CAMBIOS

Me levanté temprano. Encendí la luz del baño y al ver mi rostro reflejado en el espejo me dio un ataque de risa. Mi cara se había transformado en una copia exacta del rostro de Mickey Mouse. Cuando me senté a desayunar olfateé la tostada por si había experimentado algún cambio en el sentido del olfato, pero no. Todo seguía igual. Aunque tuviera la cabeza de un ratón el interior continuaba siendo humano. Mari entró en la cocina y se preparó un café. Le dije “buenos días” y los dos nos sorprendimos al escuchar como el sonido de la voz de Mickey Mouse salía de mi garganta. Entonces Mari se dio cuenta del cambio en mi rostro. Estaba somnolienta y el pelo le cubría la cara.
-Joder, qué te has tomado esta vez-. Y con la taza de café en la mano salió de la cocina.

Sin mediar palabra me dirigí al garaje y saqué el coche. En la calle no había nadie a esas horas. Tan solo una furgoneta de mantenimiento de jardines pasó fugaz por delante de la puerta. Circulé despacio hacia la salida de la urbanización. Las casa permanecían escondidas tras los poblados setos. En algunas partes de la acera las raíces de los pinos habían levantado el pavimento. Puse la radio. A esas horas tempraneras no me concentraba en las noticias a no ser que algún suceso importante me despertara. Pasé por delante de la sucursal bancaria, pero ser el director no me eximía de dar vueltas durante unos veinte minutos para buscar aparcamiento. Esta vez no tuve suerte y dejé el coche bastante lejos. Caminaba por la calle y la gente me miraba. Era normal. Incluso saludé a una mujer mayor que me miraba aterrorizada. Cuando escuché el sonido de mi voz me hizo tanta gracia que no pude dejar de reír hasta la entrada de la sucursal. Cuando empujé la puerta para entrar una multitud se agolpaba curiosa detrás de mí. Aún no había dado dos pasos en el interior cuando, Jerónimo, el guarda de seguridad, se abalanzó sobre mí. Me tumbó bocabajo y apretó su rodilla izquierda sobre mi espalda. Sin dudarlo me colocó las esposas.
-Tranquilo, Jerónimo. Soy yo- dije con aquella ridícula voz.

Cuando entró la policía ya llevaba dos horas sentado en aquella silla. Jerónimo me había atado con las manos tras el respaldo y el dolor de espalda empezaba a ser serio. Me había amordazado y uno a uno, todos los empleados desfilaron por delante de mí. Un par de ellos, Lorenzo el encargado de caja y Ramón que atendía en ventanilla, no se cortaron un pelo y me pellizcaron la cara. Pensaban que era una máscara. Tuve suerte de que no me la quisieran quitar. Los clientes se mantenían a distancia evitando abandonar el local tras sus operaciones.
Detrás de dos policías de uniforme iba otro de paisano. Llevaba la placa colgada del cuello. Era un tipo joven, de unos treinta años. Deduje que acababa de ascender. Apartó con suavidad a los dos agentes que se postraron con curiosidad ante mí. Me miró fijamente y en sus labios brilló una mueca.
-Muy bien- dijo y como un tigre abalanzándose sobre su presa agarró mi cara con las dos manos y empezó a estirar. Éste sí que estaba convencido de que llevaba careta y cada vez tiraba con más fuerza. La mordaza amortiguaba los terribles gemidos de dolor que emitía mi nueva voz de Mickey Mouse.

