EL MAL GOLPE

No hacía ni dos días que nos dieron el coche y ya lo habían robado. Estábamos muy contentos porqué con él podíamos ir a merendar al río. Fuimos a la policía a denunciarlo y nos consolaron con falsas esperanzas. De nuevo nos tendríamos que quedar sin las excursiones dominicales. Y todo por culpa de los ladrones. El lunes tuvimos que coger el transporte colectivo para ir a trabajar. Todo el mundo nos preguntaba con preocupación, si sabíamos alguna noticia de nuestro coche. Una vez en el trabajo nos llamó el jefe de personal para expresarnos su pena por el triste acontecimiento.
Los ladrones se sentirían acorralados porque la noticia salió por el telediario dos días seguidos. Pero por recomendación de la policía dejaron de hacerse eco. Según las autoridades podría perjudicar la investigación.
Nosotros estábamos muy contentos por la preocupación general y las muchas muestras de solidaridad expresadas por una sociedad cada vez más enojada con los ladrones. También recibimos muchas llamadas de gente que quería hacerse famosa a base de falsas informaciones. Por eso el Ministerio del Interior, a través de la policía, informó que se penalizaría cualquier falso testimonio relacionado con el caso, debido a la gran trascendencia de éste. Nosotros pensamos que los ladrones no sabían lo que estaban robando y todos los problemas que les iba a acarrear. ¿A quién se le iba a ocurrir robar el primer coche para siameses mutantes tras el accidente nuclear?

No tenía ni idea del revuelo que se iba a generar cuando Cíclope Sexagenario lo reclutó para llevar a cabo el golpe. Sentado en el salón observaba atónito a los siameses por televisión. Al finalizar la entrevista Oto se levantó a buscar una cerveza. Le preguntó a Carla si le apetecía una, pero ella contestó que no. Estaba muy agitada. No paraba de repetir: “en que lío nos hemos metido, en que lío nos hemos metido.” Oto intentaba calmarla. De vez en cuando le ofrecía un cigarrillo o una cerveza.
Una melodía metálica irrumpe como un trueno en la campiña. Es el tono que Oto tiene asignado a las llamadas de Cíclope Sexagenario.
-Voy a ser breve. Las líneas podrían estar pinchadas.- Oto guardaba silencio.- ¿Estás ahí, no?
-Sí, estoy aquí.-Contestó con un tono decaído por el efecto de las cervezas y el agotamiento acumulado los dos últimos días.
-Bueno, pues no te muevas. Enseguida pasaremos a buscarte.
-Oye, hay un pequeño problema…
-¿Un pe-que-ño pro-ble-ma?- Preguntó Cíclope Sexagenario separando las sílabas, cosa que hace cuando empieza a ponerse nervioso.-¿De qué se trata, Oto?- Se produjo una pausa incómoda. Oto al final respondió.
-Mi mujer está conmigo.- Oto se separó el teléfono de la oreja porque Cíclope Sexagenario no paraba de soltar improperios y palabras soeces. Al final se lo acercó de nuevo al oído.
-¿Me puedes explicar qué coño hace Carla ahí?

Cíclope Sexagenario envió un coche a buscar a Oto y a Carla. Llovía y los reflejos de las luces en el asfalto mojado simulaban una atmósfera cinematográfica. El coche se introdujo en un callejón lateral que daba a la parte de atrás de la casa, ya que el conductor era un hombre precavido. Gracias a eso pudo ver el coche policía que patrullaba por la zona, y recordó las órdenes de Cíclope Sexagenario: “Acércate a recoger a Oto y a su mujer, pero al menor indicio de peligro esfúmate”. El hombre desapareció.
Oto observaba vigilante por la ventana, esperando la llegada del coche. Hacía rato que llovía intensamente. Faltaba menos de una hora para que cortaran el suministro eléctrico. Después del accidente nuclear las energías utilizadas para producir electricidad eran biológicas y no producían lo suficiente para abastecer a toda la ciudad. Había restricciones. Algunas calles eran iluminadas por antorchas de aceite. Solían ser los barrios de los mutantes. Al haber sufrido la peor parte del accidente, se habían convertido en unos ecologistas radicales. Desde la ventana Oto observaba la ladera de la colina. Allí se asentaba un barrio mutante.
-¿Quieres una cerveza, Carla?- Oto seguía mirando por la ventana. Las antorchas le recordaron a las velas de un pastel de cumpleaños antes de ser apagadas. Carla reaccionó al darse cuenta de que Oto le había dirigido una pregunta sin prestarle mucha atención a la respuesta.
-Venga, dame una cerveza y un cigarrillo.-Dijo Carla con decisión.

