ÉL, CLAUDIO

Ni Claudio eligió aquella ciudad ni la ciudad eligió a Claudio. Simplemente unos datos en el fichero del ordenador central lo arrastraron a su destino. No estaba mal el lugar, en el fondo, pero tampoco era lo que él había deseado. En las ciudades costeras siempre habitaba un gran número de personas y Claudio sabía que eso no era nada bueno para él. Antes de que se barajaran las solicitudes de traslado le dejó muy claro a su superior que sólo aceptaría recalar en alguna pequeña ciudad del interior, lejos de masificaciones. Ni hablar de las situadas cerca de las montañas, ya que la temporada de esquí también podría ser un gran problema para él. Por eso cuando abrió el sobre y vio impreso en negrita el nombre de la ciudad creyó que se trataba de un error.
Después de catorce horas de viaje por la interminable autopista vio los primeros carteles que indicaban la llegada a la ciudad de Mamabanga. Claudio tomó el desvío y las palmas de su mano se cubrieron con un denso sudor. Condujo con cuidado con temor a que le resbalaran por el volante, pero la tensión con la que apretaba hacía que fuera del todo imposible. Salió de la autopista y con precaución giró a la derecha, hacia donde indicaba Mamabanga Centro. Tomo una carretera zigzagueante que recorría la falda de la montaña que se incrustaba en el mar. Claudio mantenía un ojo en la carretera y el otro en el magnífico paisaje que el mar azul le ofrecía. Tras aquella mole montañosa se escondía la ciudad y a medida que se acercaba iban proliferando las casas y edificios de apartamentos. Una señal le indicó que la gasolinera estaba a quinientos metros. Debería parar porque hacía bastante rato que el piloto de la reserva se había activado. Pasó por un tramo estrecho y después por un pequeño túnel muy antiguo; en sus paredes aún se podían distinguir los golpes de pico de las personas que lo excavaron. Buscaba con la vista la gasolinera. El sol todavía estaba bajo. Debería pasarle un agua a los cristales impregnados de mosquitos. Giró la última curva y la gasolinera ya estaba a la vista. Pero su mirada se topo con una mujer que posaba provocativamente al costado del arcén. Era guapa y no parecía tener más de treinta años. Su piel estaba morena después de tantas horas expuesta al sol y levantaba pícaramente la minifalda cuando veía que llegaba un coche con un hombre solo en el interior. Claudio sudaba sangre cuando puso el intermitente y paró al lado de la joven.

Mamabanga era agradecida con los extranjeros, sobre todo si traían dinero. Era una de las pocas ciudades de la costa en que podías comprar la justicia y fabricártela a tu medida. Fundada al abrigo de una ensenada protegida por dos moles montañosas, siempre había mantenido la independencia con el resto del país. Aunque políticamente perteneciera a éste. Pero Mamabanga no tenía que envidiar a ninguno de los principados del Mediterráneo. En siglo VIII gozó de su más plena libertad cuando  Filarmónico XVI le entregó la carta de población y fue considerada un protectorado. Los habitantes de la ciudad siempre han sido hospitalarios en todas las épocas. Sobretodo si tienen algo que ganar. Existe un dicho, del que después se apropió una ciudad de Norteamérica, que dice: “Lo que pasa en Mamabanga se queda en Mamabanga”. Y es que la ciudad y sus autoridades hacen oídos sordos de todo lo que ocurra, pero eso sí; todo tiene un precio. Digamos que Mamabanga dispone de una justicia a la carta. Todo depende de lo que nos queramos gastar.

