un plato más cada vez que aparecía por su casa a la hora de comer. Bastante tenía con mis tres sobrinos y el holgazán de mi cuñado.


Por fin llegó la tarde y con ello la excusa perfecta para tomar una copa. Entré en el bar con la esperanza de encontrar a Enrique, pero sólo aparecía en las ocasiones en que verdaderamente hacía falta. Cuando ni un céntimo bailaba en mis bolsillos. Las primeras horas en el bar se bebía en silencio, acompañado eso sí por el televisor. Luego, cuando el ambiente empezaba a caldearse, el sonido de las diversas conversaciones apagaba el monótono zumbido del aparato. En la máquina tragaperras una cascada de monedas alegraba el día a un individuo. Con un poco de suerte pagaría una ronda, pero quizás había jugado más de lo que le había tocado como premio. Entonces las monedas volvían a la máquina introducidas con un frenesí enfermizo.


Después de dos copas siempre puedo pedir la tercera fiada. Es una ley no escrita que el dueño del local aplica aunque no siempre. Aquella tarde estuve de suerte y disfruté de dos consumiciones con las que no contaba. Entonces entró por la puerta la Rut. Era una pija de Barcelona a la que le gustaba merodear por los garitos de los perdedores. Si no estuviera enganchada a las pirulas aún seria más bella. Tenía la piel morena heredada de tantas generaciones bañadas por el Mediterráneo. Lo que más me gustaba de ella era su larga cabellera oscura y fina. Era una diosa entre nosotros. A mí me suponía, con toda probabilidad, un polvo rápido y una buena ducha para despojarme del olor a playa y piscina, que era donde básicamente me aseaba. El caso de Rut era paradójico porque sus padres intentaron apartarla de la ciudad que la estaba matando, y pensaban que aquí estaría a salvo. Rut de repente se encontró en el paraíso. No le faltaba de nada y como era generosa con todos nunca tuvo problemas más allá de discusiones de barra. Recuerdo el día que la conocí. Se me acercó y me dijo:


-Los planetas no son redondos.


-¿No?,- contesté yo como si de verás me interesara lo que me estaba contando.


-No. Los planetas tienen forma de setas. Los hay que son rojos con manchas blancas. Esos son los venenosos. Después están los que no lo son, pero tienen un grave problema: sus habitantes los devoran. Sí, así como te lo digo. Los devoran y acaban desapareciendo. En cambio a los venenosos los respetan por la cuenta que les trae.


No sé si fue por mi sonrisa o por mi sincera mirada que Rut se sentó a mi lado y me invitó a una copa.


-Después hay una mierda de planetas- continuó- que son de piedra. Pero no piedras como te imaginas sino como las que ponen en los espigones de la playa. Ya ves, ¿dónde va un planeta con esa pinta? Y después están los planetas como el nuestro, que son los más gilipollas de todos, pero, ¿qué les vas a hacer?


No sabía si esperaba una respuesta por mi parte, pero hice un gesto para darle la razón. Pidió dos copas más. Aquella noche acabé en su apartamento haciendo el amor de la manera más torpe posible y por la mañana me echó apuntándome con un cuchillo. Así era Rut.


Una triste tarde de domingo salí del bar envalentonado. Y medio borracho también. Bajé por la calle hasta el puerto. Entré en el club náutico. Varias parejas de mediana edad me miraron asombrados, pero el caparazón de valor que me ofrecía el alcohol me inmunizaba ante sus miradas. Al final de la barra estaba el carrito de los helados. Eva se encargaba de él. Con el paso firme y disimulando mi embriaguez me dirigí hacia ella. Observé su mirada nada alentadora. Aún así continué caminando hacia ella. Por fin mis manos se postraron sobre el carrito de los helados. Buscaba su mirada, pero ella rechazaba la mía.


-Eva.


-¿Qué quieres? -su tono fue seco y frío. Me pareció como si una losa de hormigón cayera sobre mí.


-Te quiero.-lo dije de corazón.


-¡Lárgate de aquí, hijo de puta!


-Pero…


No se como mis pies me transportaron lejos del club náutico. En mi cabeza todavía resonaban la palabras de Eva y mi corazón se encogía por las heridas que su tono habían provocado. No recuerdo como pasé aquella noche ni donde me desperté. Aún así me resistía a enterrar mi amor por Eva.


LA CONSULTA

Llamé al timbre. La puerta era de cristal y una cortina de hojas plegables ocultaba su interior. Esperé unos segundos y volví a llamar. Aún no había retirado el dedo del pulsador cuando las hojas se corrieron un poco hacia el lado. Asomaba la cabeza de una mujer que gesticulaba con su rostro. No la podía escuchar, pero en sus labios se dibujaba un claro: “Ya voy, ya voy”. Entonces abrió la puerta. Cuando entré me invadió un olor a limpio. En toda la sala de espera se respiraba la pureza de la esterilización. Luego me fije en aquella mujer. Tenía el pelo liso cortado justo por debajo de las orejas. Por un momento me dio la sensación que llevaba un casco. Los cristales gruesos de sus gafas aumentaban sus ojos como si fuera un insecto. Vestía con una bata blanca, una falda blanca, unas medias blancas e, incluso, unos zuecos blancos. Toda ella lucía un aire de santidad en la sala de espera de aquella consulta. En el fondo, incrustada en los azulejos blancos, había una fila de asientos de plástico, de color blanco. Me invitó a sentarme. Había un paciente esperando. Tenía la cabeza casi escondida en sus rodillas y no paraba de balancearse con movimientos cortos. Lo miré receloso y me senté en la silla más lejana a él.



-Enseguida los recibirá el doctor-. Dijo la enfermera y desapareció por una de las puertas que había en la pared opuesta. Ojeé como un furtivo en busca de alguna revista, pero no había nada en aquella sala excepto las sillas y aquel tipo. Intuí que iba a ser una espera muy pesada. Empecé a recorrer cada rincón de la sala con la vista. Evité mirar a aquel hombre y busqué musarañas por otro lado. Me dolía el trasero tanto tiempo sentado en aquella incómoda silla rígida de plástico duro. Entonces me pareció escuchar algo. El hombre al ver que había captado mi atención fue más conciso.


-Me quita las agujas.


-¿Cómo?-. No pude evitar la pregunta mientras el hombre continuaba con su incesante movimiento.


-Ella me quita las aguas.


No dije nada y dejé de observarlo, dirigiendo mi mirada hacia los inmaculados azulejos de la pared de enfrente. El hombre se levantó como un resorte y señalando hacia la puerta por la que había entrado la enfermera gritó:


-¡Ella me quita las agujas!


El quejido fue tan sonoro que la mujer apareció espantada por la puerta.


-¿Qué pasa?-, preguntó.


-¿Por qué me quitas las agujas?


El hombre se abalanzó sobre ella violentamente, pero logré interceder y me coloqué entre los dos evitando la agresión. Entonces el hombre estiró el brazo sobrepasándome. Agarró con la mano el pelo de la mujer y se quedó con la melena tipo casco en la mano. Empujé al hombre hacia la silla y volvió a su estado de balanceo, pero con la peluca en la mano. Mi giré hacia la enfermera que me observaba quieta en el centro de la sala. Con una mano me insinuaba que recuperara su peluca. Al ver su cabeza totalmente calva y aquellos gigantescos ojos tras los cristales gruesos de sus gafas me dirigí disimuladamente hacia la puerta. La mujer seguía mirándome y yo ya tenía un pie en la calle. Al poco entré en un bar y pedí una cerveza. Mientras la saboreaba decidí que la acupuntura podría esperar.


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