EMILIO Y EL POLLO


Es noche cerrada. Un coche espera a las afueras de la granja con las luces apagadas y el motor a ralentí. Una mujer camina a oscuras por el interior de la casa. Lleva una maleta a cuestas. Entra en la habitación del niño y con una lágrima en la mejilla le da un beso. El niño se retuerce bajo el edredón. Ella lo observa por última vez. Baja con cuidado por las escaleras y sin hacer ruido entra en la cocina y abre la puerta que da al patio. Desde el exterior escucha los últimos ronquidos de su marido mientras se dirige al coche. El motor apenas se oye y en el interior la espera un hombre. Ella abre la puerta y se sienta. Sus miradas aceptan la decisión y se besan con ardor. La noche es oscura y la sombra de la Tierra pega de lleno en la Luna. Un manto brillante de estrellas cubre el cielo negro como si fueran motas de polvo. El coche avanza despacio por el camino con las luces apagadas hacia un rumbo desconocido.







A Emilio le gustaba perseguir a las ratas de campo por el sótano de la casa. De pocas diversiones disfrutaba. Como la de sorprender a la zorra en el gallinero. Se escondía con el tirachinas preparado y esperaba con paciencia antes de disparar. Desde que su madre se fugó no había vuelto al colegio. Su padre tampoco se preocupó de llevarlo y nadie vino a buscarlo. Tampoco se acercaba al pueblo, a no ser por necesidad. Presentaba un aspecto desabrigado y su piel cubría con esfuerzo una visible osamenta perfilada, aún más, por la extrema delgadez que padecía. Los pelos de su cabello rojizo parecían alambres curvados cubiertos de óxido. Pero su rasgo más destacado eran aquellos ojos como platos de una negrura apabullante. Poseía una mirada aguda y sincera que eclipsaba la imperfección de su rostro repleto de pecas. Hacía poco que se le cayó el último diente de leche y una dentadura desproporcionada poblaba su boca. Vestía con una camisa de franela desgastada y unos pantalones remendados por él.


Corría como una alimaña por la granja, siempre intentando dar caza a algo comestible. El espacio entre la casa y el granero estaba cubierto de hierbas altas que habían crecido libres. Los árboles frutales que habitaban en el jardín estaban repletos de tallos bordes yermos de frutos. Lo único que el padre de Emilio conservaba dentro de aquella ruindad era el gallinero. Les proporcionaba huevos frescos que eran la base de su alimentación.


Emilio entró en la cocina. Sus paredes estaban ennegrecidas a causa de un pequeño incendio que pudieron sofocar, padre e hijo, en el último momento. Buscaba un cazo para hervir agua en una pequeña hoguera que había encendido en la parte trasera. Había aprendido de la importancia de crear un círculo de piedras alrededor del fuego para evitar su expansión en aquel mar de hierbas secas. Se disponía a cocer un par de huevos que había recogido por la mañana.


En el centro del camino que conducía de la casa a la carretera estaba aparcada indefinidamente una camioneta averiada. Los neumáticos llevaban desinflados tres años y una noche de ira el padre de Emilio destrozó el parabrisas y los cristales de las ventanillas. Aún así era el sitio preferido del hombre para dormir tras los excesos con el alcohol. Allí pasaba la mayor parte del día. Cuando se despertaba en la camioneta lo primero que hacía era ir al gallinero. Daba de comer a las gallinas con malas hierbas y un poco de pan duro que rapiñaba por ahí. Emilio prefería mantenerse lejos del hombre. Sobretodo cuando hacía poco que se había despertado. Aún así le gustaba observarlo. El padre de Emilio recogía los huevos y los sacaba del gallinero. Siempre los dejaba en un sitio diferente. Entonces Emilio aprovechaba la oportunidad y se apoderaba de dos o tres. Pero había una cosa que al niño le intrigaba. No entendía por qué su padre volvía a entrar en el gallinero y al cabo de una rato salía abrochándose los pantalones.


El gallinero era un pequeño cubículo de maderas clavadas entre sí. Tenía una pequeña obertura por donde las gallinas podían salir al exterior. Era un espacio enjaulado más bien por protección de los ataques de la zorra. Se accedía por una puerta de manera atrabancada de manera rudimentaria. En el interior las gallinas ponían sus huevos custodiadas por un viejo gallo de color blanco, de grandes pechugas, pero de poco cantar. A veces su padre salía del gallinero con una gallina muerta. Entonces el hombre la desplumaba y la cocinaba. Si aquel día Emilio tenía suerte disfrutaba de las sobras.


Cuando llegaron las primeras lluvias la desvencijada vivienda mostró sus carencias. Las goteras en muchos puntos de la casa se habían convertido en caños de agua incontenibles y había un par de paredes que parecían cataratas. Emilio se refugiaba en el sótano ya que al agua le costaba más llegar. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y eso le facilitaba la caza de ratas. Lo peor era conseguir un sitio dónde cocinarlas ya que todo estaba mojado. Pero siempre acababa ingeniándoselas y nunca tuvo que comer la carne cruda.