Claudio estranguló a la prostituta mientras le realizaba una felación en el interior del coche. Creía que iba a poder controlarse, pero aquel mal que albergaba su interior era mucho más fuerte que él. Cuando la chica se subió al coche le fue indicando el camino hasta llegar al lugar donde estuvieran más tranquilos. Acababa de empezar cuando Claudio le apretó el cuello hasta notar que la vida expiraba en el cuerpo de aquella pobre infeliz. Claudio salió del coche y dio la vuelta. Abrió la puerta del acompañante y agarró los tobillos de la chica. La arrastró unos metros a través de un pinar. El suelo estaba repleto de preservativos usados y botellas de plástico vacías. Claudio dejó a la mujer estirada detrás de un pino. La observó allí tirada en el suelo y se dio cuenta de que todavía llevaba la bragueta abierta. Se la subió mirando al frente y volvió al coche. Arrancó y volvió a la carretera. A los pocos metros giró y entró en la gasolinera como si nada hubiera pasado. Era consciente de que había estrangulado a aquella chica, pero se controló. Pagó con tarjeta y prosiguió su camino. A lo lejos ya podía observar el puerto de Mamabanga.
Conducía con la ventanilla bajada y disfrutando del masaje de la brisa marina. De repente sonó un teléfono móvil. Claudio se sobresaltó al ver el bolso de la chica en el asiento del acompañante. Sin dudarlo lo agarró y lo lanzó por la ventanilla. El bolso desapareció entre unas zarzas, montaña abajo. Después asustado miró por el retrovisor, pero ningún coche circulaba por la carretera.

Mamabanga recogía, gracias a su total independencia jurídica, las sedes de los bancos más importantes. También tenían su domicilio fiscal las grandes empresas del país. Y todo lo grande y poderoso se afincaba en Mamabanga.
Hacía poco tiempo que una nueva empresa de seguros se había afincado en la ciudad. Los primeros meses registraban muy buenos números, pero luego la cosa empeoró. No era nada extraño. Todo lo contrario. Cualquier empresa que aterrizara con nuevos empleados sufría una transformación negativa, ya que Mamabanga los seducía. Las noches nunca terminaban. Había fiesta a cualquier hora del día. Por eso los patronos debían tener bien atados a sus trabajadores para que estos respondieran en la faena diaria. Las empresas tuvieron que crear un nuevo puesto en el organigrama jerárquico: “El pastor”. Los pastores tenían la obligación de velar por la producción de sus empleados. Excepto durante el descanso dominical, los pastores podían irrumpir en la vida de cualquier trabajador vinculado a la empresa y por todos los medios devolverlo al redil. Por eso aquella nueva empresa de seguros contrató los servicios de un pastor por primera vez.

El temor a perderse se anuló al ver que las calles estaban muy indicadas. Le costó poco llegar la hotel. Pero una vez en frente no supo que hacer con él. Así que lo aparcó justo delante en doble fila. Después bajó y corriendo se dirigió a la recepción. Mamabanga también disfrutó del bum inmobiliario, pero todavía más exagerado que en cualquier lugar de la costa. Cualquier hotel tenía una estructura majestuosa y no escatimaba en ningún tipo de lujo en decoración. Claudio pensó en un principio que se había equivocado y estuvo a punto de volver por donde había venido. Pero no le hizo falta acercarse al mostrador para que saliera a recibirle un apuesto recepcionista con una sonrisa impecable en el rostro.
Mientras el recepcionista sonriente rellenaba la ficha de entrada, Claudio miró alrededor. Se fijo en una cristalera desde la que se podía ver la piscina que a pesar de la hora que era estaba repleta de gente en bañador y con gafas de sol. Protegido bajo una tela sujetada con unas cañas pinchaba un discjockey y en un rincón entre dos palmeras estaba la barra, donde pudo observar que no paraban de servirse bebidas exóticamente mezcladas. Y todos los vasos contenían azúcar en el borde.
-Puede acudir a la piscina cuando quiera. Hay barra libre todo el día-, dijo el recepcionista.- También le podemos conseguir la droga que quiera pagando un extra.
El recepcionista le pasó un folleto a Claudio. En el indicaba el precio de las dosis de un surtido variado de drogas de diseño. Claudio lo rechazó.
-No, gracias. De momento no me interesa-. Y el recepcionista le entregó la tarjeta para abrir la puerta de su habitación.- Por cierto, ¿tienen aparcamiento?
-Por supuesto señor. La estancia también le cubre una plaza en nuestro aparcamiento.
-Es que lo he dejado ahí en la calle.
-No se preocupe señor. Deje aquí las llaves que ahora mismo envío a un mozo para que se lo aparque.
-Muy bien. Pero antes voy a buscar mi equipaje.
-Ni se le ocurra, señor. Se lo subiremos a la habitación antes de que llegue usted por el ascensor.
-De acuerdo-. Dijo Claudio. “Deben tener un buen pastor”, pensó mientras se dirigía hacia el ascensor donde lo esperaba un botones también sonriente.
Subió hasta el piso número quince. Entró en la habitación. Era la más lujosa que había visto nunca. Se acercó al balcón y contemplo la magnifica ciudad de Mamabanga desde la altura, pero se sorprendió al ver que existían edificios mucho más altos que aquel hotel. Mamabanga es la ostia, pensó. Dio un vistazo por la habitación que más bien parecía un apartamento. Cuando entró en el dormitorio se encontró con el equipaje al lado de la cama. Después se desabrochó la camisa y se soltó el cinturón para estirarse en la cama. Una vez tumbado se quitó los zapatos. Primero con un pie y después con el otro. Sin querer se quedó dormido.