Carla se ha relajado después de muchas horas en tensión. Alumbrada por velas, se da una ducha. El agua resbala por su rubia cabellera, acariciando su delgado y menudo cuerpo. A sus treinta y ocho años muchas veces la han confundido con una adolescente. Con las manos apoyadas en alto en los azulejos blancos, deja que el agua recorra su camino, beneficiándose del placer que le produce su tonificante contacto.
Deja la toalla tirada en el suelo después de secarse y se mira en el espejo. Observa los pequeños cambios físicos que declaran la apertura de una puerta llamada madurez. Pero se gusta. Su físico no ha sido castigado de manera severa por el paso del tiempo. Sabe que no le resultaría difícil seducir a un hombre y hacerlo enloquecer por el afán de poseerla. Piensa en su marido. En la manera que éste ha engordado y se ha abandonado. Cuando se conocieron los dos tenían grandes ideales en común. Pero, como a mucha gente, la explosión hizo que todos esos sueños se desvanecieran.
Después de la vivificante ducha está completamente serena. La tensión que había dominado sus músculos ha desaparecido como la oscuridad lo hace a las primeras luces del alba. En el exterior sigue lloviendo, aunque con menor intensidad.
Carla manifiesta su feminidad más erótica dejando caer el pelo mojado sobre la cara. Mirándose en el espejo esboza una sonrisa un tanto lasciva. Se gusta mucho como mujer. A la luz de las velas su aspecto es fantasmagórico a la vez que sensual. Empieza a contornear las caderas como si fuera Marilyn Monroe. Con las manos se sujeta los pechos. Los alza y los magrea lentamente. Desnuda, danza poseída por un frenesí y un deseo carnal despertado por la descarga de la tensión acumulada.

La noche se le hacía eterna. El coche que los tenía que pasar a buscar no llegaba. Y se le estaba terminando la cerveza. Sentado en el sofá apoyaba sus brazos sobre la barriga. Observaba a través de la ventana como volvían a prender las antorchas en el barrio de la colina ya que la lluvia iba cesando. Le invadía un sentimiento de culpa por haber involucrado a Carla en el robo. El plan parecía sencillo y sin ninguna exigencia. Pero la situación se complicó y ahora estaban escondidos en aquel destartalado apartamento a la espera de una salvación milagrosa.
Unos meses atrás ninguno de los dos podía imaginar la situación en la que se encontraban. Oto tenía un empleo en un almacén de madera. Se dedicaba a preparar los pedidos que hacían los clientes. Un trabajo que ofrecía una estabilidad económica y que le permitía tener las tardes libres. Los propietarios del almacén estaban muy contentos con el trabajo que realizaba y si necesitaba algún día libre o algún favor no dudaban en proporcionárselo. Dentro de lo rutinaria que era su vida se sentía muy feliz. Además se había casado con Carla. Una de las chicas más hermosas de la ciudad. Se habían comprado una casa adosada en un barrio residencial. Se lo podían permitir.
Oto caminaba por la oscuridad tratando de no tropezar. Su objetivo era llegar a la nevera y coger otra cerveza. Con paso torpe debido al efecto del alcohol, cayó de bruces golpeándose la cabeza con una silla. Por unos segundos se quedó inconsciente. Al volver en sí, se pasó la mano por la cabeza y tocó la sangrante brecha. Se dio cuenta que era grave. Entonces se asustó. Llamó a Carla que todavía seguía en el cuarto de baño.
Tirado en el suelo, apreció la figura de Carla desnuda y aguantando una vela. Esta fue la última imagen de su vida. Tras unos breves estertores Oto expiró. Carla hincó una rodilla en el suelo y observó el cadáver reciente de su marido. Se puso de pie y buscó el teléfono.

-¿Cíclope?
-¿Carla?, ¿eres tú?
-Sí, mi amor. Me alegro de hablar contigo al fin.
-Yo también, cariño. Dime, ¿qué pasa?, ¿por qué llamas tú?
-Oto ha muerto.
-¿Cómo ha sido?
-De un mal golpe.
-¿Tuyo?
-No
-¿No has podido hacer nada por él?
-No, lo he encontrado así.
-¿Cómo estás tú?
-Deseando verte.
-Yo también, cariño. No te muevas de ahí. Enseguida paso a buscarte.
Carla buscó un cigarrillo. Apartó la silla. En el respaldo había sangre. Lo cubrió con la toalla y se sentó.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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