TINTA EN LA PIEL




Por fin se decidió. Al salir del restaurante chino se dirigió al taller de tatuaje envalentonado por los vapores del licor de flores. La calle estaba repleta de personas disfrutando del bullicio del sábado por la noche. En aquella parte de la ciudad se combinaban gentes de variada condición. Rosalindo había salido a cenar solo. Hacía tiempo que le rondaba la idea de tatuarse el antebrazo, pero en el último momento siempre se echaba atrás. Aquel llamativo anuncio colgado en la pared del restaurante le había inspirado. En el cartel aparecía un brazo musculoso en el que se exhibía una carpa dorada magistralmente tatuada.


Se introdujo por unos laberínticos callejones y encontró sin problemas el taller. Era un cuarto pequeño cubierto de fotografías de cuerpos tatuados. Observó el interior antes de entrar. No había nadie en la camilla y una televisión emitía imágenes con interferencias desde un rincón. Rosalindo estuvo a punto de marcharse. Se miró el antebrazo poco velludo, pero moreno por las caricias del sol estival.


La puerta se abrió. En el interior le esperaba el tatuador. Era un hombre de mediana edad, calvo y con una poblada barba. En cada rincón de su piel exhibía tinta dando forma a diversos dibujos. A Rosalindo le llamó la atención un tercer ojo en su frente. Estaba tan bien hecho que parecía real. El hombre le invitó amablemente a pasar, pero cuando Rosalindo posó sus pies en el interior del taller éste le increpó:


-Vas borracho, muchacho.


-Tampoco tanto. Me hacía falta valor para entrar aquí.


-Pues vuelve mañana. No quiero tatuar a nadie que luego se tenga que arrepentir.


-No, no. Estoy muy seguro. De verdad.


El hombre observó con atención a Rosalindo. Parecía que decía la verdad, aún así se mostró reacio a tatuarlo. Rosalindo protestó, pero cuando iba a comenzar a discutir se dio cuenta de su estado y se marchó pidiendo perdón al hombre.


Volvió hacia la zona principal. Al pasar por un estrecho y oscuro callejón un hombre oriental, extremadamente delgado y vestido con una túnica de seda de color púrpura, lo llamó desde un portal.


-Muchacho.


Rosalindo dirigió su vista hacia la oscuridad. Allí estaba aquel esqueleto viviente que le indicaba con el índice que fuera hacia él.


-No he podido evitar escuchar la conversación con el tatuador, pero has de saber que yo también lo soy. Mira.


El oriental se levanto la túnica y dejó entrever unos espectaculares dibujos de unos dragones entrelazándose entre ellos. Eran de una belleza exquisita. Después se arremangó y le enseñó el escuálido brazo. Había en él un precioso dibujo mural de una aldea china con todo lujo de detalles. Rosalindo no daba crédito ante tanta perfección de los tatuajes. El oriental exhibió un gesto que Rosalindo interpretó como una sonrisa.


-¿Te gustan? Si quieres puedo hacerte uno.


-Son preciosos.


-Ahí dentro tengo el estudio, ¿quieres entrar?


Rosalindo dudó un momento, pero aquellas genialidades en el cuerpo del oriental lo empujaron al estudio de tatuaje.


Una vez dentro el oriental acomodó a Rosalindo en un confortable sillón. Puso enfrente una mesita baja con ruedas. Le mostró los catálogos de diferentes estilos.


-Había pensado en tatuarme una mujer.


-¿Una mujer?, estupendo. Alguien conocido o quieres que te enseñe el muestrario de bellezas.


-No. No será ninguna mujer conocida. De hecho no conozco ninguna como para tatuármela. ¿Tiene de esas diablillas con cuerpos esculturales?


-Ahora mismo voy a por ellas. No te defraudará lo precioso de su estilo. Hay algunas que parecen reales, como si fueran a salirse de la piel.


-Creo que exagera, pero muéstremelas.


