ROSALÍA


Rosalía salió de la tienda satisfecha pero algo confundida. Observaba excitada aquel extraño objeto. El dependiente dijo que no le podía rebajar más el precio. Temerosa de que alguien pudiera darse cuenta de lo que llevaba lo metió en el bolso y bajó paseando por la avenida.
Se entretuvo mirando el resto de los escaparates sin ningún interés especial. De vez en cuando introducía la mano dentro del bolso y acariciaba con disimulo el objeto. La avenida desembocaba en una amplia calle repleta de tiendas donde la multitud se agolpaba. Rosalía tenía que cruzarla para llegar a la parada del autobús. Miraba con recelo a los transeúntes e intentaba no tocarlos. Caminaba de puntillas exhibiendo una especie de danza urbana de la que nadie se daba cuenta. En los momentos en que más cuerpos se encontraba en su camino metía la mano dentro del bolso para proteger su compra. Así, danzando, logró cruzar la calle y llegar a la parada del autobús. Ahora tenía espacio y podía por fin estirar su chaqueta afelpada y airearse su cabello largo crispado color miel. Por un momento dejó de tocar el objeto y del bolso sacó unas enormes gafas de sol. No se daba cuenta de que aquella indumentaria le sumaba diez a sus treinta años. Esperó como una estatua de pie a que llegara el autobús sin ser consciente de haber metido de nuevo la mano dentro del bolso. Como algo inevitable apareció por fin y el conductor abrió las puertas. Una fila de siete personas subió. Rosalía iba la última con el bono en la mano. Cuando le tocó el turno extendió el papel al conductor y sonrió. Éste le devolvió la sonrisa, pero giró su cara con disimulo al ver los dientes cariados y amarillentos de Rosalía. Ella se dio cuenta, pero evitó sentirse mal y cerró los labios. Buscó sitio y se sentó al lado de la ventana. Una vez que el autobús arrancó sostuvo con más fuerza el objeto en su mano. Estaba deseando llegar a casa para disfrutarlo. El dependiente le dijo que era la última novedad y le explicó que podía llegar a una velocidad de tres mil vibraciones por segundo. Ideal para Rosalía porque como le solía decir su abuela: a falta de pan, buenas son tortas.

PAISAJE

Un padre y su hijo de corta edad paseaban distraídos por la avenida una mañana de domingo soleado.
-¡Papá, mira!
-Sigue caminando y mira hacia otro lado.
-¿Por qué, qué pasa?
-Son pobres, hijo.
-¿Cómo los que salen por la tele?
-Sí, hijo, como los que salen por la tele.
Bajaron por la avenida hasta llegar a un kiosko. El padre se compró un diario deportivo; para el niño un huevo kinder.

TIEMPO

Era cuestión de tiempo. Todo lo que había experimentado en los últimos meses se reducía a un corto periodo de tiempo. Miró asustado su muñeca y se percató de que se había dejado el reloj en casa. Ahora todo era más complicado. Miró hacia los lados. No cabía duda. Era cuestión de tiempo.

DESPERTAR

Aquella mañana  desperté con resaca. Con mucha resaca. Me dolía la cabeza, el estomágo, los gemelos. En fín, me dolía todo el cuerpo. Me dirigí, con lo ojos cerrados y apretándome la sien, hacia el lavabo. Me senté sobre la taza y evacué. Me puse de pie para limpiarme y observe mis heces. Cuál fue mi sorpresa cuando vi a un hombre diminuto que intentaba escapar de ellas. Se dirgió a mí.
-¡Eh!-, dijo el hombrecillo.
-¿De dónde has salido?-, pregunté extrañado.
-De tu cuerpo-, contestó convencido.
Sin dudarlo apreté el botón de la cisterna. Observé impasible como desaparecía por el tubo del desagüe. Me dí la vuelta. Una vez en la cocina busqué algún trago peregrino que me ayudara a empezar el día. 

BENJAMÍN C

El partido está apunto de acabar. En las gradas se nota la tensión acumulada. Los aficionados de uno y otro equipo vociferan.
 Gol del equipo visitante. Ahora es imposible ganar el torneo. Una mujer se levanta furiosa y se dirige a la grada rival con el puño en alto. Los insultos no se entienden. Una fina capa de espuma rabiosa le brota por la comisura de los labios. "Hemos venido a ganar", dice mientras estira de los pelos a una aficionada del equipo visitante.
 Los jugadores  esperan el pitido del árbitro para sacar del centro del campo. Muchos observan la pelea que se ha generado en la grada. Un par de policías intentan poner orden. Algunos hombres observan perplejos e incluso algo divertidos el espectáculo.
El árbitro atónito decide anular el partido. Los niños se le acercan. En la grada la pelea se ha extendido. El arbitro agrupa a los niños y se los lleva a la caseta de vestuarios. Ahora la pelea es general. No hay ningún adulto exento de ella. El árbitro observa a los entrenadores enzarzados y tirados por el suelo. Los niños asustados han entrado todos en la misma caseta. Antes de cerrar la puerta el árbitro les dice que se cambien y no se preocupen porque enseguida sus padres vendrán a buscarlos.

