DOS CARRETAS

Aquella mañana soleada Joaquín esperaba en doble fila a que Marcelo saliera de la clínica. Cauteloso, observaba por el retrovisor por si aparecía el guardia urbano. Era imposible aparcar y, como era por poco tiempo, dejó el coche cerca de la puerta. La fachada de mármol blanco le daba un toque majestuoso a la clínica. Con sus veinte plantas ascendía verticalmente como si quisiera herir al cielo. Joaquín, sentado frente al volante no podía ver todo lo alto que era el edificio. Desde su asiento observaba el ir y venir de los pacientes y personal sanitario a través de aquellas inmaculadas puertas giratorias. También se entretuvo viendo la frenética labor de los aparcacoches. Estos se encargaban de los clientes que podían permitirse este servicio. A pleno mediodía aquel edificio parecía más un hotel de lujo que una clínica.



Marcelo apareció a través de las puertas y se dirigió corriendo hacia el coche. Llevaba en la mano el prospecto informativo que había ido a buscar. Subió sonriente y se calzó el cinturón de seguridad. Joaquín arrancó el coche y apretó el botón que desactivaba los cuatro intermitentes. Desaparecieron de allí como un suspiro.


-Ya tengo toda la información.


-¿Toda?


-Toda, Joaquín.


Marcelo apretó aquel papel contra su pecho y sonrió ilusionado.


-Y tú estás seguro de hacerlo, ¿no?


-Completamente, Joaquín.


Entraron en la autopista y se mezclaron en aquel mar multicolor de coches convirtiéndose en una insignificante gota. En menos de una hora llegaron al barrio y se despidieron, no sin antes estrecharse las manos.






El acceso al callejón estaba cortado. Marcelo levantó la cinta que delimitaba el perímetro de la zona del crimen para que Sandra pasara por debajo sin romper la frágil franja de plástico. Un policía uniformado se acercó corriendo hacia ellos. Movía los brazos con violentos aspavientos. Sandra miró a Marcelo y sonrió. El policía aún se malhumoró más al ver la reacción de la mujer y su mano ya rozaba el arma. Sin decir nada, Marcelo introdujo una mano dentro de su chaqueta. Con la otra le rogaba tranquilidad al policía que empezaba a estar descontrolado. Con lentitud, pero con firmeza, Marcelo extrajo la cartera y enseñó la acreditación de detective de la policía. Posteriormente lo hizo Sandra. El policía uniformado sonrió relajado y les invitó a que continuaran su camino.


En el fondo del callejón estaba tirado, sobre unas bolsas de basura, el cadáver de una mujer. Un grupo de agentes merodeaba por los alrededores más inmediatos en busca de pruebas. Marcelo y Sandra saludaron al llegar y se pusieron manos a la obra. Su trabajo se limitaba a observar como trabajaban los demás y luego redactar un informe que pasaría a ser, de forma automática, oficial. Al cabo de diez minutos de estar allí de pie se sentaron en el capó de un coche.


-Ayer fui a la clínica.


-¿Sólo?


-No, me acompañó Joaquín.


Un nubarrón cubrió el rostro de Sandra. A pesar de los siete años de relación con Marcelo, seguía teniendo celos de Joaquín.


-¿Por qué no me dijiste que te acompañara?


-Sandra, estabas de servicio.


-Mejor excusa para hacerlo.


Un rotundo silencio se instaló en ellos. Parecían introducidos en una burbuja hermética que los aislaba de los hechos que sucedían en el exterior.


-Acompáñame pasado mañana, si quieres.


-No puedo, tengo servicio.


-Bueno, le diré a Joaquín que lo haga.


Sandra se giró hacia a él con tanta brusquedad que casi se rompe el cuello. Aquellos ojos felinos irradiaban furia, contenida a su pesar.


-No te enfades, Sandra. Sabes que esto lo hago por los dos.


Un policía cargado de papeles apareció ante ellos. Eran todos los apuntes de información recalada en el escenario del crimen. Extendió los brazos para que los detectives los recogieran. Marcelo y Sandra se lo agradecieron con una amable sonrisa. El policía les devolvió un ademán de despedida, aunque en su cara se podía leer la disconformidad y frustración que aquello le causaba. Los detectives abandonaron la escena del crimen con el trabajo realizado, bajo el brazo.






