ÉL, CLAUDIO

Ni Claudio eligió aquella ciudad ni la ciudad eligió a Claudio. Simplemente unos datos en el fichero del ordenador central lo arrastraron a su destino. No estaba mal el lugar, en el fondo, pero tampoco era lo que él había deseado. En las ciudades costeras siempre habitaba un gran número de personas y Claudio sabía que eso no era nada bueno para él. Antes de que se barajaran las solicitudes de traslado le dejó muy claro a su superior que sólo aceptaría recalar en alguna pequeña ciudad del interior, lejos de masificaciones. Ni hablar de las situadas cerca de las montañas, ya que la temporada de esquí también podría ser un gran problema para él. Por eso cuando abrió el sobre y vio impreso en negrita el nombre de la ciudad creyó que se trataba de un error.
Después de catorce horas de viaje por la interminable autopista vio los primeros carteles que indicaban la llegada a la ciudad de Mamabanga. Claudio tomó el desvío y las palmas de su mano se cubrieron con un denso sudor. Condujo con cuidado con temor a que le resbalaran por el volante, pero la tensión con la que apretaba hacía que fuera del todo imposible. Salió de la autopista y con precaución giró a la derecha, hacia donde indicaba Mamabanga Centro. Tomo una carretera zigzagueante que recorría la falda de la montaña que se incrustaba en el mar. Claudio mantenía un ojo en la carretera y el otro en el magnífico paisaje que el mar azul le ofrecía. Tras aquella mole montañosa se escondía la ciudad y a medida que se acercaba iban proliferando las casas y edificios de apartamentos. Una señal le indicó que la gasolinera estaba a quinientos metros. Debería parar porque hacía bastante rato que el piloto de la reserva se había activado. Pasó por un tramo estrecho y después por un pequeño túnel muy antiguo; en sus paredes aún se podían distinguir los golpes de pico de las personas que lo excavaron. Buscaba con la vista la gasolinera. El sol todavía estaba bajo. Debería pasarle un agua a los cristales impregnados de mosquitos. Giró la última curva y la gasolinera ya estaba a la vista. Pero su mirada se topo con una mujer que posaba provocativamente al costado del arcén. Era guapa y no parecía tener más de treinta años. Su piel estaba morena después de tantas horas expuesta al sol y levantaba pícaramente la minifalda cuando veía que llegaba un coche con un hombre solo en el interior. Claudio sudaba sangre cuando puso el intermitente y paró al lado de la joven.

Mamabanga era agradecida con los extranjeros, sobre todo si traían dinero. Era una de las pocas ciudades de la costa en que podías comprar la justicia y fabricártela a tu medida. Fundada al abrigo de una ensenada protegida por dos moles montañosas, siempre había mantenido la independencia con el resto del país. Aunque políticamente perteneciera a éste. Pero Mamabanga no tenía que envidiar a ninguno de los principados del Mediterráneo. En siglo VIII gozó de su más plena libertad cuando  Filarmónico XVI le entregó la carta de población y fue considerada un protectorado. Los habitantes de la ciudad siempre han sido hospitalarios en todas las épocas. Sobretodo si tienen algo que ganar. Existe un dicho, del que después se apropió una ciudad de Norteamérica, que dice: “Lo que pasa en Mamabanga se queda en Mamabanga”. Y es que la ciudad y sus autoridades hacen oídos sordos de todo lo que ocurra, pero eso sí; todo tiene un precio. Digamos que Mamabanga dispone de una justicia a la carta. Todo depende de lo que nos queramos gastar.

Claudio estranguló a la prostituta mientras le realizaba una felación en el interior del coche. Creía que iba a poder controlarse, pero aquel mal que albergaba su interior era mucho más fuerte que él. Cuando la chica se subió al coche le fue indicando el camino hasta llegar al lugar donde estuvieran más tranquilos. Acababa de empezar cuando Claudio le apretó el cuello hasta notar que la vida expiraba en el cuerpo de aquella pobre infeliz. Claudio salió del coche y dio la vuelta. Abrió la puerta del acompañante y agarró los tobillos de la chica. La arrastró unos metros a través de un pinar. El suelo estaba repleto de preservativos usados y botellas de plástico vacías. Claudio dejó a la mujer estirada detrás de un pino. La observó allí tirada en el suelo y se dio cuenta de que todavía llevaba la bragueta abierta. Se la subió mirando al frente y volvió al coche. Arrancó y volvió a la carretera. A los pocos metros giró y entró en la gasolinera como si nada hubiera pasado. Era consciente de que había estrangulado a aquella chica, pero se controló. Pagó con tarjeta y prosiguió su camino. A lo lejos ya podía observar el puerto de Mamabanga.
Conducía con la ventanilla bajada y disfrutando del masaje de la brisa marina. De repente sonó un teléfono móvil. Claudio se sobresaltó al ver el bolso de la chica en el asiento del acompañante. Sin dudarlo lo agarró y lo lanzó por la ventanilla. El bolso desapareció entre unas zarzas, montaña abajo. Después asustado miró por el retrovisor, pero ningún coche circulaba por la carretera.

Mamabanga recogía, gracias a su total independencia jurídica, las sedes de los bancos más importantes. También tenían su domicilio fiscal las grandes empresas del país. Y todo lo grande y poderoso se afincaba en Mamabanga.
Hacía poco tiempo que una nueva empresa de seguros se había afincado en la ciudad. Los primeros meses registraban muy buenos números, pero luego la cosa empeoró. No era nada extraño. Todo lo contrario. Cualquier empresa que aterrizara con nuevos empleados sufría una transformación negativa, ya que Mamabanga los seducía. Las noches nunca terminaban. Había fiesta a cualquier hora del día. Por eso los patronos debían tener bien atados a sus trabajadores para que estos respondieran en la faena diaria. Las empresas tuvieron que crear un nuevo puesto en el organigrama jerárquico: “El pastor”. Los pastores tenían la obligación de velar por la producción de sus empleados. Excepto durante el descanso dominical, los pastores podían irrumpir en la vida de cualquier trabajador vinculado a la empresa y por todos los medios devolverlo al redil. Por eso aquella nueva empresa de seguros contrató los servicios de un pastor por primera vez.

El temor a perderse se anuló al ver que las calles estaban muy indicadas. Le costó poco llegar la hotel. Pero una vez en frente no supo que hacer con él. Así que lo aparcó justo delante en doble fila. Después bajó y corriendo se dirigió a la recepción. Mamabanga también disfrutó del bum inmobiliario, pero todavía más exagerado que en cualquier lugar de la costa. Cualquier hotel tenía una estructura majestuosa y no escatimaba en ningún tipo de lujo en decoración. Claudio pensó en un principio que se había equivocado y estuvo a punto de volver por donde había venido. Pero no le hizo falta acercarse al mostrador para que saliera a recibirle un apuesto recepcionista con una sonrisa impecable en el rostro.
Mientras el recepcionista sonriente rellenaba la ficha de entrada, Claudio miró alrededor. Se fijo en una cristalera desde la que se podía ver la piscina que a pesar de la hora que era estaba repleta de gente en bañador y con gafas de sol. Protegido bajo una tela sujetada con unas cañas pinchaba un discjockey y en un rincón entre dos palmeras estaba la barra, donde pudo observar que no paraban de servirse bebidas exóticamente mezcladas. Y todos los vasos contenían azúcar en el borde.
-Puede acudir a la piscina cuando quiera. Hay barra libre todo el día-, dijo el recepcionista.- También le podemos conseguir la droga que quiera pagando un extra.
El recepcionista le pasó un folleto a Claudio. En el indicaba el precio de las dosis de un surtido variado de drogas de diseño. Claudio lo rechazó.
-No, gracias. De momento no me interesa-. Y el recepcionista le entregó la tarjeta para abrir la puerta de su habitación.- Por cierto, ¿tienen aparcamiento?
-Por supuesto señor. La estancia también le cubre una plaza en nuestro aparcamiento.
-Es que lo he dejado ahí en la calle.
-No se preocupe señor. Deje aquí las llaves que ahora mismo envío a un mozo para que se lo aparque.
-Muy bien. Pero antes voy a buscar mi equipaje.
-Ni se le ocurra, señor. Se lo subiremos a la habitación antes de que llegue usted por el ascensor.
-De acuerdo-. Dijo Claudio. “Deben tener un buen pastor”, pensó mientras se dirigía hacia el ascensor donde lo esperaba un botones también sonriente.
Subió hasta el piso número quince. Entró en la habitación. Era la más lujosa que había visto nunca. Se acercó al balcón y contemplo la magnifica ciudad de Mamabanga desde la altura, pero se sorprendió al ver que existían edificios mucho más altos que aquel hotel. Mamabanga es la ostia, pensó. Dio un vistazo por la habitación que más bien parecía un apartamento. Cuando entró en el dormitorio se encontró con el equipaje al lado de la cama. Después se desabrochó la camisa y se soltó el cinturón para estirarse en la cama. Una vez tumbado se quitó los zapatos. Primero con un pie y después con el otro. Sin querer se quedó dormido.

