EL BUEN INFIEL

Es incómodo llegar a la ciudad. En cambio el viaje no tanto. El tren se va acercando al andén número tres. Allí veo al marido de mi madre. Con su sonrisa y su flamante mostacho.
El tren para. El pánico se apodera de mí. Los escalones para apearse del vagón están mojados y una vez soñé que resbalaba al bajar y caía entre las vías. Desde aquel sueño, siempre he andado con cuidado.
El marido de mi madre no es mi padre y se llama Ceferino. Pero todos los que le tienen confianza le llaman Cefe. Yo intenté ser más original. Empecé a dirigirme a él llamándolo Rino y me dijo, eso sí, de manera muy educada, que se llamaba Ceferino, no Ceferrino. Cuando nos abandonó mi padre nos quedamos los tres muy apenados, pero Cefe no tardó más que tres semanas en casarse con mi madre. Digo los tres muy apenados, porque antes de la separación de mis padres vivíamos los cuatro en la misma casa. Papá, mamá, yo y Ceferino el realquilado. Él no fue el primero en beneficiarse del buen trato que daba mi madre a los realquilados, pero sí la gota que desbordó el vaso de la paciencia de mi padre que un buen día desapareció, dejando una nota en la que explicaba que era lo mejor, que de seguir así, alguien iba a sufrir un accidente. Yo la verdad es que no lo eché mucho de menos. Cuando nos abandonó tenía dieciséis años recién cumplidos, y a esa edad un padre ya comienza a molestar. Desde los catorce lo único que le preocupaba era mi colocación en la fábrica de alcohol, para poder disponer de los miserables ingresos que yo tenía que ganar. Mi trabajo se traducía en el mantenimiento de sus cigarrillos y copichuelas consumidas en la taberna que había al lado de la fábrica.

Cuando bajo del tren voy en busca de Cefe. Lo encuentro mirando en dirección contraria. Busca dos vagones más atrás del mío. Consigo llegar hasta él a través del flujo de viajeros que corretean por el andén. Ya lo tengo a escasos metros. Cefe les saca un palmo a los demás debido a su altura. Todos los que lo conocen siempre comparan su tamaño con su gran corazón; “todo lo que tiene de grande lo tiene de bueno”. Mi madre cundo lo conoció, no paró de hablar bien de él a la mínima oportunidad; en la panadería, en la carnicería y en cualquier sitio dónde se pudieran reunir más de cuatro mujeres. En cambio a mi padre sólo le preocupaba recaudar la mitad de la paga del alquiler y una vez la tenía en el bolsillo, salir corriendo a la taberna.

Ya casi puedo alcanzarlo con la mano, cuando un grupo de turistas italianos pasa por mi lado como una tromba. Me arrollan de tal manera que la carpeta de los bocetos cae y parte del andén se ve cubierta de mis dibujos. Una turista, joven, morena y con todos los rasgos físicos típicos de Italia, se ofrece a ayudarme, pero viendo la gran cantidad de material desparramado por el suelo, se disculpa y sigue al resto del grupo que ni se inmuta tras el percance que han provocado. Cefe tampoco se gira. Sigue buscando con la mirada sin darse cuenta que estoy detrás de él recogiendo los dibujos que he realizado los últimos tres meses. Le llamo, pero justo cuando pronuncio su nombre, un sonido estridente estalla por los altavoces de megafonía de la estación. Todo el mundo se tapa los oídos apretando las manos contra las orejas, incluido Cefe.

Después de la evaporación de mi padre empecé a mostrarme más por casa. No sólo acudía a las horas de comer y cenar. Empecé a disfrutar de la presencia de Cefe. Cuando acababa mi monótona jornada en la fábrica, y él se encontraba en su sofá sin ninguna ocupación, siempre me contaba anécdotas. A veces se trataba de historias divertidas. Entonces él le daba un toque cómico que me hacía morir de risa. Lo mismo ocurría cuando contaba historias de misterio. Su tono de voz le daba un aspecto terrorífico y misterioso. Pero me gustaba y siempre quería que no terminase nunca la sesión. Era como tener a un locutor de novelas radiofónicas en casa. A veces me lo imaginaba haciendo una pausa para anunciar un refresco o algún jabón milagroso. Poco a poco nos fuimos cogiendo cariño y eso a mi madre la llenaba de satisfacción. Pasaron tres semanas desde la huída de mi padre y como si fuera un tiempo estipulado por alguna ley no escrita, se casaron. Yo fui el padrino de bodas de mi madre. Ella lloraba de emoción por ir cogida de mi brazo, pero yo intuía que su entusiasmo se debía porque a partir de aquel momento podría disfrutar cada noche, en su cama, de un hombre como Cefe. Fue el comienzo de unos años muy felices que todavía seguimos disfrutando.
Al poco de ejercer como nuevo padre para mí, se preocupó de buscar la manera de sacarme de la fábrica. Nadie podía obligarme a trabajar y en cualquier momento podía pedir la cuenta y largarme. Pero Cefe buscó la manera menos dramática y no cerrar una puerta que, quizás, en un futuro pudiera ser necesaria abrir. Como yo tenía una edad estirada para empezar el bachillerato en el instituto del pueblo, me convenció para matricularme en la Escuela de Arte y Oficios, de la ciudad. Yo accedí porque estaba amargado con el trabajo de la fábrica de alcohol y porque me lo planteó Cefe. La verdad es que fue un acierto, ya que ahora soy un diseñador gráfico reconocido y he creado mi propia agencia de publicidad.