EL ANÁLISIS

El otro día ya no tuve más remedio que ir al hospital para realizarme un análisis de sangre. Mi nuevo trabajo me lo exigía. Después de esperar una hora en la cola de admisiones mi turno llegó  y seguí las instrucciones de la recepcionista que a aquellas horas de la tarde rebosaba simpatía pues ya se acercaba la hora de irse a casa. Me senté en un extrecho pasillo junto a otros pacientes que más que esperando parecían desesperados. Perdí la noción del tiempo cuando la joven practicante pronunció mi nombre escondiendo la mitad de su cuerpo tras el marco de la puerta. Me dijo siéntese aquí y dejé caer mi fofo culo sobre el raído recubrimiento de la silla. Me subió la manga izquierda y observó mi brazo y lo estranguló con la ancha goma. A pesar de su juventud derrochaba experiencia, pero no encontraba la vena donde pinchar. ¿Cómo tiene las venas?, preguntó contestándose ella misma mal. Entonces le contesté A mí me funcionan bien. Me miró de reojo sin captar el chiste, pero al introducir la aguja no me hizo ningún daño.

LA PRUEBA

Aquella mañana de cielo plomizo Luisalonso tuvo que despertarse más pronto que de costumbre. Al salir a la calle no se percató de que el rocío crepitaba en su intimidad convirtiéndose en escarcha. Mariola le decía adiós meciendo la mano desde el interior de la casa, embutida en una bata de punto que recuperó en un rastrillo de la ciudad. Tarzán, el perro estaba demasiado perezoso para acompañar hasta la puerta de la valla a su adorado amo y sólo dejaba asomar las dos patas delanteras de su cuerpo escondido en la caseta de madera. Dos angustiadas avefrías tomaron tierra sobre el césped congelado moviendo la cabeza para otear a su alrededor y emprendieron el vuelo sin previo aviso. Luisalonso se despidió de su mujer en la distancia y tomó rumbo hacia la parada del autobús. El dinero justo en el bolsillo derecho. En el izquierdo para un café. En el autobús el diario era gratuito. Aquel ejemplar lo acompañará el resto del día. Sonido de pastillas de freno desgastadas. Las ruedas aúllan y la tarima se convierte por unos segundos en una balsa inestable navegando perdida por alta mar para los pasajeros que se han colocado de pié para apearse en la siguiente parada. Es temprano y las miradas furtivas continúan dormidas. Luisalonso apoya el codo en la ventana y la cabeza en el cristal. El vaivén de las olas lo sumergen en un sueño sin estar dormido. El brazo le falla y golpea duro con la cabeza y se despierta para volver a la misma posición para volver a soñar y de nuevo volver a golpearse. Un viajero sentado cerca de él lo observa y decide que no merece la pena sonreír y aparta la vista fundiéndola con el exterior. 
El autobús frenó entre gemidos hidráulicos frente al Centro Cívico. Luisalonso fue de los pocos que se apearon, pero la plazoleta de hormigón gris estaba repleta de gente que fumaba cigarrillos antes de entrar al aula. Esquivó a una pareja que se cruzó con él. Iban hablando con un tono acelerado y gesticulaban con las manos. Luisalonso los miró esperando una disculpa ya que casi lo atropellaron aunque fuera sin intención. Comprobó el bolsillo interior del abrigo. La cartera estaba allí. Para acceder a la prueba era imprescindible aportar la documentación personal. El lápiz para rellenar el examen lo cedía el Centro por cortesía del ayuntamiento. No sonó ningún timbre ni nadie avisó, pero a las nueve en punto toda la gente empezó a entrar con un orden sorprendente en el interior del edificio. Allí les esperaba en el mostrador una joven funcionaria escudada tras unas gafas con cristales de alta graduación.
-Buenos días. El carné, por favor.
Luisalonso lo extendió y la joven se lo acercó a los ojos para poder leerlo. Después buscó en una lista y marcó un pequeño asterisco al lado de su nombre. Al terminar le devolvió la documentación.
-Muy bien, gracias. Ya puede pasar. No se olvide de recoger un lápiz antes de entrar.
-Gracias. Tienes unos ojos muy bonitos.
-¿Por qué lo dice?
Luisalonso se retiró del mostrador manteniendo una sonrisa y sin saber que contestarle. La joven meneó la cabeza a pesar de que sus ojos poseían una belleza descomunal. Los dos hombres siguientes que esperaban en la cola no pudieron evitar el piropo que Luisalonso le regaló a la joven recepcionista. Uno de ellos, el más avispado le dio un codazo al otro.