Mamabanga ha influido tanto en los pueblos de la zona que la mayoría de ellos a adoptado su nombre como apellido. Por ejemplo: Riopozo de Mamabanga, Hostales de Mamabanga, Villanueva de Mamabanga. Todos han querido rascar algo de la ciudad influyente. Incluso le pusieron el nombre a un aeropuerto de una ciudad que estaba en otro continente, pero a escasos kilómetros. Es también la única ciudad del país en la que el título de alcalde recae sobre varias personas en vez de ser individual. Para curarse en salud el sistema político interno de Mamabanga tiene un entramado laberíntico para que nadie pueda ser acusado de, por ejemplo, vender la justicia al mejor postor. Existe una clase nada popular de personas que todo el mundo sabe que está ahí, pero que ha nadie le interesa interponerse en su camino. Además tienen el apoyo popular de la mayoría de los mamabangueses. La ciudad concentra el ochenta por ciento de la población de toda la geografía colindante y cada año que pasa crece más.

Claudio se despertó cuando ya se puso el sol. Dio un salto de la cama y buscó el reloj. Las nueve y media. Tenía tiempo de darse una ducha antes de salir a cenar. Entró desnudo en el cuarto de baño. Una voz se escuchó a través de un auricular empotrado en la pared. “¿Deseará un masaje, señor?”. “No”, contestó mecánicamente Claudio. Estiró el brazo y giró el mono mando de la ducha. Al quitarse los pantalones descubrió que todavía perduraba el olor a perfume barato de la prostituta. Lanzó toda la ropa a un rincón haciéndola una bola. Después se introdujo bajo el relajante chorro de agua. Cogió el jabón, cortesía del hotel, y se embadurnó todo el cuerpo. Después se frotó el pelo con el champú. Disfrutó de la ducha durante diez minutos. Después salió y puso los pies en la alfombrilla y se secó con el albornoz limpio que pendía de la puerta. Entró descalzo en el dormitorio y buscó el neceser. Extrajo la máquina de afeitar eléctrica y se dio un repaso. No tenía mucha barba. Tan solo quizás algún pelo díscolo ya que por la mañana, antes de salir de viaje ya se había afeitado. Conectó el hilo musical mientras se vestía.
Pasó por recepción para recoger las llaves del coche. Había otro recepcionista, pero igual de sonriente. Le explicó que el hotel prestaba un servicio de taxi a los clientes que salían por la noche, con el fin de evitarles la molestia de conducir. Claudio lo rehusó. Dijo que prefería ir con su coche. Lo único que le pidió al recepcionista fueron las indicaciones para llegar al Centro Everett. Éste se las dio amablemente y después le indicó la planta en la que encontraría su coche. Claudio se despidió y se dirigió al ascensor. Allí lo esperaba un botones al que se le notaba demasiado su falsa sonrisa. Por eso no le dio propina cuando le abrió las puertas al llegar al aparcamiento.

El Centro Everett de Mamabanga es el único lugar donde se realizan los negocios con seriedad. Fundado por Mark Oliver Everett al final de sus días. Este reconocido filántropo hizo su fortuna reinventando las drogas de diseño más potentes que tanta riqueza y diversión le dieron a Mamabanga. Quiso redimirse y dono una cantidad ingesta de dinero para que se construyera este lujoso centro de negocios. En un principio iba a llamarse Centro Mamabanga, pero al final decidieron ponerle el nombre de su benefactor.
Se compone de cuatro torres, unidas todas ellas por pasillos transparentes y con la peculiaridad de ser la única en el mundo que desafía la gravedad, manteniéndose flotantes los pisos encajados de cada planta. En el espacio central que dejan las cuatro torres se levanta el auditorio más grande del mundo. Tiene capacidad para ochocientas mil personas y su característica más importante es la cúpula giratoria que se abre automáticamente cuando el cielo está estrellado. Provista de un sistema pionero capaz de engullir la luz artificial del exterior para que sólo se vea la plena oscuridad del universo. Es curioso porque muchas de las personas que acuden por primera vez al auditorio nunca han visto un cielo estrellado.
En cada torre había un centro de convenciones, varios restaurantes y un casino. El Centro Everett reunía un gran número de clientes y vendedores de toda clase de mercancía. Era el único lugar del planeta donde se podía hacer libremente. Lejos de leyes recaudatorias y burocracias hambrientas y dominantes.

Claudio había quedado con el señor Estévez a las diez en la torre tres. El señor Estévez era el propietario de la empresa de seguros La Fiable. Hacía poco que tenía sede en Mamabanga por lo cual tenía un serio problema con sus trabajadores. Por eso no dudó en ponerse en contacto con la Agencia de Pastores para recurrir a sus servicios. Pero el señor Estévez no se conformaba con cualquier pastor. Quería el mejor costase lo que costase. Por ese motivo la Agencia envió a Claudio pese a sus reticencias. Era el mejor pastor y un historial intachable avalaba su éxito. Duro y metódico parecía extraído de las más oscuras escuelas privadas, donde la educación se convierte en un claro adiestramiento para liderar sin escrúpulos a los semejantes pobres de espíritu. Claudio no tenía ninguna cicatriz visible, pero su interior al completo estaba curtido y sus entrañas eran cayos donde ningún sentimiento de bondad podía filtrarse. Esta personalidad era la que generaba la virtud de Claudio como un buen pastor. Implacable con los empleados desobedientes y procastinadores. Lejos de dejarse arrastrar por la compasión hacia ellos. Enemigo acérrimo de toda conducta que aparte del camino recto al ser humano. Parecía que aquel trabajo se inventó para él. Para que pudiera explayarse en su odio y violencia contra todo aquel que no cumpliera con sus obligaciones. Pero tenía una debilidad. Cada vez que caía en ella se entregaba más a su trabajo, como si ello fuera una especie de redención. Por eso no le gustaba trabajar en ciudades donde abundaban mujeres de la vida. Sentía una atracción, parecida a la sexual, hacia ellas. No podía evitar acercarse a ellas y dejarse tocar un poco. Hasta que de repente estallaba y con sus gruesas manos les apretaba el cuello hasta dejarlas sin vida. Dentro de su vida de rectitud aquella conducta era lo único que le dejaba una mancha. Pero el lo remediaba siendo más severo en su trabajo y eso lo aliviaba. Ahora el señor Estévez lo esperaba en la torre tres para entregarle el dossier y la lista negra de empleados. Claudio llegó puntual; esa era otra de sus virtudes.
-Bienvenido a Mamabanga, pastor Claudio-. Esa era la manera con que le gustaba presentarse. Así sin más. El primer sustantivo como indicador de su profesión y el segundo su nombre propio. Era mue importante para él que sus credenciales quedaran claras antes de emprender un negocio.
-Buenos días. El señor Estévez, supongo.

