MENTIRAS

Lo peor de todo era que me engañaba a mí mismo. Al principio me daba cuenta de ello, pero poco a poco lo empecé a olvidar. Sólo sufría las consecuencias; entonces me echaba una nueva excusa a la espalda y me quedaba como nuevo. Quizás parezca imposible sobrevivir a base de mentiras. Puedo asegurar que no lo es. Aprendí a vivir con una venda cubriéndome los ojos; me acostumbre a su tacto. A veces, cuando empecé, me molestó un poco, pero su holgura se ajustó a mi incapacidad para resolver la realidad. Llegó un momento en el que caí enfermo y me hospitalizaron; tuvieron que atarme a la cama para que no me escapara. Huía de la realidad y tenía claro que ese enfermo no era yo. Mientras permanecía convaleciente, en mi mente engañosa florecía una cita con aquella holandesa, que seguramente nunca conocí, una tarde de otoño en la playa. Como que el clima; tampoco era sereno porque soplaba un insufrible viento del norte que te cortaba la piel, si no la tenías cubierta con una pieza de abrigo. Igual que cuando recibía las visitas encerrado bajo llave en mi habitación. ¿Qué tal la comida? , y cualquier pregunta le daba alas a mi pasión por mentir. Cuando engañaba a alguien surgía en mi interior una especie de excitación que me ayudaba a recordar toda clase de datos estrafalarios y superficiales que afianzaban todavía más los cimientos de la mentira. Me sentía como si vaciara algo perjudicial insertado en lo más profundo de mi alma. El problema era que no tenía en cuenta al engañado. Si éste me persuadía de que cesase con mi incrédula verborrea, yo  indignado, me encerraba en mi mismo y creía profundamente en lo imposible. Al cabo de unos años y de una terapia agresiva empecé a no mentir; sólo pensar en ello me daba náuseas. Volví a rehacer la vida con Ángela, mi mujer, y recuperé el negocio de empaquetados y varios de mis antiguos empleados. Una vez rehabilitado empecé a reaccionar fatal ante los mentirosos. Me sucedió igual que a los ex fumadores que se sienten más perjudicados que nadie ante una persona que fuma. No concebía que nadie mintiera, y menos a mí. Esto fue otro cauce de problemas, aunque solucionarlos no fue tan drástico ni tampoco requirió hospitalización.
Una mañana Ángela casi me vuelve a dejar. Todo empezó por una pequeña discusión sobre quién había terminado con el paquete de galletas que tomábamos en el desayuno. Ella insistía en que no había sido y yo estaba seguro, porque así era, de que no las acabé. Intenté que lo entendiera, pero ella seguía negándolo. La sangre empezó a hervir en mi interior y noté unas punzadas en el estómago. Antes, cuando mentía, la sensación física era placentera, pero ahora que odiaba a los embusteros mi conducta era violenta y agresiva. Le pedí por favor que lo dejase y admitiera que se comió la última galleta; mis puños cada vez estaban más apretados, tanto que las uñas empezaban a clavárseme en la piel. Mis ojos despedían el fulgor de una ira incontrolable; las punzadas eran más intensas. Ángela se dio cuenta de mi estado y al principio se asustó. Después con una serenidad pasmosa admitió que había mentido y me abrazó comprendiendo lo que había pasado.
La cosa no fue a más, excepto el día que mi proveedor de cartón  me pasó una factura, mal detallada y errónea. Enseguida llamé a la oficina para solucionar el error. Primero Rosa, la secretaria con la que siempre hablaba por teléfono, me dejó de piedra al reaccionar de manera altiva cuando le comenté el porqué de la llamada. Había aprendido a controlarme y repetí de nuevo la frase creo que hay un error varias veces, mientras ella intentaba darme largas. Por fin me pasó con Ernesto, el dueño, que se dedicó a echar pestes sobre su secretaria. Como si ella tuviera la culpa y él no se hubiera enterado. Ernesto tenía fama de controlar cualquier número que entrara en sus oficinas; ya fueran cifras monetarias o los números de la talla del pantalón de los operarios del almacén. Por eso yo sabía que me estaba engañando y, por supuesto, él también. Así que le dejé que lo hiciera durante un momento. Después me puse serio y él se puso más. Quería estafarme a través de una mentira y yo no estaba dispuesto a que lo hiciera. Aunque la conversación telefónica no subió de tono, quedaron claras las disposiciones de cada uno. No me amenazó con que si no pagaba la factura no me serviría más material, pero lo dejó entrever. Nos despedimos. Colgué y fui a buscar el coche. En menos de una hora estaba a las puertas de su oficina. Dejé el coche allí mismo y salte como un gamo hasta el final de las escaleras. Abrí la puerta de cristal y allí, en la misma mesa de recepción, estaba Rosa. Su cara cambió al verme. Moví la mano pausadamente para indicarle que se tranquilizara. Continué mi camino hasta el despacho de Ernesto. Allí estaba; sentado en su sillón de piel giratorio y con las piernas cruzadas. Me miraba tras sus gafas de cristal oscuro y algunos pelos de su bigote se le colaban entre los labios. Avancé tranquilo y me coloqué frente a él. Sin apartar la vista de sus gafas, acerqué una silla. Me senté y puse mis brazos sobre la mesa. Nos mantuvimos en silencio cerca de un minuto. Parecía como si uno quisiera que empezara el otro y manteníamos el silencio para no entorpecer la palabra. Pero ninguno de los dos hablamos. Sin decir palabra saqué mi cartera de bolsillo. La abrí y extraje la factura que había doblado por la mitad. La extendí encima de la mesa. Ernesto ni siquiera la miró e hizo un gesto, observándome tras las gafas, queriendo decir y yo que quieres que le haga. Entonces lo miré fijamente.
