LA CONSULTA

Llamé al timbre. La puerta era de cristal y una cortina de hojas plegables ocultaba su interior. Esperé unos segundos y volví a llamar. Aún no había retirado el dedo del pulsador cuando las hojas se corrieron un poco hacia el lado. Asomaba la cabeza de una mujer que gesticulaba con su rostro. No la podía escuchar, pero en sus labios se dibujaba un claro: “Ya voy, ya voy”. Entonces abrió la puerta. Cuando entré me invadió un olor a limpio. En toda la sala de espera se respiraba la pureza de la esterilización. Luego me fije en aquella mujer. Tenía el pelo liso cortado justo por debajo de las orejas. Por un momento me dio la sensación que llevaba un casco. Los cristales gruesos de sus gafas aumentaban sus ojos como si fuera un insecto. Vestía con una bata blanca, una falda blanca, unas medias blancas e, incluso, unos zuecos blancos. Toda ella lucía un aire de santidad en la sala de espera de aquella consulta. En el fondo, incrustada en los azulejos blancos, había una fila de asientos de plástico, de color blanco. Me invitó a sentarme. Había un paciente esperando. Tenía la cabeza casi escondida en sus rodillas y no paraba de balancearse con movimientos cortos. Lo miré receloso y me senté en la silla más lejana a él.



-Enseguida los recibirá el doctor-. Dijo la enfermera y desapareció por una de las puertas que había en la pared opuesta. Ojeé como un furtivo en busca de alguna revista, pero no había nada en aquella sala excepto las sillas y aquel tipo. Intuí que iba a ser una espera muy pesada. Empecé a recorrer cada rincón de la sala con la vista. Evité mirar a aquel hombre y busqué musarañas por otro lado. Me dolía el trasero tanto tiempo sentado en aquella incómoda silla rígida de plástico duro. Entonces me pareció escuchar algo. El hombre al ver que había captado mi atención fue más conciso.


-Me quita las agujas.


-¿Cómo?-. No pude evitar la pregunta mientras el hombre continuaba con su incesante movimiento.


-Ella me quita las aguas.


No dije nada y dejé de observarlo, dirigiendo mi mirada hacia los inmaculados azulejos de la pared de enfrente. El hombre se levantó como un resorte y señalando hacia la puerta por la que había entrado la enfermera gritó:


-¡Ella me quita las agujas!


El quejido fue tan sonoro que la mujer apareció espantada por la puerta.


-¿Qué pasa?-, preguntó.


-¿Por qué me quitas las agujas?


El hombre se abalanzó sobre ella violentamente, pero logré interceder y me coloqué entre los dos evitando la agresión. Entonces el hombre estiró el brazo sobrepasándome. Agarró con la mano el pelo de la mujer y se quedó con la melena tipo casco en la mano. Empujé al hombre hacia la silla y volvió a su estado de balanceo, pero con la peluca en la mano. Mi giré hacia la enfermera que me observaba quieta en el centro de la sala. Con una mano me insinuaba que recuperara su peluca. Al ver su cabeza totalmente calva y aquellos gigantescos ojos tras los cristales gruesos de sus gafas me dirigí disimuladamente hacia la puerta. La mujer seguía mirándome y yo ya tenía un pie en la calle. Al poco entré en un bar y pedí una cerveza. Mientras la saboreaba decidí que la acupuntura podría esperar.


1 comentario:

Édgar Ahumada dijo...

Jordi,

En una opinión que no procura ser nada más que eso, creo que tienes un justo manejo del lenguaje para mantener a tus lectores en esa sala de espera, o mejor, a la orilla de ésta, prácticamente desde un principio.

-Me quita las agujas.

Es de por sí intrigante, esa frase lo engancha a uno, lo que sigue lo termina por "amarrar" a uno a tu narrativa, y al final sueltas al lector, para que regrese a su propio mundo sin la intriga resuelta, mas con la seguridad de haber leído un buen cuento.

Felicidades, me ha encantado.

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