CULPABLE

A pesar de que era el día del espectador había poca gente en la sala. Cinco tipos solitarios a los que de veras interesaban la película y un par de parejas cobijadas por la oscuridad. Alberto fumaba mientras el proyector escupía los fotogramas en la lejana pantalla. Había cambiado el último rollo y por fin podía relajarse hasta el final de la película. El tiempo transcurrió como por arte de magia y antes de que desapareciesen los títulos de crédito la sala empezó a iluminarse. Desde la altura, Alberto, observaba como desfilaban los espectadores. En seguida entraron los dos acomodadores con una escoba en la mano y se pusieron a barrer. Alberto apagó el proyector y guardo el rollo en la lata. Al día siguiente había sesión matinal y el programa era otro.
El aparcamiento estaba desierto. Una capa de rocío cubría el auto de Alberto. Siempre era el último en abandonar el cine. Condujo hacia casa por las calles vacías. Se detuvo varias veces ante los semáforos en rojo. El último se lo saltó; pensó que era una tontería detenerse en un cruce donde no circulaba nadie y disponía de buena visibilidad. Alberto vivía en un viejo edificio al lado del nuevo centro comercial. Cada noche, mientras maniobraba para entrar en la escueta entrada del aparcamiento comunitario, coincidía con aquella mujer que cruzaba apretando el paso por delante de él. Ella siempre le dirigía una sonrisa suplicante para que la perdonase y él se la devolvía condescendientemente. Luego la mujer desaparecía por la avenida.
Una mañana que tenía libre, Alberto fue a dar una vuelta por los alrededores del edificio. Contemplaba absorto el tráfico matinal mientras esperaba en el paso cebra. De repente el hombrecillo del sombrero se iluminó y empezó la cuenta atrás para cruzar al otro lado. Tampoco eran muchos los transeúntes a esas horas de la mañana, aún así tuvo que esquivar a un tipo enganchado de un teléfono por la oreja. A éste lado de la calle reina majestuoso el nuevo centro comercial. Cuando Alberto estuvo frente a él se le ocurrió entrar a comprarse una camisa.  Pasear por el interior no era fácil. No podías perder de vista los carteles indicadores y una sucesión de escaleras mecánicas transportaban a los clientes de planta en planta. Entró a fisgonear en la sección de perfumería. Le gustaba aquella amalgama de buenos olores. Entonces se dio cuenta de que la dependienta le resultaba familiar. Ella no reparó en él. No reconocía su rostro. De hecho sólo lo había visto de noche y en el interior del coche. Él la miró buscando aquella sonrisa, pero ella estaba absorta colocando unos frascos bajo el mostrador de cristal. Alberto retomó las escaleras hasta llegar a la última planta. Entró en la cafetería, buscó algún periódico y se sentó a tomar un té. 
Los viernes se estrenan las películas, pero hacía un mes que no llegaban rollos nuevos al cine. Alberto sabía que eran malos tiempos, pero mientras que los acomodadores hicieran la vista gorda con el comportamiento de los espectadores en el interior de la sala, el cine estaba salvado.
Como cada noche se cruzó con aquella mujer y decidió que al día siguiente la esperaría en la puerta del aparcamiento comunitario. Condujo un poco más rápido y se saltó varios semáforos en rojo para provocar el encuentro. Apostado contra una farola esperó a que la mujer apareciera.
-Hola, ¿cómo te llamas?
-Angélica.
Permanecieron en silencio, pero se dijeron muchas más cosas que si las palabras hubieran brotado de sus gargantas.
-Trabajas ahí, ¿no?- dijo Alberto señalando hacia el centro comercial.
-Sí, a doble turno. Por las tardes hago de dependienta en la perfumería y por las mañanas barro y friego las escaleras.
-Total que estás todo el día trabajando.
-Vaya-. Y una sombra de desánimo apareció en el rostro de Angélica.
Alberto la invitó el domingo siguiente al cine y Angélica accedió con mucho gusto.
Él la observaba desde la cabina de proyección. Angélica miraba la película concentrada en su butaca. Cuando se encontraron en el aparcamiento Alberto le pidió matrimonio.
Fue una ceremonia escueta y por lo civil. Ni el novio ni la novia tenían familiares en la ciudad, así que los testigos fueron un acomodador y una de las limpiadoras del centro comercial. Se fueron a vivir al piso de Alberto ya que era de su propiedad y Angélica abandonó el piso de alquiler que compartía con tres mujeres. Después del viaje frugal a Valencia con motivo de la luna de miel, sus vidas volvieron a la normalidad.
Al cabo de dos meses Angélica decidió dejar el doble turno, ya que era una mujer casada y a partir de entonces sólo trabajaría en la perfumería. Alberto estuvo de acuerdo.
Por fin llegaron los estrenos. Alberto apilaba las latas que contenían los rollos de película. Aquel viernes estrenaban cuatro títulos. Una cierta inquietud se apoderaba de todos los maquinistas; se sentían como niños con zapatos nuevos. Alberto examinó el título de la película que le había tocado y se le agrió la sangre.
No soportaba al actor protagonista. Tenía que actuar rápido si no quería tragárselo durante un mes, por lo menos. Corrió hacia la sala de al lado y le pidió a su compañero Antonio que le cambiara el puesto. Antonio accedió y Alberto se sintió aliviado. Cambió la película de su actor más odiado por una de animación en tres dimensiones. Tampoco le apasionaba, pero por lo menos evitaba ver la cara de aquel tipo todo el día en la pantalla.
Por las noches ya no se cruzaba con Angélica en la puerta del aparcamiento comunitario porque, ahora, lo esperaba en casa.
-¿Cómo ha ido el día, cariño?-, preguntó ella.
-Igual que siempre-, contestó él.
Cenaron y después celebraron en la cama lo contentos que estaban en su condición de marido y mujer.
Extenuados ella le preguntó:
-¿No fumas?
-Hace cinco años que lo dejé.
-Pues yo ahora me fumaría uno. Me gusta fumar después de hacer el amor o cuando estoy nerviosa.
Alberto la atrajo con fuerza hacia él y la besó. El alba los sorprendió con sus cuerpos entrelazados mientras dormían apaciblemente.