Cuando por fin he recogido todos los bocetos y los he metido como he podido en la carpeta, Cefe arranca a paso ligero hacia el último vagón. Lo sigo. Lo hago en silencio. Cada tres pasos que doy, es uno del magnífico Cefe. Entre el peso de la maleta, la enorme carpeta de los bocetos y el pánico a resbalar por el andén, no consigo darle alcance. Esbozo unos inaudibles aullidos mencionando su nombre, pero lo hago con un volumen tan bajo que se confunde con la algarabía que discurre por el andén. Esta situación me recuerda al día que le pegaron una paliza a mi padre.

Estábamos de fiesta mayor. En pleno agosto y sólo podíamos salir a la calle al atardecer. Al esconderse el sol la temperatura se relajaba un poco y nos daba un respiro. Por entonces sólo había una piscina en el pueblo y era la del dueño de la fábrica. Pero al ahogarse su única hija, dejó de mantenerla limpia y era un nido de insectos y reptiles. La taberna también era un buen refugio para escaparse del calor agobiante. En tiempos de fiesta mayor regresaban al pueblo las gentes que habían emigrado a otros lugares en busca de prosperidad. Eso significaba ingresos extras en los negocios decadentes del pueblo. Y donde más movimiento había era en la taberna. Allí se juntaban los paisanos que habían hecho un poco de fortuna fuera, y los parroquianos permanentes. Los emigrados para demostrar que habían triunfado pagaban las rondas. Toleraban la falsa deferencia de los no emigrados ante las anécdotas que les explicaban, ya que el único interés era por las copas pagadas. Y mi padre se había convertido en un concurrente, casi profesional. Hasta que un día puso la mano dónde no debía.
Fernando de la Paula marchó el primer año que tuvo la oportunidad a vendimiar a Francia. Era un hombre esbelto, como Cefe, y ya no volvió. Nada más como turista. La hija del francés, dueño de la viña, se enamoró de él. El francés tuvo que ceder porque la hija amenazó con suicidarse, pero cuentan por Francia que, en realidad, Fernando de la Paula encandiló al francés que, en el fondo, estaba orgulloso de tener un yerno tan trabajador y honrado. Un día que estaba en la taberna, no se le ocurrió otra cosa, a mi padre, que tocarle el culo a la francesa. Fernando de la Paula y otros tres mozos que le tenían ganas, lo sacaron de la taberna y le dieron una paliza, eso sí, según la opinión de la mayoría del pueblo, desproporcionada. Yo me dirigía, tan feliz, a ver los fuegos artificiales y me encontré con tremendo panorama. Salí corriendo a buscar al aguacil. Aunque mi padre no despertara ningún afecto en mí, tampoco quería que le hicieran daño. El aguacil estaba entre el gentío que aplaudía cada vez que un cohete explotaba produciendo cientos de luces de colores y un gran estruendo. De repente empezó a explosionar la traca final. La gente, extasiada, miraba al cielo. Yo gritaba, pero el aguacil no me oía. Estaba absorto, como los demás, en el espectáculo pirotécnico. Mientras yo lanzaba gritos enmudecidos por el sonido de la pólvora, mi padre iba recibiendo golpes de manera brutal por el de la Paula y compañía.

Así me siento llamando a Cefe. Unos gritos inútiles. Tan sólo lo tengo a unos pocos metros. Pero sigue, sin parar, hacia el último vagón. Veo que levanta la mano y saluda a alguien que hay en el interior. Extrañado, ahora me coloco detrás de él, intentando que no me vea. Algo chocante ocurre con Cefe; el hombre que curó las heridas del marido de su amante después de sufrir una brutal paliza. Que se hizo cargo de la educación de su hijo y que volvió loca, en la cama, a una mujer desahuciada. No puedo imaginar qué clase de misterio envuelve a tan noble personaje. Apostado tras uno de los pilares que aguanta la cubierta del andén, observo, como un furtivo, a quién recibe con tanto afecto. La mente me funciona a cien por hora elaborando hipótesis. Incluso llego a pensar que seré yo el que baje del tren, como si me hubiera trasladado a otra dimensión. Me doy cuenta de que leo demasiado. Ahí está Cefe, con los brazos abiertos, dispuestos a estrechar a alguien. De los viajeros que se están apeando destaca una hermosa mujer con la piel del color del ébano y de unas proporciones simétricamente proporcionales. Es la mujer más bella que nunca he visto y va a parar a los brazos de Cefe que la besa con pasión. Están abrazados. Ella ha dejado caer la maleta al suelo, olvidándose de ella. Se besan. Paran y se hablan entre sonrisas. Yo me escondo por completo. Deseo ser invisible. Cefe ha hecho mucho por mí y no quiero que sepa que lo he visto. Los observo y me tranquilizo porque se alejan. Van a la parada de los taxis. Cuando han desaparecido de la estación respiro hondo. Necesito un trago para tranquilizarme. Ha sido un golpe muy duro; jamás hubiera imaginado una infidelidad tan flagrante por parte de Cefe. Pobre mamá. A saber cuántas veces la ha engañado. Estoy dudando en decírselo. Sería una injusticia hacerle esa jugada a Cefe después de todo lo que ha hecho por nosotros. Pero no soporto que nadie le haga daño a mi madre. Para mí es lo más sagrado. Apuro el coñac y dejo un par de euros en la barra. El camarero me agradece la propina. Me siento en un banco. No acabo de digerir el golpe. Han pasado dos horas desde que descubrí a Cefe con aquella desconocida. Lo tengo claro. Me levanto con decisión. Busco un teléfono y llamo a mi madre. Me contesta un hombre jadeante. Creo que me he equivocado. No digo nada. En unos segundos mi madre coge el teléfono. Reconozco su voz. Escucho al hombre riendo. Sigo en silencio y cuelgo.

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