La sala estaba bien iluminada por una gran cantidad de tubos fluorescentes colocados en el techo en una perfecta simetría. Igual que las mesas; guardaban la misma distancia unas con otras, hasta un total de sesenta y cinco. Cada mesa pertenecía a un detective y sobre ella había un teclado, un monitor y una impresora. Era la sección de los detectives escritores. Allí trabajaban Marcelo y Sandra, entre otros. Se dedicaban a redactar el informe del delito aunando las notas que los policías de campo les adjuntaban. La tarea del detective escritor era darle fundamento al crimen cometido y así poder tener una línea clara de investigación. Marcelo escribía sobre aquella mujer muerta en el callejón como si fuera una boxeadora asesinada por su novia, una culturista famosa, a causa de los celos que tenía de su entrenador, del cuál supuso que mantenía un idilio en secreto con la boxeadora. Marcelo notó que la historia se le iba de madre y paró de escribir. Levantó la cabeza y vio a Sandra unas mesas más abajo, enfrascada en su trabajo. Intentó imaginar por qué derroteros avanzaría su informe, pero tampoco le preocupaba mucho. Tenía confianza en su historia sobre la boxeadora. A la hora señalada observó la llegada del inspector jefe. Entró en su despacho y cerró la puerta. Marcelo esperó un momento dándole margen para que se instalara. Después se levantó. Cuando estuvo delante de la puerta dio tres leves golpes anunciando su intención de entrar.


-Adelante.


-Buenos días, inspector.-Marcelo cerró la puerta tras de sí.


-Buenos días, ¿qué te trae por aquí, Marcelo?


-Necesito que me des un par de días libres.


-Sabes que es imposible. Tienes acumulados varios informes que deberían estar ya sobre mi mesa.


-Sí, tienes razón, pero es que me van a operar.


-Ostia, Marcelo, ¿algo grave?


-No, hombre, no. Si lo fuera, no creo que con un par de días se arreglara.


-Tienes razón y creo que no me vas a decir de que se trata.


-Ahora mismo no. Pero tranquilo, ya lo verás.


-Bueno, tómate los dos días libres, pero después tendrás que trabajar doce horas hasta que te pongas al día con los informes.


-Gracias, inspector. Gracias de todo corazón.


Al salir del despacho notó que la mirada de Sandra se le clavaba como un hierro caliente. El sonrió al verla. Ella daba muestras de impaciencia por saber lo ocurrido. Llevaban en secreto su relación en el ámbito del trabajo, pero, a veces, a ella le costaba contenerse.






Joaquín llevaba tres horas en la sala de espera. Ojeó todas las revistas. Después se decidió por una. Era una revista de contenido variado. El lugar era cómodo y agradable. Disponía de unas vistas desde la decimocuarta planta que dominaban toda la ciudad. Joaquín padecía de vértigo así que intentó asomarse lo menos posible, pero un grupo de acompañantes como él, permanecían agolpados ante las impolutas vidrieras disfrutando de la visión. Se levantó del confortable sillón y se dirigió a la máquina expendedora de bebidas. Le extrañó que para la categoría de la clínica solo se sirviera café. El resto de opciones se encontraban fuera de servicio. Se tomó un tercer café. Estaba prohibido fumar, cosa que le daba igual porque no fumaba. Volvió al sillón y colocó la revista en su regazo. Intentó concentrarse en la lectura, pero la vista se le iba por todas partes. El grupo de acompañantes había encontrado una puerta de salida que daba a la terraza exterior y todos salieron. Joaquín los observaba mientras el viento mecía sus cabellos. Miró su reloj y se sobresalto al ver que ya llevaba cuatro horas de espera. Justo en el mismo instante en que decidió levantarse para ir a buscar información sobre Marcelo, apareció el doctor. Vestía una inmaculada bata blanca y en su rostro poblaba una perenne sonrisa. Joaquín lo observó con atención.


-Buenas tardes, caballero. Es usted el acompañante de Marcelo, ¿verdad?


-Sí, señor.


-Buenas noticias. Todo ha resultado según lo previsto.


-Gracias a dios.


El doctor miró fijamente a Joaquín y le contestó en tono irónico:


-Digamos, gracias a mis manos.


-Sí, doctor. Digamos lo que usted quiera.-Joaquín no disimulaba su alegría al saber que todo había acabado bien.- ¿Puedo verlo?


-Por supuesto. Ya puede pasar a su habitación. La 204V, si no me equivoco.


-Muy bien. Gracias, doctor.-Y Joaquín le estrechó la mano con todo su afecto.






Marcelo despertó estirado en la cama de su habitación. Al abrir los ojos los fijó en la pantalla de plasma. Emitía unas imágenes relajantes, producidas por sus formas y colores. Estaba incluido en la terapia de curas para después de la operación. Notó la tersura de las sábanas y hundió la cabeza en la mullida almohada. Volvió a adormilarse. Cuando volvió a despertarse lo primero que vio fue la agradable sonrisa de Joaquín. Marcelo también sonrió.