Los días fueron pasando, pero la pasión que sentía la pareja parecía anclada. Alberto ya no salía el último del cine y siempre buscaba una excusa para llegar pronto a casa. Al principio no se percató, pero el piso olía a tabaco. Pensó que Angélica fumaba a escondidas. Sólo pensarlo le dio la risa y lo toleró. Entró de puntillas para ver si la sorprendía. Angélica estaba en la cocina fregando unos vasos. Encima del mármol había una botella de coñac. Alberto se acercó sigilosamente por detrás y abrazó a Angélica por sorpresa. Ésta se sobresalto y con maestría se lo sacó de encima.
-Cariño, me has asustado-, dijo mientras se acaronaba el pelo. Alberto se abalanzó sobre ella y la besó. Ella volvió a separarse disimuladamente mientras cubría la botella de coñac con su cuerpo.- ¿Por qué no bajas la basura? Al final se me ha olvidado-. Angélica señaló hacia la bolsa de plástico negro apoyada en la puerta de la cocina. Estaba repleta y Alberto tuvo dificultades para realizar el nudo con las dos tirillas. Se acercó a Angélica que permanecía quieta apoyada en el mármol y la besó sobre aquella suplicante sonrisa.
-Ahora subo, mi amor. No te vayas, ¿eh?-. Dijo Alberto bromeando.
Llamó al ascensor, pero éste permanecía averiado de nuevo. Bajó como un rayo por las escaleras. La bolsa iba dando golpes por las paredes. Antes de llegar al rellano del entresuelo escuchó un portazo que provenía de la parte de arriba de la escalera, pero no le hizo mucho caso. En aquel edificio vivía mucha gente y hacía tiempo que había perdido el control de sus vecinos. Salió a la calle. El contenedor estaba enfrente del portal. Dio un par de pasos y estiró el brazo dejando caer la bolsa en el interior. Se dio la vuelta a toda velocidad para llegar cuanto antes a casa. Entonces se topó de frente con aquel tipo. Un hombre de tez morena, calvo y con un bigote puntiagudo bajo una nariz aguileña.
-Perdón-. El hombre posó la mano en el hombro de Alberto y siguió su camino. Alberto no lo había visto nunca, pero tenía algo que le pareció natural. “Quizás lo he visto en el cine”, pensó y subió a su casa en un plísalas.

A Eusebio le faltaba un mes para jubilarse. Entró en la sala de proyección. Alberto leía un diario deportivo. Eusebio fue el maestro de Alberto. Le enseño todos los trucos para cambiar los rollos sin que tuviera problemas. Los dos hombres se dieron la mano al verse.
-Hombre, Eusebio, ¿qué te trae por aquí?
-Quisiera pedirte un favor.
-Tú sabes que por ti se hace lo que convenga.
-Se trata del marido de mi hija. Es un poco torpe, pero como están las cosas he pensado colocarlo en mi puesto. Sabes que me falta poco-. Eusebio hizo una pausa y miró fijamente a Alberto.- He pensado en que lo enseñes tú.
Aquello no le hizo ninguna gracia a Alberto. El yerno de Eusebio ya trabajó alguna vez en el cine y fueron problemas continuos. Era buena persona, pero un desastre como maquinista.
-Ningún problema, Eusebio. Dile que venga cuando quiera-. Alberto fue rápido. No quería defraudar a su maestro.
-Bueno, pues muchas gracias. No sabes el peso que me quitas de encima-. Y Eusebio se echo a reír. Los dos se percataron de que el rollo estaba a punto de acabarse y se despidieron entrelazándose las manos de nuevo.
Alejandro, el yerno de Eusebio, se presentó aquella misma tarde. Se quemaron tres rollos y acabaron el trabajo una hora más tarde. Alberto llegó a casa sacudido por el manojo de nervios reprimidos que llevaba dentro. Cuando entró en el piso encontró a Angélica adormilada en el sofá bajo la luz hipnótica del televisor. Alberto lo apagó y se agachó para besarla. Entonces se dio cuenta.
-¡Angélica!
La mujer se despertó asustada.
-¿Qué pasa?, ¿por qué gritas?
-Tienes un ojo morado.
-Ah, me he dado un golpe con el canto de la mesa. He resbalado.
-Ven aquí, cariño-. Alberto la acurrucó junto a él y le acarició la cabeza.

Alberto no podía más. Estaba acostumbrado a trabajar solo y Alejandro, a parte de ser un negado para la máquina, le asqueaba.
-Mira esos dos-. Dijo asomado por el hueco que había en la pared para proyectar la luz en la pantalla.
-Deja a la gente tranquila-. Sentenció Alberto.
-¿Tú no los miras nunca?
-Jamás se me ha ocurrido-. Alberto leía un periódico, pero no podía quitarle el ojo de encima a aquel tipo. Era una bomba de relojería y en cualquier momento podía causar el desastre.
-¿Cuánto falta para cambiar el rollo?-, preguntó Alejandro.
-Tranquilo, yo lo cambiaré. Ayer ya cumplimos el cupo de accidentes.
Tres golpes secos sonaron en la puerta. Los dos maquinistas se miraron mientras la puerta se abrió de golpe. Un hombre grueso encajado en una raída gabardina entró en la sala de proyección. En la puerta había dos agentes de policía.
-Buenas tardes, soy el inspector Esclusa, ¿quién de ustedes es Alberto Cigal?
-Yo mismo.
El inspector hizo una señal para que entraran los dos agentes. Mientras uno de ellos sujetaba a Alberto, el otro le ponía las esposas.
-Alberto Cigal queda usted detenido.
Si en aquel preciso instante alguien hubiera pinchado a Alberto ni una gota de sangre brotaría de su cuerpo. Estaba completamente helado y su rostro blanco.
-Pero…-, balbuceó-, la película no ha terminado.
-Tranquilo, yo me ocupó-. Dijo Alejandro.
-¡Pero tú no tienes ni idea!-. Gritó Alberto mientras los agentes se lo llevaban por el pasillo. El inspector les seguía el paso mientras encendía un cigarrillo.

Lo sacaron del calabozo y lo introdujeron en la habitación de interrogatorios. No era como en las películas. Las paredes estaban desconchadas y en un rincón habían amontonados unos viejos archiveros de cartón raído y unas mohosas carpetas de las que había desaparecido cualquier inteligibilidad de sus inscripciones clasificatorias. Tampoco existía ningún espejo por el que sentirse observado. Un guardia de seguridad acompañó a Alberto y lo hizo sentarse en una destartalada silla. Le puso las manos en la espalda y lo esposó de nuevo. Del techo pendía una bombilla cubierta por una amarillenta pantalla acartonada. No había más mobiliario en la habitación. También carecía de ventilación. Alberto tuvo la sensación de que estaba en el cuarto de las ratas. Aturdido esperó con una calma pasmosa a que se esclarecieran los hechos.
Lo primero que le dijo su abogado es que no tenía nada que hacer para que Alberto saliera en libertad. El ojo morado de Angélica era la prueba. Eso sí, pediría una reducción de condena ya que era la primera vez. Alberto contemplaba la situación como si la cosa no fuera con él. El abogado le miró fijamente a los ojos y le dijo:
-Alberto, su esposa le ha denunciado por malos tratos.
-¿Malos tratos?- Alberto quedó todavía más sorprendido.

A la mañana siguiente se presentaron ante el juez. Era un hombre de avanzada edad oculto tras unas pequeñas gafas de cristales oscuros. Los pliegues de su vetusta piel recordaban a las patas de un elefante. Estaba completamente cubierto de arrugas. La habitación era pequeña; sólo había espacio para la mesa-escritorio del juez y las tres sillas. Una de ellas estaba colocada junto al anciano y estaba destinada al representante de la parte fiscal. En este caso una joven con una larga cabellera rubia recién salida de la facultad. Las otras dos sillas eran para el detenido y su abogado. El juez estuvo removiendo los papeles que tenía ante sí mientras la joven fiscal le cuchicheaba algo a la oreja. Mientras la joven hablaba el juez dejaba esbozar una leve sonrisa en sus vetustos labios. Entonces el anciano se dirigió al abogado:
-¿Sabe su cliente que va a entrar en la cárcel?
Alberto se inclinó hacia delante sin levantarse de la silla. El abogado le apretó la pierna con la mano para indicarle que se estuviera quieto.
-Pero, señoría, Alberto es inocente.
Un corto silencio se instaló en la habitación. La joven volvió a acercar su boca a la oreja del juez y éste sentenció:
-Declaro prisión preventiva hasta la celebración del juicio.
Todos se pusieron de pie y Alberto se desmayó cayendo a plomo contra el suelo con todo su peso.