Una vez al mes recibían la visita de Pérez, el veterinario. Era un hombre de avanzada edad con un aspecto muy desaliñado. Vestía un traje blanco cubierto de mugre. Aún así disfrutaba de una gran reputación entre los granjeros por sus conocimientos veterinarios. Aparcaba su coche enfrente de la camioneta. Luego vociferaba el nombre del padre de Emilio hasta que este aparecía por algún rincón. Emilio le tenía el mismo miedo que a su padre. Una vez intentó alcanzarlo para hacerle una revisión médica. Su padre y el veterinario reían como locos mientras observaban al niño zafarse por todos los medios. Pérez solía traer al padre de Emilio una botella de licor en cada visita. Los dos hombres la descorchaban y se la bebían hasta dejarla vacía. Emilio también se extrañó de los viajes de Pérez al gallinero. Pasaba allí dentro un buen rato y luego reaparecía abrochándose los pantalones, como su padre. Pero Pérez siempre aparecía con una gallina muerta. Entonces los dos hombres estallaban en carcajadas que atemorizaban a Emilio. Aquellos seres no eran humanos para él. Aunque tampoco conocía lo verdadero de la humanidad.


Pasaron los días de lluvia y la hierba tomó aquella vitalidad expresada en el tono más verde que pudiera alcanzar. Empezaron a abundar los insectos y, como no, los reptiles. El padre de Emilio hacía dos días que no salía de la camioneta. El niño sintió curiosidad y se acercó sigilosamente a ver qué le pasaba. El hombre se encontraba estirado en el raído asiento del conductor con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. Tres moscas se paseaban sobre su rostro. Emilio cogió un palo largo. Su instinto le decía que algo no iba bien. Se acordó de aquel perro que se encontró una vez muerto al lado de la carretera. La expresión de la cara de su padre le recordó aquel episodio. Introdujo el palo a través del hueco de la ventana. Le dio la impresión de que el cuerpo estaba rígido y éste le correspondió cayendo hacia un lado.






A su corta edad ya había aprendido a cuidarse solo, o por lo menos a sobrevivir. Todavía disponía del gallinero, aunque algunas gallinas ya habían pasado a mejor vida. Emilio no las alimentaba por una cuestión de ignorancia. Un día entró en busca de huevos. El gran gallo blanco se plantó ante él, pero estaba tan débil que no opuso ni la más mínima resistencia. Cuando Emilio se agachó a recoger los huevos se detuvo ante la sorpresa que le produjo el tamaño de uno de ellos. Era un huevo, de eso estaba seguro, pero era grandioso; igual que un melón. Lo cogió con las dos manos y salió corriendo hacia la parte trasera de la casa. Allí tenía instalada de manera permanente la hoguera. Agarró el requemado bote de metal que utilizaba para cocinar y se dirigió a la charca en busca de agua para cocer el huevo.


Cuando regresó encendió el fuego. Las piedras que formaban el círculo de protección parecían de carbón de lo negras que estaban. Entonces al tomar el huevo notó una pequeña vibración. Se tornó cada vez más intensa hasta el punto que se sintió tentado a dejarlo caer. Pero en vez de eso lo apoyó con suavidad en el suelo. De repente el cascarón se resquebrajó y Emilio pudo ver un pollo del tamaño de una gallina. El niño tenía los ojos como platos y estaba paralizado ante el acontecimiento. El pollo movió la cabeza lentamente y emitió un sonido más parecido al balar de una oveja que al piar de los pollitos. Pero lo que más impresionó a Emilio fueron aquellas orejas. Tenían forma humana. Había asistido al nacimiento de un pollo con orejas.


Al cabo de una semana el pollo ya había conseguido tener el plumaje de un ejemplar adulto. Seguía a Emilio por todos lados. Al principio al niño no le gustaba por lo extraño de su aspecto. Y lo que más nervioso le ponía eran aquellos lamentos que producía. Aún así lo aceptó como compañero.


Una tarde fueron al gallinero a buscar huevos. Al pollo no le hacía mucha gracia entrar en aquel cajón gigante de madera y se quedó por fuera. Emilio entró y se encontró con los restos de muerte que había dejado la zorra a su paso. Tuvo el descuido de no cerrar bien la puerta y el depredador lo aprovechó. No quedaba nada que se pudiera aprovechar. Emilio salió del gallinero y profirió unos comentarios ininteligibles, ya que a su corta edad todavía tenía dificultades para hablar. El pollo arrimó las orejas intentándolo entender. Emilio recogió los restos de carne mezclados con las plumas. Formó un cuenco con las manos para transportarlos. El pollo se decidió a entrar en el gallinero para ver que había pasado. Lejos de espantarse picoteó todo lo que pudo.


Se habían quedado sin abastecimiento de huevos, pero un sin fin de pequeños animales e insectos corrían por el campo.