El oriental apareció con un gran tomo de dibujos de diablillas. No había ninguna que no superara la belleza de la otra. Todas tenían una característica en común: una espesa melena de color negro y un flequillo recortado recto. Así se podía mostrar en plenitud la hermosura del rostro. Unos tímidos cuernos despuntaban entre la poblada cabellera sin desentonar con el símil femenino. Rosalindo ojeaba con atención cada dibujo. Sabía que el elegido le acompañaría toda la vida. El oriental lo observaba a su lado con las manos entrecruzadas y un gesto complaciente en el rostro.


-Me gusta ésta.


Rosalindo no se equivocó en la elección. Optó por una bella diablilla con un cuerpo de infarto, una mirada picarona y estirada en un diván. Mantenía una pose como las leonas que esperan el cortejo del rey de la selva. Las puntas de los cuernos ni se apreciaban cubiertos por su sedoso cabello. Poseía una sonrisa dulce y misteriosa como la Gioconda de Leonardo.


-Buena elección, si señor. Es una mujer muy bella.


-¿Cuánto tardará en tatuármela?


-En un par de horas estará completa. Incluyendo color y sombras.


-¿Y el precio?


-Mejor decidirlo al finalizar el trabajo, ¿no le parece?-El oriental volvió a obsequiarle con una afable sonrisa y Rosalindo observó un brillo en el interior de las pupilas casi inapreciables por lo rasgado de sus párpados.


Mientras lo invitaba a acomodarse en el sillón le ofreció algo para beber. Rosalindo aceptó. El oriental se ausentó brevemente de la estancia que estaba poco iluminada. Una única lámpara de pie regaba con su bombilla el pequeño cuarto centrando todo el foco de iluminación sobre el sillón. Fuera de ese radio de luz Rosalindo no pudo distinguir nada en una oscuridad gris y desgastada. Se sentó y ojeó el dibujo de la diablilla. Le gustaba mucho. Cubrió el antebrazo con el dibujo imaginando el resultado final. Bromeó lanzándole un beso a la chica y se sorprendió al creer que ésta se lo devolvía.


El oriental entró en la habitación portando un vaso pequeño con un líquido ambarino en el interior. Se lo ofreció a Rosalindo que lo miraba con suspicacia. Aún así lo tomó y se lo llevo a la boca. A mitad de camino paró.


-Gracias, ¿qué es?


-Güisqui.


-Ah.


Y se lo bebió de un trago. Al poco notó como le ardía la laringe y el estómago; su espíritu se fortaleció. El oriental le retiró el vaso.


-¿Estás listo?


-Sí, creo que sí. Pero antes quisiera acordar el precio.


-Pongamos cien euros de salida.


-De acuerdo. Cien euros.


El oriental preparó la máquina, la boquilla y la aguja. Ordenó las tintas con parsimonia. Parecía parte de un ritual ancestral. Después limpió el brazo de Rosalindo con alcohol. Cuando estuvo listo miró sonriente a su cliente. Rosalindo le devolvió la sonrisa. Entonces el oriental le dio un golpe seco en el cuello con su mano rígida. Rosalindo quedó inconsciente. El oriental lo miró serio, amenazante con el rostro fijo igual que el de una serpiente que observa la reacción de su presa después de ser atacada. Cuando confirmó que Rosalindo estaba completamente noqueado susurró en su oreja.


-Relájate. Esto va a comenzar.


Un hilillo de saliva corría ya por la barbilla de Rosalindo.






Al cabo de unas horas la oscuridad se convirtió en penumbra. Los rayos del sol se colaban por entre las grietas de unas maderas clavadas en la ventana. Fue suficiente para que Rosalindo se despertase. Al levantarse del sillón se golpeó en la coronilla con la lámpara de pie, ahora apagada. Esto agudizó más el dolor de cabeza. Tenía la boca pastosa y los ojos vidriosos. Aún no era consciente de dónde se encontraba. Descubrió la puerta y la abrió. Ahora tenía más luz. Reconoció el revestimiento aterciopelado de color rojo de la pared del pasillo y se acordó del oriental. Continuó hasta la salida y cuando estuvo en la calle, a plena luz del día, lanzó una mirada impaciente a su antebrazo. Allí estaba la diablilla con su pose provocativa. Rosalindo se admiró del buen trabajo que decoraba su brazo. Incluso en el diván dónde estaba recostada se podían apreciar los más ínfimos detalles. Levantó la cabeza y miró hacia un lado y después hacia otro. No había nadie en la calle y la casa del oriental parecía abandonada a plena luz del día. Decidió regresar a casa. Por el camino de vuelta pasó por delante del taller de tatuaje. Se miró de nuevo el antebrazo. Asomó la vista por el cristal de la puerta y vio allí al hombre calvo de la poblada barba y un tercer ojo tatuado en la frente. Rosalindo empujó la puerta y entró.


-Ves.-le enseñaba reiteradamente el antebrazo.-No me arrepiento.


El hombre en un principio no se acordaba de él y no sabía de qué iba la historia. Entonces lo recordó. Tomó el brazo de Rosalindo para observar el tatuaje. Lentamente levantó la cabeza y clavo la mirada en los ojos del joven. Hubo un breve silencio. Al final el hombre dejó caer el brazo y sin apartar la mirada le dijo:


-Te arrepentirás.


Rosalindo abandonó apabullado el taller y buscó el camino para llegar a la avenida principal. Sentía un malestar intenso en el cuerpo y a ratos se sentía embriagado. Necesitaba llegar a casa. Caminaba lo más veloz que sus piernas entumecidas le permitían. El sol estaba en todo lo alto. Las aceras y el asfalto estaban a punto hervir. Rosalindo echó de menos sus gafas de sol.


Llegó a casa y se tumbó en la cama. Enseguida se quedó dormido. Por la tarde se despertó. Eran casi las nueve y el sol ya fregaba el horizonte buscando su escondrijo para descansar. Rosalindo se sentó en la taza del váter y se masajeo las sienes. Se sobresaltó al ver el tatuaje y empezó a recordar lo sucedido. Su sorpresa fue que al registrar la cartera no faltaba ni un euro. El oriental no le robó ni tampoco le cobró lo acordado. Volvió a mirar detenidamente el tatuaje y le pareció hermoso, una obra de arte. Se duchó y salió a cenar algo.


Iba caminando por la calle cuando de repente empezó a picarle el brazo. Al principio fue un hormigueo leve. Al poco se convirtió en un escozor insoportable. Al final se internó en un callejón retorciéndose de dolor. Del brazo empezó a salir una pequeña columna de humo negro cómo la que forman los cigarrillos, pero cada vez era más intensa. Tanto que un curioso se acercó al callejón con intención de sofocar un incendio, pero cuándo vio que el humo salía del brazo de Rosalindo se dio a la fuga. El humo se apropió del callejón y Rosalindo permanecía tendido en el suelo retorciéndose de dolor mientras mantenía el brazo estirado. Cuando pensaba que iba a morir el dolor desapareció. El humo también, poco a poco. Rosalindo se levantó extrañado. Cuando el humo se disipó del todo pudo verla en todo su esplendor. Frente a él estaba la diablilla. Parecía de carne y hueso, aunque la oscuridad del callejón hacía dudar a Rosalindo que estaba petrificado ante aquella visión. La diablilla se fue acercando hacia él contorneando las caderas de tal manera que hubiera vuelto loco a cualquier hombre. Mientras se acercaba, Rosalindo notó una leve protuberancia en su pantalón. Y no era para menos. Aquella mujer despertaba el deseo incluso a los muertos. La diablilla se paró frente a él y lo abrazo del cuello entrelazando sus manos. Rosalindo pudo notar el candor de sus pechos. Tenía aquella boca sensual delante de él. La diablilla le sonrió.


-Hola, guapo. Llévame de marcha.


Rosalindo no salía de su asombro.


-¿Quién, quién eres?


-Me llamo Mabelina. Soy tu tatuaje.


No cabía duda. Era exactamente igual. Mabelina lo soltó y agarrándolo de la mano lo sacó del callejón.


-Venga, cariño. Vamos a tomarnos algo para celebrarlo.


Y Rosalindo se dejó arrastrar por ella.


Entraron en un bar bastante concurrido. La mayoría de los hombres se giraron a contemplar a la espectacular Mabelina que sólo vestía con una especie de bikini de cuero negro. Rosalindo hacía caso omiso de las provocadoras miradas que se cernían sobre la diablilla y encontró un sitio en la barra para los dos. El camarero no tardó en aparecer.


-Para mí un bocadillo de lomo y una cerveza, y para la señorita…


-Güisqui, solo, sin hielo.


-¿No quieres comer nada?


-No, cariño.


El camarero se retiró haciendo un esfuerzo enorme para apartar la vista de los pechos de Mabelina.


-Deberías buscar algo de ropa para pasar más desapercibida.


-¿No te gusto así, encanto?


-Claro, pero creo que le gustas a todos.


-No te preocupes. Enseguida me cambio.


-Una cerveza y un güisqui. Enseguida viene el bocadillo.-dijo el camarero.


Madelina apuró la copa de un trago y los ojos le brillaron. De un salto se subió a la barra y empezó a bailar. Rosalindo la agarraba de un tobillo.


-¿Qué haces, estás loca?


Pero todo el bar seguía la danza de Mabelina. El camarero le rellenó el vaso y se lo alcanzó. De nuevo la diablilla lo vació de un trago. Se desató la poca ropa que llevaba en la parte superior del cuerpo dejando en libertad aquellos exuberantes senos. Todos la aclamaban. Parecía una cordera dirigiendo a una manada de lobos. Rosalindo permanecía estupefacto con el bocadillo en la mano. Le dio un bocado, por inercia. Mabelina seguía con aquella danza obscena encima de la barra que llegó a su clímax cuando se desató la parte de abajo. Una ovación de placer general sonó en el interior del bar. El camarero le alcanzó la botella y ella bebió directamente. Mientras ocurría todo aquello Rosalindo se dio cuenta de lo que había ocurrido en su brazo. Sólo quedaban los pinchazos de la pistola de tatuar. La tinta había desaparecido y, ahora, estaba bailando encima de la barra del bar.






Así pasaron unas cuantas semanas. Aunque Mabelina fuera una ser aparecido por arte de magia los gastos de aquellas juergas continuas eran reales. Y Rosalindo no se veía capaz de mantener ese ritmo durante mucho. Había pasado de tener unos pocos ahorros a vivir al día y a veces de prestado. Incluso se podía apreciar un deterioro físico debido al desgaste producido por un ritmo frenético de vida nocturno y tener que ir a trabajar por las mañanas. Mabelina dormía por el día y al caer la noche lo arrastraba por los antros de la ciudad.


Un día Rosalindo llegó al trabajo medio dormido. Se esperaba que cualquier día el jefe lo llamara a la oficina y le dijera que lo despedía por bajo rendimiento. Rosalindo hacía tiempo que no acaba una tarea en el plazo previsto. Era diseñador gráfico y en su mesa se acumulaban las propuestas creativas. Las visitas al encargado de los pagos se hicieron más continuas. Rosalindo nunca había pedido un anticipo en los ocho años que llevaba en la empresa, pero ahora acudía semanalmente en busca de ellos. Aquel día se dirigía como un zombi a ver al cajero cuando se abrió la puerta del despacho del jefe y lo llamó. Rosalindo entró como un cordero se mete en el matadero. Quizás fuera lo mejor. Le diría a Mabelina que ya no aguantaba más. Que se buscara a otro. Se horrorizó al imaginársela enfadada. Los cuernos le crecían y en su boca los dientes parecían colmillos. Pero no aguantaba más y estaba seguro de que iba a perder el empleo.