-Ernesto, tú sabes de lo mío, ¿verdad?
-De lo que te pasó y lo del hospital, ¿no?
-Exacto. Pues ahora me ocurre lo contrario. Cada vez que alguien me miente me pongo como una moto.
-Pero yo no te he mentido. Ni Rosa tampoco.
-Sí que lo estás haciendo, Ernesto. Hace dos años que cada mes te hago el mismo pedido, ¿cómo puede ser que este mes me cobres el triple?
-A ver.
Ernesto alcanzó la factura y la estudió meticulosamente. Era cierto; había un error. Dejó el papel sobre la mesa y se llevó las manos a su regazo. Mientras entrelazaba los dedos bajó su mirada.
-Es verdad, tienes razón. Ahora mismo le digo a Rosa que te abone la diferencia-me miró fijamente-. Sabes, cada día miento más. Y lo peor es que nadie me lo dice. Tú has sido el único, hasta el momento. Tengo miedo de que me ocurra lo que a ti. Pero es que no me puedo contener. Cada vez que lo hago me da como un cosquilleo agradable en el estómago. Tú sabes de lo que te hablo.
-Deberías ir al médico.
-Ayúdame, por favor.
-Si te dijera que te voy a ayudar estaría mintiendo. Lo único que puedo hacer por ti es aconsejarte que vayas al médico antes de que sea demasiado tarde.
-Gracias.
Puso los codos sobre la mesa y apoyó la cabeza en sus manos; las lágrimas corrían por sus mejillas. Sentí molestias en el estómago al ver llorar a Ernesto. No disimulaba su llanto a pesar de tener sus ojos protegidos con las gafas oscuras y el bigote empezó a humedecerse. Luego levantó la vista hacia a mí y siguió con su penosa retahíla.
-He intentado cobrarte el triple porque me hace falta dinero. Con tantas mentiras la verdad es que he vaciado la caja. No eres el primer cliente que viene a quejarse, ¿sabes? He estado jugando a las cartas y también ha habido mujeres por medio. Mi familia no sabe nada. Al contrario; hasta hoy disfrutaba engañándolos. Incluso he llegado a pensar que no existen. Que nada existe aparte de lo que yo creo. Tú deberías entenderlo. Eres la única persona a la que no he mentido en mucho tiempo.
-¿De veras?
-Te lo prometo.
-Pues empieza a decir la verdad a todo el mundo. Es la única manera de que te salves.
Volvió a llorar y ya no pude soportarlo. Me dirigí a la mesa de Rosa para que corrigiera la factura. En cuanto terminó salí en silencio. Me despedí de Rosa alzando un poco el brazo. Ella dijo algo, pero intenté no escucharla y salí a la calle. El coche estaba tal como lo había aparcado. Arranqué y conduje camino a casa.
Circulé por una avenida bordeada por casas viejas. El barrio estaba bastante deteriorado, pero cada vivienda conservaba un pedazo de jardín en la parte delantera. La mayoría estaban deshabitadas y sólo unas pocas conservaban las condiciones básicas para vivir. Moderé la velocidad al pasar por delante de un grupo de adolescentes que increpaban a un anciano. El hombre no se movía de la puerta de su casa e increpaba a los jóvenes que no paraban de reír. Paré el coche y di marcha atrás hasta alcanzarlos. Cuando me detuve salieron corriendo y los perdí de vista. Salí del coche y me quede mirando al viejo. Me miraba fijamente a través de sus ancianos ojos grises. Llevaba puesta una camiseta sin mangas de color carne y unos pantalones atados con una cuerda que hacía de cinturón. Sus pies estaban desnudos y cubiertos de mugre. El viejo hacía mucho tiempo que no se afeitaba y unos escarpados pelos canosos cubrían su rostro y parte de la cabeza. Cuando quise acercarme para preguntarle cómo se encontraba, se puso en alerta y estiró sus brazos, enseñándome las sucias palmas de la mano.
-¡Alto! Ni tú ni tus caracoles lograréis cruzar mi rancho.
-¿Cómo?
-Ya lo has oído.
Una pequeña punzada de ira sacudió mi estomago. El viejo mentía.
