LAURA

Laura paró en la gasolinera a llenar el depósito antes de recoger a los ancianos. Los sábados acudían más al Centro que entre semana. Colgó la manguera en el surtidor y fue a pagar. Antes de que el empleado cobrara con la tarjeta, Laura cogió un bollo de crema y un batido de cacao. Sabía que aquellos caprichos eran los que provocaban su sobrepeso, pero se resistía a renunciar a ellos. Salió de la gasolinera y al entrar en la furgoneta saboreó su desayuno. Arrancó y fue en busca del primer anciano. No era seguro que los familiares los llevaran al Centro, por eso tenía la orden de no esperar en las paradas si no había nadie. La estancia de los ancianos en el Centro los fines de semana era opcional. Laura llevaba tres años haciendo aquel recorrido cada sábado y domingo. Era un trabajo extra que le permitía vivir más holgadamente. Entre semana era empleada de una fábrica de jabón. El trabajo con los ancianos también le servía para despejarse y entendía que hacía una labor social, aunque fuera cobrando. Aún así no tenía confianza con los ancianos ya que se hacía muy difícil crear vínculos con personas que sufren demencia senil. Eso era trabajo para los expertos y ella estaba muy lejos de serlo.

Por la tarde quedó con Luisa para merendar. Fueron al centro comercial y entraron en una cafetería en la que servían unas suculentas porciones de pizza. Laura pidió una y un refresco de cola y Luisa un café con leche acompañado de una napolitana de chocolate. La conversación de las dos chicas se redujo a alabar el placer que les producía estar comiendo. No se sentaban en la cafetería a observar a los chicos ni a sacar a relucir los últimos murmullos de los que se habían enterado. Laura se dio cuenta de que le quedaban dos bocados y estuvo tentada a pedir otra porción. Se contuvo y tomó un café. El sábado por la tarde el centro comercial estaba repleto de gente paseando. Laura se limpió la boca con una servilleta de papel. Cuando terminó la arrugó haciendo una bola con ella y la tiró sobre el plato vació. Tan solo unas migas sobrevivieron al apetito de Laura. Luisa aún tenía un pequeño trozo de napolitana para mojar en el café con leche. Luisa notó como lo miraba Laura. Aún así, sabiendo lo que le apetecía a su amiga, no le ofreció ningún bocado. Tras sumergirlo dos veces acabó engulléndolo. Permanecieron en silencio y Laura empezó a hurgarse las encías con un palillo. Quería liberar un pequeño trozo de comida incrustado mientras Luisa miraba entretenida a la gente. Una melodía estrepitosa sonó en el bolso de Laura. Con lentitud sacó el móvil y miró la pantalla. Era uno de los números del trabajo del fin de semana. Luisa la miraba intrigada. Laura no sabía si cogerlo.
-Son los de la furgoneta de los viejos- le dijo a Luisa.
-Cógelo.
-No sé, tía. Igual es para ir a trabajar. Algún servicio extra-. El móvil no paraba de sonar y en la mesa de al lado dos chicos se giraron para expresar su molestia.
-¿Qué hago?, ¿lo cojo?
-Ay, no sé, tía.
Laura apretó la tecla verde y contestó. Al otro lado apareció la voz de Miguel, el encargado del garaje dónde se aparcaban las furgonetas.
-¿Laura?
-Hola, Miguel.
-Laura, no veas, tía. Tendrías que venir, pero ya.
-Es que ahora no puedo.
-Que no, que no. Que no es para trabajar. Que es muy fuerte. Que te has olvidado a dos ancianos en la furgoneta.
-¿Qué dices? Eso es imposible.
-¿Imposible? Aquí están los dos. Cada uno en su silla de ruedas.
-Ahora mismo voy y los llevo para su casa.
-Ya, Laura, pero hay un pequeño problema.
-Dime, Miguel, ¿qué problema hay?
-Que los dos están muertos.