Desperté en un hospital, o por lo menos eso deduje. Tenía tiritas repartidas por toda la cara. Los brazos y las piernas estaban anclados a la camilla por una fina cadena. Giré mi adormilado cuello hacia la ventana. Era de noche y las nubes parecían rosas iluminadas por la luz artificial. Era la segunda vez que me daba cuenta de aquel efecto luminoso. La puerta de la habitación era ancha y estaba cubierta por una cortina por la que a través de ella veía traslucida la silueta del policía que montaba guardia. Aquello confirmo mis sospechas. Estaba detenido. Intenté dormir, pero ya no tenía sueño y aquella posición forzada de mis brazos y piernas empezaba a ser agobiante. Otra silueta se paró junto con la del policía, era una mujer. Los brazos de ambos gesticulaban, pero no podía escuchar nada de lo que decían. Por fin la mujer entró. Era una enfermera muy guapa. Sólo con verla una vez me quedé prendado con sus encantos.
-Buenas noches, Mickey, porque puedo llamarte Mickey, ¿no?
-Buenas noches. Bueno en realidad me llamo Braulio como mi abuelo. Igual recuerdas a Braulio el del kiosco de Barrio Sésamo. Ese era mi abuelo-. La enfermera se quedó quieta y me miró fijamente. De repente una amplia sonrisa apareció en su rostro y sus ojos se iluminaron.
-¡Pues claro! Nunca podré olvidar a tu abuelo. Que sepas que cuando vino a tratarse la próstata fui yo la que lo atendió la mayoría del tiempo.
-Ah, sí. Ahora lo recuerdo me habló muy bien de ti.
-¿De veras? ¡Qué contenta estoy!
Aproveché su estado de ánimo para dejar caer una petición.
-Oye, ya sé que es difícil, pero ¿podrías quitarme esta cadena de las manos y de los pies? Me está matando.
-Por supuesto-. Y se dirigió a la puerta en busca del policía. A tanta distancia se me hacía inaudible la conversación hasta que subió de tono. La enfermera dejó un “¿Cómo que no? ¡Si es el nieto de Braulio!”. Entonces el policía extrañado preguntó: “¿Braulio el del kiosco?” y la enfermera sentenció: “¡Pues claro!”, y al poco tiempo ya estaba libre de tan agobiante cadena.
La enfermera acabó de pasar la noche sentada a mi lado. Reconoció el estado de la cara. Me quitó un par de tiritas.
-¿Quién te ha dado estos pellizcos?
-El inspector que me detuvo. Estaba seguro de que éste no es mi rostro sino una careta.
-Desde luego que poca gracia.

El otoño había llegado y para celebrarlo el cielo descargó las primeras lluvias refrescantes. Me gustaba observar las gotas recorriendo el cristal sentado en mi cómodo sillón instalado frente a la ventana. El silencio reinaba en la habitación y en esos instantes mi mente permanecía en blanco. Los livianos pasos de Mari frente a la estantería de los libros se me hacían muy lejanos. Al poco tiempo volví a caer en la tentación de mirarme en el pequeño espejo de mano que tenía escondido tras el respaldo del sillón. El rostro reflejado no es el mío. Eso ya lo sabía. La única ventaja que tiene esta cara de ratón es que no le crece la barba. Escondí disimuladamente el espejo al ver pasar al fondo la imagen reflejada de Mari ojeando un libro. Volví a mi relajado entretenimiento. Observé las nubes y aquel gris me hizo creer que estaban sucias. Quizás por eso llovía; para limpiarlas y devolverles su blanco inmaculado y su apariencia de algodón. Sumido en remotas reflexiones noté la cándida mano de Mari sobro mi hombro.
-Cariño, han vuelto aquellos señores de París.

