LA ESPERA

Estaba empezando a ponerme nervioso. El autobús no aparecía. Llevaba una hora de retraso. Estaba sólo en aquella destartalada parada de autobús en medio del desierto. Era de noche y el cielo cubierto de nubes producía una oscuridad sepulcral. Sólo la escuálida luz de una farola alumbraba el banco techado dónde la gente se sentaba a esperar el autobús. Allí estaba yo, en la salida de aquel solitario pueblo construido linealmente junto la carretera. No había ninguna casa de más de un piso de altura, excepto el hotel que tenía dos. Las casas estaban construidas con materiales baratos. Tableros de madera y planchas de metal. Tenía el mismo aspecto tétrico por el día que por la noche.
No dejaba de mirar el reloj nervioso. Quería abandonar aquel lugar cuanto antes. Un perro vagabundo pasó lentamente por delante de mí. Me escudriñó levantando la cabeza y olfateándome. Era una especie de galgo con la piel de las patas comidas por la sarna. Hice un ligero ademán con la mano y salió corriendo perdiéndose en la oscuridad.
Faltaba poco para el amanecer, pero parecía que también llevaba retraso. De repente observé que se acercaba una sombra lentamente. Metí las manos dentro de mi cazadora y apreté la pistola que tenía en bolsillo izquierdo. A medida que se iba acercando apareció la triste figura de un campesino que llevaba una maleta. El hombre era regordete y un amplio bigote cubría su tostada cara. Llevaba un sombrero calado hasta las cejas y cuando abrió la boca descubrí que le faltaban varias piezas dentales.
-Buenos días-. Me dijo en un tono de tanta amabilidad que asqueaba.
-Buenos días-. Respondí.
-Parece que el autobús llega tarde. ¡Oh, no!, olvidé que hoy cambiaban los horarios.
“Mierda”, pensé. Siempre me pasa lo mismo.

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