Hacía varias horas que el alumbrado público estaba encendido. No hacía ni frío ni calor, pero una fina neblina flotaba por el ambiente. Las aceras estaban húmedas y en el asfalto se reflejaba la luz de las farolas.
-No me hagas correr que no puedo-dijo Luisa.
Laura no corría. Simplemente avanzaba a paso rápido. Para evitar sospechas aparcó su coche tres calles más arriba. Sólo tenían que recorrer los últimos metros y se encontrarían con la gran persiana de hierro del garaje de las furgonetas. No había nadie en la calle y se acercaron. Laura empujó una pequeña puerta incrustada en la persiana. No se abrió. Lo intentó de nuevo, pero resultó en vano. Luisa respiraba con dificultad; aun así consiguió alojar un interrogante en su cara. Laura la miró y fue como si su amiga no existiese. A gran velocidad introdujo la mano en el bolso y buscó el móvil. Al otro lado de la persiana, en el interior, sonó una melodía crispante y mecánica. Una pésima versión melódica del “Strangers in the night”, de Frank Sinatra. La música se interrumpió justo cuando apareció la voz de Miguel a través del móvil de Laura.
La nave era fría y tenía un aspecto fantasmagórico acentuado por la precisión en la que estaban aparcadas las furgonetas. Miguel apagó la mayoría de las luces después del macabro hallazgo. Los tres avanzaban despacio hacia los ancianos. Luisa se aferraba al brazo de Laura.
-La verdad es que no lo entiendo. Los dejé a todos-dijo Laura.
-Pues parece que no-dijo Miguel.
Llegaron frente a la furgoneta. Un intenso silencio se apoderó de la situación. Miguel indicó a Laura que la siguiera a la parte de atrás. A través de las ventanas se podía entrever la silueta y la cabeza de los ancianos postrados en las sillas de ruedas, distinguiéndose su perfil en la oscuridad de la furgoneta.
-¿Pasa algo?-dijo Luisa que se había quedado en la parte delantera.
No hubo respuesta. Mientras, Miguel le alcanzó un juego de llaves a Laura. Ella sabía cual era la que abría el portón trasero. Cuando la encontró miró a Miguel y la introdujo en el bombín. Cuando estaba a punto de apretar la maneta para abrir, todas las luces de la nave se encendieron por completo.
-¿Qué hora es?-preguntó Miguel.
-Las diez-contestó Laura que todavía no se había recuperado de su asombro.
-No te preocupes. Es el antirrobo; por la noche se encienden todas las luces cada dos horas.
-Joder, que susto-dijo algo más relajada Laura-, y, ¿cuándo se apagan?
-De aquí un cuarto de hora-aclaró Miguel.
Un espeluznante grito los sobresaltó de nuevo. Era Luisa. Desde su posición pudo ver los dos cadáveres de frente y no pudo contener el terror que le produjo.
-Venga, tía, que no pasa nada-dijo Laura abrazándola-. Ya sabías lo que había.
-Jo, tía, es que es la primera vez que veo un muerto-dijo Luisa aterrorizada.
-No pasa nada, tía, va.
Miguel las observaba con un aire dubitativo. No estaba seguro si debía haber llamado a Laura y encargarse el solo del asunto.
-Venga, tías. Vamos a hacer algo antes de que nos pillen de verdad.
Las dos chicas lo miraron y asintieron.

Avanzaban con precaución por la solitaria avenida. Conducía Laura. Luisa iba en el medio y Miguel al lado de la ventana. Había espacio para los tres en la parte delantera. Habían plegado las sillas de ruedas, y los rígidos cuerpos de los ancianos los ataron por separado a las barras de los pies de los asientos para que no resbalaran por el piso de la furgoneta.
Los tres iban concentrados sin saber a dónde ir.
-¿Qué te pasa, Luisa?-preguntó Laura sin quitar un ojo de la carretera.
-No sé…, estoy como…
-¿Mareada?-preguntó Miguel.
-Oh, no, no-sonrió Luisa- .Es como si estuviera, no sé, excitada.
Laura y Miguel se giraron en seco hacia Luisa que de su cara brotaba una tímida sonrisa. Miró a Laura; miró a Miguel y lo besó en la boca. Éste se la sacó de encima.
-Pero, ¿qué coño haces?-dijo Miguel algo molesto.
-Es que no sé que me pasa-dijo Luisa avergonzada.
Laura continuó conduciendo y meneaba lentamente la cabeza porque no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Los tres permanecieron en silencio mientras la furgoneta rodaba por el humedecido asfalto.
-Lo mejor será salir de la ciudad-dijo Miguel.
-Conozco un atajo-dijo Laura-, pero primero pararemos a tomar algo. Tengo el estómago vacío.
-Y yo-añadió Luisa acto seguido.
Miguel las observó extrañado mientras a las chicas se les iluminaba la cara.

