ARAÑAS

-Esto es más “complicao” de lo que parece-dijo Adrián.
-Pero dale con el palo.
-Que no es tan fácil te digo.
-Trae.
Carlos se puso de cuclillas e intentó atrapar a la araña.
-Mírala, parece una tarántula.
-Tampoco te pases-dijo Carlos mientras metía a la araña en un bote.
Una vez colocado el tarro de cristal sobre la repisa de la chimenea, los dos hombres observaron a la araña que permanecía inmóvil a causa de la inquietud provocada por las nuevas circunstancias.
-Mírala que cara tiene.
-Suéltala, Carlos; me está dando mal fario.
-Ni hablar. Con lo que me ha costado.
La araña cesó el movimiento repetitivo de sus dientes. Estaba totalmente paralizada. Los hombres no lo apreciaron, pero dirigió con disimulo la vista hacia arriba. En el hueco de una de las  vigas de madera que aguantaban el techo, brillaban cientos de pequeños ojos. Las arañas desde su posición no veían el rostro de los hombres, pero sí la despoblada coronilla de Carlos que se sentó en el sofá a esperar a que Adrián volviera con las medias. Todas esperaban la señal y, de repente, la araña atrapada en el bote levantó una pata y la dejó caer con todas sus fuerzas. Entonces una araña descendió sigilosa pendiente de su hilo hasta postrarse en la calva de Carlos. El hombre, por un auto-reflejo, asestó la palma de la mano sobre ella. Notó la viscosidad y miró lo que quedaba del arácnido aplastado. Refregó la mano por el sofá para limpiarse los restos y balbuceo algo sobre su hartazgo con aquella casa infestada de insectos. Las arañas al ver aquello decidieron separarse. No había resultado el plan de rescate ya que habían sufrido una víctima. Una de las arañas se giró y miró a la que permanecía prisionera en el bote, dedicándole una mirada de impotencia. La prisionera bajó la vista y entendió su cruel destino. Adrián apareció por la puerta con una media ajustada en la cabeza.
-¿Qué te parece?-dijo Adrián.
-Irreconocible.

A las cuatro de la tarde aparcaron delante del restaurante del polígono industrial. A esa hora pocos clientes quedaban en su interior. Las manos de Adrián sudaban cogidas al volante. Carlos le dio unas palmaditas en la pierna.
-Tranquilo, hombre, que no es la primera vez.
-Ya, pero a mí me pasa como a los artistas antes del espectáculo-dijo Adrián.
-Ja, ja, ja. Tú si que estás hecho un buen artista-bromeó Carlos.
Estuvieron esperando a que una patrulla de policía, que estaban tomando un café, se marchara. Mientras Carlos acariciaba su escopeta de cañón recortado se fijó en que su compañero estaba más nervioso de lo habitual.
-A ti te pasa algo.
-No, de verdad que no. Es lo de siempre.
-No me engañes que te conozco como si te hubiera parido-dijo Carlos.
-Algo sí que me pasa, pero no creo que sea tan importante como para decírtelo.
-Somos un equipo-dijo Carlos con la clara intención de enterarse de lo que le pasaba a Adrián.
-Verás, estoy muy preocupado. Quizás a ti te parezca una tontería.
-Desembucha.
-Prométeme que no te enfadarás.
-Que no, Adrián. Que no me voy a enfadar. Si es por este golpe lo podemos aplazar.
-No tiene nada que ver, Carlos.
-Entonces, ¿qué es?
-He perdido el libro de la biblioteca.
Hubo un intenso silencio. Carlos mantuvo la vista al frente, como perdida.
-Y además tengo el carné caducado-sentenció Adrián.
-¿El de la biblioteca?-Carlos pronunció aquella palabra con dificultad. Hacía años que había desaparecido de su vocabulario. Aún así, cuando brotó por su garganta lo hizo de manera aceptable.
-Parece una tontería, pero no sé que hacer.
-Pues compra un libro como el que has perdido y lo devuelves-resolvió como un rayo, Carlos.
-Anda, pues no lo había pensado.
-Ves, todo tiene solución. Ahora vamos a por faena.
Los dos hombre bajaron de la furgoneta armados y con una media en la cabeza.

En pocos segundos abandonaron el restaurante. El dueño los seguía acompañado de una pistola. Carlos cargaba a Adrián del hombro. Una bala le había atravesado el tórax, pero aún podía caminar. Los curiosos observaban protegidos tras los coches aparcados; evitando el impacto de alguna bala perdida. El dueño del restaurante afinaba la puntería y, de nuevo, acertó en el cuerpo de Adrián. El plomo se incrustó en el fémur sin llegar a quebrarlo, pero la sangre manaba a borbotones. A medida que los dos atracadores avanzaban, una mancha rojiza impregnaba el asfalto.
-Ánimo que ya llegamos-dijo Carlos mientras una bala le silbaba en el oído.
-No puedo, no puedo-sollozaba Adrián.
-Un poquito más. Tú tienes las llaves, ¿no?
-Están en el bolsillo-el herido se palpó los pantalones- Anda, pues no. Me las he dejado en la barra del restaurante.
-Madre mía, cómo estás. Primero pierdes el libro; ahora las llaves. Espera.
Carlos apoyó con suavidad a su compañero en el suelo. Después encañonó al propietario del restaurante que seguía disparando su arma. Carlos le apuntó con la escopeta de cañones recortados. De un solo tiro mató al hombre, que cayó a plomo sobre el asfalto. Carlos volvió corriendo al restaurante y encontró las llaves de la furgoneta. Por si acaso disparó al techo provocando que unos trozos de yeso desconchados cayeran sobre el plato de sopa del único comensal que permanecía impasible ante los hechos y continuaba comiendo. Carlos le pidió excusas al hombre, que se las aceptó levantando la mano, y salió corriendo. Tumbado en un charco de sangre le esperaba Adrián.

Carlos conducía despacio para no dañar más a su compañero.
-Tranquilo, te llevaré al hospital.
El herido hacía rato que no hablaba, pero unos leves gemidos atestiguaban que seguía vivo.
-Carlos-dijo reuniendo todas sus fuerzas-, no te olvides de devolver el libro.
-No te preocupes ahora por eso.
-Es muy importante para mí.
-Sí, ya lo sé.
A Carlos no le tembló el pulso cuando, en dirección contraria, se cruzaron con dos coches de policía y una ambulancia. Ambos circulaban con el sonido en marcha de sus sirenas. Carlos pasó de largo al llegar al hospital. Pensó que sería mejor llevar a su compañero a otro que estuviera más lejos de la escena del crimen. Recorrieron varios kilómetros más hasta llegar a las afuera de la ciudad. Carlos aparcó delante de la puerta de urgencias y se bajó de la furgoneta. Abrió las puertas traseras y arrastró a Adrián hasta que pudo levantarlo. La gente que circulaba por allí miraba indiferentes la grotesca escena; en realidad a nadie le importaba un bledo lo que le sucedía a aquellos hombres. Carlos pasó el brazo de Adrián por encima de su hombro. El herido estaba a punto de entrar en coma, aun así consiguió aguantar el equilibrio.
-Adrián, ¿cómo se titula el libro?
El herido dejó caer todo su peso sobre su compañero y suspiró. Estaba tranquilo porque Carlos parecía dispuesto a devolver el libro a la biblioteca.
-“En qué piensan las arañas”, de Leal Alonso.
-Tranquilo, chico. Lo encontraré y lo devolveré de tu parte.
-Gracias, Carlos-dijo mientras daba su último estertor.
Carlos dejó el cuerpo de su compañero sentado en una silla de la sala de espera de urgencias y abandonó el hospital.

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