EL CASO


 
Era la tercera vez que el agente salía de la sala de interrogatorios. Necesitaba otro café. Por el pasillo se cruzó con varios compañeros que le dirigieron una mirada de compasión. En la comisaría llevaban varios días sin aire acondicionado. Era raro no encontrar a nadie con manchas de sudor en la parte de las axilas y en la espalda de la camisa. El agente extrajo un café largo de la máquina que otra vez se había quedado sin cucharillas. Meneó el vaso intentando así que se diluyera el azúcar con el líquido oscuro. No tuvo éxito y el primer trago fue amargo, pero ya estaba acostumbrado. Sopló un poco sobre el café y lo tomó en rápidos sorbos. Cuando lo acabó vio el azúcar en el fondo el vaso sin mezclar y pensó si era posible leer el futuro en esos restos, porque falta le hacía.


Antes de regresar a la sala de interrogatorios fue al vestuario. Caminó durante un rato por el pasillo pintado con pintura plástica lavable e iluminado con luz blanca de fluorescente. A esa hora no había casi nadie rondando por allí y eso a él le interesaba. Entró en la habitación y se dirigió a su taquilla. Un ligero temblor en las manos le dificultó introducir la llave a la primera en la oxidada cerradura. Una vez que la puerta estaba abierta destapó una vieja caja de zapatos de cartón raído y extrajo de ella una pequeña botella de un cuarto de litro de güisqui. Estaba medio llena, o depende cómo se mire, medio vacía. Posó el gollete en sus labios y tomó un largo trago. Cuando la volvió a guardar la provisión estaba en las últimas. Salió al pasillo con el ánimo renovado. Ahora estaba dispuesto a afrontar un par de horas más de interrogatorio.


Entró en la sala y dirigió un disimulado saludo a los dos compañeros que estaban tras el espejo. Luego se sentó frente al detenido que posaba sus manos esposadas sobre la mesa de fórmica. El agente encendió un cigarro evitando la mirada del detenido. Exhaló el humo con tranquilidad y se pasó una mano sobre la cabeza peinando el pelo hacia atrás.


-Ves, esta es una de las cosas que tú no puedes hacer en este momento.


-¿Lo qué?,-preguntó extrañado el detenido.


-Pues pasarte la mano de esta manera sobre el pelo.- Y el agente repitió el gesto.


El detenido llevaba casi catorce horas de interrogatorio y estaba abatido, aún así intentó imitar al agente y las esposas le rasgaron la nariz. El agente lo miró indiferente y dejo que de su boca saliera un vago “¿qué haces estúpido?”


La sala de interrogatorios era oscura porque sus paredes eran de color verde oscuro, casi un verde grisáceo y del techo pendía una bombilla de bajo consumo sin ninguna pantalla ni lámpara. Colgaba de un hilo eléctrico a pelo y la luz que producía era bastante escasa para una visión regular. La ceniza se acumulaba sobre el cigarro. Todavía mantenía la forma de éste y el agente lo aguantaba en vertical para que no cayera al suelo, pero miró disimuladamente hacia el espejo y sacudió el cigarrillo con un dedo dejando que la ceniza se precipitara al suelo. Luego pasó el pie por encima y siguió fumando.


Un silencio aproximado de dos minutos fue roto por el carraspeo del detenido. Una tímida gota de sangre asomaba por la herida que tenía en la nariz. El agente lo observaba en silencio. Parecía saborear cada calada y aguantaba más tiempo del necesario el humo en el interior de los pulmones para después expulsarlo a intervalos a través de las fosas nasales. Esta vez utilizó el cenicero que había encima de la mesa para apagar la colilla consumida. Miró fijamente al detenido y sonrió. El detenido bajó automáticamente la mirada; temía a su interrogador.


-¿Sabes cuantas horas llevamos aquí?- Preguntó el agente.


-No.-Respondió tímido el detenido.


-Cuéntamelo y acabemos de una vez.


-Ya se lo he dicho.


-Ya, ya, pero quiero que me lo expliques otra vez.


-Estoy agotado. Necesito dormir.


-Sí, claro.


