LA CRISIS



Parecía que aquel día nunca fuera a llegar. Cuando Armando entró en la oficina del jefe de personal ya sabía lo que iba a escuchar. Cogió el talón, la carta y los pocos objetos personales que adornaban su mesa y abandonó la oficina. En el exterior apoyó la pequeña caja de cartón en el suelo y encendió un cigarrillo. No estaba permitido fumar, pero ni se inmutó a la hora de exhalar, con placer, el humo. Cuando acabó pisoteó la colilla dejando una pequeña mancha de ceniza. En el suelo del aparcamiento estaba pintado el número de la matrícula de su coche. Esa misma tarde quizás ya no.



Al conducir lo hizo con lentitud. No tenía prisa y quería saborear la angustia provocada por la perdida del empleo. En un principio estuvo un poco desorientado. Eran muchos años acumulados en la empresa Walter Wass & Co. Se había acomodado a una rutina placentera y sólida económicamente. De ahí que al principio no supiera por dónde empezar. Como es lógico hizo todos los trámites burocráticos para conseguir la prestación por desempleo. Aquella ardua tarea frente al dominio de los funcionarios le tuvo entretenido durante una semana mientras que no le validaran todos los documentos y, por fin, pudiera hacerse con la ayuda económica. Era bastante reducida respecto a la nómina que recibía puntualmente, pero sumando la indemnización podía defenderse durante una temporada, eso sí, procurando mucha cautela con los gastos extra.


Cuando entró su apartamento tuvo una sensación extraña. Nunca había estado en día laborable en su interior. Lo primero que le llamó la atención fue el bullicio del tráfico diario que ascendía desde la calle hasta su balcón. Abrió las puertas hacia el exterior y se quedó atónito ante el estruendo cotidiano. Su mirada se perdió ante el gran edificio que se levantaba al otro lado de la calle. Por primera vez observó niños jugando en el patio de aquel colegio que siempre le pareció un sórdido armazón de hormigón diseñado por un arquitecto de prisiones. Los domingos era un edificio triste por su clamante soledad. Sobretodo le deprimía cuando tomaba el desayuno.


Cerró las puertas del balcón y se sentó en su butaca de leer. Estaba agobiado. Aún así se creía mentalizado para soportar aquel cambio tan brusco que había tomado el rumbo de su vida. Junto a la butaca había una mesita. En ella esperaba el libro de turno. Alargó la mano y lo cogió. No se concentraba y a la cuarta página lo devolvió a su sitio. Se levantó y dio unos pasos y justo cuando estaba en el centro de la habitación extendió los brazos y gritó en silencio: ¿Y ahora qué hago? La frustración empezó a asomar tímidamente y muy cautelosa. Él se dio cuenta e intentó controlar la situación. Como un rayo se dirigió al equipo de música y puso un disco de rumbas para que le subiera el ánimo. Para vencer su desazón se puso a bailar e imaginó que tenía una guitarra en sus manos. La rascaba con la misma pasión que el guitarrista original. Cuando se dio cuenta una gota de sudor se abría paso desde su frente hasta la mejilla. Había entrado en calor.


Cerca de su apartamento había una iglesia. Utilizaba las campanadas como señal horaria. Armando tenía la costumbre de mirar el reloj cada vez que éstas tañían. A veces se concentraba para contarlas a pesar de la dificultad del ruido ambiental. Habían tocado las doce, pero el contó trece. Por eso volvió a mirar el reloj. Era mediodía y corrió a asomarse al balcón. Padres y madres acudían en tropel al colegio a buscar a sus hijos. Esa actividad a él le entretenía. Allí apoyado en la baranda disfrutaba de aquella media hora escasa que duraba la recogida. Luego bajaba a la calle. Desde su portal a la estación de autobuses había un par de kilómetros. Ese era el ejercicio físico diario que se impuso para no atrofiarse. Excepto los domingos. Ese día justificaba quedarse en casa como si fuera el único que éticamente pudiera permitírselo. Se marcó una serie de pautas para permanecer siempre ocupado, aunque fueran imaginarios rellenos de actividad. Pero a la que no fallaba era a su cita a mediodía a observar la salida del colegio. Un viernes mientras se entretenía le llamó la atención una joven madre de aspecto menudo, pero de hermoso porte. Al principio no la reconoció, pero estaba seguro de que era ella. Paula soportó el trámite de su divorcio mientras trabajaba en Walter Wass & Co. Era operaria en la cadena de producción. Armando era el encargado y tuvo que despedirla por los florecientes reajustes en la plantilla que tan de moda se habían puesto. Armando nunca se había fijado en ella nada más que en los partes diarios de trabajo dónde aparecía su nombre, pero al verla allí frente a la puerta de metal del colegio, mientras charlaba con una amiga, su corazón le dio un vuelco. Aún así no estaba seguro de que si era ella o simplemente su memoria estaba jugando con sus recuerdos. Tuvo una idea. Esperó a que las campanas de la iglesia señalaran las cinco de la tarde. Entonces bajó a la calle y buscó una óptica para comprar unos prismáticos. La encontró cuatro calles más abajo. Entró y se los pidió a un anciano dependiente que postró sobre el mostrador tres modelos diferentes con varios alcances de visión. Armando eligió el modelo más barato. Cuando salió de la tienda lamentó que hasta el lunes no pudiera utilizarlos y asegurarse de que aquella mujer era Paula. Pasó todo el fin de semana nervioso. Tuvo la tentación de sacar los prismáticos de la funda y echar una ojeada por el entorno de su apartamento. Se contuvo y dedicó la mayoría del tiempo a preparar platos de cocina que siempre había deseado elaborar. Estaba empezando a encontrar la parte positiva de poseer todo el tiempo libre, aunque a veces el agobio se instalaba como una losa sobre él y le impedía disfrutarlo.


