CENICERO

La mujer del tiempo estaba casada con un productor de películas para televisión. Iban a tener un hijo. Medio país seguía la evolución del embarazo. Cada mañana a partir de las seis y cada media hora hacía su aparición delante de las cámaras y ofrecía la predicción que el servicio de meteorología le redactaba. Después era cuestión de imaginarme su vida.
 Por ejemplo que estaba casada con un productor de películas. Por mi imaginación pasaba que ella debería estar casada con alguien así.
Aquella misma tarde decidí investigar la vida de mi amor platónico. Por simple curiosidad. Mi intención no llegaba más lejos. Estaba dispuesto a utilizar esa información para mi historia, pero sin comprometer a la mujer del tiempo en ningún aspecto de su vida privada. O por lo menos esa era mi intención. Busqué un billete de tren barato por la red, preparé una bolsa con algo de ropa y mis inseparables cuadernos de notas. Él único problema era que hacer con Cenicero, mi gato. Muchas veces me había ausentado y lo había dejado con Mercedes, la vecina anciana. Pero Mercedes no aguantó mucho y un día vinieron a llevársela los del sociosanitario. Siempre recordaré aquel día porque regresé a casa el momento justo en que los camilleros la introducían en la ambulancia. Mercedes me reconoció al verme y me sonrió. Extendió su mano y yo se la cogí con dulzura. Nos miramos. Tuve que contener el llanto al ver su rostro enfermo. La misma mujer que me atendió cuando llegué al apartamento y no conocía a nadie y que fue tan amable de limpiarme la ropa sin exigirme un mínimo pago. Decía que se contentaba con imaginar que cuidaba de su hijo, el que falleció en un accidente de moto a los quince años. Yo no me aproveché en ningún momento y aunque ella no lo sabía, me hacía cargo del recibo de la luz de su apartamento. Quería mucho a Mercedes. En aquella época había sido como una madre para mí.
Aún nos sosteníamos las manos. Los camilleros hicieron un alto al ver que nos conocíamos y esperaron un rato para que nos despidiéramos. Siempre me acordaré de aquel momento y de su mirada melosa y dulce, cargada de una paz interior que producía un efecto balsámico tranquilizador dentro de mi desazón al verla partir. Ni tampoco olvidaré las últimas palabras que me dirigió: “Cenicero habla” . Al principio no entendí lo que dijo, pero volvió a repetirlo: “Sí, en serio, Cenicero habla”. Me miró sonriente mientras los camilleros la subían a la ambulancia y levantó la mano derecha haciendo ademán de despedida.
Me quedé sólo en la calle. Algún vecino curioso observó el traslado de Mercedes tras la protección de las cortinas de las ventanas, evitando así una posible implicación ante cualquier medida de ayuda que necesitara la anciana. Así que el último vecino de la comunidad que escuchó sus palabras fui yo. Aunque aquellas carecieran de cualquier tipo de razón. Según la anciana mi gato hablaba. Aquellas palabras no me dejaron indiferente ya que sabía que a pesar de su edad Mercedes no padecía demencia senil ni ninguna enfermedad relacionada con su azotea. Lo suyo era un problema de huesos y bronquios que después de varios ingresos seguidos en el hospital, unos familiares de Mercedes, con los que coincidí un par de veces en la escalera, decidieron ingresarla en un centro permanentemente. Mercedes estaba tan lúcida y tan consciente de su precaria situación y los problemas que le acarrearía seguir viviendo sola que aceptó de buena gana. Esa era la razón por lo que me inquietaron sus últimas palabras el día que nos despedimos. Mi gato Cenicero hablaba y el tiempo me demostró que era cierto.

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