Aparcaron la furgoneta al lado de una cafetería abierta las veinticuatro horas. En la barra había cuatro tipos solitarios que tomaban cualquier cosa, menos café. El camarero apagó el televisor al observar a las dos chicas; la película que estaban viendo podía herir su sensibilidad. Un cliente, que no se percató de la llegada de los nuevos clientes, se quejó. El camarero lo ignoró y se acercó hacia Laura.
-Buenas noches, ¿qué va a ser?
-Yo un café con leche y un donut-dijo Laura.
-Yo un batido de cacao y una caña de chocolate-dijo Luisa.
-Yo una caña, pero de cerveza-dijo Miguel que no parecía tan contento como las chicas.
Miguel se sorprendió con que placer devoraban el tentempié. Las dos estaban fuera de sí. Entendió porqué paró Laura. Saboreó la cerveza y pidió otra contagiado por el apetito de sus compañeras. Le preguntó al camarero si tenía banderillas picantes y le sirvió un par, por cortesía de la casa. Laura había acabado y miraba de reojo el último bocado de la caña de chocolate, que le quedaba a Luisa. Miguel sacó la cartera y pagó.
Ahora veían las cosas de otra manera y estaban dispuestos a terminar con aquello. Se dirigieron en busca de la furgoneta. La habían aparcado en el único sitio que quedaba libre, a una esquina de la cafetería. Caminaban animados y seguros. Luisa incluso bromeaba con Miguel sobre el beso que le había robado. Todo había tomado un rumbo alegre hasta que al girar la esquina, Laura se dio cuenta.
-¡Ostia!
-¡Coño!, ¿dónde está la furgoneta?-dijo Miguel.
Laura salió disparada como un rayo hacia el aparcamiento vacío. Cuando llegó se llevó las manos a la cabeza, girando ésta hacia el cielo mientras mantenía los ojos cerrados.
-Pero, ¿qué pasa?-preguntó Luisa.
-Se la ha llevado la grúa. No nos hemos dado cuenta de que es una plaza para minusválidos-sentenció Laura mientras Luisa y Miguel se mordían el labio inferior.