-Buenos días, dormilón.


Marcelo intentó hablar, pero los efectos de la anestesia impedían la total soltura de su lengua. Emitió un balbuceó para devolverle el saludo a Joaquín. Sin darse cuenta volvió a dormirse. Esta vez estuvo unas cuatro horas sumido en un reconfortante sueño. Joaquín se sentó en el cómodo sillón que incorporaba la habitación y espero a su lado el despertar definitivo.


Llegó la noche y con ella Marcelo se reanimó. Distinguió la figura de Joaquín acurrucado en el sillón, se había quedado dormido. Marcelo apretó el interruptor para que se encendieran las luces. Una luz blanca inundó la habitación. Joaquín se sobresaltó ante aquel fogonazo imprevisto.


-¿Qué pasa, dormilón?


-Eso digo yo, Marcelo. ¿Cómo te encuentras?


-Bien.


Joaquín se acercó hacia él. Cuado estuvo cerca de la cama cogió la punta de la sábana con los dedos. Apoyó la otra mano en su cintura. Miró sonriente a Marcelo.


-¿Me las dejas ver?


-Claro.


Y Joaquín corrió la sábana despacio. Estaba impaciente por verlos, pero al mismo tiempo dudó en dejarlos al descubierto. Por fin aparecieron y Joaquín exclamó:


-¡Vaya tetas!


Un par de enormes senos sobresalían del pecho de Marcelo.


-¿Te gustan?


-Te las han dejado muy bien, ¿puedo tocarlas?


-Preferiría que no. Todavía me resiento de las cicatrices de la operación, pero pasado mañana te dejo tocarlas.


Una enfermera entró en la habitación. Traía la cena para Marcelo. Se quedó impresionada del buen trabajo del cirujano y sonrió.


-Que bonitas se las ha dejado.- luego se giró y se dirigió a Joaquín.-Debo informarle que el horario de visita ha finalizado y debería abandonar la habitación.


-No se preocupe, señorita. Enseguida me voy.


Y mientras Joaquín se despidió de Marcelo, la enfermera preparó la cena.






El hotel estaba en las afueras. Era un antro para este tipo de encuentros esporádicos. Gozaba de una reputación discreta y era limpio. El primero en entrar en la habitación fue Marcelo. Sandra llegó diez minutos más tarde. Nada más verse se besaron y ninguno pronunció palabra. Los dos cuerpos se fundieron en uno, tras un ardiente abrazo y cayeron desnudos sobre la cama. Hicieron el amor con la misma ambición que la primera vez. Una vez tras otra y sus cuerpos se cubrieron con un suave flujo de sudor. Después permanecieron de rodillas, uno en frente del otro, encima de la cama. Se miraban fijamente diciéndose cosas en silencio. Sandra levantó una mano y empezó a acariciar, con un tacto delicado, los senos de Marcelo. Él contuvo la risa que le provocaban las tenues caricias y enseguida se vio sumergido en una placentera sensación. Sandra acercó su boca y rozó un pezón que, al sentir el contacto húmedo de la lengua, endureció. Marcelo la abrazó con vigor y volvió a poseerla. Los últimos rayos de sol que se colaban por los agujeros de las persianas bajadas, abandonaron a los amantes y la habitación cayó en una relajante penumbra. Aquella noche la pasaron juntos en el hotel dando rienda suelta a sus pasiones. Por la mañana Sandra fue la primera en abandonar la habitación. Lo hicieron con la misma discreción que a la entrada. En menos de una hora se volverían a encontrar en el trabajo.






A partir de las diez de la mañana el silencio era absoluto en la sala. A esa hora todos los detectives escritores estaban concentrados en sus líneas de investigación. Sólo era perceptible el suave sonido de las letras del teclado. Marcelo continuaba con la historia de la boxeadora. Intentaba encontrar un vínculo claro que relacionara a la culturista como autora del asesinato. Mientras escribía notó que le apretaba el sujetador. Todavía no se había acostumbrado a aquella pieza interior. Intentó ajustarlo allí mismo, pero no pudo. Se levantó para ir al lavabo. En ese preciso instante apareció el inspector por la puerta. Al ver a Marcelo levantado su vista se dirigió hacia él.


-Hombre, Marcelo. Pasa a mi despacho.


-Voy en seguida.


Marcelo fue primero al lavabo a colocarse bien el sujetador. Después se mojó la cara y se dirigió al despacho del inspector. Llamó a la puerta y entró. El inspector nada más verlo se fijo en su abultado pecho.


-No me digas que de eso se trataba la operación.


-Pues sí.


