LA MISTERIOSA DESAPARICIÓN DEL CÉLEBRE ESCRITOR ELISENDO CAMPS



Elisendo se preparó a conciencia las respuestas para la entrevista. A causa del éxito de su último libro estaba en boca de todos los medios de comunicación. La emisora de radio que le había invitado tenía una filosofía muy distinta a la del autor consagrado y Elisendo se temía lo peor. Llegó una hora antes en taxi y acompañado de su agente. Claudia había apostado por él desde el principio y ahora recogía los frutos de manera desorbitada. Después de la amarga entrevista fueron a desquitarse a un restaurant de moda en el centro de la ciudad.


-Que mala es la envidia.-Comentó Elisendo.


-Sí, pero tu entrevista les ha hecho subir audiencia.


-Pero me ha destrozado, Claudia.


-Tranquilo. Mira los datos de las ventas de tu libro para animarte.


Claudia le extendió un documento donde estaban registrados los datos del último mes.


-No veas.-Dijo Elisendo.


Después de comer Claudia se despidió de Elisendo delante de casa de éste. Aún seguía viviendo en el barrio de siempre, aunque ya estaba buscando una finca en una lujosa zona residencial. Antes de que el taxi arrancara, Elisendo, dio unos golpecitos en la ventanilla. Claudia la bajó.


-¿No quieres subir a echar la siesta?


Claudia sonrió y negó amablemente con la cabeza.


-Tengo trabajo, cariño.-Y subió la ventanilla mientras lo miraba y el taxi arrancaba.






Elisendo entró en casa. El suelo estaba repleto de cajas empaquetadas. Lo tenía todo preparado para la inminente mudanza. En el centro de la salita sólo conservaba una mesa y una silla. El piso era oscuro, pero bien distribuido. Encima de la mesa estaba el portátil siempre listo para plasmar las ideas. También una libreta de notas y un bolígrafo. Entró en la habitación y se estiró en la cama. Le vinieron a la cabeza varias historias con las que trabajar, pero estaba cansado y, por el momento, no le hacía falta escribir. Meditó cómo había conseguido el éxito. Todo gracias a aquella descabellada idea de escribir sobre una versión de la Biblia. Todo ocurrió una noche que se hospedó en un hotel que, a imitación a los de Estados Unidos, obsequiaba a sus inquilinos con una copia del libro sagrado sobre la mesita de noche. Elisendo lo ojeó por encima. No estaba muy interesado en su lectura. Pero anotó un poco de aquí y un poco de allá y confeccionó una novela de éxito mundial. Nada de lo que había escrito antes tuvo ni la más mínima resonancia, a excepción de un par de relatos publicados en una revista literaria dirigida por un amigo de la infancia. Pero de repente se encontró con aquel manuscrito que quemaba en las manos de los editores que lo recibieron. Después llegó Claudia. La reina de las negociaciones con aquellos empresarios del papel. Y Elisendo acertó al confiar en ella, ya que aquella novela lo hizo millonario y famoso en el mundo entero.


Se dio cuenta de que en realidad estaba solo. Consideraba que no tenía familia, aunque todavía le quedaba un sobrino del que nunca tuvo noticias. Esperaba tenerlas al ser famoso, pero aquel chiquillo nunca dio señales de vida. Elisendo hizo un esfuerzo para levantarse de la cama, pero se quedó dormido. Un sudor frío se apoderó de él, causado por un sueño que lo mantenía en vilo. De repente aparecía desde la otra parte del mundo un hombre menudo vestido con un poncho y un sombrero de vaquero, con los derechos de su obra en la mano. Con una fecha de registro anterior a la suya. El sudor resbalaba por su cuerpo empañando las sábanas. Despertó de golpe como si una mano le obstruyera la boca y la nariz impidiéndole respirar. Miró el reloj. Había dormido dos horas de siesta. Mientras se dirigía al lavabo hizo un alto en la mesa y anotó en la libreta algunos datos del sueño. Siempre lo hacía cuando éste le causaba una fuerte impresión. Después tomó una ducha. Se vistió y conectó el portátil. Navegó por las páginas dónde pudiera encontrar reseñas de su novela y leyó los comentarios de los lectores. Cuando encontraba alguno que no le gustaba contestaba de manera agresiva haciéndose pasar por un usuario anónimo. Después votaba fraudulentamente en todas las encuestas sobre su novela e incluso pedía información para hacerse con ella desde un lugar remoto. Después entraba en su página para deleitarse con la gran cantidad de visitas recibidas y por último abría el correo. Tenía un buzón sólo para los admiradores en los que se agolpaban miles de mensajes a diario. De un solo clic los borraba. Luego repasaba los de cierta importancia, pero los únicos mensajes que le interesaban eran los de Claudia y sus constantes buenas noticias.