Mamabanga ha influido tanto en los pueblos de la zona que la mayoría de ellos a adoptado su nombre como apellido. Por ejemplo: Riopozo de Mamabanga, Hostales de Mamabanga, Villanueva de Mamabanga. Todos han querido rascar algo de la ciudad influyente. Incluso le pusieron el nombre a un aeropuerto de una ciudad que estaba en otro continente, pero a escasos kilómetros. Es también la única ciudad del país en la que el título de alcalde recae sobre varias personas en vez de ser individual. Para curarse en salud el sistema político interno de Mamabanga tiene un entramado laberíntico para que nadie pueda ser acusado de, por ejemplo, vender la justicia al mejor postor. Existe una clase nada popular de personas que todo el mundo sabe que está ahí, pero que ha nadie le interesa interponerse en su camino. Además tienen el apoyo popular de la mayoría de los mamabangueses. La ciudad concentra el ochenta por ciento de la población de toda la geografía colindante y cada año que pasa crece más.

Claudio se despertó cuando ya se puso el sol. Dio un salto de la cama y buscó el reloj. Las nueve y media. Tenía tiempo de darse una ducha antes de salir a cenar. Entró desnudo en el cuarto de baño. Una voz se escuchó a través de un auricular empotrado en la pared. “¿Deseará un masaje, señor?”. “No”, contestó mecánicamente Claudio. Estiró el brazo y giró el mono mando de la ducha. Al quitarse los pantalones descubrió que todavía perduraba el olor a perfume barato de la prostituta. Lanzó toda la ropa a un rincón haciéndola una bola. Después se introdujo bajo el relajante chorro de agua. Cogió el jabón, cortesía del hotel, y se embadurnó todo el cuerpo. Después se frotó el pelo con el champú. Disfrutó de la ducha durante diez minutos. Después salió y puso los pies en la alfombrilla y se secó con el albornoz limpio que pendía de la puerta. Entró descalzo en el dormitorio y buscó el neceser. Extrajo la máquina de afeitar eléctrica y se dio un repaso. No tenía mucha barba. Tan solo quizás algún pelo díscolo ya que por la mañana, antes de salir de viaje ya se había afeitado. Conectó el hilo musical mientras se vestía.
Pasó por recepción para recoger las llaves del coche. Había otro recepcionista, pero igual de sonriente. Le explicó que el hotel prestaba un servicio de taxi a los clientes que salían por la noche, con el fin de evitarles la molestia de conducir. Claudio lo rehusó. Dijo que prefería ir con su coche. Lo único que le pidió al recepcionista fueron las indicaciones para llegar al Centro Everett. Éste se las dio amablemente y después le indicó la planta en la que encontraría su coche. Claudio se despidió y se dirigió al ascensor. Allí lo esperaba un botones al que se le notaba demasiado su falsa sonrisa. Por eso no le dio propina cuando le abrió las puertas al llegar al aparcamiento.