-Buenos días, Rosalindo.-El jefe era un hombre enérgico, mayor entrado en carnes y con una apreciable calvicie sudorosa. Vestía con traje negro y llevaba un cigarro puro en la boca.


-Buenos días, señor Millán.


-Esta hecho usted una piltrafa.- El jefe lo miró de arriba abajo-Siéntese, quiero hablar con usted.


-Usted dirá.


-Me han dicho que tiene novia, ¿es cierto?


-Bueno, tanto como novia…Mejor decir que es una amiga.


- Mucho mejor. Me han dicho que es muy guapa y muy agraciada.


-No está mal.


-Mire, Rosalindo, sin rodeos. Me gustaría conocerla. Ya sabe que su posición en esta empresa está, digamos, tambaleándose. Creo que sería conveniente para su futuro aquí que me presentara a esa preciosidad.


Rosalindo no daba crédito a la propuesta recibida. Su jefe quería acostarse con Mabelina a cambio de conservarle el empleo.


-Veré lo que puedo hacer.


-Explíquele cual es situación aquí y creo que ella lo entenderá. Por cierto, ¿qué le ha pasado en el brazo?


-¿Qué?-Rosalindo no captó la pregunta a la primera-Ah, un accidente con la plancha.


-Ándese con cuidado, Rosalindo, ándese con cuidado.


Y sin más el jefe lo acompañó a la puerta. Rosalindo no tenía ni idea de cómo explicarle a Mabelina aquella insólita proposición.






-¿Y qué tengo que hacer, tirármelo?


-No sé, Mabelina. Pero si llega el caso…


-Si llega el caso, ¿qué?


-Pues, no sé…


-Joder, Rosalindo.


Ambos estaban en la cama fumando un cigarrillo después de hacer el amor. Empezó a amanecer sin ningún esfuerzo y Mabelina se iba quedando apaciblemente dormida. Rosalindo se había acostumbrado, a la fuerza, a dormir por las tardes; después del trabajo y antes de que se despertase la diablilla. Así que como era sábado y el fin de semana no trabajaba aprovechó para realizar una visita que hacía tiempo tenía programada ejecutar.


Asomó la cabeza al interior del taller. Aún siendo de día el televisor seguía emitiendo interferencias en un rincón. Al principio vaciló en entrar, pero al encontrarse cara a cara con el tatuador calvo, con frondosa barba y un ojo tatuado en el centro de la frente, las dudas se disiparon.


-Me arrepiento.


-Ya te lo dije.


-Necesito ayuda.


-Y a mí, ¿qué me cuentas?


El hombre desapareció un momento por una puerta del interior. Al poco apareció con dos tazas de café.


-¿Un cafelito?


-Hombre, pues sí.


El hombre apoyó las dos tazas en una mesita. Se postró delante de la televisión y le dio un golpe seco. El aparato dejó de hacer interferencias y empezó a sonar la radio. Tertulia matutina para oír y no escuchar.


-¿Quién te lo hizo?


-Un oriental. Dijo que me vio salir de aquí y se ofreció a hacerme un tatuaje.


-Pues, es a ése al que le tienes que pedir ayuda.


Hubo un silencio intenso roto por el sonido ininteligible de la radio.


-No tengo ni idea dónde encontrarlo. Antes de venir aquí pasé por la casa, pero parece estar abandonada. Al menos no había nadie.


-No es de extrañar. Ésta gente trabaja así.


-Pero, ¿qué era, un brujo o algo así?


-Pues, seguramente.


-¿Y no hay manera de deshacer este entuerto?


-Sólo una, que yo sepa.


El tatuador calvo de la barba frondosa y un tercer ojo tatuado en la frente le explicó lo que tenía que hacer para liberarse de Mabelina. Era una medida drástica, pero infalible. Rosalindo en el fondo estaba desesperado. Aunque últimamente había hecho el amor más veces que en toda su vida y había conocido el placer extremo estaba decidido a acabar con todo aquello de la manera que fuera. Por eso no se sorprendió cuando el hombre le desveló la forma. Rosalindo tenía que cortarse el brazo a la altura del codo. Tenía que separar de él cualquier parte de su cuerpo en la que hubiera tinta. Después debía dejar el brazo junto a Mabelina mientras ésta dormía. Así cuando se despertara ella sólo reconocería el brazo y se olvidaría de Rosalindo.


-A ver si luego no va a funcionar.


-Que sí, hombre, que sí. No seas tan desconfiado.


-¿Ha hecho esto alguna vez?


-¿Lo de cortar el brazo?, sí, pero por otros motivos.


-Bueno, entonces ya estoy más tranquilo.


Rosalindo regresó a su casa a paso rápido. En una bolsa llevaba su brazo empaquetado. Hacía calor y un par de moscas le acompañaron todo el trayecto. Aún faltaban unas horas para que Mabelina despertara, pero quería tenerlo todo dispuesto. Varios conocidos lo pararon por el camino para preguntarle por su brazo amputado. Rosalindo no sabía que decir. Simplemente tenía un plan; el de su liberación. Entró en su casa. El desorden y la suciedad eran palpables. Entró sigiloso en la habitación. Allí estaba estirada Mabelina. Era bellísima. A Rosalindo le entraron ganas de hacerle el amor, pero se contuvo. Desempaquetó el brazo todavía caliente y con sumo cuidado lo dejo al lado de la diablilla. Se sentó en una butaca. Desde aquel rincón de la habitación observaría la primera reacción de Mabelina cuando se topara con el brazo. Al poco el sol desapareció y Mabelina empezó a desperezarse. Cuál fue la sorpresa de Rosalindo cuando la diablilla agarró el brazo y sin más salió a la calle seguramente buscando un trago. La siguió. Por un momento pensó que la había perdido, pero al ver un grupo de gente que salía horrorizada corriendo de un bar supuso que estaba allí. Rosalindo se acercó despacio y asomó la cabeza por la puerta del bar. Allí estaba Mabelina. Bebía sola. Tenía una botella de ron y el brazo amputado de encima de la barra.


-¿Qué has hecho, Rosalindo?-le hablaba, pero no lo miraba. A diferencia de otras veces estaba triste. Posiblemente la primera vez que la vio así.


-Lo siento, Mabelina, pero es que ya no podía más.


-¿Y era necesario esto, Rosalindo?-tenía un tono de voz melancólico que lo agravaba aun más con el ron.


-No sé. Me han dicho que sí.


-Te han dicho que sí y, ¿por qué no me preguntaste a mí?- por primera vez miró a los ojos de Rosalindo.-Podría haber regresado a tu brazo y volver cuando tú me lo hubieras pedido. Ahora me has condenado. A medida que tu brazo se vaya pudriendo lo mismo haré yo.


Madelina apuró el vaso para volver a rellenarlo. Rosalindo sintió el deseo de abrazarla.


-Ni se te ocurra.


Aquellos ojos amenazantes nunca los había visto Rosalindo.


-Perdóname. Haremos lo que sea. Guardaremos el brazo en un frigorífico. Lo que sea, Mabelina.


-Olvídalo. Me has condenado a pasearme con este trozo carne hasta que desaparezca. Gracias por todo, Rosalindo. Adiós.


-Adiós, mi amor.


De regreso a casa escuchó una voz. Rosalindo la reconoció, pero del oriental sólo se distinguía la silueta en el fondo del callejón.


-Eh, muchacho, y ahora qué, ¿te tatúo un brazo?


Y Rosalindo rompió a llorar.










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