-No hay caracoles ni rancho. Usted lo sabe, abuelo. Deje de mentir.
-¡Calla si no quieres que te descerraje un tiro!
El viejo agarró el palo de una escoba y me apuntó.
-Debe hacer mucho tiempo que mientes, al juzgar el estado de tu casa y el tuyo propio.
-Te la estás ganando. Vete es tú última oportunidad.
-Déjalo ya; tú no estás loco. Simplemente te engañas a ti mismo.
-¡Fuera!, ¡fuera de mi casa!
Mis comentarios encolerizaron al viejo. Me di media vuelta y subí al coche. Avancé unos metros y lo observé por el retrovisor. El viejo entró en casa. Abatido se pasó una mano por la nuca, con la vista fijada en el suelo.
Seguí conduciendo. Mi intención era regresar a casa, pero tenía que pasar por la oficina a archivar la factura corregida de Ernesto. Me gustaba dejar las cosas zanjadas antes de dedicarme a descansar. Era la última hora de la tarde y todos los operarios se habían marchado a casa. Me extrañó ver el coche de Sabino en el aparcamiento. En vez de entrar directamente a la oficina decidí dar una ojeada por el almacén. Estaba todo recogido y los paquetes realizados durante el día permanecían ordenados. Subí por los escalones de metal para acceder a la oficina. El ruido de mis pisadas inundó el silencioso local. No encendí las luces, a pesar de que ya estaba oscuro, porque conocía el recorrido a la perfección. Con lo que no contaba era con la presencia de Sabino, que esperaba como una estatua en la penumbra, al lado de la puerta. Cuando se acercó tuve la sensación de estar presenciando la aparición de un fantasma. Me quedé helado.
-Sabino, ¿qué haces? Vaya susto que me has dado.
-Buenas tardes, José Luís.
Sabino era el hijo mayor de uno de mis mejores clientes; también de los más zorros. Alfredo, que así se llamaba el padre, siempre intentaba escatimar unos euros a la hora de hacer los pedidos. Era el dueño de una pequeña paquetería de pueblo y cuando el trabajo le venía grande acudía a mí. La relación comercial era buena, pero como persona dejaba mucho que desear, sobretodo el trato con los demás. Por no hablar de lo abusivo que se comportaba con sus hijos que eran, en realidad, el pilar de su empresa familiar. Un día Alfredo murió inesperadamente y Sabino se hizo con las riendas del negocio.
Metí la llave en la cerradura y abrí la puerta. Encendí las luces y entramos en la oficina.
-No te esperaba, Sabino.
-He venido para negociar un último pedido. El mes que viene cambiamos de proveedor.
-¿Y eso?
-Cosas de la empresa.
-Pero, ¿qué dices? Después de veinte años sin ningún tipo de problema vienes diciendo que me dejáis. Venga, Sabino, si tu padre levantara la cabeza no lo aceptaría.
-Precisamente es mi padre el que ha tomado la decisión. Ahora mismo está aquí; me acompaña su espíritu.
Esperé aquella punzada en mi estómago que me advirtiera de que Sabino estaba mintiendo, pero no noté nada. Tampoco creía en fantasmas. Entonces decidí hacer una prueba, por si acaso había desaparecido aquella especie de don que me alertaba cuando alguien mentía. Probé con una cosa que todo el mundo sabía, pero que Sabino continuaba escondiendo.
-Sabino, ¿tú eres gay?
-No. ¿A qué viene eso? Siempre estáis igual. No. No lo soy y en diciembre me caso con una mujer del pueblo.
Ahora sí que noté la punzada; y con que fuerza. Tuve que controlarme para encauzar la situación.
-Perdona, Sabino. No sé yo en que andaría pensando. ¿Y dices que tu padre está aquí?
-Desde que murió siempre me acompaña a la hora de hacer negocios.
Ninguna señal en mi estómago. Cerramos el trato y Sabino abandonó la oficina. Quise pensar que el espíritu de Alfredo también lo hizo.
Más tarde, cuando llegué a casa, Ángela no dejaba de observarme. Llegué exhausto y el último episodio de la tarde me había aturdido. Ángela seguía mis pasos y no se atrevía a preguntar, por el hecho de que ahora yo sólo decía la verdad. Al final no se aguantó y me preguntó qué me ocurría, aun exponiéndose a una aplastante respuesta. Si hubiera tenido una amante se lo hubiera dicho. Cualquier cosa que hiciera a sus espaldas, solo bastaba con que me preguntase y yo le contaría todo, con pelos y señales. Así que cuando le explique la visita de Sabino y el espíritu de su padre, enseguida descolgó el teléfono y en menos de media hora apareció la ambulancia que me retornaría de nuevo al hospital. En los informes oficiales mi ingreso constaba como una recaída. Estaba atado a la camilla de nuevo. Ángela lloraba tras el cristal. Al verla unas fuertes punzadas atravesaron mi estómago.

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