-¿Has escuchado?, dice que tiene unos ojos muy bonitos.- Esta aclaración la hizo sin esconder la sorna del comentario, ya que aquel hombre resultó no ver más allá de los cristales de la joven.
-Y es cierto-, contestó el otro sumergido en la belleza de los ojos de la recepcionista. El otro hombre dejó que su boca se entreabriera al observar a su compañero herido con la flecha letal del amor.
Iban entrando poco a poco en el aula. La causa era el reparto de lápices a cargo de un funcionario sexagenario vestido con un traje barato de color negro con los hombros adornados de pequeñas motas de caspa y varios pelos pegados al tejido que empezaba a hacer bola. Sonriente repartía a cada uno un lápiz y no paraba de recordar que no era preciso devolverlos. El aula parecía un vetusto estómago de ballena enferma de úlceras. Las marcas de humedad convertían en blanco la desconchada pared verde aguado. Las ventanas eran grandes y permitían el libre acceso de la luz matutina a través de ella, a pesar del costoso trance que debían realizar los escuálidos rayos de sol en aquellas horas de la mañana. Colgadas del techo a través de un soporte herrumbroso se aglutinaban las hojas torcidas de las persianas jubiladas, ya que desde el último día del último año nunca más fueron utilizadas. Una leve capa de polvo residía en su parte más alta ajena a los ocupantes del aula.
Una fila de hombres entraban todos ellos con el lápiz en la mano. Cordialidad a la hora de repartir los pupitres acollados a la silla. Luisalonso observó uno cuyo anclaje estaba atornillado al lado izquierdo. Era zurdo. Se iba a sentar cuando un joven con la cara poblada de erupciones encarnadas y con un peinado de caricato se le adelantó con un leve empujón. Luisalonso chistó mientras el otro ocupaba la silla.
-¿Qué pasa?- preguntó el joven ajeno a las molestias que había provocado a Luisalonso.
-Que tienes la misma cara que el ojete de mi perro.
-¿Cómo?-, preguntó sorprendido el joven mientras Luisalonso ocupaba otro asiento con la pequeña tabla en el lado izquierdo.
A la hora prevista la puerta del aula se cerró. A partir de ese momento nadie podía entrar y todo aquel que saliera tendría que dejar la prueba firmada en gaveta de plástico azul oscuro. Dos hombres se distinguían de los demás por la seguridad en que caminaban a través de los pasillos que dejaban las sillas. Eran los examinadores. Sentado en una mesa al frente del aula estaba el viejo funcionario sonriendo con gratitud mientras disfrutaba del nerviosismo ajeno. La prueba comenzó y a los cinco minutos alguien llamó a la puerta con dos golpes secos. Todos en el interior del aula miraron absortos en aquella dirección. El viejo se levantó de la mesa con un manojito de lápices en la mano. Abrió y dialogó con la persona que había llamado. Permanecía invisible para el resto. Pudieron percatarse de su existencia gracias a la mano que gesticulaba detrás de la puerta. Convenció al funcionario y frente al estupor de los examinadores entró. Luisalonso rió en silencio al ver a Leocadio Fuertes recoger un lápiz y un papel con la prueba. Uno de los examinadores lo acompañó a un pupitre de la parte de atrás con lo cual tuvo que atravesar toda el aula. Todos lo miraban; unos con simpatía y guiños de ojos y otros con envidia y rabia contenida por gozar de un privilegio. Cuando pasó junto a Luisalonso ambos cerraron un ojo con total cordialidad. Era el guiño de la amistad. Ese gesto que nace en el rostro de forma natural.

ADIVINA ADIVINANZA


Jugaron al pádel, sudaron y hablaron del negocio.
Cerraron el trato, se durachon y llamaron a casa.
Cariño, vendré tarde que tengo reunión, dijeron los dos.
Más tarde tomaron varias copas, esnifaron cocaína y se fueron de putas.
De regreso a casa se descojonaban de todos.
Al día siguiente vuelve a salir el sol.
¿Quiénes son?

JUAN Y SU CONDICIÓN

Juan se preguntába por qué no tuvo la suerte de nacer como manatí, o guacamayo. Incluso como macaco japonés. Todo su pesar venía empujado al darse cuenta de que su humanidad se había reducido a ser un esclavo de las fechas y de las horas.
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