El Centro Everett de Mamabanga es el único lugar donde se realizan los negocios con seriedad. Fundado por Mark Oliver Everett al final de sus días. Este reconocido filántropo hizo su fortuna reinventando las drogas de diseño más potentes que tanta riqueza y diversión le dieron a Mamabanga. Quiso redimirse y dono una cantidad ingesta de dinero para que se construyera este lujoso centro de negocios. En un principio iba a llamarse Centro Mamabanga, pero al final decidieron ponerle el nombre de su benefactor.
Se compone de cuatro torres, unidas todas ellas por pasillos transparentes y con la peculiaridad de ser la única en el mundo que desafía la gravedad, manteniéndose flotantes los pisos encajados de cada planta. En el espacio central que dejan las cuatro torres se levanta el auditorio más grande del mundo. Tiene capacidad para ochocientas mil personas y su característica más importante es la cúpula giratoria que se abre automáticamente cuando el cielo está estrellado. Provista de un sistema pionero capaz de engullir la luz artificial del exterior para que sólo se vea la plena oscuridad del universo. Es curioso porque muchas de las personas que acuden por primera vez al auditorio nunca han visto un cielo estrellado.
En cada torre había un centro de convenciones, varios restaurantes y un casino. El Centro Everett reunía un gran número de clientes y vendedores de toda clase de mercancía. Era el único lugar del planeta donde se podía hacer libremente. Lejos de leyes recaudatorias y burocracias hambrientas y dominantes.

Claudio había quedado con el señor Estévez a las diez en la torre tres. El señor Estévez era el propietario de la empresa de seguros La Fiable. Hacía poco que tenía sede en Mamabanga por lo cual tenía un serio problema con sus trabajadores. Por eso no dudó en ponerse en contacto con la Agencia de Pastores para recurrir a sus servicios. Pero el señor Estévez no se conformaba con cualquier pastor. Quería el mejor costase lo que costase. Por ese motivo la Agencia envió a Claudio pese a sus reticencias. Era el mejor pastor y un historial intachable avalaba su éxito. Duro y metódico parecía extraído de las más oscuras escuelas privadas, donde la educación se convierte en un claro adiestramiento para liderar sin escrúpulos a los semejantes pobres de espíritu. Claudio no tenía ninguna cicatriz visible, pero su interior al completo estaba curtido y sus entrañas eran cayos donde ningún sentimiento de bondad podía filtrarse. Esta personalidad era la que generaba la virtud de Claudio como un buen pastor. Implacable con los empleados desobedientes y procastinadores. Lejos de dejarse arrastrar por la compasión hacia ellos. Enemigo acérrimo de toda conducta que aparte del camino recto al ser humano. Parecía que aquel trabajo se inventó para él. Para que pudiera explayarse en su odio y violencia contra todo aquel que no cumpliera con sus obligaciones. Pero tenía una debilidad. Cada vez que caía en ella se entregaba más a su trabajo, como si ello fuera una especie de redención. Por eso no le gustaba trabajar en ciudades donde abundaban mujeres de la vida. Sentía una atracción, parecida a la sexual, hacia ellas. No podía evitar acercarse a ellas y dejarse tocar un poco. Hasta que de repente estallaba y con sus gruesas manos les apretaba el cuello hasta dejarlas sin vida. Dentro de su vida de rectitud aquella conducta era lo único que le dejaba una mancha. Pero el lo remediaba siendo más severo en su trabajo y eso lo aliviaba. Ahora el señor Estévez lo esperaba en la torre tres para entregarle el dossier y la lista negra de empleados. Claudio llegó puntual; esa era otra de sus virtudes.
-Bienvenido a Mamabanga, pastor Claudio-. Esa era la manera con que le gustaba presentarse. Así sin más. El primer sustantivo como indicador de su profesión y el segundo su nombre propio. Era mue importante para él que sus credenciales quedaran claras antes de emprender un negocio.
-Buenos días. El señor Estévez, supongo.
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