Sonó el móvil. Dentro de diez minutos lo recogería un taxi para ir a cenar. Aquella noche tocaba velada literaria. A Elisendo le gustaban este tipo de actos porque así podía refregar su éxito ante los demás de manera más directa. Claudia siempre lo acompañaba y lo frenaba cuando se sumergía en el éxtasis desbocado por su fama. Aquella noche se podía considerar un autor novel ante tantas figuras y leyendas de la literatura reunidas en aquella cena. Rezumaba en la sala una fuente de sabiduría y pasión por las letras. Incluso habían asistido un par de figuras octogenarias que aún lucían despejada la mente. Pero el aura de Elisendo hacía que todo tomara un aspecto más espectacular y glamouroso.


Grupitos de editores y agentes se pavoneaban en torno a él y Claudia, intentando llamar su atención. Incluso hubo alguien que le pedió un autógrafo sin necesidad. Después de aquella velada Elisendo se instaló en una nube purpúrea. Se sentía levitar sobre el resto de los mortales. Había conseguido lo que cualquier escritor anhelaba toda la vida. Aquella noche la pasó hasta el amanecer en el apartamento de Claudia. Hicieron el amor hasta quedar rendidos. A las primeras luces del alba Elisendo miró por la gran vidriera que daba al exterior. Desde allí gozaba de una vista panorámica del hermoso centro de la ciudad. Las calles estaban vacías y sólo un camión de la limpieza que regaba el asfalto circulaba ajeno a las miradas de Elisendo.


Pasó el mes de promoción de la novela y todo, menos la cuenta bancaria de Elisendo, volvió a la normalidad. Ya no había más actos públicos y empezó a desaparecer el interés por la novedad. Claudia le recomendaba que no se dejara influir por el cambio de situación. Le explicó que era la manera natural del flujo de estos asuntos y le aconsejó que se concentrara en escribir una nueva novela. Elisendo se había acomodado y le comentó qué tal si reunía unos cuantos relatos que tenía escritos y los publicaban aprovechando el tirón. Pero Claudia le dijo que no. Ahora era demasiado importante como para no presentar una nueva obra inédita. Él dijo que se extrañaba ya que muchos lo hacen. Claudia no consintió y casi amenazante le obligo a escribir. Elisendo aceptó a regañadientes, pero no sin antes informarle de que estaría un par de meses de viaje. Disfrutaría un poco del dinero que había ganado y además recogería experiencias para después plasmarlas en su obra. Claudia estuvo de acuerdo. Entendía que lo merecía. Elisendo la invitó a que la acompañara, pero Claudia se excusó escudándose en su ajetreado trabajo. Una semana después lo acompañó al aeropuerto rumbo al Caribe. Una vez allí, Elisendo recorrió todas las islas. Incluso las costas de México y Panamá. Pasó desapercibido menos en un par de ocasiones en la que no se pudo despegar a un grupo de curiosos que no paraban de agasajarlo. Como siempre, las vacaciones pasaron rápidas. Uno no se acaba de habituar cuando ya se tiene que marchar. Nada más desembarcar en la Terminal llamó a Claudia. Ésta le dijo que no podía ir a buscarlo, que ahora mismo estaba ocupada. Él, que bueno, que no hay problema. Elisendo tomó un taxi que lo llevó hasta su piso. Decidió que ya no viviría más allí. Así que cerró la puerta y se registro en un hotel cercano con un nombre falso. Aunque tuvo que darle los datos verdaderos al director que le prometió la máxima discreción. La habitación del hotel era amplia y soleada. Contaba con un despacho y una habitación con baño. Suficiente para él. Se instaló y pidió que le subieran unos mejillones al vapor y una botella de vino blanco. En la paz y la quietud de aquella habitación del hotel se fue fraguando la idea. Elisendo se propuso escribir una nueva novela del tirón. Y así lo hizo. Trabaja unas doce horas al día y a medianoche salía a dar un paseo por las calles desiertas. El resto de la vida la hacía en la habitación. Cuando se sentía un poco vago navegaba por la red. Cada vez encontraba menos comentarios sobre él. Igual que las noticias, de las que había desaparecido por completo. Los correos dejaron de ser frecuentes. Mejor, pensó. Así su éxito sería más sonado en el momento de su aparición con su nueva novela.