El inspector se levantó y bajó las persianas para que nadie los observara desde el exterior. Extendió una mano hacia los senos de Marcelo que, por reflejo, dio una sonora palmada en la mano del inspector.


-¿Qué haces?


-¿Qué quieres, tocarme las tetas?


-Enséñamelas, al menos.


-¡Venga ya!


-Te recuerdo que soy tu jefe.


-No me hagas reír.


-Enséñamelas, hombre.


Marcelo accedió, pero sólo a mostrarle el canalillo.


-Ya tienes bastante.


-Déjame tocarlas y te perdono lo de trabajar doce horas.


-Pero que pesado que eres inspector.


Marcelo dejó que las sobara un poco por encima de la ropa. Luego lo detuvo y volvió a abrocharse la camisa.


-Pásate mañana otra vez por aquí, Marcelo.


-Vete a paseo.


Cuando Marcelo salió de la oficina no quiso ni mirar la cara de Sandra, que esperaba atentamente su salida. Pasó cabizbajo por delante de ella y se dirigió a su mesa, pero aquella mañana ya no pudo volver a escribir.






Joaquín había conseguido un apartamento en la parte alta de la ciudad, gracias a su próspera empresa de aislamientos para el hogar. Aquel domingo sabía que Sandra trabajaba y por eso invitó a Marcelo, a comer una paella. Sonó el timbre del portero automático de la puerta de entrada del jardín. Joaquín observó con cautela por la pequeña pantalla y accionó el dispositivo para abrir la verja. La casa, de una planta, poseía una gran extensión de jardín muy bien cuidado. El camino lo atravesaba hasta la casa. Allí había una amplia explanada para aparcar los coches. Marcelo ya lo conocía y subió sin dilación. Joaquín lo esperaba en la puerta principal de la casa con los brazos abiertos. Aquella mañana dominical hacía calor. Por eso Joaquín sólo vestía con unos pantalones piratas y unas desgastadas sandalias. Los dos hombres entrechocaron las manos cuando se encontraron. Joaquín ofreció algo de beber a Marcelo. Una vez dentro de la casa se dirigieron a la cocina para preparar la comida. Tenían buena práctica en ello ya que organizaban paellas muy a menudo. Una vez el arroz en reposo y apunto para comerlo, Marcelo se quitó la camiseta. Llevaba la parte de arriba de un bikini de color rosa que hacía juego con sus bronceados pechos. A Joaquín le hizo gracia ver a su amigo con esa prenda de vestir y empezó a reír de forma natural. Marcelo se contagió y los dos acabaron con un ataque de risa. Al cabo de unos minutos todo volvió a la normalidad y se abalanzaron sobre la paella.


Una botella vacía de vino blanco reinaba sobre la mesa. Retiraron los platos y tomaron café.


-Te juro que me las quito.- dijo tajante Marcelo.


-¿Por qué? Te quedan muy bien.


-Sólo me están trayendo problemas y Sandra cada día está más celosa.


-No me extraña. Las quiere sólo para ella.


-Es que para ella me las puse y no acaba de entenderlo. Los celos se la comen.


-Pues ten cuidado. Sin saberlo puede ser muy peligrosa.


-Eso es lo que temo, que haga alguna tontería.


Permanecieron en silencio mientras saboreaban el café. Entonces Marcelo captó una mirada furtiva sobre sus pechos.


-¿Qué miras?-dijo mientras se los tapaba con el brazo.


-Es que son tan bonitas.-y Joaquín empezó a reír. Marcelo lo imitó sin saber si lo dijo en serio. La tarde pasó placida y antes de que sol se sumergiera por completo en el horizonte los dos amigos se despidieron.






