ARENA Y SAL

El camino de la masía no estaba asfaltado. Las piedras sueltas resbalan por debajo de los neumáticos. El camino cubría una distancia de seiscientos metros entre la carretera y la masía. Hugo conocía el trayecto como la palma de su mano. Conducía el todoterreno a toda velocidad levantando espesas nubes de tierra. Desde la masía no se podía ver el camino; estaba cubierto por frondosos olivos y algarrobos. Pero el rastro de polvo emergía hacia el cielo azul. El sol castigaba en aquella época del año. Tomás estaba sentado en el porche de la masía tomándose una cerveza fresca. Observaba el reguero de polvo y se levantó para recibir a Hugo.
Los dos iban vestidos con pantalones cortos y unas andrajosas camisetas. Calzaban sus pies libres de calcetines con unas sandalias de cuero gastado. Eran amigos de la infancia. Hugo era rubio, tanto que su piel parecía roja. Tomás por el contrario era moreno. Su piel evidenciaba el origen árabe de su sangre.
Los dos amigos se sentaron a la sombra del porche mientras bebían una cerveza fresca. Hugo se levantó y trajo un melón de la nevera. Las moscas estaban muy pesadas, por eso Tomás disparaba de vez en cuando con un bote de insecticida.
No había nadie más en la masía. Así que empezaron a tramar el plan para la noche.
-¿No ha venido mi suegro por aquí?- Preguntó Hugo.
-Estaba cuando llegué. Le dije que había quedado contigo y se marchó a buscar no se qué para el bar.
Fueron a dar una vuelta y Hugo le enseñó las plantas de Marihuana. Estaban bastante crecidas, pero aún quedaba un poco para empezar a recolectarlas.
-La barca está preparada para esta noche.- dijo Hugo.
-Muy bien. Ayer hablé con el barco y me dio las coordenadas. Ahora sólo hay que esperar a que oscurezca.-Tomás acariciaba las hojas de las plantas y se llevaba la mano a la nariz para sentir su aroma.
Subieron al todoterreno y bajaron al pueblo. En aquella época del año estaba repleto de turistas en busca del mar. La playa, dispuesta a acogerlos, era como una parrilla preparada para asar langostinos.
Circulaban por la calle principal con sumo cuidado para no atropellar a nadie. Cuando pasaran unos meses la misma calle estaría desierta. Pero los meses de Julio y Agosto el número de habitantes se multiplicaba por diez. Siguieron por el paseo marítimo trazado por una interminable hilera de palmeras. El mar estaba calmado. Numerosas embarcaciones pequeñas navegaban recreándose. Por el cielo planeaba una avioneta con un cartel publicitario colgado en la cola.
Hugo aparcó el todo terreno delante del bar de Rosa, su mujer. En la barra estaba Quimeta preparando un café para un cliente francés. La joven sonrió al ver entrar a Hugo y Tomás.
-Hola, buenos días.-les saludó Quimeta con su hermosa sonrisa.
-Hola, Quimeta, buenos días. ¿Dónde está Rosa?-preguntó Hugo pegando un vistazo rápido al interior del bar. Sólo había un par de mesas ocupadas por pescadores jubilados jugando al dominó y el turista francés tomándose un café en la barra, absorto con la decoración marinera. Un gran espejo colgaba de la pared al fondo de la barra. Cubierto de estanterías que aguantaban las botellas de licor, por cuyos huecos se veían reflejados los clientes. Pero la mayoría observaban a Rosa y Quimeta. Gracias a la belleza de las dos mujeres la clientela estaba asegurada los flojos meses de invierno.
-Pues Rosa ha salido con su padre a buscar no se qué.- contestó Quimeta a Hugo que asentía al recibir la información. En la punta de la barra se había sentado Tomás que observaba con una sonrisa cómplice a Quimeta, pero la joven sólo se la devolvió por cortesía.
Hugo le pidió un par de cervezas. Se las bebieron. Hugo se ofreció para acompañar a Tomás a su casa, pero éste se lo agradeció. Prefirió tomarse un par de cervezas más en compañía de Quimeta.
-Quimeta, si viene Rosa y no nos hemos visto dile que he subido a la masía.
-De acuerdo, Hugo.
-Y tú, Tomás, échate un rato después de comer. Quedamos a las nueve y medía allá arriba. Venga. Hasta luego.- Hugo salió por la puerta el bar y subió al todoterreno. Tomás miraba risueño a Quimeta que estaba rellenando las neveras de cerveza para la tarde.
-Ponme otra bien fresquita, guapetona.

