CIRCO


Aquella tarde llevó a su hijo al circo con la ilusión de que el pequeño no dijera que se aburría. Le costaba hacerle feliz un fin de semana al mes. El niño tampoco se lo ponía fácil. Siempre comparaba sus actos con el del novio de mamá. Y él empezaba a estar harto de eso aunque tampoco estaba dispuesto a abandonar la posibilidad de disfrutar de su hijo. El niño ni lo miró cuando le alcanzó la bolsa de palomitas. La cogió con tanto desdén que por un momento pensó en arrebatársela. El niño pareció sentir la hondonada de sangre caliente que corrió a través de las venas de su padre, pero su mirada se perdió observando su enmarañada barba. Apoyó su mano en la menuda espalda del niño y le dio un ligero empujón para que cruzase la entrada. Allí les esperaba una hermosa mujer vestida de majorette. El niño observaba incrédulo el largo sombrero decorado con unas cintas doradas. El padre miraba con disimulo las interminables piernas macizas de la mujer cubiertas con unas medias de malla. Con un giro grácil de su cabeza y una agradable sonrisa les indicó la puerta de la carpa que les conduciría a la pista. Para una vez que invitaba a su hijo al circo no escatimó en gastos y compro entradas para palco. Un hombre viejo oriental vestido con un chaquetón que emulaba al de un general con las bandas coloridas exageradas cogió las entradas y les acompañó a sus asientos. Eran los únicos que ocupaban una posición tan privilegiada, aunque el precio de las entradas no era para menos. Sentados en unas sillas cubiertas con tela para dar la impresión de lujo tenían una visión en primer plano de la pista. Aquella tela escondía en realidad lo incómodo de aquel asiento. El hombre miró alrededor y vio que en los palcos solo estaban sentados él y su hijo. En cambio en las localidades más económicas de atrás empezaban a ser ocupadas por una bulliciosa multitud confundida con la penumbra debido a la mala iluminación del interior de la carpa. El hombre miraba a su hijo que parecía estar solo ya que hacía caso omiso de la presencia de su padre. Unos de los empleados del circo paseaban en círculo por entre la gente ofreciendo los refrescos y golosinas que portaban en una bandeja colgada del cuello. El niño se encaprichó de un juguete luminoso compuesto por unas bolas transparentes que alternaban el color azul y el rojo parpadeando en orden aleatorio. Las bolas permanecían apagadas hasta que alguien asía el mango de plástico transparente repleto de pequeños caramelos también de colores. Cuando pasó la mujer que portaba los juguetes en la bandeja el niño tiró del brazo del padre. No hicieron falta palabras para entender lo que quería. El padre en principio sonrió y miró a la mujer que ya estaba maquillada para actuar más tarde en la pista. Debajo de la corta chaqueta que la cubría llevaba puesto el traje de trapecista. El padre le hizo una señal con la cabeza para que no insistiera mucho con el juguete delante del niño. Ella no quiso ser pesada porque en el fondo era trapecista y no una vendedora y obsequiándole una bondadosa sonrisa al niño continuó su ruta circular entre el público. El padre observa al niño que devoraba a puñados la bolsa de palomitas. Le hubiera propinado una colleja al verlo comer con tanta ansia, pero debía controlarse ya que podría perder el permiso si el niño decía algo a la madre. Extendió la mano para alcanzar unas pocas palomitas y el niño tiró hacia él con fuerza impidiéndolo. Lo miró y con un gesto de sorpresa negó con la cabeza. El niño le devolvió el gesto afirmándolo. No le quedó más remedio que apartar la vista del mocoso antes de que ocurriera algo de lo que se pudiera arrepentir. Faltaba poco para el comienzo del espectáculo y las localidades más baratas estaban casi completas. El padre y el hijo eran los únicos que ocupaban un palco al lado de la pista. Una música pregrabada salió de manera estridente a través de unos viejos altavoces invisibles. El espectáculo va a comenzar. Él intenta evadirse de sus problemas mientras observa a un malabarista ejecutando un ejercicio imposible. El niño cada vez va perdiendo más interés en lo que observa y ya se ha acabado las palomitas. Busca alrededor por si hay alguna vendedora, pero mientras dura la sesión nadie pasea con las bandejas. Van pasando por la pista variedad de artistas hasta que el padre repara en la trapecista. Actuando parece otra. Ahora se dispone a realizar un triple salto mortal y se ruega el máximo silencio entre el público. El padre y el hijo están absortos mirando hacia el techo de la carpa desde donde se prepara la trapecista. Todo el mundo está en silencio. A lo lejos se oye el rumor del tráfico de la autopista. La mujer aferra al trapecio. A pesar de su fuerza resalta la hermosura de sus manos. Todo está preparado cuando de repente suena un móvil en el palco del padre y el hijo. El hombre observa extrañado su teléfono porque permanece en silencio. Entonces el niño saca con movimientos torpes el ruidoso móvil del pequeño bolsillo del pantalón. El padre está perplejo; ¿es de su hijo? El niño se lo enseña. En el techo la trapecista a perdido la concentración, pero por suerte continúa en la tarima. Ha faltado poco para consumar el salto. En las gradas el público empieza a dirigir un leve abucheo in crescendo hacia el palco. El padre le quita el teléfono de las manos al niño como un rayo. Con acto involuntario le da una colleja al niño que no protesta sumido en la humillación provocada por el golpe. El hombre viejo oriental se acerca alpalco y acompaña al padre que ya está de pie hacia la salida. Mientras camina ligero haciendo caso omiso de las quejas del resto del público observa la pantalla luminosa y lee la palabra “Mama”. Una vez en el exterior de la carpa descuelga bajo la mirada seria del hombre viejo oriental. En el interior el espectáculo continúa. La trapecista ha vuelto al nivel imprescindible de concentración y realiza con éxito el triple salto mortal. Después aparecen los payasos. Por fin llega el final y todos los artistas del circo salen al centro de la pista para despedirse con una feliz sonrisa. El aplauso es sonoro todo el público ha disfrutado. La gente poco a poco se levanta y van abandonando la carpa. El hombre viejo oriental llega al palco y le da el teléfono al niño que pregunta por su padre. El viejo le dice que se ha ido y que llame a su mamá. Lo acompaña a la salida con los demás. Después una joven contorsionista esperara con él hasta que llegue su madre.
El impacto del agua en la cara le despertó. Poco a poco fue abriendo los ojos. Sentía un fuerte dolor en el hombro. Recordó el golpe. Quiso moverse pero no pudo. Estaba sentado en una silla con las manos atadas a la espalda. Se preguntaba que había pasado y de repense te acordó del niño. Aquello un efecto como si se hubiera tomado diez cafés. Abrió los ojos de golpe mientras intentaba moverse. Reconoció la pista de circo. Estaba sentado en el centro. Había poca iluminación e intentó observar más allá de la penumbra. Le pareció distinguir unos bultos sentados en los palcos. Dedujo que eran personas. Todos estaban completos. Las débiles luces de los cigarros afirmaron la presencia de aquel misterioso público. Quiso gritar y fue en ese preciso instante cuando se percató de que tenía la boca tapada con cinta adhesiva. Aún así lo intentó. Gritó con tanta fuerza que se desgarró el músculo de la espalda causándole un impresionante dolor. Bajó la cabeza hacia el suelo y empezó a ver como su sombra se intensificaba. La luz de un foco cenital caía sobre él. Levantó la cabeza, pero ahora con tanta luz no podía ver los sombríos palcos. Se preguntaba si su hijo estaría allí, pero eso no le importaba porque lo que deseaba era escapar de allí. Si no lo hubiera llevado al circo nada de esto habría pasado. Maldijo al niño y a su madre también. Poco a poco sus sentidos se iban restableciendo y podía oír el murmullo que reinaba en los palcos. Le pareció ver una cara iluminada al chupar un cigarro. La brasa reflejó en unas gafas de cristal oscuro. Fue lo único que pudo apreciar. Como mantener la cabeza erguida le proporcionaba un dolor horrible en la espalda volvió a bajarla. Con la mirada perdida en el suelo de la pista permaneció inmóvil. Al cabo de poco sonó un gong. Parecía una señal dirigida al público porque en aquel momento acabaron los murmullos y se instauró un silencio sepulcral. Una vez que reinó la quietud sonó un redoble en una caja finalizado con un toque de platillo. El hombre levantó la cabeza y realizo un movimiento en vano para escapar de la silla. Fue en aquel momento después de que reinara el silencio cuando unas gotas de sudor frío recorrieron todo su cuerpo. Creyó que se iba a desmayar cuando escuchó el sonido de la motosierra zumbando en sus oídos.