A sus cincuenta y tres años la funcionaria Ana Rueda trabajaba sin descanso por la causa. Había ideado un sistema de alerta por SMS que avisaba a las víctimas sobre el estado del maltratador. El  sistema avisaba cada vez que el recluso disponía de algún permiso penitenciario, así la víctima podría prepararse y estar atenta a lo que pudiera suceder a su alrededor.
Aquella tarde Ana se dirigía al piso de Alberto para darle la clave de alertas a Angélica. Llamó a la puerta y apareció un hombre de tez morena, calvo y con bigote.
-Buenos días-, dijo Ana.
-Buenos días-, contestó el hombre.
-Busco a Angélica Latorre.
-No está. Ha salido a trabajar.
-¿Allí puedo hablar con ella?
-Pues claro.
-Por cierto, ¿usted quién es?-, preguntó algo intrigada la funcionaria.
-Su hermano-, dijo el hombre titubeante.
-Hasta luego, encantada-, se despidió Ana.
-Adiós-. Y la puerta se cerró.
Una vez en el portal sólo tuvo que cruzar la calle para plantarse en la entrada principal del centro comercial. Se acercó al guardia de seguridad y éste le indicó el despacho del jefe de recursos humanos. Una vez allí llamó suavemente y tras la puerta apareció un hombre sin adjetivos y gris. Ana le explicó el motivo de su visita y enseguida, aquel hombre, hizo llamar a Angélica. Pasaron unos minutos y al poco apareció en el interior del despacho.
-Buenos días-. Dijo Angélica.
-Buenos días. Está señora quiere hablar con usted-. Dijo el jefe de personal mientras señalaba a Ana. Después se escabulló por una portezuela de madera ajada y desapareció. Las dos mujeres quedaron una frente a la otra.
-Buenos días, Angélica. Me llamo Ana Rueda y soy del Instituto de la Mujer. Mi tarea es preocuparme de la seguridad de las víctimas de la violencia de género- Angélica escuchaba con una de sus mejores sonrisas. Estaba muy elegante con el traje de vendedora de perfumes y no paraba de frotarse las manos para demostrar cordialidad y cooperación. Iba asintiendo a las palabras de Ana con la cabeza un poco ladeada.- Verás, Angélica, te voy a dar unas claves que debes introducir en tu teléfono móvil. Así estarás siempre informada de la situación de tú marido. Evidentemente mientras esté en la cárcel no recibirás ningún mensaje. ¿Tienes tu móvil aquí?
-Sí.
-Pues venga. Vamos a introducir los datos.
Cuando terminaron Angélica se deshacía en gratitud hacia Ana por el servicio realizado. El jefe de personal apareció en el despacho y todos se despidieron entrelazándose las manos.

Al cabo de tres meses en la cárcel a Alberto le ofrecieron participar en unas sesiones con el psicólogo. Eran unas charlas para descubrir el por qué de la violencia repentina desbocada sobre las personas más amadas. Asistir tenía premio; un permiso de fin de semana para poner en práctica todo lo trabajado en las sesiones. Alberto no lo dudó ya que así podría hablar con Angélica para ver lo que había pasado y lo más importante de todo; podría acercarse al cine, o lo que quedaba de él, ya que Alejandro, el yerno de Eusebio, había conseguido con sus manazas prender la mitad del recinto en una noche de estreno. Aún así un par de salas seguían funcionando y Alberto añoraba el ruido de las máquinas.
La primera sesión fue un desastre; no tenía nada que decir. Estaba rodeado de verdaderos maltratadotes que sí intentaban justificar de alguna manera los aberrantes hechos que los habían llevado allí. El psicólogo cansado del silencio de Alberto le instó a participar.
-Alberto, cuéntanos un poco de lo tuyo, hombre. No sirve de nada guardárselo dentro.
-Es que no tengo nada que contar.
-Ya, claro. Insistes en tu inocencia.
-Por supuesto.
-Pues como no colabores el permiso seguirá estando lejos, muy lejos.
Alberto volvió a caer en aquella profunda fosa cavada por su incomprendido silencio.
Pero el psicólogo se equivocó y el permiso llegó. Aunque no fue por un motivo alegre. Eusebio, el viejo maquinista, había fallecido. Se ahogó un domingo en el pantano al caerse de la barca en la que estaba pescando junto con Alejandro, su yerno. Una vez probado el grado de afecto entre Eusebio y Alberto, el director de la institución penitenciaria accedió a la firma del permiso para que  acudiera al entierro.

 Juan había ideado un plan para hacerse con el piso y quitarse a Alberto de en medio. Angélica entró en el piso y le enseñó el teléfono móvil. Juan lo cogió.
-Ha salido-, dijo Juan enarcando sus cejas morenas.
-Sí, a un entierro. Volverá a entrar esta tarde.
-Tenemos poco tiempo.
Juan se pasó la mano por la cabeza calva e hizo un movimiento con los labios. El bigote osciló hacia arriba y hacia abajo causando un efecto cómico. Angélica sonrió frente a Juan que releyó el mensaje de nuevo. Se acercó un poco la pantalla a los ojos. Después dio dos pasos y apoyó suavemente el teléfono sobre la mesa. Angélica lo observaba con una ingenua impaciencia. No se había movido desde que lo  vio. Juan la miró y dio una leve palmada. Después sonrió y levantó las palmas hacia arriba como queriendo decir: “Qué le vamos a hacer.” Angélica asintió y cerró los ojos. Entonces Juan dejó caer con toda su fuerza el puño contra la frágil y bella cara de Angélica que retrocedió unos pasos a causa del golpe.
-¿Te he hecho daño, cariño?-, preguntó Juan mientras acariciaba las mejillas de su mujer.
-Hombre; tú mismo.
-Perdóname, Angélica. Sabes que falta poco para que esto termine.
-Lo estoy deseando-, contestó Angélica con su dulce sonrisa. Luego se besaron mientras el golpe empezaba a inflamarse en la cara de la mujer.

El entierro fue un desastre. No se le ocurrió otra cosa a Alejandro que ayudar a los de la funeraria a alzar el féretro de su suegro hasta la segunda hilera de nichos. Resbaló y el cadáver embalsamado de Eusebio cayó de la caja y rodó por el suelo ante el asombro de los asistentes. “No me lo puedo creer”, se dijo Alberto. Pero su sorpresa fue aún mayor cuando vio a dos policías que se dirigían corriendo hacia él. Ante el asombro de todos lo esposaron y se lo llevaron detenido. Alberto había aprendido a no preguntar y a dejarse llevar por los acontecimientos que lo desbordaban. En menos de una hora estaba de nuevo en su celda.