Una desgana exagerada se instaló en ánimo. De nuevo tenía que soportar a aquellos dos tipos. Intenté taparme entero con la manta que calentaba mis piernas. Quería desaparecer, pero era imposible. En menos que canta un gallo aparecerían por la puerta y el bajito con el cráneo pelado me mostraría su más zalamera sonrisa. A su lado permanecería quieto como un poste su compañero, siempre cargado con aquella horrible carpeta de piel. Lo que más me hastiaba eran sus anticuados trajes de corte inglés y aquellos minúsculos bigotitos que poblaban sus aceitosos rostros. Nunca entendí porque no enviaron jamás desde París a alguien normal. Me levanté, a pesar de mi renuncia, al escuchar los sonoros pasos que procedían de la escalera. Mari entró primero. Agaché el rostro para evitar encontrarme con aquellas sonrisas que tanta fatiga me provocaban. Tomamos asiento alrededor de la mesa de despacho. Mari se quedó de pie.
-¿Les apetece un café?-. La miré y sintió mi mirada fulminante.
-Un pastis mejor-. Dijo el calvo. El otro asintió demostrando su acuerdo.
-Lo siento, no tenemos, pero puedo ofrecerles un poco de vino blanco.
-Oh, perfecto-. Exclamó de nuevo el hombre y dio unas palmaditas para demostrar lo feliz que era. Su compañero lo acompañó. Los dos sonreían deseosos por tomar una copa. Incluso una gota de sudor resbaló por la brillante cocorota del calvo. Mari salió de la habitación y nos quemados los tres solos.
Ellos me observaban sonrientes mientras yo permanecía cabizbajo. El alto puso la carpeta encima de la mesa y la abrió. Otra vez la misma historia de los papeles. De la escalera provenía el tintineo de las copas que Mari subía junto a una botella de vino blanco fresco en una bandeja. Levanté la vista y dediqué una mirada a cada uno. El alto estaba enfrascado con los papeles. Siempre le ocurría lo mismo. Mientras el calvo me miraba sonriente y al escuchar el ruido de las copas se pasó la mano tres veces seguidas por el reluciente cráneo. La punta de su lengua apareció para relamerse el bigotito. La vista se le perdió en un instante hacia la escalera. Mari entró y nos sirvió con rapidez. Le devolví mi copa y ella, sin mirarme, se la bebió de un trago. Los dos hombres la imitaron y cuando tuvieron las copas vacías se las alcanzaron a Mari para que se las rellenase. Acabaron la botella en un tiempo récord. Mari recogió todo y se marchó. Cuando estaba apunto de llegar al final de la escalera se le cayó la bandeja. Desde la habitación solo pudimos escuchar el estruendo de los cristales rotos y de los quejidos obscenos de Mari. Los dos hombres seguían mirándome con aquella sonrisa en sus rostros. Apoyé las dos manos sobre la mesa. Quería darles a entender que estaba cansado de tanta miradita condescendiente. Ellos seguían a lo suyo. Empezó el calvo.
-¿Lo ha pensado bien? Hemos traído los papeles para que los ojee. Esta vez la oferta ha sido mejorada. Sabemos que ha sido usted director de una sucursal bancaria y que entiende de números.
-Lo sigo siendo- interrumpí en seco-, trabajo desde casa.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué no se desplaza al banco? ¡Ah!, ya lo entiendo- dijo señalándome la cara-. Usted se hace de rogar, pero debe saber que con lo que le ha ocurrido está en una inmejorable posición para darle un vuelco a su vida. Nosotros le traemos la oferta. Usted sólo debe firmarla.
El hombre alto me extendió la última oferta. Hizo correr el papel lentamente por encima de la tabla encerada. La sonrisa no se había borrado de sus rostros en ningún momento. Cogí el papel y quise leerlo, pero aquella astronómica cantidad que destacaba en el centro de la hoja hizo que mi corazón diera un vuelco. Demasiado dinero, pensé. Ni siquiera se me pasó por la cabeza malgastarlo en algún capricho pasajero. Estaba acostumbrado a las cifras y a menudo en la oficina veía como, igual que ascendían, descendían las cuentas. Y las veces que he tenido que hacer la vista gorda para que un cliente no pasara vergüenza y, ni que decir, hambre. No. Tenía claro que el dinero no da la felicidad. Querían que me fuera a París a su parque de atracciones y sacarle jugo al accidente que había ocurrido en mi cara. Me estaban ofreciendo el oro y el moro, pero a cambio de qué. Siempre tendré en presente el recuerdo de mi abuelo. A Braulio le compararon el kiosco los de la televisión. El pobre hombre lo hizo por el bien de la familia y gracias a él pude sacar la carrera. Pero aquello le fue bien durante unos años. Luego vino lo del suicidio de Espinete y todo desapareció. Mi abuelo intentó recuperar el kiosco, pero ya no le pertenecía. Era de la televisión. Parecía mentira que todos aquellos años en los que vivió saltando y bailando frente a su kiosco acabaran tan mal. El ejemplo de lo que le sucedió a mi abuelo debería servirme de algo, así que cogí el contrato que me ofrecieron aquellos dos hombres y lo rompí en sus narices. Era la tercera vez y aquellas sonrisas desaparecieron de golpe. El calvo era el que más amenazante me miraba y dijo con un tono sibilante a causa de la rabia:
-Volveremos y firmarás. Ya lo creo que firmarás-. Lo observé más serio que de costumbre y señalando hacia la puerta dije:
-Por allí se va a París.
Y los dos hombres abandonaron enfurecidos mi casa.

Pasaron los meses y no volví a tener noticias relacionadas con Eurodisney. Conseguí que Mari dejase de beber y se sacó el carné de conducir. Nos hicimos con una furgoneta. La pintamos de lila. En cada costado dibujemos mi nuevo rostro. También pusimos un anuncio en el periódico local y me aprendí un par de trucos viendo los dibujos del ratón por televisión. Por un módico precio los padres me podían contratar para animar las fiestas de sus hijos. Los niños disfrutaban y yo me evadía de la rutina de mi oficina virtual. El cambio mereció la pena.

1 comentario:

Édgar Ahumada dijo...

Jordi,

¡Me has matado de risa, realmente! ¿A quién se le ocurre despertar con cara de Mickey? ¡Ja, ja, ja!
Y los tipos que lo quieren contratar, sin olvidar todo lo relacionado a su nueva cara y voz.
¡Muy bueno, muy bueno!
Aquí no hay prejuicio y sí muchas ventajas.
¡Enhorabuena!

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