Una cálida mañana Emilio y el pollo jugaban entre las hierbas persiguiendo mariposas. Se habían acostumbrado uno al otro como si fueran hermanos. Los balidos del pollo cada vez se parecían más al sonido de las palabras. Ambos se divertían por los alrededores de la granja. Pero el juego que más misterio les ocasionaba era aproximarse a la camioneta donde reposaba el cadáver putrefacto del padre. Desde una distancia prudencial Emilio hurgaba con un palo la carne en descomposición. A veces el pollo no podía resistir la tentación de picotear las partes desmembradas del granjero. Un día mientras experimentaban con el cuerpo muerto el pollo levantó la cabeza y escuchó con atención en dirección al camino. Después de una manera primitiva emitió un sonido que se parecía a Corre.


Emilio y el pollo corrieron a esconderse entre la maleza. Por el camino vieron acercarse el coche de Pérez.


El veterinario bajó tambaleándose y dejó la puerta abierta. Llevaba una botella en la mano. Llamaba al padre de Emilio. Ellos seguían quietos fuera del alcance de Pérez. Entonces el veterinario se acercó a la camioneta. Al principio se llevó el antebrazo a la nariz para protegerse del mal olor. Acto seguido empezó a vomitar asqueado por el aspecto del granjero. Pérez se dirigió corriendo hacia su coche y tropezó varias veces cayendo de bruces en el suelo. A pesar de todo pudo levantarse y subirse al coche. Emilio y el pollo observaron el rastro de polvo que levantaba por el camino.


Por la noche se refugiaban en el sótano. Antes de dormirse jugueteaban y Emilio le acariciaba las orejas al pollo. Se sentía a gusto. Se acurrucaba en el regazo del niño y se quedaba dormido. Las noches eran tranquilas en la granja. Sólo el sonido de las maderas resquebrajándose irrumpía de vez en cuando. Pero, a pesar de la fragilidad, la ruinosa construcción les proporcionaba un hogar confortable. A veces se escuchaban los pasos sigilosos de la zorra por la parte superior de la casa merodeando. Y desde la desaparición de los habitantes del gallinero se oían menos alborotos nocturnos.


Cuando el grillo dejaba de cantar y en breve comenzaba la cigarra se suponía que era de día. El primero en despertarse era el pollo. Pero protegidos por la oscuridad del sótano permanecían aletargados hasta que el punzón del hambre se les incrustaba en el estómago. Entonces emergían como dos cazadores famélicos en busca de todo lo que fuera comestible. Aquella mañana antes de salir del sótano escucharon pasos en la planta superior. Se quedaron agazapados uno junto al otro hasta que la luz de una linterna los enfocó. Emilio tapó con un saco al pollo antes de que pudieran verlo. Después un agente de policía lo tomó de la mano y lo llevó al exterior. Emilio nunca había visto a tanta gente, aún así mantuvo la compostura. En el camino de la granja había aparcados dos coches de policía, el coche de Pérez y un gran coche lujoso en el que pudo apreciar a un hombre con sombrero y una bella mujer en el interior que al ver a Emilio se bajó del coche y fue corriendo hacia él, a pesar de que los tacones de sus zapatos se clavaban en el fango del camino. Por fin su madre había venido a buscarlo. El hombre del sombrero bajó del coche y sonrió al ver como la mujer abrazaba al niño.


Pérez permanecía quieto frente a la camioneta mientras un policía marcaba el perímetro con cinta. Definitivamente se apoderaría de la tierra del granjero tras acordarlo con la mujer fugada a la que sólo le interesaba recuperar al niño.


El jefe de policía envió a un agente a inspeccionar la granja. Estaba abandonada y nadie se explicaba cómo Emilio había podido sobrevivir allí. Empuñó el arma con una mano y bajó al sótano. Su experiencia le enseñó a protegerse ante lo desconocido. Lo hizo despacio. Como si fuera a encontrar allí abajo a un asesino en serie. Con la otra mano aguantaba la linterna. El sótano apestaba como un gallinero. Hizo la última inspección ocular antes de dirigirse de nuevo a la escalera. Entonces escuchó un leve sonido. Era como el revolver de unas telas. Enfocó con la linterna y vio como un harapiento saco se movía. El policía permaneció en silencio apuntando con la pistola. Entonces apareció la imagen más horrorosa que había visto en su vida. Un pollo con orejas mecía lentamente la cabeza y dejó sonar un lamentó. En ese preciso instante el policía que tenía encañonado al pollo dejó que salieran de la pistola un total de seis disparos. Todos fueron a impactar a la cabeza del pollo que quedó destrozada y sin rastro de las orejas. Otro policía acudió en auxilio de su compañero al sótano al escuchar los disparos. Nadie lo creyó y fue objeto de burlas durante mucho tiempo por parte de sus compañeros. Mientras tanto, Emilio permanecía sentado en el asiento trasero del coche del hombre que acompañaba a su madre. Escuchó los disparos, pero no preguntó.


2 comentarios:

relatosdesdecilleros dijo...

El principio te engancha, su nudo te sorprende y su final te conmueve. Como lectora para mí conseguiste todo, felicidades.

Pilar Alonso dijo...

Hola guapa muy bonito tu relato lo que no se es donde sacas tanto tiempo para poder escribir cosas tan bonitas.Un besito

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