El agente cruzó sus piernas sentado en la silla y apoyó los codos encima de la mesa. En la mano derecha llevaba todavía el encendedor. El detenido apoyaba las manos esposadas encima de la mesa cuando de pronto su cabeza se vino sobre ellas. Se había dormido. Ya no podía más. Entonces el agente encendió el mechero y sostuvo la llama bajo un dedo del detenido. A éste le costó reaccionar ante el dolor que le producía la quemadura, pero aún así abrió los ojos.


-Cuéntamelo, por favor.


-Pero si ya se lo he contado treinta veces.


-Pues cuéntamelo treinta y una, pero hazlo ya que me están esperando para ir a ver el fútbol.-de veras parecía que el agente le implorara al detenido, pero esto sólo era una treta más de los interrogatorios.


-Bueno, pero prométame que después me dejará dormir.


-Vale, te lo prometo.


El detenido estaba convencido de que había obtenido una promesa del agente. Llevaba muchas horas allí y necesitaba agarrarse a un clavo ardiente, además, con los ojos cerrados.


Ni el agente ni el detenido pudieron apreciar el repentino frenesí en el manejo de cámaras y cintas de video tras el espejo. Se iba producir una nueva confesión y todo tenía que estar preparado. El agente, ajeno a este trajín, sabía que tenía que darles un poco de tiempo a sus compañeros, pero tampoco mucho ya que la intención del detenido se podría enfriar. Un ligero golpe tras el espejo indicó al agente que todo estaba listo.


-Empieza, porque cuanto antes lo hagas más pronto podrás dormir.


-Primero me gustaría beber un poco, por favor.


El agente miró aquellos implorantes ojos y no con muchas ganas se levantó para alcanzarle una botella de plástico en la que quedaba un culillo de agua. El detenido la agarró con las dos manos y se la llevó a la boca con el ansia del sediento. La terminó y la dejó encima de la mesa. El agente la apartó un poco para que no entorpeciera el campo de visión. Dos hilillos de agua corrían por la comisura de la boca del detenido y avanzaban trémulos hacia la barbilla claveteada de rudos pelos enhiestos, pues habían pasado varios días desde el último afeitado.


El agente se levantó y observó al detenido. Se arremangó las mangas de la camisa e introdujo las manos en los bolsillos del pantalón. Giró la cara y escupió en el suelo. La saliva rebotó en el polvo que se acumulaba en la superficie y dio tres saltitos. Luego cogió la silla y la giró para sentarse en ella con los antebrazos apoyados en el respaldo. El detenido luchaba para no dormirse. Miraba las quemaduras en las puntas de sus dedos. No le dolían porque estaba muy cansado. Necesitaba dormir un poco aunque supiera que al despertar el dolor sería intenso en sus chamuscados dedos. Entonces miró al agente con determinación. Estaba dispuesto a relatarle de nuevo lo ocurrido. El por qué del motivo que lo había llevado allí, ante aquella situación. Si tan solo lo creyeran un poco nada de esto ocurriría. Había confesado el crimen varias veces, pero lo torturaban haciendo que lo volviera a explicar. Bien, pues si eso querían volvería a explicarlo y acabar de una vez por todas con este infierno. El agente apoyó la barbilla encima de sus manos y enarcó las cejas invitando al detenido que empezara con la nueva confesión. Al ver que no lo hacía levantó la cabeza y sacudió los brazos hacia arriba. En su rostro se podía sobrentender un “bien, tú te lo has buscado”. El detenido simplemente estaba agotado. No es que se negara a hablar, sino que no podía. El agente no entendía esto y se dirigió a paso lento hacia el detenido por la espalda. Sacó una cuchilla para cortar papel y la introdujo poco a poco en la misma zona ensangrentada de la espalda. Siempre le cortaba en el mismo sitio y el trozo de ropa ya había desaparecido dejando ver como la herida iba tomando la forma de un agujero. El detenido sólo dejaba escapar un llanto lastimero y mudo mientras el agente le hurgaba con la cuchilla. Cuando decidió que era suficiente volvió a sentarse, pero esta vez con la espalda apoyada en el respaldo de la silla y con las piernas bien abiertas. Sacó el paquete de tabaco del bolsillo de la camisa. Cogió un cigarrillo y lo encendió. Volvió a sacar el humo por las fosas nasales. El detenido hacía malabarismos para que no se le cerraran los ojos, pero sabía que mientras el agente disfrutaba del cigarrillo lo dejaría tranquilo. Era una tregua no pactada. Pero el agente rompió la pauta; se levantó antes de acabar el cigarrillo. El detenido lo observaba atónito. El agente se dirigió poco a poco hacia la espalda ensangrentada. El detenido aprovechó para cerrar los ojos cuando el agente estuvo detrás de él. Por lo menos no escuchó como abría la cuchilla de papel. El agente lo observaba por detrás y supo que se estaba durmiendo. Apuró las últimas caladas y cuando ya nada más de provecho podía sacar de aquel cigarrillo, lo apagó en la herida del detenido. Ni aún así se quejó del dolor y sus párpados ya se cerraron. Entonces el agente sacó el encendedor y le quemó el lóbulo la oreja izquierda. Esta nueva zona de tortura hizo despertar sobresaltado al detenido que esta vez si soltó un doloroso alarido. El agente miró hacia el espejo y esbozó una sonrisa. Era una mezcla entre éxito y satisfacción.


-Basta, por favor-. Dijo el detenido. Al escucharlo el agente volvió a tomar asiento. Esta vez con el respaldo enfrente y los antebrazos apoyados sobre él. Tres golpes secos se oyeron en la puerta. El agente se giró fijando la vista en ella. El detenido la tenía enfrente. Se abrió de golpe y entró un agente de uniforme. Portaba una nota en la mano. Hizo un gesto al interrogador para que no se levantase. La visita iba a ser breve. El agente uniformado agachó la cabeza hasta colocar la boca a escasos centímetros de la oreja del interrogador. Le susurró unas palabras y le entregó la nota. Después irguió su torso y se despidió también del detenido deseándole buenas tardes.


-¿Sabes qué pone en esta nota?


-¡Por dios!, ¿Cómo lo voy a saber, también me va a torturar por eso?


-Ahórrate los comentarios. Ya sé que no sabes lo que hay escrito en este papel, pero te interesa, vaya que sí que te interesa-. El agente estiró el cuerpo para atrás y puso la nota delante de sus ojos. El detenido lo observaba atentamente, a pesar de la lucha que mantenía contra el sueño. Entonces empezó a leer. Sus palabras no se entendían y esto puso más nervioso al detenido.-En fin, que dice tu abogado que le es imposible personarse en el interrogatorio, pero que lo autoriza. Dice que confía en nosotros.


El detenido miraba absorto al agente. Cuando las palabras se posaron en lo poco que le quedaba de entendimiento, empezó a reír con unas carcajadas pausadas que fueron subiendo de tono. Unas lágrimas brotaron de sus ojos, pero esta vez no eran de dolor. El agente lo observaba impertérrito incluso cuando el detenido paro en seco de reír y se lo quedó mirando seriamente.


-¡Qué atento, la verdad! Llevo no se cuantas horas detenido y ahora dice que no puede venir. Todo un detalle por su parte avisar con una nota.


-Haberte buscado uno de pago-, sugirió el agente.


-La verdad es que sí.


-Tampoco te puedes quejar del trato.


-No, no. Ni mucho menos. Es usted todo un aficionado.


-¿Cómo dices?,- preguntó el agente extrañado


-Que sus métodos son de principiante. No se imagina la variedad de formas de generar dolor a una persona sin que ésta pierda el conocimiento.


-¿Cómo la mujer que te he enseñado en el depósito?


-Exactamente.


-El forense dice que tardó unas doce horas en morir.


-Eso es falso; ya se lo puede decir porque fueron treinta y dos.


-Vale no sigas. Con esto ya te has delatado. Muchas gracias porque aún llegaré al partido.


El agente hizo una señal izando el pulgar de la mano derecha con el resto de los dedos apretados. Tres golpes suaves se escucharon a través del cristal. El detenido al ver que el agente abandonaba la sala, dejó caer la cabeza sobre sus manos esposadas y por fin pudo dormir.



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