El fin de semana pasó como un tren de alta velocidad por una estación sin parada y Armando se instaló en el balcón con la intención de verificar si aquella mujer que le hizo sentir la sensación de vuelco en su corazón era Paula. Ajustó bien las lentes y sí; efectivamente era ella. Ahora lo sabía, pero no tenía muy claro lo que tenía que hacer. Notaba que se reprimía y como un relámpago se dejó llevar. Corrió por las calles paralelas calculando todos los factores para provocar el encuentro. Justo antes de encontrarse con Paula y su hijo, aminoró la marcha y se pasó la mano por el poco pelo que le quedaba. Quería causarle buena impresión, pero que pareciera que el encuentro fuera fortuito. Al girar la esquina se la encontró de frente. Ella lo miró, lo reconoció y bajo la vista.


-Hola-dijo Armando parándose para saludarla.


-Hola-dijo Paula sin aminorar la marcha y casi arrastrando al pequeño por el brazo. Armando la observó. Ella ya había ganado una distancia considerable respecto a él.


-¡Paula!, ¿no me reconoces?


-¡Sí, sí le reconozco!-gritó ella para que lo escuchara y siguió calle abajo sin girarse ni un instante.


-¡Por qué no te paras!


-¡Porque tengo prisa!


Si Paula no hubiera contestado, Armando se hubiera deshecho de aquella alocada idea de enamorarse de ella, pero aquel porque tengo prisa abrió una puerta de esperanza para él. A partir de entonces decidió espiarla para conocerla mejor y retrasar el siguiente encuentro que, cómo no, parecería accidental. Empezó por postrarse en el balcón con los prismáticos en la mano todas las horas de entrada y salida del colegio. Por la calle la seguía disimuladamente. Cuando se adentraba demasiado en el barrio de Paula daba media vuelta. Había por allí demasiados obreros despedidos de Walter Wass & Co. que lo podrían reconocer. Ahora estaba en su misma situación, pero también lo está un policía que ha sido encarcelado con lo presos.


Los días iban pasando y sin darse cuenta Armando cayó profundamente enamorado. Tanto que casi olvidó ir a sellar la tarjeta del paro para continuar cobrando. No sabía que hacer para que Paula lo tomara en serio y no como el antiguo conocido que la despidió porque no tenía más remedio. Por las mañanas se ponía el despertador a las ocho y media para no faltar a la cita de la entrada del colegio, pero estaba inquieto. Ya no leía tanto y pasaba más horas, como un zombi, delante del televisor. Entonces, dentro de la amargura que le producía toda aquella situación y de saber que si no tomaba pronto una decisión podría acabar por desequilibrarse, pensó que tenía poner las cosas en su sitio. Esta vez fue al encuentro de Paula después de las nueve. No quería que el niño estuviera delante. Como ya tenía calculado el recorrido esta vez corrió menos.


-Paula.- La chica se asustó ante tan repentina pronunciación de su nombre. Armando estaba parado en frente de ella con una amable sonrisa en los labios. Ella cabeceó y lo apartó suavemente de su camino con un brazo. Siguió calle abajo. Armando se quedó prendado al verla de espaldas.- ¡Paula, por favor!-, pero ella hizo caso omiso de la súplica del hombre. Decidió seguirla. Esta vez no se escondía y ella se giraba de vez en cuando al sentir su presencia.


De nuevo abandonó la persecución en los aledaños del barrio obrero. Regresó a su apartamento consciente de que aquella mujer lo había desequilibrado por completo. Al caer la noche los remordimientos de los actos cometidos durante el día se postraron sobre él. En medio de aquella noche apacible, Armando, sufría de desconsuelo y de amor, sudoroso sobre el edredón.