Volvieron sobre sus pasos; estaban abatidos. Ninguno de los tres tuvo ni las más remota idea de lo que debían hacer.
-Volvamos a la cafetería-dijo Laura.
La noche era oscura más allá de la luz de las farolas. Corría una brisa cortante y las chicas tenían frío. Miguel caminaba detrás de ellas pensativo. Al dar la vuelta a la esquina no podían creer lo que estaban viendo. La grúa estaba aparcada enfrente de la cafetería con la furgoneta cargada en su plataforma. A Laura se le cortó la respiración mientras Luisa le pasaba una mano por el hombro. Miguel observó desde allí el interior de la cafetería.
En la barra estaba sentado el conductor. Era un hombre enjuto y vestido con un mono de trabajo. Su piel estaba cubierta de retazos de grasa; su ropa también. Observaba entretenido la película. Ahora el televisor estaba encendido. Permanecía con las piernas cruzadas mientras se balanceaba sobre el taburete. Con un codo se apoyaba en la barra y con la mano libre se llevaba la copa de licor a la boca. Entonces Laura se percató que detrás de él se encontraba un manojo de llaves unidas por una pequeña argolla de la que pendía un cuerno de jabalí.
-Esas son las llaves-dijo Laura señalando al interior.
Cuando los tres entraron en la cafetería el camarero había ido un momento al almacén. Así que nadie apagó el televisor ante la presencia de señoritas en el local. Luisa miraba absorta una escena en la que una mujer yacía con dos hombres. Laura le dio un codazo para que se concentrara en el plan. Entonces Luisa se colocó delante del conductor de la grúa. Lo miró, pero el hombre, que estaba más interesado en la película, le dijo:
-Aparta, coño.
Pero en ese preciso instante, Miguel ya se había hecho con el llavero. Justo cuando apareció el camarero por la puerta del almacén, los tres jóvenes abandonaban el local. Nadie se percató de que la grúa desaparecía por la esquina, cargada con la furgoneta.
Laura paró en cuanto pudo.
-Mejor conduzco yo-dijo Miguel.
-De acuerdo; este trasto me va grande-dijo Laura.
Miguel arrancó suave y volvieron hacia ninguna parte. Luisa dejó que su dedo se deslizara hasta el botón que encendía la radio. En ese momento empezó a sonar “gone man” de los EELS. Laura subió el volumen y los tres se pusieron a bailar, sentados en la cabina de la grúa. Mientras las chicas daban palmas, Miguel dio un vistazo por el retrovisor. Desde aquel ángulo se apreciaba una parte del interior de la furgoneta y le pareció ver como bailaban, al mismo ritmo de la canción, los cadáveres de los dos ancianos. Miguel volvió la vista hacia la carretera, seguro de que aquello no podía ser. Las chicas, ajenas a la alucinación de Miguel, se desmelenaban al ritmo frenético de la guitarra. La canción terminó al mismo tiempo que llegaron a un semáforo en rojo. No circulaba nadie en ningún sentido y todos los establecimientos estaban cerrados; no había ni un alma por la calle.
-Sáltatelo, Miguel-Laura trató de incitarlo.
Miguel miró a un lado y después al otro. Seguía sin haber nadie. Entonces miró al frente, metió la marcha y arrancó. Acto seguido aparecieron una luz roja y otra azul, intermitentes, detrás de la grúa.
-Mierda, la policía-dijo Miguel. Laura y Luisa se miraron entre sí con evidentes signos de preocupación. 

-Buenas noches.
-Buenas noches, señor agente.
-Pero, ¿cómo se te ocurre?
-Lo siento, señor agente, tenía prisa.
El policía era muy mayor y estaba a punto de jubilarse.
-Esas cosas no deberías hacerlas, hombre- el policía tosió. Después asomó la cabeza al interior de la furgoneta-. Vaya par de tórtolas que llevas ahí. Me parece que si te quieres salvar de la multa, una de tus amiguitas va a tener que hacer un buen trabajo.
Miguel se sonrojó ante tal propuesta. Laura y Luisa la escucharon perfectamente.
-Es usted un viejo verde-dijo Miguel.
-No te pases, hijo, que te desgracio la carrera para mucho tiempo.
Entonces Luisa se desabrochó el cinturón de seguridad y mientras bajaba de la grúa dijo.
-Voy yo-con toda la normalidad del mundo. Laura la miró sin entender cómo podía estar tan desesperada. Luisa captó su mirada y sonrió.
Luisa y el policía se dirigieron al coche patrulla que continuaba con las luces de colores en marcha. En el interior de la grúa Miguel y Laura miraban fijamente a ningún punto en concreto, mientras esperaban a que su amiga terminase.
No pasaron ni cinco minutos cuando Luisa apareció corriendo y se subió a la grúa con una agilidad pasmosa.
-¡Corre, arranca Miguel!
Miguel no dudó en hacerlo. Luisa jadeaba y no podía hablar a causa de su dificultosa respiración. Se alejaron rápido de aquel lugar.
-¿Qué ha pasado?-preguntó Laura.
-No lo sé-dijo Luisa que todavía conservaba un poco del estado histérico del que había sido presa-. Estaba haciendo eso con el viejo cuando de pronto a empezado a quejarse. Decía que le dolía el pecho y cada vez le costaba más hablar. Me ha dicho que llamara a una ambulancia, pero de pronto ha caído inconsciente. Creo que está muerto.
-Madre mía. Lo que nos faltaba-dijo Miguel sin apartar la vista de la carretera.
-Él se lo ha buscado-dijo Laura-. Por cierto, ¿no tenéis hambre?