Trabajaba sin descanso. Encontró el punto en que explotar su inspiración. Escribió durante una semana sin pegar ojo. Sólo le hacía falta encontrar un buen final para ligar tan estupenda trama. Decidió descansar. Se acostó en la cama y estuvo durmiendo dos días seguidos. Cuando se despertó su fuente de inspiración se había agotado. Se sentó frente al portátil y abrió el correo. Vacío. Había estado cinco meses sin consultarlo y no encontró ningún mensaje. Ni siquiera Claudia se interesó de cómo iba el trabajo. En un principio no le gusto que nadie se hubiera dirigido a él, pero inmediatamente pensó: Ya vendrán, ya.


Elisendo llevaba un año y medio encerrado en aquel hotel. Cada mes pagaba religiosamente la cuenta de la habitación, así que nadie le molestaba. Una mañana se despertó apremiado por una idea lúcida para concluir la novela. Visionaba las escenas finales como si las tuviera delante. Entonces se levantó de la cama en busca del bolígrafo y la libreta de notas. Había que escribir aquello antes de que se disipara de su mente. Apoyó el pie izquierdo en la alfombra y tomó impulso. Cuando estuvo de pie cayó al suelo de bruces. Su pierna derecha había desaparecido. Simplemente no estaba allí. No estaba cortada ni tampoco se apreciaba ningún muñón. La base dónde debería estar la pierna estaba cubierta de piel. De la misma que le cubría todo el cuerpo. Era como si la pierna nunca hubiera estado allí. No le dolía. Tampoco tenía la sensación de mover un miembro amputado. La pierna se había esfumado. Por un momento se asustó, ya que temió haber olvidado el final de la novela tras el incidente. Hizo un ejercicio de memoria y se tranquilizó al volver a visualizarlo. Se arrastró hacia el escritorio. Apoyándose con las manos logró sentarse en la silla. Pasó quince horas trabajando sin descanso. Cuando estuvo seguro de tenerlo todo atado pensó en coger el teléfono y llamar a Claudia, pero estaba agotado y arrastrándose como una serpiente se acostó en la cama. Tuvo un sueño. Caminaba por el desierto solo. Luego llegó a la ciudad. No había nadie. Caminó un poco más y en mitad de una gran avenida encontró a Claudia sentada en una mesa de despacho. Ajena a la calle desierta revisaba unos documentos. Elisendo se acercó corriendo hacia a ella. Apoyó las manos en la mesa. Ella parecía no verlo. Elisendo quiso decirle algo, pero su voz era muda y por mucho que intentara alzarla ningún sonido salía de ella. Claudia seguía con su trabajo. Al final él le cogió suavemente la cabeza con sus manos. Intentó que sus ojos se cruzaran. Parecía una tarea inútil, pero al final, cuando sus miradas se cruzaron ella sonrió y le habló: Lo siento, te he olvidado. Ahora no sé quien eres. Y empezó a reírse como una loca. Elisendo despertó empapado en sudor. Pero aquel sueño había sido intenso y tenía la obligación de anotarlo. Se giró para encender la lámpara de la mesita de noche. No lo consiguió. Su brazo izquierdo había desaparecido. Giró su cuerpo sobre la cama y la encendió con la mano derecha. Tampoco aparecía ningún corte ni señales de una pérdida traumática del miembro. Había desaparecido igual que la pierna. Se levantó de la cama y se sintió un poco preocupado. Sin una pierna podía seguir viviendo, con dificultades, pero era factible. En cambio sin una mano su trabajo se ralentizaría. Necesitaba las dos para aporrear el teclado. Entonces sucedió algo incomprensible. Vio como desapareció el otro brazo delante de sus narices. Ahora si que estaba horrorizado. Parecía un flamenco suspendido sobre una sola pierna. Aguantó el equilibrio y dando saltitos se dirigió hacia la mesita. Su pavor se agudizó al chocar el tronco violentamente contra el suelo. Había desaparecido la otra pierna. Allí tirado se arrepintió de haber rechazado el servicio de habitaciones. Lo siguiente en desaparecer fue el cuerpo. Unas horas más tardes lo hizo la cabeza. Aún así seguía consciente. Su cuerpo se había desvanecido. Había pasado de tener fama a caer en el más aplastante olvido con unas consecuencias funestas. Así pasó sus últimas horas. Con sus extremidades invisibles esparcidas por la habitación del hotel. Falleció por inanición. Como la habitación se seguía pagando nadie se preocupó por él.