Un desfile de disparatadas ideas cruzaron por su mente a través de la noche. El momento más doloroso fue cuando un sentimiento de acosador se apoderó de él. Nunca se le ocurriría comportarse como tal, pero al analizar por enésima vez el encuentro con Paula surgió la duda. En aquel punto traumático de clarividencia la opresión en su corazón llegó al límite que un ser humano pueda soportar. A pesar de sentirse mal en todo su ser, se quedó dormido. Con las primeras luces del día la serenidad rozó su maltrecho espíritu. Tan solo necesitó una ducha para tonificar su cuerpo. Mientras desayunaba analizó fríamente la situación. Paula no quería saber nada de él, eso estaba claro. Él era consciente de la atracción que aquella muchacha ejercía sobre sus sentimientos. Debería ser cauto y no cometer una estupidez. Decidió permanecer en casa las horas en que ella apareciera por el colegio y evitar cualquier encuentro. Se limitaría a observarla con los prismáticos. Tenía miedo de no poder contenerse si la volviera a ver de frente, en la calle. También hizo un repaso por su memoria para encontrar algún recuerdo que justificara el rechazo de Paula, a través de alguna situación ocurrida en Walter Wass & Co. Pero no relacionaba nada. Y era esto lo que más le inquietaba, porque nadie repulsa de manera tan contundente a un viejo conocido.


La imagen de Armando en el balcón a las horas de entrada y salida del colegio empezó a ser corriente entre sus vecinos. A nadie le preocupaba que mirara con los prismáticos hasta que un día empezó a masturbarse. Armando recibió una contundente denuncia y quedó sumergido en un estado de vergüenza y arrepentimiento. Tardó varias semanas en salir del apartamento. Aunque menos al balcón.


Se había obsesionado tanto con Paula que la veía por todas partes. Incluso en el espejo de su baño. Cada vez se le hacía más difícil controlar la situación. Era consciente de lo que le pasaba, pero de vez en cuando cometía un desliz. Como el día que buscó el teléfono de Paula en la guía. Marcó los números y esperó en silencio a que la mujer descolgara. Sonaron tres tonos y entonces le contestó la voz de un niño.


-Hola, ¿quién es?


-Hola, ¿está tu mama?


-¡Mamaaaá!


Armando escuchó el frotar del auricular, supuso por encima de un sofá. Luego oyó la voz de Paula que le preguntaba al pequeño ¿quién es? Y su hijo respondía: un señor. Paula cogió el teléfono.


-¿Quién es?- Por un momento Armando notó que su valor se esfumaba y no se atrevía a contestar. Paula volvió a preguntar- Oiga, ¿quién es?- Y cuando estuvo a punto de colgar sonó un débil hilo de voz desde el otro lado de la línea.


-Paula.


-Sí, soy yo- contestó enérgicamente.


-Soy Armando de Walter Wass & Co.


-Pero bueno. Ya está bien. Voy a tener que llamar a la policía.


-No es lo que te imaginas, Paula. Estoy enamorado de ti.


-Usted está como una cabra.


-Sí, por ti. Te amo con locura. No puedo vivir sin ti.


-Se lo digo por última vez. Si vuelvo a saber algo de usted lo denuncio.-Y colgó el teléfono con todas sus fuerzas.


Armando quedó estirado en la butaca. Tenía el auricular del teléfono cogido con las dos manos y lo apretaba contra el pecho. Unas pequeñas gotas brotaron tímidamente de sus lagrimales tantos años en desuso. Sentía el verdadero dolor humano. La aflicción de un amor no correspondido. Permaneció en ese estado varias horas. Su vida había perdido todo el sentido. Sólo se levantó para encender el televisor. Era la forma más fácil y cómoda de entretenerse. No cambió ni una sola vez de canal y absorbió toneladas de publicidad. Al cabo de unas horas tenía los ojos vidriosos y le escocían. También notó una sensación como si el cerebro se le hubiera entumecido. Decidió esperar a que se hiciera de día para que todos aquellos demonios que le poseían se desvanecieran con las primeras luces del alba.


Aquella mañana bajó antes de las nueve a buscar el pan. Todavía causaba tímidas sonrisas entre sus vecinas a causa del episodio de la masturbación en el balcón, pero él trataba a todo el mundo con respecto y amabilidad. Volvió a su apartamento. Subió en el ascensor. Las puertas se abrieron y caminó por el pasillo. Llegó ante su puerta y sacó las llaves del bolsillo. En ese preciso instante sonó el teléfono en el interior. Abrió lo más rápido que pudo y se abalanzó sobre él. La voz de un hombre sonó al otro lado.


-Hola, buenos días, ¿es usted Armando, el de Walter Wass & Co.?


-Sí, el mismo, pero ya no trabajo allí.


-Sí, ya lo sé. De eso se trata. Le llamo de Descartes Vacunos, S.A. Es por una oferta de trabajo. Pásese por nuestras oficinas.


-Así lo haré, gracias.


-Gracias a usted.


Pasaron los meses y Armando había encajado perfectamente en su nuevo empleo. Una mañana, mientras desayunaba junto con sus compañeros, uno de ellos le preguntó.


-Armando, tú que has estado en el paro cerca de un año, cuéntanos, ¿qué tal es la crisis?


Entonces Armando se acordó de Paula y con la vista perdida contestó a sus expectantes compañeros:


-Muy mala, señores. La crisis es muy mala.- Bajó la cabeza y mojó el cuerno del cruasán en el café con leche.


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