Pararon en una gasolinera y aparcaron la grúa detrás del túnel de lavado. Miguel y Laura esperaron a que Luisa llegara con el encargo. En el cielo se intuían las estrellas aunque brillaran por su ausencia. Al poco apareció Luisa con un paquete de cartón. En el interior había una bolsa grande de patatas fritas con sabor jamón y un bote de cacahuetes salados; dos latas de refresco de cola y una cerveza fresquita para Miguel.
Continuaron su camino, esta vez se adentraron en la desierta autovía. Tan solo un coche se cruzó con ellos. Poco a poco dejaron atrás la ciudad. Miguel conducía en silencio y de vez en cuando daba un sorbo a la cerveza. Las chicas guardaban silencio ocupadas en devorar las patatas y los cacahuetes. En un ejercicio de humildad, Laura le ofreció la bolsa a Miguel, y éste cogió una patata y se llevó a la boca sin perder de vista la carretera.
Circularon varios kilómetros por la autovía. Después Miguel tomó un desvío y se adentraron en una carretera secundaria. No había tráfico, pero tampoco les resultaba extraño; era noche cerrada y la mayoría de la gente dormía a esas horas. Dejaron la carretera para tomar un camino de tierra. La rígida amortiguación de la grúa hizo que los tres se balancearan violentamente en el interior.
-Madre mía, esto es un camino de cabras-dijo Luisa.
-Estamos en plena naturaleza pura-contestó Miguel.
Avanzaron despacio por aquel sinuoso camino. Por momentos parecía que la furgoneta fuera a caer desde de lo alto de la plataforma de la grúa. A través de las copas de los árboles se podían distinguir las estrellas.  Al cabo de unos pocos metros más, Miguel se detuvo. Los tres bajaron. Laura miró hacia el cielo y se quedó sorprendida del fantástico panorama que reinaba sobre su cabeza.
-Vamos para allá-dijo Miguel y las chicas lo siguieron. En la oscuridad no se distinguía nada más allá de la zona alumbrada por los faros de la grúa.
-Quietas, ya hemos llegado-dijo Miguel extendiendo los brazos en cruz-. No deis ni un paso más.
-Pero, ¿qué es esta olor?-preguntó Luisa extrañada.
-Es el embalse de residuos de la mina de aluminio-aclaró Miguel. En medio del bosque y con fácil acceso se encontraba aquella balsa corrosiva. Miguel dijo a las chicas se esperaran allí y que no se movieran. Entonces él arrancó la grúa y maniobró colocando la parte trasera de la plataforma en el borde de la balsa. Después bajó y quitó los seguros de los enganches de las ruedas. La furgoneta estaba libre sobre la plataforma. Subió a la grúa y conectó el hidráulico para ascender la carga por la parte delantera. En unos segundos la fuerza de la gravedad hizo su trabajo y la furgoneta cayó al fondo del embalse, cuyo líquido iba corroyéndola instantáneamente.
-Pues vaya con la naturaleza pura-dijo Luisa mientras señalaba el líquido destructor.
-Vaya-dijo Laura.
Una suave brisa mecía las ramas de los árboles mientras las chicas subían a la grúa para volver a casa.

Laura salía de la fábrica de jabón cuando sonó el móvil. Había acabado el turno de mañana.
-¿Sí?
-Laura, soy yo Miguel.
-Ah, hola Miguel; dime.
-Te llamo para decirte que este fin de semana no hace falta que vengas.
-¿Y eso?
-Es muy largo de explicar. Nos han robado tu furgoneta. Se ve que entraron por la noche y se la han llevado. Me ha dicho el jefe que hasta que no dispongamos de otra no hace falta que vengas.
-Pues vaya, ¿y no puedo hacer el recorrido con otra?
-Dice que no, lo siento. Pero en cuanto haya faena de nuevo, te aviso.
-Gracias, Miguel.
-De nada; nos vemos.
Laura colgó y guardó el móvil en el bolso. Luisa la estaba esperando en la cafetería.

2 comentarios:

Sole dijo...

Hola Jordi, Laura y sus colegas son geniales. Me ha encantado la velocidad por la que transcurre el relato, la ambientación...la falta de escrúpulos,todo. Enhorabuena.Un beso.

Anónimo dijo...

Hi, i just want to say hello to the community

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