 A Ana Rueda le quemaba el expediente de Angélica en la mesa. Aquel caso le parecía extraño. Era el único en que el marido no acababa con la vida de su mujer aprovechando un permiso penitenciario. Algo ocurría, eso estaba claro, pero no conseguía dar con el qué.
Después de comer decidió dar una vuelta por el centro comercial. Así podría observar a Angélica sin que esta se diera cuenta. Al llegar a la entrada principal se mezcló con el resto de clientes y tras cruzar la puerta automática se introdujo como una más. Unas agujas gigantescas incrustadas en una magnífica pared de mármol señalaban las cinco menos diez. Angélica estaría a punto de llegar así que Ana se dirigió al supermercado a comprar un litro de leche de soja para aprovechar el viaje. Pagó en efectivo y se conmovió al ver la mirada de la joven cajera. Tuvo la sensación de cómo si estuviera anclada a la silla giratoria. Era una chica muy guapa y sus ojos mostraron que alguna vez fueron vigorosos, pero Ana se dio cuenta de que aquel trabajo la estaba sepultando. Recogió el cambio y se marchó pensando que el suyo no era mucho mejor. Con disimulo se acercó a la sección de perfumería. Tuvo que atravesar la zona de ferretería. Observaba las herramientas allí colgadas intrigada. No tenía ni la menor idea de la función de cada una de ellas. Entonces vio a un tipo calvo con bigote que la observaba fijamente desde el final del pasillo. ¿Dónde lo he visto antes?, pensaba Ana mientras apartaba la mirada. Disimuló un poco como si de verdad estuviera buscando un formón de carpintero. Toco unos cuantos con al mano y se volvió hacia donde estaba el tipo. La seguía mirando con aquellos ojos negros. Ana le aguantó la mirad esta vez y él se escurrió por el lateral del pasillo desapareciendo de su vista. Ana no conseguía recordarlo, pero sintió algo que hacía mucho tiempo que creía que había desaparecido. Entonces el calvo del bigote apareció junto a ella. Ana todavía sujetaba el mango del formón cuando se sintió penetrada por aquella mirada. El hombre no dijo nada y la beso. Ana dejó que sus lenguas se cruzasen. Un calor tantas veces añorado recorrió su cuerpo convirtiendo su entrepierna en un volcán.
-Vamos al lavabo-, dijo el hombre.
-No, no. Al lavabo no-. Dijo Ana sin dejar de acariciar a aquel amante misterioso.
El hombre miró su reloj de pulsera y dijo:
-Pues vamos a mi casa.
-¿Vives muy lejos?
-Aquí mismo.
Los dos abandonaron el centro comercial como dos antorchas. Cruzaron la calle y al ver el portal enseguida se acordó del calvo con bigote.
Ana estaba tan caliente y necesitada que no quiso indagar más sobre el tema.
Después de tres horas haciendo el amor Ana se dio cuento de lo que había ocurrido, pero lejos de arrepentirse le dijo al hombre que estaba muy satisfecha y que tendrían que repetirlo, pero así como había sucedido. Ana planteó buscar diversos espacios públicos para sucumbir a la seducción. Él estaba de acuerdo incluso se ofreció a llegar un poco más lejos.
-¿A qué te refieres?,- preguntó Ana.
-Ya sabes-. Y el hombre le enseñó el puño y empezó a anudar el cinturón. Cuando terminó dio un latigazo en el respaldo del sillón.
-No eso, no-. Dijo Ana sonriendo.
-Como quieras. Pero deberías probarlo. Al final os gusta a todas.
Ana se dio cuenta de que se había hecho tarde y tenía que marcharse de allí. Se despidió del hombre besándose levemente en los labios y se largó.
Llegó a casa y se dio una ducha. Estaba hambrienta y pidió comida china por teléfono. Luego se dirigió a su despacho y una vez en frío se dispuso a atar cabos. Aquel expediente realmente ardía, pero estaba tan cansada que se durmió. Sólo se despertó cuando el repartidor chino llamó a la puerta.

Pasaron los meses. Alberto llevaba tanto tiempo acudiendo a terapias y deliberaciones con los psiquiatras de la cárcel que empezó a creer que había maltratado a Angélica. Observaba en silencio. Era muy raro verlo hablar con alguien y cada era menos sociable. Aún así colaboraba en las tareas colectivas. Ahora adornaban el comedor con motivos navideños ya que faltaba poco para la cena de Nochebuena. Pero a la hora de comer y de salir al patio parecía una sombra. El carcelero lo sacó de su mundo.
-Tienes visita.
Alberto se extrañó y empezó a especular. Quizás fuera Angélica, o algún familiar, aunque sabía no debía pensar en su mujer.
Se arrastró como un guiñapo hacia la sala de visitas. Un guardia lo custodiaba por detrás. Sin levantar la vista cogió la silla para sentarse enfrente del cristal. Cuando vio a su visitante agarró la silla con fuerza. Frente a él se mostraba sonriente Alejandro, el yerno de Eusebio el que fuera compañero de Alberto en el cine.
-Contigo aquí la cárcel igual se hunde-, fueron las primeras palabras de Alberto en meses.
-¿Qué tal, Alberto?
El motivo de la visita de Alejandro estaba impulsado por su mujer. Querían invitar a Alberto a comer el día de Navidad. Primero el preso se negó, pero por no soportar la pesada insistencia de Alejandro al final accedió.
La visita terminó sin que ocurriera ninguna desgracia provocada por Alejandro y el guardia acompañó a Alberto a su celda.
-Todos los tontos tienen suerte, eh, Alberto-, dijo el guardia mientras cerraba la puerta. Alberto asintió, como si hubiera prestado atención a las palabras del carcelero.

Aquella mañana Ana Rueda se despertó como nunca. Su rostro estaba radiante y la felicidad fluía por su interior. Decidió que no volvería a ver al hermano de Angélica aunque tenía motivos para hacerlo. En la oficina, encerrada en su despacho, no podía dejar de pensar en él. Ana a sus cincuenta y tres años se sentía como una jovencita descubridora a la que le han obsequiado con el mejor de los premios que buscaba. Pero su experiencia le decía que se olvidase del tema y volviera a concentrarse en su vida. La vida de todos los días. La que le obligaba a leer informes sobre mujeres angustiadas dentro de sus respectivos infiernos. Situaciones caóticas producidas por seres del mismo sexo como el que a ella le llenaba de placer. Como el marido de Angélica que cada vez que salía de la cárcel le propinaba una paliza y luego se escudaba en un falso escudo de ignorancia. Ana tenía que revolcarse cada día entre los expedientes de aquellas mujeres buscando la mejor manera de ayudarlas. Su corazón se había curtido y sin darse cuenta empezó a tratar aquellos casos como simples números. Tenía que entregar un cupo a fin de mes para justificar su trabajo. Al fin y al cabo era una funcionaria.
Por la tarde, después de trabajar, fue a dar un paseo cerca del centro comercial con la esperanza de encontrar al hombre. Ya no le preocupaba Angélica. Esta vez buscaba la satisfacción que tantos años había estado perdida. Llevaba un cuarto de hora merodeando por allí sin rastro de su amante. La espera aún la aturdía más. Entró en el centro comercial. Como si sus pies calzaran las zapatillas rojas se dirigió a la sección de perfumería. Observó. Aunque ahora mismo poco le importaba Angélica. Buscó entre los pasillos la mirada perdida del hombre acechándola, pero no la encontró. Su pequeña locura hizo que se confundiese y molestó a un hombre acompañado de su mujer. El incidente no pasó más que de una mirada cabizbaja y unas mejillas sonrojadas. Salió del centro comercial y se acercó al portal por donde bajó ardiente aquella anhelada tarde. Ni rastro del hombre del bigote. Se sentó en un banco y observó con la mirada confundida el vaivén de la gente. Al poco regresó a casa. Esta vez sí un poco avergonzada.

Faltaban dos días para Nochebuena. Angélica y Juan habían salido por el centro de la ciudad. Las calles estaban iluminadas y todos los escaparates de las tiendas estaban decorados con motivos navideños. Los dos iban cogidos por el brazo y caminaban entretenidos por entre el mar de gente que llenaban las calles del centro por la tarde. Quizá fue por tal bullicio que Angélica no escuchó la alarma de su móvil. No fue hasta que llegaron a casa que se dio cuenta.
-Mira, Juan. Un mensaje. Va a salir para Nochebuena.
Juan miró a Angélica fijamente. Se mantuvo en silencio unos segundos. Después dijo con la tranquilidad del que lo tiene todo controlado:
-Tranquila. Esta vez lo haremos de otra forma.
Angélica no preguntó. Simplemente se tiró a sus brazos y busco sus labios. Juan la arrastró hacia la cama mientras la besaba con una pasión desenfrenada.
-Te quiero-, balbuceó Angélica.
Juan no dijo nada. Solo una sonrisa cómplice brotó en su rostro mientras la penetraba sin compasión.