Aquella noche la luna lucía un color ambarino y parecía más grande de lo normal. A medida que se fuese separando de la línea del horizonte, entre el cielo y el mar, iría recuperando su color y su verdadero tamaño. Desde la masía, por la noche, la visión era preciosa. Desde el alto dónde estaba construida se dominaba toda la bahía. En la oscura lejanía brillaban como estrellas las luces de las barcas que pescaban calamares. Hugo las observaba y le vino a la memoria cuando salía a la mar con su padre. El día que casi volcaron por culpa del oleaje cuando él tenía diez años. Al salir del puerto el mar estaba tranquilo pero al adentrarse tan larga distancia, el tiempo cambió. La pesca del calamar se realiza con un constante movimiento del brazo hacia arriba y hacia abajo. Sujetando con la mano un hilo en cuyo extremo, introducido en el mar, se haya la potera, que es una pieza de color blanco, para llamar la atención de los calamares, y que está rodea por anzuelos. Así al estirar el calamar queda enganchado. Aquella tarde de tanto oleaje no hacía falta mover el brazo ya que el zarandeo de la barca permitía tenerlo rígido. Fueron muchas las situaciones en las que encontró el peligro en el mar, acompañado por su padre. Luego vendrían las incursiones en solitario y algún que otro naufragio con final feliz.
La furgoneta aparcó al lado del todoterreno. Tomás, con síntomas de una leve embriaguez, se dirigió hacia la masía. En la mesa del porche estaban cenando, a la fresca, Hugo y Rosa. Se sentó con ellos. Cuando acabaron de cenar tomaron café. Tomás tomó uno bien cargado. Los dos hombres se despidieron de la mujer y montaron en la furgoneta. Rosa los observaba mientras bajaban por el camino. Apareció su padre que sin decir nada pasó un brazo por encima del hombro de la joven.
Atravesaron el pueblo y se dirigieron hacia el paseo marítimo. Para entrar al puerto era necesaria una tarjeta de identificación. Hugo tenía una guardada en la cartera. La sacó y la introdujo por la ranura. Las barreras de seguridad se levantaron. Una vez dentro del puerto se dirigieron al muelle donde estaba la barca de Hugo. Era una embarcación de pesca no muy grande, pero con una bodega con capacidad para una tonelada de pescado. Debajo del puente estaba el pequeño camarote en el que se podían introducir tres personas. Disponía también de un palo en el que se podía desplegar una vela y aprovechar el viento, pero casi nunca lo utilizaba.
Dejaron la furgoneta enfrente del amarre. Tomás la aparcó de culo. Con el morro mirando hacia la salida. Era un pasaje lleno de carros de madera, para transportar las redes de pesca, y varias cajas apiladas a las puertas de los pequeños almacenes. A lo largo del muelle paseaban gatos hambrientos en busca de algún bocado. Las farolas emitían una luz tenue que alumbraba a los grupos de marineros que se reunían a las puertas de los almacenes. Jugaban alguna partida a las cartas, bebían o charlaban a la fresca que les proporcionaba la noche.
Los dos hombres subieron a la barca. Mientras Hugo ponía en marcha el motor, Tomás soltaba las amarras. Surcaron despacio el trayecto hasta la bocana del puerto. Salieron a mar abierto mientras observaban la vista del pueblo desde el mar. Una imagen preciosa repleta de luminosidad artificial. A veces oían un sonido procedente de tierra firme impulsado por la suave brisa. Hugo puso el rumbo que le anotó Tomás y se dirigieron mar adentro.
La noche en el mar tranquilo era negra y despejada con un manto de estrellas cubriendo la cúpula del cielo. No había luna y la oscuridad era absoluta. La barca iba surcando las plácidas aguas. El monótono ruido del motor parecía una letanía hipnotizadora. Hugo dirigía el rumbo en la oscuridad gracias a un GPS, aunque conocía a la perfección aquellas aguas. Recorrieron tres millas a una velocidad de dos nudos, que equivale a unos sesenta kilómetros por hora. Sin ninguna iluminación, Hugo sólo distinguía a Tomás por la lumbre del cigarrillo que fumaba sentado en la popa. Tomás observaba con los prismáticos algún punto en la lejanía. De repente le dio la señal a Hugo. El carguero se encontraba anclado a media milla escasa. El rumbo en el GPS era el correcto.
Hugo hizo la maniobra con maestría y colocó la barca al lado del carguero. Unos rostros se asomaban por la borda. Tomás dijo unas palabras en un dialecto senegalés y un pequeño montacargas sobresalió del carguero. El primer fardo empezó a descender. Pesaría unos trescientos kilos. Hugo mantenía la barca inmóvil mientras Tomás maneja la carga con cuidado. Cuando llegó a la cubierta, gritó y el cable del montacargas se detuvo. Había que balancear el fardo para que entrara en la bodega. En unos cuantos movimientos y órdenes el primer paquete ya estaba colocado. Aún quedaban dos más. Al concluir la operación el carguero levó anclas y desapareció en la penumbra de la noche marina.
Aproximadamente novecientos kilos de hachís. Mientras Hugo pilotaba la barca rumbo al puerto, Tomás abrió los fardos. Sacó unas bolsas del pequeño camarote y preparó paquetes de unos veinticinco kilos, para poder cargarlos sin esfuerzo en la furgoneta.
Pronto divisaron la fachada marítima del pueblo. La mayoría de las luces se habían apagado. Sólo quedaban las del alumbrado público y las de la zona de bares nocturnos, que en verano parecían no cerrar nunca. La barca franqueó la bocana del puerto señalizada por el faro verde y el faro rojo. Indicadores para que las embarcaciones no embarrancaran. Grupos de pescadores de caña se reunían en el faro verde a pesar de la prohibición explícita de pescar. Hugo pasó con cuidado para no enganchar el hilo de las cañas y evitarse algún pequeño incidente. Aquellos pescadores de caña solían ser marrulleros y siempre dispuestos a buscar problemas. La autoridad del puerto ya los intentó expulsar del faro verde, pero ellos resistían como la suciedad al detergente.
Atracaron la barca en el amarre. Tomás abrió la puerta trasera de la furgoneta y empezaron a descargar las bolsas con las pastillas de hachís. A esa hora no había nadie por el muelle y los marineros de guardia evitaban encontrarse con las barcas que llegaban, sospechosamente, por la noche. El silencio sólo estaba roto por el bullicio de una discoteca cercana. Hugo paró el motor de la barca y ayudó a Tomás con la tarea de descarga. Pero al querer terminar deprisa, tropezó y una bolsa cayó al agua.
-Mierda, ¿ahora qué hacemos?
-Déjala. Mañana temprano ya vendré y la pescaré.- dijo Hugo.- De aquí no se va a mover.
Dejaron de hablar y se apresuraron en cargar. Tomás conducía despacio para no levantar sospechas. Al pasar por el paseo marítimo tres jóvenes turistas inglesas los saludaron. Estaban borrachas y aceptaron subir a la furgoneta para que las acercaran al hotel. Habían estado de fiesta en la discoteca de la playa. Los dos hombres les seguían la broma, aunque no entendían el inglés. Al hotel se accedía por el mismo cruce que llevaba al camino de la masía. Cada noche había un control de alcoholemia y estupefacientes. Tomás redujo la marcha preparado para llegar al control. Las inglesas comenzaron a saludar a los agentes.
-Buenas noches
-Buenas noches, agente.-contestó Tomás
-No veas cómo van éstas.-dijo el agente.
-Vienen de La Parrilla y ahora las vamos a dejar en el hotel.
-¿No os quedáis vosotros en el hotel?
-Por quien nos tomas, agente. Nosotros somos gente seria.
-Sí, ya se yo o serios que sois.-dijo el agente bromeando-Venga, circulando que a esta hora van a empezar a llegar los clientes y tengo un montón de boquillas para que soplen.
-Venga, sargento Castro. Ya nos veremos.
-Por la cuenta que os trae.
Las inglesas no paraban de reír y montar follón. Hugo tenía el semblante serio y no le hacía ninguna gracia ni ellas, ni el sargento Castro. Quería descargar la mercancía e irse a casa con su mujer. Cada vez se le hacía más pesado trabajar por las noches. La furgoneta paró en el aparcamiento del hotel y las jóvenes ebrias se despidieron lanzando besos al aire y moviendo, como podían las manos. Tomás reía al ver tan grotesco espectáculo. Hugo también esbozó una ligera sonrisa. Se pusieron en marcha y recorrieron el polvoriento camino de la masía. Las luces de la furgoneta alumbraban las ramas bajas de los olivos que ya apuntaban buena cosecha. Igual que los algarrobos, colmados de su dulce fruto. Algunas de las ramas parecían que se iban a partir de tan repletas que estaban. La masía estaba en un terreno con pendiente. Era la falda de una pequeña montaña. Los bancales estaban sujetados por poderosos márgenes de piedra. En el pasado aquella tierra había albergado el cultivo de vid. Pero a causa del gran esfuerzo que suponía la labor y el poco rendimiento económico, el bisabuelo de Hugo decidió arrancarlo y plantar algarrobos, que no necesitan un excesivo mantenimiento, y olivos, que tan preciado fruto produce. El aceite de oliva. Pero la tierra cada vez daba menos y otros cultivos ocuparon las parcelas. Hugo empezó con el cultivo de marihuana. Consiguió una cosecha considerable y vio los beneficios que le aportó. Siempre tuvo la barca. Su abuelo había sido pescador, pero Hugo solía ir a pescar por diversión, cuando el trabajo en tierra se lo permitía. La amistad con Tomás le proporcionó unos contactos en el norte de África. El abuelo de Tomás procedía de allá. Y empezaron a trabajar con la barca. Se ganaban muy bien la vida y tenían tiempo para divertirse. Hugo se casó con Rosa, que tenía una taberna en el pueblo. Aceptó que su suegro viviera con ellos a cambio de que hiciera las tareas de mantenimiento de la masía. El suegro era un oscuro viudo que desde la muerte de su mujer no volvió a pronunciar palabra. Eran la única familia de Hugo. Sus padres murieron en un accidente de avión. El único que tomaron en su vida. Cuando se jubilaron empezaron a viajar. Se apuntaron a todas las excursiones que organizaba el Centro del Jubilado. Estaban contentos porque iban a subir en avión, sin imaginar siquiera tan fatal desenlace. Tampoco tenía hermanos. Se podía decir que Hugo provenía de una familia de la tierra en peligro de extinción.
Los faros de la furgoneta alumbraban el almacén. El suegro de Hugo abrió las puertas. Entraron y apagaron el motor. El hombre volvió a cerrar las puertas. En el suelo del almacén había un foso que se utilizaba para cambiar el aceite a los coches. Estaba cubierto por mugrientos listones de madera. Hugo empezó a extraerlos. El foso tenía casi metro ochenta de altura y por una punta se podía descender por unos estrechos escalones. Una vez abajo Tomás le iba pasando las bolsas. En la pared del foso había un falso tabique y allí introducía el cargamento. Como estaba cubierto de manchas de humedad disimulaba la apertura. Volvió a tapar el foso. Hugo y Tomás se dieron la mano.
-¿Qué vas a hacer con la furgoneta?-preguntó Hugo.
-La dejo aquí. He pensado quedarme a dormir un poco y mañana bajar temprano.
Hugo se giró hacia un rincón. En la penumbra permanecía inmóvil su suegro.
-Ya lo has oído, viejo. Prepara un catre para Tomás.
El suegro siguiendo la orden salió por una pequeña puerta que daba a la parte de atrás de la masía.
-Bueno, yo me voy a dormir un rato también.-dijo Hugo estirando los brazos y bostezando.
-¿Cuándo irás a buscar la bolsa que ha caído al agua?-preguntó Tomás.
-Ahora dormiré un par de horas antes que amanezca y después bajaré. Con un poco de claridad la pescaré mejor.
-Anda que cómo la encuentre algún gilipollas…
Los dos rieron tras la observación de Tomás.
Hugo entró sin hacer ruido para no despertar a Rosa. Se estiró junto a ella que dormía de costado. Una agradable brisa entraba por la ventana. La cortina ondeaba con suaves movimientos. En el exterior el silencio se apoderó de todo. Sobre la cama se adivinaba la curva perfecta de la cadera de Rosa. Hugo pasó la mano, acariciándola, sin dejar caer el peso total de la mano, de manera liviana. Rosa se estremeció y soltó un bufido. Estaba profundamente dormida. Hugo la observaba. Estaba enamorado de ella desde el primer día que la vio. Ambos tenían la misma edad; aquel invierno pasado habían cumplido treinta y dos años. Hacía tiempo que buscaban un bebé, pero se retrasaba. Quizá fuera ese el motivo de la melancolía que se iba apoderando poco a poco de Rosa.
Hugo se quedó dormido. Al cabo de una hora lo despertó un gallo que se desgañitaba al anunciar el amanecer. Se giró hacia Rosa. La luz tenue del alba empezaba filtrarse por la ventana del dormitorio. Ella estaba despierta y lo observaba con la mirada inmóvil y una leve sonrisa en sus carnosos labios. Él la miró, tomó la cara de Rosa y la besó.
-Te quiero, cariño.-dijo Hugo acaramelado.
-Yo también, amor.- Y volvieron a besarse con pasión e hicieron el amor con la misma energía que la primera vez.
-Tengo que bajar al puerto. Luego pasaré a desayunar por el bar.
Mientras Hugo se iba vistiendo, Rosa permanecía en la cama.
-Anoche volvisteis a salir, ¿no?
-Sí, fue rápido y sin problemas.
Rosa mantuvo una pausa antes de volver a hablar.
-¿Hasta cuándo vais a seguir?, ¿qué más te hace falta?
-Déjalo, Rosa. No empieces tan temprano. Me voy. Luego nos vemos.
En la cama Rosa escuchó el sonido del motor arrancando del todoterreno. Se levantó dispuesta a darse una ducha.

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