EL FRÍO

El invierno arreciaba y en el pequeño almacén escaseaba el carbón. Mara intentó convencer a Julio de la importancia de racionar el preciado combustible. Hacía dos meses que no paraba de nevar y las primeras víctimas del invierno fueron los dos potros que sirvieron de sustento para los granjeros. Lo único que diferenciaba el día de la noche era una tenue luz que se colaba por la neblina perenne apostada sobre la tierra. Julio tenía pensado utilizar las desvencijadas tablas que componían el pequeño almacén como combustible para calentar el interior de la casa. Los animales de la granja(conejos, gallinas y pavos) habían muerto congelados, así que las bajas temperaturas los conservaba hasta el momento de consumirlos. El único alimento que escaseaba era la leche, a pesar de las cinco vacas lecheras que permanecían congeladas en el establo y que esperaban su turno para ser descuartizadas. La única leche que había en toda la granja era la que brotaba de los pechos de Mara. Cada día más exhaustos tras amamantar a los tres pequeños.
Julio tenía pocas tareas para realizar y consumía las horas junto a su mujer y sus hijos. Tenían una radio, pero a las dos semanas de comenzar la gran nevada dejó de funcionar. El móvil tampoco tenía cobertura y el gasoil de la caldera de calefacción se agotó. Intentó salir al camino en busca de ayuda, pero la intensa ventisca lo tiró al suelo y volvió a duras penas al interior de la casa. Decidió que esperar a que acabara la nevada era lo más sensato.
Mara, en el poco tiempo que le dejaban los bebés, confeccionaba mantas con la piel curtida de los conejos que esperaban desnudos, colgados en fila bocabajo de una viga, el momento de ser cocinados. También se preocupaba de la olla donde fundían la nieve para conseguir agua. Julio alimentaba el fuego para que mantuviera sus dos funciones: calentar e iluminar el hogar.
Julio transportaba unas tablas para el fuego cuando divisó a través de los copos la figura de un hombre. Se acercaba lentamente debido a la dificultad de caminar sobre el espeso manto de nieve. Julio se dirigió lo más rápido que pudo al interior de la casa. “Viene alguien“, le dijo a Mara y subió a la habitación en busca de una escopeta de caza que guardaba en el armario.
Se apostó en la ventana para vigilar el camino cuando tres golpes secos sonaron en la puerta. Julio y Mara se miraron contrariados. Mara le hizo una señal con la mano para que abriera la puerta. Julio lo hizo con la escopeta colgada del hombro. El hombre que entró en el interior del hogar de Julio y Mara iba tapado completamente con prendas de piel. Empezó a desenrollar una braga de piel de ciervo con la cual se cubría el rostro y el cuello. No se deshizo de las otras prendas. Los niños empezaron a llorar. El hombre se situó en el centro de la estancia. Alrededor de sus pies se amontonaba una pequeña capa de nieve que resbalaba del abrigo de piel de oso. Julio y Mara se asustaron al ver los ojos encendidos. El único rastro de vida en el rostro del extraño. Sin mirar a la pareja empezó a hablar. “Hace más de seiscientos años que estoy muerto. Por eso estoy aquí. Cada ciento cincuenta años necesito alimentarme con la carne de un recién nacido para poder seguir vagando por el mundo. Si no lo hiciera mi único destino sería el infierno y allí ya estuve. Lo primero que me harían sería despellejarme la piel a tiras para fabricar un látigo que utilizarían sobre mi carne viva hasta que se desgastara.
He caminado más de dos mil kilómetros siguiendo el olor que desprenden vuestros bebés. Tenéis tres. No os debería importar sacrificar uno. Sobretodo, teniendo en cuenta la situación crítica en la que os encontráis. Pero no penséis que el sacrificio será en vano. Os serviré con lealtad durante ciento cincuenta años, que será el tiempo que viviréis vosotros y vuestros hijos. Os propongo cambiar la vida de uno de vuestro bebés por salvar las vuestras, además de mis servicios.”
Julio levantó el arma apuntando al extraño, pero Mara extendió el brazo y se la hizo bajar. Julio la miro extrañado y ella le hizo un gesto para que la acompañara a un rincón. El extraño seguía inmóvil en el centro de la estancia, pero en su cara apareció un leve sonrisa que provocó una pequeña obertura por la que se observaba una dentadura afilada y amarillenta. En un cajón de la cómoda, puesto al lado del fuego, dormían los tres bebés. Sólo disponían de una cuna que acabó como combustible para calentarse, así que Julio y Mara los instalaron en el único cajón que quedaba del mueble. Ninguno de los tres lloraba. Era como si estuvieran pendientes a las deliberaciones de sus padres. El fuego iluminaba el interior de la estancia creando un baile de sombras macabras. En una esquina Julio negaba y Mara asentía. En el centro el extraño permanecía inmóvil. “No puedes matar a un demonio”. Julio no entendía la decisión egoísta de Mara. “Se realista”. Julio creyó ver al extraño relamiéndose.
“Está claro que no podemos sobrevivir mucho tiempo en está nefasta situación”. Julio observaba el cajón donde los bebés estaban acostados. “Vamos a aceptar, Julio. Es la única salida que nos queda. El demonio lo devorará de todas maneras, y quien sabe si no hará lo mismo con los otros dos”. A pesar del frío intenso a Julio le recorría por la espalda una gota de sudor. Había invertido todo para instalarse en la granja y mantener una familia. Ahora su mujer le aconseja que trate con un demonio que quiere comerse a uno de sus bebés. Mara tiene las manos apoyadas en los hombros de Julio. Julio mira fijamente al suelo con la mirada perdida en sus turbios pensamientos. “Julio”, “¡Calla!”. Julio encañonó al demonio que seguía inmóvil. “Largo de mi casa”, “Julio, no”, “¿Largo de mi casa?”, repitió pausadamente el demonio. Los bebés empezaron a llorar. Tenían hambre. El demonio giró la cabeza hacia Julio que apuntaba con la escopeta. Cuando sus ojos se encontraron el demonio dibujó una sonrisa. Mara se abalanzó sobre Julio e impidió que éste disparara. El demonio se giró por completo hacia la pareja. “No importa si no aceptáis el trato. A pocos cientos de kilómetros de aquí huelo más bebés. Aún me queda tiempo antes de devorar a uno, así que si no os interesa el trato me marcho y no se hable más”. Julio bajó el arma y se mordió un brazo justo en el momento que empezaba a llorar. Mara le acariciaba la cabeza y le susurraba dulces palabras para tranquilizarlo. El llanto de los bebés hacía insoportable permanecer por más tiempo en la habitación. El demonio giró sobre sí mismo dirigiéndose hacia la puerta. Al abrirla entró una bocanada de la gélida ventisca que azotaba el exterior. Al cruzar el umbral volvió la vista atrás y observó a la pareja de granjeros. “¿Estáis seguros de vuestra decisión?”. Al observar que los granjeros permanecían en un estado impasible y no contestaron su pregunta atravesó la puerta y la cerró con cuidado. Los bebés seguían llorando y Mara corrió a atenderlos. Julio se asomó a la ventana y vio como el demonio se alejaba por el inclemente paisaje.

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