Alberto estaba ojeando una revista de cine en su celda cuando el guardia llamó a la puerta. Le gustaba leer aquellas revistas para poder imaginar que se encontraba en la sala de proyección y que desde la pequeña ventana podía observar la película en la gran pantalla blanca. El carcelero tuvo que llamar dos veces antes de Alberto saliera de su ensimismamiento. Aún así no contestó. Se tumbó en la cama y esperó a que el guardia entrara. Al fin y al cabo él sí tenía las llaves de la celda.
-¿Qué pasa, estás sordo?-, preguntó con sorna el carcelero.
-No-. Contestó Alberto.
-Levanta. Te han dado un permiso.
Alberto se levantó encarecidamente. Después siguió al guardia hasta el despacho del director.
Al lado de una puerta de cristal granulado para entorpecer la visión de lo que había en el interior hay dos sillas de estructura metálica con el respaldo y el asiento forrados de un escai de color verde oliva que en su mayoría de costuras deja escapar la enmohecida espuma amarillenta ya casi negra del paso de los años. Alberto se sentó en una. El carcelero permanecía de pie junto a la puerta. En breve aparecería el director. El único contacto que tenía con los presos se reducía a la entrega de permisos y el certificado de libertad. Se abrió la puerta apareció aquel hombre de pequeña estatura y gris que parecía camuflarse tras el mostacho y las gafas de cristal grueso.
-Le traigo a Alberto Cigal, señor director-, dijo el carcelero.
El director miró a Alberto que continuaba sentado en la silla como si aquello no fuera con él.
-Anda, pasa Alberto-, dijo el director afablemente.
Entonces se levantó de la silla con la misma parsimonia con que lo hizo en la celda y entró en el despacho. El director le invitó a sentarse en la silla que había frente a su mesa. Alberto se sentó y observó un gran cuenco de cristal repleto de caramelos de menta. El director bordeó la mesa y se sentó frente a él.
-¿Un caramelo?-, ofreció con amabilidad el director.
-Gracias-. Y Alberto introdujo la mano en el cuenco agarrando un puñado. Después, con total indiferencia, se los introdujo en el bolsillo de la chaqueta.
El director ojeó una pequeña pila de papeles desordenado. Con un golpe maestro hizo que todas las puntas cuadrasen y el montón quedó perfecto. Entonces cogió un papel con la punta de los dedos índice y pulgar y lo situó enfrente. Primero lo leyó en voz baja. Cuando estuvo seguro de lo que ponía miró sonriente a Alberto.
-Alejandro Estaca ha pedido un permiso para que puedas acudir a la cena de Nochebuena en su casa. Aquí tienes el documento certificado para que puedas ir. No te preocupes, está concedido y confirmado. Pero ten cuidado con lo que haces. La policía ya está informada. Así que pórtate bien y disfruta de la cena. Y no hagas ninguna tontería, me ha costado mucho conseguirte este permiso.
El director le extendió el documento con una sonrisa sincera en la cara. Aquel hombre tenía olfato con los delincuentes y sabía que Alberto no era en absoluto como la justicia había dictado.
-No quiero salir-, dijo Alberto.
-¿Cómo?-, preguntó extrañado el director.
-Qué no salgo-, sentenció el preso.
El director continuaba extendiendo el permiso al alcance de la mano de Alberto que lo cogió e hizo una bola con él. Después buscó la papelera con la vista y de un tiro certero lo coló dentro. El carcelero acompañó a Alberto a su celda.

Juan sacó el coche del aparcamiento y buscó un sitio libre en la calle. Tuvo que dar varias vueltas hasta que al fin lo encontró. Dejó el coche bien estacionado y después se fue a casa. Angélica estaba preparando la comida para la noche. Estaba contenta porque el centro comercial cerraba dos horas antes y podía disfrutar de la Nochebuena. Juan entró por la puerta y dejó las llaves en el pequeño mueble del recibidor.
-Buenos días, cariño-, dijo Angélica desde la cocina.
-Hola. Ya he preparado el coche-, contestó Juan.
Aparte del piso también se habían quedado con el coche de Alberto. Juan le explicó a Angélica que lo había aparcado en una zona, justo detrás del centro comercial, al lado de los contenedores de basura, donde por la noche transcurría poca gente. Y menos esta noche señalada en la que todas las familias se encierran en sus casas para deleitarse con una cena especial, cada cual dentro de sus posibilidades.
-Te voy a preparar un bogavante que te vas a chupar los dedos-, dijo Angélica acaronando las manos de Juan.
-Seguro que sí, mi amor.
-Vamos a comer algo ligero para hacer hueco para esta noche-, dijo Angélica.
Y Juan preparó la mesa.

Ana Rueda estaba en el despacho junto a otros compañeros brindando con una botella de cava cuando le llegó la notificación: Alberto Rueda tiene permiso para salir en Nochebuena. Un poco achispada por las burbujas se quejó ante sus compañeros de lo mal que funcionaba el sistema. Ahora una mujer pasará acongojada la Nochebuena, dijo refiriéndose a Angélica. Pero en aquella fecha tan señalada todos hicieron de tripas corazón y cuando llegaron las dos de la tarde fueron abandonando uno a uno las oficinas del ministerio. Ana tenía que conducir un par de horas para reunirse con sus padres en el pueblo. Ya tenía el equipaje preparado en el maletero del coche. Así que después de los cuatro besos de rigor se despidió y arrancó el coche dispuesta a llegar a su destino antes del anochecer.

El ambiente en la cárcel no variaba mucho con el que se podía encontrar un día normal, aunque se notaba un puntito más deprimente. A las seis de la tarde un carcelero fue a buscar a Alberto. Desde que descubrió las revistas de cine en la escueta biblioteca de la cárcel no dejó de leerlas. Cuando llegó el guardia lo encontró estirado encima de la cama sumergido en una de ellas.
-Alberto, prepárate. Es casi la hora-. Dijo el carcelero.
-¿La hora de qué?-, preguntó extrañado Alberto.
-Pues de que salgas de permiso esta noche, hombre. ¿De qué va a ser?
-No sé. A estas alturas ya nada de lo que me ocurra me sorprende. Por un momento pensé que había llegado la hora de mi ejecución.
-No seas animal, Alberto. Además no vas a estar aquí encerrado toda tu vida.
-¿Vida? Ya no sé lo que es eso. Hace tiempo que la vida ha muerto para mí. Ahora si no te importa déjame solo. Feliz Nochebuena.
El guardia ya conocía la negativa de Alberto de disfrutar del permiso, pero aún así quiso intentar que saliera y aprovechara aquella oportunidad. En el fondo Alberto era un tipo que contaba con la simpatía tanto de los presos como de los funcionarios.
-No sabes lo que haces. Yo mismo me tengo que joder y pasar la Nochebuena aquí, trabajando. Y tú que tienes la oportunidad de pasarla en familia te quedas aquí por gusto. No lo entiendo la verdad-. Dijo el guardia.
-No es mi familia. Ni siquiera los conozco. Por favor, vete ya y déjame tranquilo.
El carcelero desistió de su propósito y se marchó. Alberto retomó la lectura de la revista hasta quedarse dormido sobre el jergón.