Otros autores triunfaban en aquel momento y quedó eclipsado.


Incluso Claudia estaba tan ocupada que no reparó en la novela pendiente de Elisendo. Seguía con sus asuntos entre los empresarios del papel impreso. Un día mientras ordenaba unos papeles antes de salir a comer con el último autor de éxito recibió una llamada. Era un chico joven. Al principio le costaba a hablar. El tono de Claudia aún se lo dificultaba más. Parecía que la mujer le dijera directamente: Chico, desembucha ya. Yo no estoy para perder el tiempo. Claudia tenía el móvil junto a la oreja mientras caminaba por el despacho.


-¿Sí, quién es?


Por un momento el chico pensó en colgar.


-Soy Ovidio. El sobrino de Elisendo Camps.


Entonces le vino una ráfaga de recuerdos y se dio cuenta de que se había olvidado completamente del escritor.


-Ah, vaya, ¿cómo has conseguido este número?


-Buscándolo por Internet.


-Y dime, ¿qué puedo hacer por ti?


-Verá usted, hace tiempo que no se nada de mi tío. Antes encontraba noticias de él hasta en la sopa.-Y era cierto. Elisendo protagonizó un anuncio de una conocida marca de sopa aprovechando el tirón de su éxito.


-Es verdad, ¿y qué más?


-Pues, verá. Cuando acabé el bachillerato entré a trabajar en una imprenta. El destino quiso que uno de los trabajos fuera la impresión del último libro de Elisendo. Así que mis compañeros empezaron a bromear con que tenía un familiar famoso, ya que tenía el mismo apellido que yo.


-Entonces te llamas Ovidio Camps.


-Efectivamente, señora. Al principio reaccioné con buen humor a la broma, pero de repente fue como si un recuerdo remoto se hubiera reanimado en mi interior y me quemase como una brasa. Hice unas cuantas averiguaciones y descubrí que Elisendo Camps era mi tío. Lo mantuvo en secreto, pero fue él se hizo cargo de todos mis gastos, aún cuando era un escritor de poca monta.


-Vaya, vaya. Que callado que se lo tenía Elisendo.


-Por eso la llamo, porque necesito su ayuda.


-No te preocupes, Ovidio. Haré todo lo que esté en mis manos.


-Me quedo tranquilo, señora. Ya sé que lo hará.


Claudia colgó el teléfono. Estuvo varios minutos en silencio y quietud. Pensaba. Después de analizar cómo pudo cometer un olvido tan flagrante empezó a buscar la forma de dar con Elisendo.


A la mañana siguiente apareció en todas las portadas de los principales diarios la noticia de la desaparición desde hacía un año del célebre y premiado escritor Elisendo Camps. También los informativos y los programas de sociedad televisivos se hicieron eco de la noticia. Millones de correos electrónicos se cruzaron buscando información entre los usuarios de la red. Tan fuerte fue la presión mediática de la búsqueda que no le quedó más remedio al director del hotel dónde se hospedó Elisendo que llamar a Claudia.


-No está desaparecido, señora. Me dio órdenes expresas de que guardara su anonimato.


En menos de una hora Claudia estaba esperando delante de la puerta de la habitación. El director sacó la llave maestra y la abrió. Todo estaba en orden excepto una fina capa de polvo que lo cubría todo. Allí se encontraba el portátil. La libreta de anotaciones junto el bolígrafo. Su ropa. Todo menos el escritor. Un montón de folios bien apilados llamó la atención de Claudia. Se acercó sigilosamente para analizarlos. Era el manuscrito de la última novela. Sin que el director del hotel se diera cuenta lo introdujo en su bolso. Al cabo de poco tiempo abandonaron la habitación. Mientras el director volvía a cerrar la puerta con la llave se dirigió a Claudia.


-Es extraño. Él sigue pagando de manera puntual la cuenta de la habitación.


Claudia le dirigió una amable e hipócrita sonrisa.