ROSALÍA


Rosalía salió de la tienda satisfecha pero algo confundida. Observaba excitada aquel extraño objeto. El dependiente dijo que no le podía rebajar más el precio. Temerosa de que alguien pudiera darse cuenta de lo que llevaba lo metió en el bolso y bajó paseando por la avenida.
Se entretuvo mirando el resto de los escaparates sin ningún interés especial. De vez en cuando introducía la mano dentro del bolso y acariciaba con disimulo el objeto. La avenida desembocaba en una amplia calle repleta de tiendas donde la multitud se agolpaba. Rosalía tenía que cruzarla para llegar a la parada del autobús. Miraba con recelo a los transeúntes e intentaba no tocarlos. Caminaba de puntillas exhibiendo una especie de danza urbana de la que nadie se daba cuenta. En los momentos en que más cuerpos se encontraba en su camino metía la mano dentro del bolso para proteger su compra. Así, danzando, logró cruzar la calle y llegar a la parada del autobús. Ahora tenía espacio y podía por fin estirar su chaqueta afelpada y airearse su cabello largo crispado color miel. Por un momento dejó de tocar el objeto y del bolso sacó unas enormes gafas de sol. No se daba cuenta de que aquella indumentaria le sumaba diez a sus treinta años. Esperó como una estatua de pie a que llegara el autobús sin ser consciente de haber metido de nuevo la mano dentro del bolso. Como algo inevitable apareció por fin y el conductor abrió las puertas. Una fila de siete personas subió. Rosalía iba la última con el bono en la mano. Cuando le tocó el turno extendió el papel al conductor y sonrió. Éste le devolvió la sonrisa, pero giró su cara con disimulo al ver los dientes cariados y amarillentos de Rosalía. Ella se dio cuenta, pero evitó sentirse mal y cerró los labios. Buscó sitio y se sentó al lado de la ventana. Una vez que el autobús arrancó sostuvo con más fuerza el objeto en su mano. Estaba deseando llegar a casa para disfrutarlo. El dependiente le dijo que era la última novedad y le explicó que podía llegar a una velocidad de tres mil vibraciones por segundo. Ideal para Rosalía porque como le solía decir su abuela: a falta de pan, buenas son tortas.

PAISAJE

Un padre y su hijo de corta edad paseaban distraídos por la avenida una mañana de domingo soleado.
-¡Papá, mira!
-Sigue caminando y mira hacia otro lado.
-¿Por qué, qué pasa?
-Son pobres, hijo.
-¿Cómo los que salen por la tele?
-Sí, hijo, como los que salen por la tele.
Bajaron por la avenida hasta llegar a un kiosko. El padre se compró un diario deportivo; para el niño un huevo kinder.

TIEMPO

Era cuestión de tiempo. Todo lo que había experimentado en los últimos meses se reducía a un corto periodo de tiempo. Miró asustado su muñeca y se percató de que se había dejado el reloj en casa. Ahora todo era más complicado. Miró hacia los lados. No cabía duda. Era cuestión de tiempo.

DESPERTAR

Aquella mañana  desperté con resaca. Con mucha resaca. Me dolía la cabeza, el estomágo, los gemelos. En fín, me dolía todo el cuerpo. Me dirigí, con lo ojos cerrados y apretándome la sien, hacia el lavabo. Me senté sobre la taza y evacué. Me puse de pie para limpiarme y observe mis heces. Cuál fue mi sorpresa cuando vi a un hombre diminuto que intentaba escapar de ellas. Se dirgió a mí.
-¡Eh!-, dijo el hombrecillo.
-¿De dónde has salido?-, pregunté extrañado.
-De tu cuerpo-, contestó convencido.
Sin dudarlo apreté el botón de la cisterna. Observé impasible como desaparecía por el tubo del desagüe. Me dí la vuelta. Una vez en la cocina busqué algún trago peregrino que me ayudara a empezar el día. 

BENJAMÍN C

El partido está apunto de acabar. En las gradas se nota la tensión acumulada. Los aficionados de uno y otro equipo vociferan.
 Gol del equipo visitante. Ahora es imposible ganar el torneo. Una mujer se levanta furiosa y se dirige a la grada rival con el puño en alto. Los insultos no se entienden. Una fina capa de espuma rabiosa le brota por la comisura de los labios. "Hemos venido a ganar", dice mientras estira de los pelos a una aficionada del equipo visitante.
 Los jugadores  esperan el pitido del árbitro para sacar del centro del campo. Muchos observan la pelea que se ha generado en la grada. Un par de policías intentan poner orden. Algunos hombres observan perplejos e incluso algo divertidos el espectáculo.
El árbitro atónito decide anular el partido. Los niños se le acercan. En la grada la pelea se ha extendido. El arbitro agrupa a los niños y se los lleva a la caseta de vestuarios. Ahora la pelea es general. No hay ningún adulto exento de ella. El árbitro observa a los entrenadores enzarzados y tirados por el suelo. Los niños asustados han entrado todos en la misma caseta. Antes de cerrar la puerta el árbitro les dice que se cambien y no se preocupen porque enseguida sus padres vendrán a buscarlos.

EL ANÁLISIS

El otro día ya no tuve más remedio que ir al hospital para realizarme un análisis de sangre. Mi nuevo trabajo me lo exigía. Después de esperar una hora en la cola de admisiones mi turno llegó  y seguí las instrucciones de la recepcionista que a aquellas horas de la tarde rebosaba simpatía pues ya se acercaba la hora de irse a casa. Me senté en un extrecho pasillo junto a otros pacientes que más que esperando parecían desesperados. Perdí la noción del tiempo cuando la joven practicante pronunció mi nombre escondiendo la mitad de su cuerpo tras el marco de la puerta. Me dijo siéntese aquí y dejé caer mi fofo culo sobre el raído recubrimiento de la silla. Me subió la manga izquierda y observó mi brazo y lo estranguló con la ancha goma. A pesar de su juventud derrochaba experiencia, pero no encontraba la vena donde pinchar. ¿Cómo tiene las venas?, preguntó contestándose ella misma mal. Entonces le contesté A mí me funcionan bien. Me miró de reojo sin captar el chiste, pero al introducir la aguja no me hizo ningún daño.
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