Angélica llegó a casa y preparó el bogavante a la catalana. Una receta muy sencilla en la que el único requisito dependía de una buena cocción. Después lo acompañó con tomates, cebolla y una hojitas de albahaca. Todo ello aderezado con un buen aceite de oliva. Juan había decorado la casa por la tarde con unos motivos navideños que encontró en un cajón del mueble del comedor. Todo estaba listo para la cena. Los dos amantes se vistieron para la ocasión y se sentaron a la mesa. Juan descorchó una botella de un excelente vino blanco cuyo sabor afrutado estallaba deliciosamente en el paladar. Picaron unos chipirones rebozados y unos mejillones al vapor. Después Angélica se levantó de la mesa y con majestuosidad apareció con una fuente donde reposaba el bogavante. Juan aplaudió feliz. Tardaron poco en darle fin al festín. Juan encendió un cigarrillo mientras Angélica preparaba el café. Después de tomarlo se levantó de la silla y fue a la habitación. Apareció vestido con un chándal. Entonces cogió las mejillas de la mujer con sus manos y la besó.
-Tardaré poco, cariño.
Y Juan salió por la puerta mientras Angélica encendía la televisión.
No pasaron ni diez minutos cuando Juan regresó.
-Ya está, cariño. Ya puedes llamar.
Entonces Angélica se levantó sonriente de la butaca y se dirigió al teléfono. Su semblante cambió y adoptó una voz lastimera para llamar a la policía y denunciar otro ataque de Alberto.

La mañana de navidad amaneció tranquila. Aunque el frío cortaba en el exterior. Si no fuera por aquellas ráfagas de viento, el día soleado invitaría a pasear. Juan y Angélica retozaban en la cama cuando sonó el timbre. Ella se levantó y extrañada descolgó el auricular del portero automático.
-¿Quién es?
-Policía-, contestó una voz ronca al otro lado- queremos hablar con Angélica Latorre, ¿es usted?
Angélica guardó silencio unos segundos. Juan apareció al otro lado del pasillo. Ella levantó el dedo pulgar y guiñó un ojo en símbolo de satisfacción. Entonces cambió de registro y contestó al policía.
-Sí, soy yo. Suban por favor-. Pensó que quizás había exagerado su tono lastimero, pero tampoco le dio importancia. Al cabo de un par de minutos un inspector acompañado de un par de agentes esperaba frente a la puerta del apartamento. Juan se vistió a toda velocidad con el chándal. Angélica se anticipó al dedo del inspector, que ya estaba a punto de tocar el timbre, y abrió la puerta.
-Buenos días-, dijo Angélica.
-Buenos días. Soy el inspector Esclusa, ¿podemos pasar?
-Adelante.
Entonces apareció Juan con una taza de tila. Se la ofreció a Angélica.
-¿Y éste quien es?-, preguntó el inspector a Angélica.
-Mi hermano. Hemos pasado la Nochebuena juntos.
-Ah, entiendo-. Dijo el inspector.
Angélica se dio cuenta de que el inspector Esclusa se dolía un poco de la rodilla derecha y le ofreció sentarse en la butaca. El inspector se lo agradeció mucho y se dejó caer con cuidado. Luego la mujer ofreció una silla para cada agente, pero estos declinaron la invitación. Entonces volvió a sonar el timbre del portero automático.
-Deben ser la inspectora Arán y dos agentes de la brigada especial de violencia de género-, dijo el inspector.
Angélica abrió la puerta mientras cruzaba una mirada con Juan. La pareja empezaba a estar incómoda con tanta policía en casa.
-Y dígame, ¿ya lo han detenido?-, preguntó Angélica.
-¿A quién?-, preguntó el inspector Esclusa que se había quedado un poco transpuesto en la butaca.
-A Alberto, a quién va a ser-. Dijo Juan un poco contrariado.
-Ah, sí, sí. Está en la cárcel-, contestó el inspector.
-Menos mal-. Dijo Angélica llevándose las manos al pecho para martirizar aún más su situación.
Sonó el timbre de la puerta. Uno de los agentes la abrió y apareció la inspectora Arán acompañada de dos mujeres de uniforme.
-Buenos días, feliz navidad-, dijo la inspectora. Tanto el inspector como ella tenían muchos años de servicio a sus espaldas como para trabajar un día tan festivo, pero lo cierto es que el asunto de ambos era vocacional.
-Bueno, repasemos el caso-. Dijo el inspector. Los dos agentes se acercaron disimuladamente a Juan. Igual que las dos mujeres que subieron con la inspectora lo hicieron con Angélica- Quedan los dos detenidos. Tienen derecho a guardar silencio. Todo lo que digan se utilizarán en contra de ustedes y tal y tal.
Angélica y Juan estaban sorprendidos mientras los esposaban.
-Pero, ¿cómo, por qué?-, preguntó ella.
-Ya lo saben,- dijo secamente la inspectora Arán- de todas maneras ya se lo recordaran en comisaría. ¡Ale!, andando.
Cuando los agentes se llevaron a los detenidos los dos inspectores se quedaron solos.
-Joder, Antonio. Ni en navidad nos dejan tranquilos.
-Ya te digo, Rosalía.
-¿Y eso de Repasemos el caso. Quedan los dos detenidos?
-Uno ya se cansa de jugar a Colombo. Si son culpables no tengo que perder el tiempo en explicaciones.
Los dos rompieron a reír. Luego salieron del apartamento y él la cogió del brazo acompañándola hasta el ascensor.

El día de Nochebuena, a las once y media de la noche, la policía recibe una llamada de auxilio de Angélica Latorre. Es una mujer maltratada y cada vez que su marido sale de la cárcel recibe un mensaje en el móvil. En seguida la policía activa el protocolo contra la violencia de género. En la base de datos se encuentra el permiso penitenciario para que Alberto Cigal pueda salir esa noche a cenar a casa de su amigo Alejandro Estaca. Después de cenar angustiada y presa de temor Angélica Latorre acompaña a su hermano Juan a tirar la basura. En ese momento se encuentran a Alberto destrozando el coche que había pasado a ser propiedad de Angélica. La policía alarmada acude con todo un dispositivo a casa de Alejandro Estaca que justo en ese preciso momento se encuentra abriendo los regalos junto con su mujer y sus hijos. Es remarcable el comentario de su mujer que al ver como la policía pone patas arriba el piso buscando a Alberto Cigal, le dice a Alejandro: “El día que algo nos salga bien te hago un monumento”. La policía no obtuvo ni rastro del preso por lo que dedujeron que se había dado a la fuga. No se dedujo nada hasta que alguien llamó a la cárcel para avisar de la presunta fuga. Así que nada más recibir el aviso un par de guardias, medio ebrios y patosos por culpa de la celebración de Nochebuena, corrieron como pudieron hasta la celda de Alberto para comprobar que dormía plácidamente. El asunto se solucionó rápido ya que el director de la prisión estaba cenando esa noche junto varias personas entre las que se encontraban el inspector Esclusa y la inspectora Arán. Así que a la mañana siguiente fueron acompañados por cuatro agentes, dos hombres y dos mujeres, para detener a Angélica Latorre y a su hermano Juan. A los pocos días la noticia apareció en la prensa. Tuvo su ratito de gloria y Ana Rueda la leyó por casualidad. Decidió que su idilio con Juan pasaría a ser su secreto mejor guardado y se concentró de nuevo en la burocracia que infestaba su despacho en el ministerio. Alberto salió libre y recuperó su casa. También el trabajo como maquinista en el cine, pero no volvió a ser el mismo.
                                                                                                                                                                 
XXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXX