FEDERICO

A Federico le perturbaba que cada vez que un coche pasaba por la carretera la panadera afilara la vista para escudriñarlo e identificar al conductor. La panadería era un local pequeño y su puerta también. Federico obstaculizaba la visión de la mujer y ésta, con sutiles movimientos, lo sorteaba para poder observar el exterior. Todo esto mientras la panadera envolvía con delicadeza una coca de azúcar que Federico había comprado. Se fijó en los cristales de las gafas de la mujer y por el grueso intuyó que era corta de vista. Si no fuera por las arrugas de su cara, la podría haber confundido con una adolescente, ya que era muy bajita. Pero detrás de aquella mirada se escondía la dureza y sabiduría de una mujer arraigada a la noble tarea relacionada con el despacho de pan cocido en un horno tradicional.
Federico se dedicó a observar el interés que le suscitaban los coches cada vez que pasaban por delante. La visión a través de aquella estrecha puerta se reducía a unas fracciones de segundo inapreciables en las que era imposible detectar ni el mínimo atisbo fisiológico de los conductores. Aun así aquella mujer no cesaba en observarlos con una curiosidad que a Federico se le antojaba enfermiza. Cuando hubo acabado de envolver la coca, la pesó, y con una sonrisa le informó a Federico del precio.
Colocó la coca en el asiento de atrás. Ocupó el asiento del conductor y se ajustó el cinturón de seguridad. Arrancó y en la siguiente rotonda hizo un cambio de sentido. Pasó por delante de la panadería y al llegar a la próxima rotonda hizo lo mismo. Circuló por delante de la panadería hasta una decena de veces. Cada vez que lo hacía la imaginaba con las manos sobre el mostrador y mirando. Aquella mujer adoptaba la postura de un perro de caza cuando detecta a una presa. Federico también miraba al interior por si la veía. Una de las veces le pareció que allí estaba; apuntándolo con sus gafas. Cuando se cansó de repetir el recorrido se marchó a casa, donde le esperaban unos amigos para saborear la coca.

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