-Ya sabe usted lo excéntricos que son los escritores. Ya verá que pronto dará señales de vida.


Pero pasaron los años y Elisendo no apareció. Una mañana mientras Claudia colgaba el chaquetón en la percha de su despacho decidió llamar a Ovidio Camps. Conversaron como lo hacían en los últimos años. Siempre en torno a la extraña desaparición del famoso escritor. Pero llegó un punto en el que Claudia añadió:


-Tengo el último manuscrito de tu tío. Hace tiempo que lo recuperé y me gustaría publicarlo, pero necesito tu consentimiento como único familiar reconocido.


Ovidio se frotó las manos mentalmente saboreando los futuros frutos de tan suculenta proposición.


-De acuerdo. Prepara los documentos.


El lanzamiento de la última novela de Elisendo Camps fue todo un éxito. Batió el record de ventas de toda la historia. Había un ejemplar en todos los rincones del planeta. Todos los medios de comunicación hablaban de él y volvió a ser un fenómeno social en Internet. Claudia y Ovidio nunca soñaron con la fortuna que obtuvieron. Pero seguía sin haber ni rastro de Elisendo. Empezaron a crearse rumores de que lo habían visto en Groenlandia o cazando mariposas en Sudáfrica. El paradero del escritor empezó a ser uno de los grandes misterios de la humanidad. El director del hotel no quiso dejar pasar la oportunidad. Sabía que tenía un filón por explotar con aquella habitación que misteriosamente continuaba pagándose. La causa era que la cuenta, en la que estaba domiciliado el pago, contenía tal cantidad dinero que podría cubrir hasta cien años de alquiler. El director del hotel consultó durante dos noches con la almohada y a la mañana siguiente envió a una asistenta a limpiar la habitación, rogándole, eso sí, que no tocara nada, que lo dejara todo como estaba. La rechoncha asistenta se limitó a asentir. Después se dirigió al cuarto de mantenimiento a buscar el carrito de la limpieza. Circulaba garbosa por el pasillo rumbo a la habitación. El único misterio que encerraba aquella habitación para los empleados del hotel, excepto el director, era que siempre permanecía cerrada. La mujer introdujo la llave y empujó la puerta para que esta ésta se abriera completamente. Así pudo divisar la habitación completa antes de entrar. Cuando entró en la pieza donde estaba la cama y la mesa con el portátil se le congeló la sangre y casi sufre un infarto. Los huesos de un cuerpo humano estaban esparcidos. Una pierna por un lado, un brazo por el otro; el cráneo debajo de la mesa. Los restos de Elisendo habían reaparecido igual que su éxito.


EMILIO Y EL POLLO


Es noche cerrada. Un coche espera a las afueras de la granja con las luces apagadas y el motor a ralentí. Una mujer camina a oscuras por el interior de la casa. Lleva una maleta a cuestas. Entra en la habitación del niño y con una lágrima en la mejilla le da un beso. El niño se retuerce bajo el edredón. Ella lo observa por última vez. Baja con cuidado por las escaleras y sin hacer ruido entra en la cocina y abre la puerta que da al patio. Desde el exterior escucha los últimos ronquidos de su marido mientras se dirige al coche. El motor apenas se oye y en el interior la espera un hombre. Ella abre la puerta y se sienta. Sus miradas aceptan la decisión y se besan con ardor. La noche es oscura y la sombra de la Tierra pega de lleno en la Luna. Un manto brillante de estrellas cubre el cielo negro como si fueran motas de polvo. El coche avanza despacio por el camino con las luces apagadas hacia un rumbo desconocido.







A Emilio le gustaba perseguir a las ratas de campo por el sótano de la casa. De pocas diversiones disfrutaba. Como la de sorprender a la zorra en el gallinero. Se escondía con el tirachinas preparado y esperaba con paciencia antes de disparar. Desde que su madre se fugó no había vuelto al colegio. Su padre tampoco se preocupó de llevarlo y nadie vino a buscarlo. Tampoco se acercaba al pueblo, a no ser por necesidad. Presentaba un aspecto desabrigado y su piel cubría con esfuerzo una visible osamenta perfilada, aún más, por la extrema delgadez que padecía. Los pelos de su cabello rojizo parecían alambres curvados cubiertos de óxido. Pero su rasgo más destacado eran aquellos ojos como platos de una negrura apabullante. Poseía una mirada aguda y sincera que eclipsaba la imperfección de su rostro repleto de pecas. Hacía poco que se le cayó el último diente de leche y una dentadura desproporcionada poblaba su boca. Vestía con una camisa de franela desgastada y unos pantalones remendados por él.