Marcelo esperó a Sandra en la puerta del restaurante. Esta vez no hicieron que el encuentro fuera intrigante ya que decidieron hacer pública su relación. Los años en que trataron de esconderla pesaban y en el fondo se dieron cuenta que no merecía la pena tanto secretismo. El verano había llegado a su ecuador y las noches eran cálidas. Marcelo se puso una elegante camiseta de tirantes para la ocasión. Algunos transeúntes que pasaron junto él no pudieron evitar mirarlo. Era chocante ver a un hombre vestido de cintura para arriba como una mujer. Por fin llegó Sandra, con diez minutos de retraso. Estaba esplendida con aquel vestido corto de noche. Marcelo la observó y se dio cuenta de que cada día la encontraba más hermosa. Él le ofreció su brazo y ella lo tomó sintiéndose protegida por el hombre al que amaba. Entraron al restaurante. Un recepcionista vestido con un impecable frac les esperaba tras un atril. El hombre repasó el libro de reservas y los acompañó amablemente hasta la mesa. Enseguida llegaron dos camareros que separaron las sillas. Cuando Marcelo y Sandra se sentaron los camareros se despidieron sonrientes. El comedor estaba completo, aún así el ambiente era silencioso, acompañado de una luz pobre para garantizar la intimidad de los comensales. Marcelo estiró su mano sobre la mesa y Sandra enseguida la agarró. Se acariciaban sin apartar ni un segundo sus miradas. Entonces él buscó algo en sus pantalones. Sacó un pequeño bulto envuelto en papel de regalo. Ella reaccionó abriendo los ojos. Lo cogió y al abrirlo se emocionó. Era un anillo de compromiso. Acercaron sus cabezas y se besaron durante casi un minuto. Después Sandra sin decir nada también sacó un regalo. Era un paquete rectangular envuelto en papel negro y un lazo dorado. Marcelo lo abrió entusiasmado. Cuando descubrió lo que era también se emocionó. Era un sujetador de lencería sexy, con unos bordados preciosos. Le prometió que después de la cena se los pondría.


A pesar del tamaño de los platos, su contenido era minúsculo. Aún así aquel restaurante gozaba de una gran reputación culinaria y era el sitio preferido por los amantes de la ciudad, para celebrar las grandes ocasiones. Marcelo intentó hacer malabarismos para evitar sacar el tema, pero al final no se contuvo.


-La verdad, no entiendo lo de Joaquín.


-Ya estamos.


-Pero Sandra, por muchas vueltas que le doy no encuentro el motivo para que desaparezca sin más.


-Ya lo has visto en nuestro trabajo. La gente desaparece sin más. Mira nuestro inspector, sin ir más lejos.


-También he pensado en ello.


-No sé. He intentado escribir una línea de investigación y no me aclaro.


-Pero, ¿te la han encargado?


-No. Sólo quiero entenderlo.


Permanecieron en silencio mientras el camarero les retiraba los inmensos platos de porcelana. A Sandra se puso un poco nerviosa cuando se enteró de que Marcelo estaba escribiendo una línea de investigación.


-Marcelo, ¿por qué no nos vamos de viaje? Podríamos ir a París. Te ayudaría a olvidar este asunto.


-Estaría bien.-Marcelo contestó de forma mecánica, ni siquiera pensó sobre la idea de viajar. Estuvo un momento en estado dubitativo. De repente miró fijamente a Sandra.-Oye, ¿dónde estabas tú cuando desaparecieron?


Sandra en ese momento estaba bebiendo un poco de vino de la copa y se atragantó. Intentó aparentar la máxima normalidad posible.


-Estaba de servicio.-Por un momento daba la impresión como si fuera un ratoncillo a punto de ser atrapado. Entonces abalanzó su cuerpo sobre la mesa. Estiró los brazos y empezó a acariciar, dibujando círculos, los pezones de Marcelo con el dedo índice de cada mano. Su semblante cambió a un rostro amenazante. La dureza brotaba de sus ojos.-Mira, Marcelo, esos pechos son míos. Y lo serán aunque tenga que llevarme por delante a quien sea. Son míos, ¿entiendes? Y ni tú ni nadie se interpondrá entre ellos y yo. Así que tú decides.


Marcelo era un bloque de piedra sentado en una silla.


-Sandra, creo que sería mejor ir a Roma que a París, ¿no crees?


-Sí, cariño. Creo que lo vas entendiendo.


El amanecer les sorprendió haciendo el amor de manera apasionada en la habitación de un hotel.


LA CRISIS



Parecía que aquel día nunca fuera a llegar. Cuando Armando entró en la oficina del jefe de personal ya sabía lo que iba a escuchar. Cogió el talón, la carta y los pocos objetos personales que adornaban su mesa y abandonó la oficina. En el exterior apoyó la pequeña caja de cartón en el suelo y encendió un cigarrillo. No estaba permitido fumar, pero ni se inmutó a la hora de exhalar, con placer, el humo. Cuando acabó pisoteó la colilla dejando una pequeña mancha de ceniza. En el suelo del aparcamiento estaba pintado el número de la matrícula de su coche. Esa misma tarde quizás ya no.



Al conducir lo hizo con lentitud. No tenía prisa y quería saborear la angustia provocada por la perdida del empleo. En un principio estuvo un poco desorientado. Eran muchos años acumulados en la empresa Walter Wass & Co. Se había acomodado a una rutina placentera y sólida económicamente. De ahí que al principio no supiera por dónde empezar. Como es lógico hizo todos los trámites burocráticos para conseguir la prestación por desempleo. Aquella ardua tarea frente al dominio de los funcionarios le tuvo entretenido durante una semana mientras que no le validaran todos los documentos y, por fin, pudiera hacerse con la ayuda económica. Era bastante reducida respecto a la nómina que recibía puntualmente, pero sumando la indemnización podía defenderse durante una temporada, eso sí, procurando mucha cautela con los gastos extra.


Cuando entró su apartamento tuvo una sensación extraña. Nunca había estado en día laborable en su interior. Lo primero que le llamó la atención fue el bullicio del tráfico diario que ascendía desde la calle hasta su balcón. Abrió las puertas hacia el exterior y se quedó atónito ante el estruendo cotidiano. Su mirada se perdió ante el gran edificio que se levantaba al otro lado de la calle. Por primera vez observó niños jugando en el patio de aquel colegio que siempre le pareció un sórdido armazón de hormigón diseñado por un arquitecto de prisiones. Los domingos era un edificio triste por su clamante soledad. Sobretodo le deprimía cuando tomaba el desayuno.


Cerró las puertas del balcón y se sentó en su butaca de leer. Estaba agobiado. Aún así se creía mentalizado para soportar aquel cambio tan brusco que había tomado el rumbo de su vida. Junto a la butaca había una mesita. En ella esperaba el libro de turno. Alargó la mano y lo cogió. No se concentraba y a la cuarta página lo devolvió a su sitio. Se levantó y dio unos pasos y justo cuando estaba en el centro de la habitación extendió los brazos y gritó en silencio: ¿Y ahora qué hago? La frustración empezó a asomar tímidamente y muy cautelosa. Él se dio cuenta e intentó controlar la situación. Como un rayo se dirigió al equipo de música y puso un disco de rumbas para que le subiera el ánimo. Para vencer su desazón se puso a bailar e imaginó que tenía una guitarra en sus manos. La rascaba con la misma pasión que el guitarrista original. Cuando se dio cuenta una gota de sudor se abría paso desde su frente hasta la mejilla. Había entrado en calor.


Cerca de su apartamento había una iglesia. Utilizaba las campanadas como señal horaria. Armando tenía la costumbre de mirar el reloj cada vez que éstas tañían. A veces se concentraba para contarlas a pesar de la dificultad del ruido ambiental. Habían tocado las doce, pero el contó trece. Por eso volvió a mirar el reloj. Era mediodía y corrió a asomarse al balcón. Padres y madres acudían en tropel al colegio a buscar a sus hijos. Esa actividad a él le entretenía. Allí apoyado en la baranda disfrutaba de aquella media hora escasa que duraba la recogida. Luego bajaba a la calle. Desde su portal a la estación de autobuses había un par de kilómetros. Ese era el ejercicio físico diario que se impuso para no atrofiarse. Excepto los domingos. Ese día justificaba quedarse en casa como si fuera el único que éticamente pudiera permitírselo. Se marcó una serie de pautas para permanecer siempre ocupado, aunque fueran imaginarios rellenos de actividad. Pero a la que no fallaba era a su cita a mediodía a observar la salida del colegio. Un viernes mientras se entretenía le llamó la atención una joven madre de aspecto menudo, pero de hermoso porte. Al principio no la reconoció, pero estaba seguro de que era ella. Paula soportó el trámite de su divorcio mientras trabajaba en Walter Wass & Co. Era operaria en la cadena de producción. Armando era el encargado y tuvo que despedirla por los florecientes reajustes en la plantilla que tan de moda se habían puesto. Armando nunca se había fijado en ella nada más que en los partes diarios de trabajo dónde aparecía su nombre, pero al verla allí frente a la puerta de metal del colegio, mientras charlaba con una amiga, su corazón le dio un vuelco. Aún así no estaba seguro de que si era ella o simplemente su memoria estaba jugando con sus recuerdos. Tuvo una idea. Esperó a que las campanas de la iglesia señalaran las cinco de la tarde. Entonces bajó a la calle y buscó una óptica para comprar unos prismáticos. La encontró cuatro calles más abajo. Entró y se los pidió a un anciano dependiente que postró sobre el mostrador tres modelos diferentes con varios alcances de visión. Armando eligió el modelo más barato. Cuando salió de la tienda lamentó que hasta el lunes no pudiera utilizarlos y asegurarse de que aquella mujer era Paula. Pasó todo el fin de semana nervioso. Tuvo la tentación de sacar los prismáticos de la funda y echar una ojeada por el entorno de su apartamento. Se contuvo y dedicó la mayoría del tiempo a preparar platos de cocina que siempre había deseado elaborar. Estaba empezando a encontrar la parte positiva de poseer todo el tiempo libre, aunque a veces el agobio se instalaba como una losa sobre él y le impedía disfrutarlo.


El fin de semana pasó como un tren de alta velocidad por una estación sin parada y Armando se instaló en el balcón con la intención de verificar si aquella mujer que le hizo sentir la sensación de vuelco en su corazón era Paula. Ajustó bien las lentes y sí; efectivamente era ella. Ahora lo sabía, pero no tenía muy claro lo que tenía que hacer. Notaba que se reprimía y como un relámpago se dejó llevar. Corrió por las calles paralelas calculando todos los factores para provocar el encuentro. Justo antes de encontrarse con Paula y su hijo, aminoró la marcha y se pasó la mano por el poco pelo que le quedaba. Quería causarle buena impresión, pero que pareciera que el encuentro fuera fortuito. Al girar la esquina se la encontró de frente. Ella lo miró, lo reconoció y bajo la vista.


-Hola-dijo Armando parándose para saludarla.


-Hola-dijo Paula sin aminorar la marcha y casi arrastrando al pequeño por el brazo. Armando la observó. Ella ya había ganado una distancia considerable respecto a él.


-¡Paula!, ¿no me reconoces?


-¡Sí, sí le reconozco!-gritó ella para que lo escuchara y siguió calle abajo sin girarse ni un instante.


-¡Por qué no te paras!


-¡Porque tengo prisa!


Si Paula no hubiera contestado, Armando se hubiera deshecho de aquella alocada idea de enamorarse de ella, pero aquel porque tengo prisa abrió una puerta de esperanza para él. A partir de entonces decidió espiarla para conocerla mejor y retrasar el siguiente encuentro que, cómo no, parecería accidental. Empezó por postrarse en el balcón con los prismáticos en la mano todas las horas de entrada y salida del colegio. Por la calle la seguía disimuladamente. Cuando se adentraba demasiado en el barrio de Paula daba media vuelta. Había por allí demasiados obreros despedidos de Walter Wass & Co. que lo podrían reconocer. Ahora estaba en su misma situación, pero también lo está un policía que ha sido encarcelado con lo presos.


Los días iban pasando y sin darse cuenta Armando cayó profundamente enamorado. Tanto que casi olvidó ir a sellar la tarjeta del paro para continuar cobrando. No sabía que hacer para que Paula lo tomara en serio y no como el antiguo conocido que la despidió porque no tenía más remedio. Por las mañanas se ponía el despertador a las ocho y media para no faltar a la cita de la entrada del colegio, pero estaba inquieto. Ya no leía tanto y pasaba más horas, como un zombi, delante del televisor. Entonces, dentro de la amargura que le producía toda aquella situación y de saber que si no tomaba pronto una decisión podría acabar por desequilibrarse, pensó que tenía poner las cosas en su sitio. Esta vez fue al encuentro de Paula después de las nueve. No quería que el niño estuviera delante. Como ya tenía calculado el recorrido esta vez corrió menos.


-Paula.- La chica se asustó ante tan repentina pronunciación de su nombre. Armando estaba parado en frente de ella con una amable sonrisa en los labios. Ella cabeceó y lo apartó suavemente de su camino con un brazo. Siguió calle abajo. Armando se quedó prendado al verla de espaldas.- ¡Paula, por favor!-, pero ella hizo caso omiso de la súplica del hombre. Decidió seguirla. Esta vez no se escondía y ella se giraba de vez en cuando al sentir su presencia.


De nuevo abandonó la persecución en los aledaños del barrio obrero. Regresó a su apartamento consciente de que aquella mujer lo había desequilibrado por completo. Al caer la noche los remordimientos de los actos cometidos durante el día se postraron sobre él. En medio de aquella noche apacible, Armando, sufría de desconsuelo y de amor, sudoroso sobre el edredón.


Un desfile de disparatadas ideas cruzaron por su mente a través de la noche. El momento más doloroso fue cuando un sentimiento de acosador se apoderó de él. Nunca se le ocurriría comportarse como tal, pero al analizar por enésima vez el encuentro con Paula surgió la duda. En aquel punto traumático de clarividencia la opresión en su corazón llegó al límite que un ser humano pueda soportar. A pesar de sentirse mal en todo su ser, se quedó dormido. Con las primeras luces del día la serenidad rozó su maltrecho espíritu. Tan solo necesitó una ducha para tonificar su cuerpo. Mientras desayunaba analizó fríamente la situación. Paula no quería saber nada de él, eso estaba claro. Él era consciente de la atracción que aquella muchacha ejercía sobre sus sentimientos. Debería ser cauto y no cometer una estupidez. Decidió permanecer en casa las horas en que ella apareciera por el colegio y evitar cualquier encuentro. Se limitaría a observarla con los prismáticos. Tenía miedo de no poder contenerse si la volviera a ver de frente, en la calle. También hizo un repaso por su memoria para encontrar algún recuerdo que justificara el rechazo de Paula, a través de alguna situación ocurrida en Walter Wass & Co. Pero no relacionaba nada. Y era esto lo que más le inquietaba, porque nadie repulsa de manera tan contundente a un viejo conocido.


La imagen de Armando en el balcón a las horas de entrada y salida del colegio empezó a ser corriente entre sus vecinos. A nadie le preocupaba que mirara con los prismáticos hasta que un día empezó a masturbarse. Armando recibió una contundente denuncia y quedó sumergido en un estado de vergüenza y arrepentimiento. Tardó varias semanas en salir del apartamento. Aunque menos al balcón.


Se había obsesionado tanto con Paula que la veía por todas partes. Incluso en el espejo de su baño. Cada vez se le hacía más difícil controlar la situación. Era consciente de lo que le pasaba, pero de vez en cuando cometía un desliz. Como el día que buscó el teléfono de Paula en la guía. Marcó los números y esperó en silencio a que la mujer descolgara. Sonaron tres tonos y entonces le contestó la voz de un niño.


-Hola, ¿quién es?


-Hola, ¿está tu mama?


-¡Mamaaaá!


Armando escuchó el frotar del auricular, supuso por encima de un sofá. Luego oyó la voz de Paula que le preguntaba al pequeño ¿quién es? Y su hijo respondía: un señor. Paula cogió el teléfono.


-¿Quién es?- Por un momento Armando notó que su valor se esfumaba y no se atrevía a contestar. Paula volvió a preguntar- Oiga, ¿quién es?- Y cuando estuvo a punto de colgar sonó un débil hilo de voz desde el otro lado de la línea.


-Paula.


-Sí, soy yo- contestó enérgicamente.


-Soy Armando de Walter Wass & Co.


-Pero bueno. Ya está bien. Voy a tener que llamar a la policía.


-No es lo que te imaginas, Paula. Estoy enamorado de ti.


-Usted está como una cabra.


-Sí, por ti. Te amo con locura. No puedo vivir sin ti.


-Se lo digo por última vez. Si vuelvo a saber algo de usted lo denuncio.-Y colgó el teléfono con todas sus fuerzas.


Armando quedó estirado en la butaca. Tenía el auricular del teléfono cogido con las dos manos y lo apretaba contra el pecho. Unas pequeñas gotas brotaron tímidamente de sus lagrimales tantos años en desuso. Sentía el verdadero dolor humano. La aflicción de un amor no correspondido. Permaneció en ese estado varias horas. Su vida había perdido todo el sentido. Sólo se levantó para encender el televisor. Era la forma más fácil y cómoda de entretenerse. No cambió ni una sola vez de canal y absorbió toneladas de publicidad. Al cabo de unas horas tenía los ojos vidriosos y le escocían. También notó una sensación como si el cerebro se le hubiera entumecido. Decidió esperar a que se hiciera de día para que todos aquellos demonios que le poseían se desvanecieran con las primeras luces del alba.


Aquella mañana bajó antes de las nueve a buscar el pan. Todavía causaba tímidas sonrisas entre sus vecinas a causa del episodio de la masturbación en el balcón, pero él trataba a todo el mundo con respecto y amabilidad. Volvió a su apartamento. Subió en el ascensor. Las puertas se abrieron y caminó por el pasillo. Llegó ante su puerta y sacó las llaves del bolsillo. En ese preciso instante sonó el teléfono en el interior. Abrió lo más rápido que pudo y se abalanzó sobre él. La voz de un hombre sonó al otro lado.


-Hola, buenos días, ¿es usted Armando, el de Walter Wass & Co.?


-Sí, el mismo, pero ya no trabajo allí.


-Sí, ya lo sé. De eso se trata. Le llamo de Descartes Vacunos, S.A. Es por una oferta de trabajo. Pásese por nuestras oficinas.


-Así lo haré, gracias.


-Gracias a usted.


Pasaron los meses y Armando había encajado perfectamente en su nuevo empleo. Una mañana, mientras desayunaba junto con sus compañeros, uno de ellos le preguntó.


-Armando, tú que has estado en el paro cerca de un año, cuéntanos, ¿qué tal es la crisis?


Entonces Armando se acordó de Paula y con la vista perdida contestó a sus expectantes compañeros:


-Muy mala, señores. La crisis es muy mala.- Bajó la cabeza y mojó el cuerno del cruasán en el café con leche.


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