JOSEMARÍA Y MARIAJOSÉ

Aquella mañana gris Josemaría saltaba de alegría. No le afectaba ni lo más mínimo aquel clima; al contrario que al resto de la población que permanecía sumergida en una profunda depresión. Josemaría tenía motivos para ello ya que se había salvado de la quema. Sólo uno de los tres comerciales que trabajaban en su departamento conservaría su puesto de trabajo. Y él había sido el elegido.
Recorría el pasillo exterior de las oficinas en busca de un espacio más íntimo para telefonear a Mariajosé, su esposa e hija de su jefe. Como si el parentesco con el dueño de la empresa no tuviera nada que ver, Josemaría le comunicó la noticia a Mariajosé, que también se agarraba al teléfono dando saltitos de alegría en la otra punta de la ciudad. La punta donde incluso cuando el día está gris parece que el ambiente es soleado. Todo era perfecto y quedaron para comer en Avelino’s, el restaurante de moda del momento, en el que por unas patatas fritas y un escuálido bistec te cobran la cantidad que le cuesta a una familia de cuatro miembros llenar el frigorífico durante un mes.
Mariajosé recorría la casa envuelta en una especie de aura que parecía iluminarlo todo. Entró en el comedor. Allí se encontraba la asistenta que acababa de pasar la aspiradora por el comedor. No se acordaba de su nombre, porque tenía la costumbre de cambiar de asistenta cada tres meses. Era una manía producida por el miedo a encariñarse con alguna de ellas y que luego la abandonase o falleciera o algo por el estilo. Todo esto le sobrevino a raíz de un perrito que tuvo de pequeña y que murió atropellado por el cochecito del campo de golf dónde jugaba su padre. A partir de entonces rechazó la idea de amar cualquier cosa, excepto a su marido ya que estaba convencida de que ella moriría antes. Renunciando incluso a la idea de tener hijos. Mariajosé amaba únicamente una cosa: el chocolate, o hachís y tenía por toda la casa lujosos aparatos para el consumo de esta droga.
Josemaría montó exultante en su precioso todoterreno. Arrancó el motor y aceleró. Cuando abandonó el edificio por la salida del aparcamiento hizo una última ojeada a través del retrovisor. Al ver el majestuoso edificio de oficinas respiró aliviado por haber conseguido mantener el trabajo. También pensó en regalarle una buena botella de güisqui a su suegro.
Manchas de humedad adornaban las paredes de la habitación de aislamiento. Estaba situada en el subsuelo, dos plantas más abajo del nivel cero. En el exterior el viento soplaba con violencia. Esa era la causa de que la mujer tuviera el pelo revuelto. El celador que se ocupaba de autorizar el acceso a los visitantes la dejó entrar. La mujer no necesitaba dar explicaciones ya que era una habitual de los jueves. Un médico la esperaba antes de entrar al pabellón. Se saludaron entrechocándose las manos. Unos pelos grasientos cubrían la calvicie del doctor. La mujer se mantenía firme. Cada jueves, durante los últimos tres años, acudía a la misma cita.
En el interior de la habitación la esperaba su hijo. Estaba ingresado en el hospital desde los veinte años. Habían pasado tres años y continuaba igual. No dormía nunca. Tampoco comía ni bebía. Simplemente permanecía sentado con las manos cruzadas sobre la mesa, que era el único mobiliario en el interior de la habitación. Tan solo levantaba la cabeza y mostraba las terroríficas cuencas de sus ojos cuando hablaba con su madre. El doctor sacó una llave del bolsillo y abrió la puerta de la habitación. El médico le proporcionó una silla para que se sentara frente a su hijo.
-Hola, Andrés, ¿cómo te encuentras?
-Bien, dentro de poco llegaré a casa a celebrarlo con Mariajosé.

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