Corría como una alimaña por la granja, siempre intentando dar caza a algo comestible. El espacio entre la casa y el granero estaba cubierto de hierbas altas que habían crecido libres. Los árboles frutales que habitaban en el jardín estaban repletos de tallos bordes yermos de frutos. Lo único que el padre de Emilio conservaba dentro de aquella ruindad era el gallinero. Les proporcionaba huevos frescos que eran la base de su alimentación.


Emilio entró en la cocina. Sus paredes estaban ennegrecidas a causa de un pequeño incendio que pudieron sofocar, padre e hijo, en el último momento. Buscaba un cazo para hervir agua en una pequeña hoguera que había encendido en la parte trasera. Había aprendido de la importancia de crear un círculo de piedras alrededor del fuego para evitar su expansión en aquel mar de hierbas secas. Se disponía a cocer un par de huevos que había recogido por la mañana.


En el centro del camino que conducía de la casa a la carretera estaba aparcada indefinidamente una camioneta averiada. Los neumáticos llevaban desinflados tres años y una noche de ira el padre de Emilio destrozó el parabrisas y los cristales de las ventanillas. Aún así era el sitio preferido del hombre para dormir tras los excesos con el alcohol. Allí pasaba la mayor parte del día. Cuando se despertaba en la camioneta lo primero que hacía era ir al gallinero. Daba de comer a las gallinas con malas hierbas y un poco de pan duro que rapiñaba por ahí. Emilio prefería mantenerse lejos del hombre. Sobretodo cuando hacía poco que se había despertado. Aún así le gustaba observarlo. El padre de Emilio recogía los huevos y los sacaba del gallinero. Siempre los dejaba en un sitio diferente. Entonces Emilio aprovechaba la oportunidad y se apoderaba de dos o tres. Pero había una cosa que al niño le intrigaba. No entendía por qué su padre volvía a entrar en el gallinero y al cabo de una rato salía abrochándose los pantalones.


El gallinero era un pequeño cubículo de maderas clavadas entre sí. Tenía una pequeña obertura por donde las gallinas podían salir al exterior. Era un espacio enjaulado más bien por protección de los ataques de la zorra. Se accedía por una puerta de manera atrabancada de manera rudimentaria. En el interior las gallinas ponían sus huevos custodiadas por un viejo gallo de color blanco, de grandes pechugas, pero de poco cantar. A veces su padre salía del gallinero con una gallina muerta. Entonces el hombre la desplumaba y la cocinaba. Si aquel día Emilio tenía suerte disfrutaba de las sobras.


Cuando llegaron las primeras lluvias la desvencijada vivienda mostró sus carencias. Las goteras en muchos puntos de la casa se habían convertido en caños de agua incontenibles y había un par de paredes que parecían cataratas. Emilio se refugiaba en el sótano ya que al agua le costaba más llegar. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y eso le facilitaba la caza de ratas. Lo peor era conseguir un sitio dónde cocinarlas ya que todo estaba mojado. Pero siempre acababa ingeniándoselas y nunca tuvo que comer la carne cruda.


Una vez al mes recibían la visita de Pérez, el veterinario. Era un hombre de avanzada edad con un aspecto muy desaliñado. Vestía un traje blanco cubierto de mugre. Aún así disfrutaba de una gran reputación entre los granjeros por sus conocimientos veterinarios. Aparcaba su coche enfrente de la camioneta. Luego vociferaba el nombre del padre de Emilio hasta que este aparecía por algún rincón. Emilio le tenía el mismo miedo que a su padre. Una vez intentó alcanzarlo para hacerle una revisión médica. Su padre y el veterinario reían como locos mientras observaban al niño zafarse por todos los medios. Pérez solía traer al padre de Emilio una botella de licor en cada visita. Los dos hombres la descorchaban y se la bebían hasta dejarla vacía. Emilio también se extrañó de los viajes de Pérez al gallinero. Pasaba allí dentro un buen rato y luego reaparecía abrochándose los pantalones, como su padre. Pero Pérez siempre aparecía con una gallina muerta. Entonces los dos hombres estallaban en carcajadas que atemorizaban a Emilio. Aquellos seres no eran humanos para él. Aunque tampoco conocía lo verdadero de la humanidad.


Pasaron los días de lluvia y la hierba tomó aquella vitalidad expresada en el tono más verde que pudiera alcanzar. Empezaron a abundar los insectos y, como no, los reptiles. El padre de Emilio hacía dos días que no salía de la camioneta. El niño sintió curiosidad y se acercó sigilosamente a ver qué le pasaba. El hombre se encontraba estirado en el raído asiento del conductor con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Tres moscas se paseaban sobre su rostro. Emilio cogió un palo largo. Su instinto le decía que algo no iba bien. Se acordó de aquel perro que se encontró una vez muerto al lado de la carretera. La expresión de la cara de su padre le recordó aquel episodio. Introdujo el palo a través del hueco de la ventana. Le dio la impresión de que el cuerpo estaba rígido y éste le correspondió cayendo hacia un lado.






A su corta edad ya había aprendido a cuidarse solo, o por lo menos a sobrevivir. Todavía disponía del gallinero, aunque algunas gallinas ya habían pasado a mejor vida. Emilio no las alimentaba por una cuestión de ignorancia. Un día entró en busca de huevos. El gran gallo blanco se plantó ante él, pero estaba tan débil que no opuso ni la más mínima resistencia. Cuando Emilio se agachó a recoger los huevos se detuvo ante la sorpresa que le produjo el tamaño de uno de ellos. Era un huevo, de eso estaba seguro, pero era grandioso; igual que un melón. Lo cogió con las dos manos y salió corriendo hacia la parte trasera de la casa. Allí tenía instalada de manera permanente la hoguera. Agarró el requemado bote de metal que utilizaba para cocinar y se dirigió a la charca en busca de agua para cocer el huevo.


Cuando regresó encendió el fuego. Las piedras que formaban el círculo de protección parecían de carbón de lo negras que estaban. Entonces al tomar el huevo notó una pequeña vibración. Se tornó cada vez más intensa hasta el punto que se sintió tentado a dejarlo caer. Pero en vez de eso lo apoyó con suavidad en el suelo. De repente el cascarón se resquebrajó y Emilio pudo ver un pollo del tamaño de una gallina. El niño tenía los ojos como platos y estaba paralizado ante el acontecimiento. El pollo movió la cabeza lentamente y emitió un sonido más parecido al balar de una oveja que al piar de los pollitos. Pero lo que más impresionó a Emilio fueron aquellas orejas. Tenían forma humana. Había asistido al nacimiento de un pollo con orejas.


Al cabo de una semana el pollo ya había conseguido tener el plumaje de un ejemplar adulto. Seguía a Emilio por todos lados. Al principio al niño no le gustaba por lo extraño de su aspecto. Y lo que más nervioso le ponía eran aquellos lamentos que producía. Aún así lo aceptó como compañero.


Una tarde fueron al gallinero a buscar huevos. Al pollo no le hacía mucha gracia entrar en aquel cajón gigante de madera y se quedó por fuera. Emilio entró y se encontró con los restos de muerte que había dejado la zorra a su paso. Tuvo el descuido de no cerrar bien la puerta y el depredador lo aprovechó. No quedaba nada que se pudiera aprovechar. Emilio salió del gallinero y profirió unos comentarios ininteligibles, ya que a su corta edad todavía tenía dificultades para hablar. El pollo arrimó las orejas intentándolo entender. Emilio recogió los restos de carne mezclados con las plumas. Formó un cuenco con las manos para transportarlos. El pollo se decidió a entrar en el gallinero para ver que había pasado. Lejos de espantarse picoteó todo lo que pudo.


Se habían quedado sin abastecimiento de huevos, pero un sin fin de pequeños animales e insectos corrían por el campo.


Una cálida mañana Emilio y el pollo jugaban entre las hierbas persiguiendo mariposas. Se habían acostumbrado uno al otro como si fueran hermanos. Los balidos del pollo cada vez se parecían más al sonido de las palabras. Ambos se divertían por los alrededores de la granja. Pero el juego que más misterio les ocasionaba era aproximarse a la camioneta donde reposaba el cadáver putrefacto del padre. Desde una distancia prudencial Emilio hurgaba con un palo la carne en descomposición. A veces el pollo no podía resistir la tentación de picotear las partes desmembradas del granjero. Un día mientras experimentaban con el cuerpo muerto el pollo levantó la cabeza y escuchó con atención en dirección al camino. Después de una manera primitiva emitió un sonido que se parecía a Corre.


Emilio y el pollo corrieron a esconderse entre la maleza. Por el camino vieron acercarse el coche de Pérez.


El veterinario bajó tambaleándose y dejó la puerta abierta. Llevaba una botella en la mano. Llamaba al padre de Emilio. Ellos seguían quietos fuera del alcance de Pérez. Entonces el veterinario se acercó a la camioneta. Al principio se llevó el antebrazo a la nariz para protegerse del mal olor. Acto seguido empezó a vomitar asqueado por el aspecto del granjero. Pérez se dirigió corriendo hacia su coche y tropezó varias veces cayendo de bruces en el suelo. A pesar de todo pudo levantarse y subirse al coche. Emilio y el pollo observaron el rastro de polvo que levantaba por el camino.


Por la noche se refugiaban en el sótano. Antes de dormirse jugueteaban y Emilio le acariciaba las orejas al pollo. Se sentía a gusto. Se acurrucaba en el regazo del niño y se quedaba dormido. Las noches eran tranquilas en la granja. Sólo el sonido de las maderas resquebrajándose irrumpía de vez en cuando. Pero, a pesar de la fragilidad, la ruinosa construcción les proporcionaba un hogar confortable. A veces se escuchaban los pasos sigilosos de la zorra por la parte superior de la casa merodeando. Y desde la desaparición de los habitantes del gallinero se oían menos alborotos nocturnos.


Cuando el grillo dejaba de cantar y en breve comenzaba la cigarra se suponía que era de día. El primero en despertarse era el pollo. Pero protegidos por la oscuridad del sótano permanecían aletargados hasta que el punzón del hambre se les incrustaba en el estómago. Entonces emergían como dos cazadores famélicos en busca de todo lo que fuera comestible. Aquella mañana antes de salir del sótano escucharon pasos en la planta superior. Se quedaron agazapados uno junto al otro hasta que la luz de una linterna los enfocó. Emilio tapó con un saco al pollo antes de que pudieran verlo. Después un agente de policía lo tomó de la mano y lo llevó al exterior. Emilio nunca había visto a tanta gente, aún así mantuvo la compostura. En el camino de la granja había aparcados dos coches de policía, el coche de Pérez y un gran coche lujoso en el que pudo apreciar a un hombre con sombrero y una bella mujer en el interior que al ver a Emilio se bajó del coche y fue corriendo hacia él, a pesar de que los tacones de sus zapatos se clavaban en el fango del camino. Por fin su madre había venido a buscarlo. El hombre del sombrero bajó del coche y sonrió al ver como la mujer abrazaba al niño.


Pérez permanecía quieto frente a la camioneta mientras un policía marcaba el perímetro con cinta. Definitivamente se apoderaría de la tierra del granjero tras acordarlo con la mujer fugada a la que sólo le interesaba recuperar al niño.


El jefe de policía envió a un agente a inspeccionar la granja. Estaba abandonada y nadie se explicaba cómo Emilio había podido sobrevivir allí. Empuñó el arma con una mano y bajó al sótano. Su experiencia le enseñó a protegerse ante lo desconocido. Lo hizo despacio. Como si fuera a encontrar allí abajo a un asesino en serie. Con la otra mano aguantaba la linterna. El sótano apestaba como un gallinero. Hizo la última inspección ocular antes de dirigirse de nuevo a la escalera. Entonces escuchó un leve sonido. Era como el revolver de unas telas. Enfocó con la linterna y vio como un harapiento saco se movía. El policía permaneció en silencio apuntando con la pistola. Entonces apareció la imagen más horrorosa que había visto en su vida. Un pollo con orejas mecía lentamente la cabeza y dejó sonar un lamentó. En ese preciso instante el policía que tenía encañonado al pollo dejó que salieran de la pistola un total de seis disparos. Todos fueron a impactar a la cabeza del pollo que quedó destrozada y sin rastro de las orejas. Otro policía acudió en auxilio de su compañero al sótano al escuchar los disparos. Nadie lo creyó y fue objeto de burlas durante mucho tiempo por parte de sus compañeros. Mientras tanto, Emilio permanecía sentado en el asiento trasero del coche del hombre que acompañaba a su madre. Escuchó los disparos, pero no preguntó.


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